TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 8

 

Capítulo 8

 “Pacto de Fuego”

York, Inglaterra, 1620.

24 de febrero de 1620

 

Nadie pareció inquietarse con mis palabras. Eran trabajadores, obreros y mujeres, niños y hambrientos que solo estaban preocupados por cobrar sus sueldos y comer su pan negro con algo de queso. Mi puesto me otorgaba la autoridad para no cuestionar mis decisiones, incluso mi edad pasaba desapercibida por aquellas personas que la mayoría, mayores que yo, no desobedecían una sola palabra mía. Comencé a preguntarme si era el respeto por mi puesto, mi inteligencia o si había algo más que autoridad en mis palabras. Tal vez miedo. Tal vez el mismo miedo que a mí me atenazaba cada vez que pensaba en aquella mujer desnuda. Un miedo irracional que siempre evoca una cruz o las llamas de un fuego. ¿Una palabra mía podría condenarles? ¿Tanta autoridad merecían mis palabras?

El río continuaba ensanchándose. El caudal había descendido y la velocidad del agua también, la ladera era mucho más llana y apenas si había desnivel en el suelo. Había recorrido lo suficiente como para que todo el paisaje mutase y se viese envuelto en una especie de lienzo irreconocible. Yo mismo no estaba seguro de saber regresar si no fuera porque retrocediendo el río debería llegar a la misma zona en la que había dejado a mis paisanos. Había aumentado la cantidad de nieve por la zona. La noche anterior había caído una buena nevada pero el radiante sol que hoy nos acompañaba era suficiente como para derretirla a trozos. Pero no completa. Habría recorrido tres kilómetros al galope cuando detuve al caballo.

Divisé, muy malamente, un cierto brillo rosáceo sobre unas piedras en el propio cauce del río. Eran piedras que sobresalían, negras y brillantes con aquella especie de mancha rosácea encima. Destacaba frente a todo el agua, e incluso llegué pensar que sería una especie de reflejo de la luz sobre las piedras, pero tenían consistencia y sin duda el color no desaparecía con los cambios de luz. Bajé del caballo y me adentré en el río. Apenas el agua me hubo llegado a las pantorrillas ya alcanzaba aquellas piedras. Pasé mi mano por la superficie, manchándome los dedos de aquella masilla extraña. Era sebo. No. Era jabón, con una intensa fragancia a lavanda. Lo restregué por mis dedos, lo olí, incluso llegué a rozar la punta de mi lengua sobre aquello. Cuando me lavé las manos en el agua bien pude comprobar que efectivamente era jabón, y dejó en mis manos una dulce fragancia a lavanda que aborrecía.

La conclusión era muy clara, alguien había estado lavando allí algo, con aquél jabón, y probablemente allí fuera donde había dejado la pastilla. Miré alrededor sin encontrarme a nadie, pero no debía haberse marchado hacía mucho o el agua hubiera acabado por borrar las muestras de jabón que allí quedaban. Volví al caballo y lo azucé para continuar adelante pero un escueto, estrecho y humilde camino se desdibujaba entre el bosque que iba dejando a mi izquierda. Sabía muy bien hacia donde me estaba dirigiendo y a quien estaba buscando. Estaba claro que no iba a quedarme de brazos cruzados pero no sabía muy bien cuáles eran mis intenciones. ¿Qué era lo que esperaba sacar en claro de aquella investigación y si realmente estaba a punto de descubrir algo, qué haría con aquella información?

Continué por aquél camino con mi caballo, preocupado por desaparecer demasiado tiempo frente a mis paisanos, aterrorizado por estar conduciéndome hacia un abismo del que no pudiera salir. Pero sobre todo carcomido por la curiosidad de conocer, de saber, de investigar más allá de lo establecido. Todo era nuevo para mí alrededor. No conocía aquellas laderas, tampoco aquellos olores y mucho menos los colores. Estaba entusiasmado como aquellas veces que me atrevía de pequeño a seguir caminado, a seguir explorando tierra al norte para hacer mío todo aquello que alcanzase mi vista. Aquello volvía a repetirlo con veinticinco años, pero esta vez no era capaz de llamar mío a nada de aquello, lo que lo hacía mucho más interesante.

Caminado lo suficiente apareció entre los árboles un ser maravilloso, una imponente bestia, o tal vez era un ángel. Con unas blancas alas extendidas zarandeándose al silbido del viento que se colaba entre los árboles. El batir de aquellas alas sonaba como truenos o tambores y se contorneaban como un ser sin alma, sin cuerpo, únicamente aferrado a aquella forma blanca, incorpórea y contorsionada la viento. Era una sábana extendida, blanca, impoluta, maravillosamente tendida sobre una cuerda. Varias pinzas de madera la sujetaban impidiendo que se escapase y mientras la sábana se agitaba, se revolvía y se contorsionaba, el sonido del murmullo de una voz la acunaba. Aquella voz, la misma que tarareaba anoche en una habitación anaranjada. La misma que se desnudaba delante de mí. Aquella chica, allí estaba.

Detuve al caballo a una distancia prudente para no alterarla y me bajé, todo lo silencioso que fui capaz. No pude por menos que continuar hacia delante sin perderla un solo segundo de vista. Como si cazase una liebre o yo mismo fuese la presea de un animal mucho más grande. Me mantuve escondido, no deseaba aún ser visto. Portaba un vestido gris, con unas enaguas blancas y unas botas altas de hombre, pero que le sentaban muy bien a sus pies. Un delantal blanco y una cofia blanca que ocultaba su pelo trenzado. No llevaba corsé, y se notaba la tela de su pecho suelta. Solo se le ajustaba el vestido en la cintura por la correa del mandil que portaba. Sobre sus hombros llevaba un chal de lana granate, algo desteñido y desgastado ya, pero la abrigaba en estos días. Era maravillosa. Como se movía, como se alzaba de puntillas para colocar las pinzas, la forma de sus pies inclinados, sus manos temblorosas. Su mentón alzado y esa mirada concentrada. Tarareaba incluso con pinzas en la boca.

El bajo del vestido estaba raído y sucio. Las botas embarradas y la frente sudada, pero aún así para mí estaba perlada. Un rayo de esperanza marcó mi pecho con infinita felicidad. Si era la misma mujer que había visto la noche antes, y desde luego que lo era, no podía ser la misma anciana que había visto años antes o de lo contrario de día se vería de nuevo vieja y estropeada. Seguía siendo cándida y hermosa por lo que ni era bruja ni monstruo. Solo una provinciana que se había instalado allí. Y sin embargo algo rodeaba su aura con un velo oscuro y peligroso. Estaba excitado por retirar ese velo.

De un momento a otro una funda de cama que estaba tendiendo se la arrancó el viento de las manos y quedó allí anonadada y sorprendida. El viento trajo hasta mí la tela y yo no pude por menos que salir de mi escondite para detener su vuelo. Fue como atrapar un ángel en pleno despegue, y cuando bien me hice con la sábana en mis manos su rostro apareció de repente ante mí, con los brazos extendidos pues había ido en busca de su sábanas antes de que se ensuciase de nuevo en el suelo. Nuestros cuerpos se encontraros a menos de un metro y todo mi ser se volvió tembloroso y dubitativo. Mis manos aferrando la sábana, las suyas extendidas para rescatarla. Nos miramos, por primera vez a los ojos, y me encontré la mirada más cándida, dulce y extraña con la que jamás me habría podido topar. Estaba casi tan sorprendida como yo de habernos encontrado el uno al otro, ambos éramos desconocidos para el otro, especies distintas, animales en medio de un camino por el que solo uno pasaría. Uno era un ángel y el otro un demonio, pero quedaba determinar quién de los dos era cual.



Cuando sus manos se atrevieron a tocar las mías sobre sus ropas yo solté de inmediato la prenda para devolverla y le ayude recogiendo los bajos para que no rozasen con el suelo. Mancharlo hubiera sido un descuido por mi parte que ella pagaría con esfuerzo. La funda de cama me había dejado un intenso olor de lavanda en los brazos. O tal vez fue ella. Quién sabe. Cuando le hube regresado la sábana me sonrió con dulzura, casi con miedo, y se volvió de nuevo a las cuerdas de tender con toda naturalidad, pero desviando de vez en cuando la mirada para volverla a mí, como si esperase que me marchase de la misma forma en que había aparecido. Pero no tuve el valor de irme, y tampoco de moverme. La joven extendió la sábana sobre la cuerda y la colocó allí con varias pinzas. Ya no tarareaba, y hubiera deseado que lo hiciese.



—Gracias. —Dijo ella con una sonrisa que más que agradecerme estaba despidiéndose de mí, recogiendo un cesto de mimbre que tenía en el suelo y cargándoselo a un costado. Se volvió a mí, me sonrió con sinceridad, y caminó adelante hasta desaparecer por detrás de una colina. Reconocía la colina. Era la misma que por el otro lado custodiaba su hogar.

¿Seguirla? ¿Debería? ¿Tendría miedo de mí? ¿Debería tenerlo yo de ella? Ni siquiera sabía su nombre pero a ella no le importó no saber el mío, ni siquiera conocer el timbre de mi voz. Ella me había llenado de su perfume, alimentado con su canto y despedido con su voz. Pero me sentía más pobre que nunca por conocer al menos su nombre. Seguirla habría resultado inapropiado pues no me había invitado a acompañarla, tampoco estaba seguro de que ella desease haber sido vista, y desde luego yo no debería haberla visto. Regresé camino atrás hasta encontrar mi caballo avergonzado, aterrorizado y sobre todo acobardado.

 

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Se dio la noche. Todos habían vuelto ya a sus hogares y la hora de la cena se avecinaba. Mi tío aún no había llegado del ayuntamiento y mis hermanas se habían puesto a hacer la cena cuando uno de los muchachitos que trabajaba repartiendo el correo prorrumpió en mi casa con una carta de Sr Williams hacia mí. La había dejado en el puesto del escribano aquella misma mañana cuando yo estaba ausente recorriendo el este para buscar un buen comienzo del camino. La carta decía así:

Allegaros esta noche a nuestra casa. Es el sexto cumpleaños de nuestra hija y deseamos invitaros a cenar. Hemos hecho un maravilloso pudin de chocolate. No es necesario que traigáis regalo. No os demoréis. A las siete se cena.

Apenas faltaban diez minutos para las siete así que ensillé de nuevo mi caballo y tras advertir a mis hermanas que no cenaría en la casa y recibir de ambas una mirada fulminante de recelo partí con nerviosismo. El caballo estaba fatigado por la jornada de hoy pero aún le quedaban reservas y lo terminé por cansar llegando a la casa de los Williams. El tiempo había mejorado en comparación con el día anterior, o al menos el viento ya no soplaba con esa frialdad cortante. El bosque estaba más tranquilo pero la noche seguía siendo igual de oscura que siempre.

Nuevamente la jovencita Victoria salió a recibirme enfundada en un trajecillo de algodón granate y un lazo negro rodeándole la cintura cuyos extremos arrastraba por el suelo. En este caso por la nieve de la entrada de su casa. Salté del caballo para recibirla y ella se lanzó a mis brazos. Y nuevamente Mari la cuidadora salió aterrorizada en su busca, pero algo más sosegada al reconocerme.

—¡Esta chiquilla es el diablo! Un día va a darme un infarto al verla salir así tan precipitadamente de casa y lanzarse a los brazos de un desconocido.

—No nombréis al diablo y menos aludiendo a este angelito. —Dije mientras la atusaba en mis brazos y le limpiaba los bajos del vestido que se le habían manchado con la nieve salpicada por sus pequeños zapatitos de cuero—. Y la muchachita ya es muy lista como para saber a qué brazos se lanza. Pero Mari tiene razón. —Le dije esta vez a la cría—. No debéis salir así de casa y menos para acudir a la llegada de un desconocido. ¡Los monstruos acechan por estas colinas!

—No asustéis a mi hija con historias de fantasmas, señor Willem. —Dijo su madre, apareciendo por la puerta con los brazos cruzados. De sus mangas colgaban unas chorreras blancas que delineaban su contorno y su vestido de terciopelo rojo era tan aterrador como su expresión enfadada. Parecía una hechicera esperándome a que entrase en su cueva. Yo incliné mi sombrero como saludo y agarre mejor a su niña en mis brazos que se revolvía atusándome el pelo y el cuello blanco de la camisa. Mari se había llevado mi caballo a la cuadra.

—Un poco de miedo pone a los niños en el buen camino. —Dije mientras ella me miraba de arriba abajo con una sonrisa pícara.

—Un poco sí, pero miedo a la realidad es lo que hay que infundirles, no a historias de fantasía. Algún día no sabrán distinguir qué es real y qué no. —Musitó mientras le cogía la mano a la niña y le acariciaba el dorso con su pulgar. La niña se recostó en mi hombro mientras miraba a su madre.

—¿Y qué es la realidad? ¿Acaso alguien puede ponerle límites?

—Cada uno pone los límites donde bien le guste.

—Solo Dios pone los límites.

—No en mi casa. —Dijo ella tajante y sonó más a una amenazada que a una certeza, como si al traspasar el umbral de su puerta otras reglas físicas turbasen la realidad volviéndolo todo un espacio alternativo y autárquico con normas propias sobre sí mismo.

—Si no le dejáis pasar nos robará a la nena. —Dijo Sr Williams desde el interior divertido, por la pose de su mujer impidiéndome entrar—. Y Victoria no renegaría, te lo aseguro.

Ante aquellas palabras divertidas Dafne se hizo a un lado con una sonrisa y me dejó paso para conducirme junto con ella al salón. Allí ya descansaba en una de las butacas Sr Williams y la niña se bajó de mis brazos para salir corriendo hacia las habitaciones. Sr Williams se sacó un reloj del interior del bolsillo y calculó preciso la hora.

—Llegáis tarde. ¿Cómo es eso? Cuando he ido esta mañana al pueblo para avisaros me habían dicho que teníais unos trabajos en el este. ¿Algo con monstruos o un menor trabajo de carpintería? ¿Esos trabajos os han tenido preso hasta ahora?

—Lo que quiere preguntaros mi marido es  ¿qué tal estáis? O si deseáis tomar algo.

—Estoy bien, dije con una sonrisa—. Y no, esperaré a la cena. Bien sabéis que no puedo hablar de mi trabajo tan libremente lejos del pueblo. Y menos en esta casa. El alcalde me mataría.

—¡Ah! Pero también sé que me lo contareis, porque sois tierno y encantador. —Dijo Sr Williams mientras se servía una copa de coñac en una copa que ya tenía un poco del contenido.

—Me temo que es porque no tengo más amigos que vos. —Dije con una sinceridad que le conmovió y me miró algo triste. Ambos sabíamos que yo bien podía ser todo un pobrecito, pero él tampoco tenía más amigos, y mucho menos contacto con otras personas del lugar. Así que por mucho que nos despreciásemos el uno al otro o por mucho que nos hiriésemos, no  teníamos a nadie más—. Este invierno ya se nos ha congelado un par de veces la fuente del pueblo y ninguno tenemos pozos como tenéis vos. La tierra en nuestro territorio es demasiado seca y no tiene agua subterránea. Así que hemos tenido que ir varias veces hasta el río. Así que esta mañana a primera hora me ha mandado para que trace una ruta segura hasta el río y por la tarde la hemos estado limpiando y despejando un poco.

—Ya veo. Día arduo. Bien os merecéis una cena abundante.

La niña apareció por el salón con una preciosa muñeca de trapo en las manos. Iba ella incluso mejor vestida que la niña, con un gorrito de tela blanca y un vestidito azul con bordados blancos. El pelo era de lana anaranjada y tenía estos cabellos recogidos en dos coletas, mal hechas. Ella se sentó a mi lado en el sofá y me la extendió para enseñármela. Yo la cogí con toda la inocencia del mundo. Tenía el rostro sembrado de pecas y unos coloretes encantadores. Según la miraba no estaba seguro de si era un niño o una niña, pero a la chiquilla parecía no importarle.

—¿Es tuya? —Le pregunté, y me sentí estúpido por tal obvia respuesta—. ¿Cómo se llama?

—No tiene nombre aun. —Dijo la madre contestando por su hija. Estaba esperando por ti.

—¿Por mí? —Le pregunté a la niña que me la extendió de nuevo con decisión.

—¡Pon tú un nombre!

—¿Yo? ¡Qué responsabilidad tan grande!

—Es muy bonita. —Dijo ella quitándole las coletas y acariciándole el pelo. Aún estaba en mis manos y yo no podía parar de mirarla. Sus ojos eran dos botones de color verde. Era extraño mirarla, como si me viese reflejado en alguna parte de ella que no era capaz de comprender. Yo también le acaricié el cabello y sentí que yo mismo me estaba consolando después de una gran tragedia.

—¿Es este tu regalo de cumpleaños?

—Sí. —Dijo divertida—. Es niña. ¿Cómo la llamamos?

—Debe pensarse que es hija de ambos. —Dijo Sr Williams divertido con la idea de que su hija me viese como un potencial padre. Yo enrojecí y al mirar de nuevo a los ojos de la muñeca me convencí.

—¿Te gusta Ivalyn? —La niña apenas meditó, mirando como yo directa a la muñeca y asintió convencida.

—¡Me gusta! Ivalyn, Ivalyn. —Paladeó el nombre.

—Ivalyn. —Meditó Dafne con una expresión risueña—. Es un nombre curioso. ¿Dónde lo habéis oído?

—No estoy seguro. Supongo que lo habré oído por ahí en alguna parte. Para una muñeca me parece adecuado. Es cuco y sonoro. Cuando la pierda la llamará así por toda la casa.

—¡Y como la muñeca le conteste nos mudaremos! —Rió Sr Williams haciendo reír a su hija pero sin saber por qué. Esta se encaramó sobre mi regazo con la muñeca en el suyo propio y se recostó en mi pecho mientras jugaba con ella, le acariciaba el cabello, la acunaba y la sonreía, como si realmente la muñeca fuese una versión de una hija o una hermana pequeña. De repente un trapo habíase convertido en su responsabilidad, y ella estaba encantada con esa carga. Al fin y al cabo todas las niñas necesitan una muñeca para dejar sobre ellas todos esos sueños de la maternidad innegables en cualquier mujer.

—Siento no haber traído algo para ella. Apenas llegué a casa me dieron vuestra carta y salí corriendo para llegar a tiempo a la cena.

—Te dijimos que no era necesario. —Dijo Dafne, quitándole importancia.

—Aun así, la próxima vez le traeré algo.

Después de aquello nos sentamos a cenar y estuve todo el tiempo que duró la cena dudando en si contarles los descubrimientos que había hecho, y me sentía como un niño pequeño contándoles secretos a mis compañeros pero en realidad estaba poniendo en grave peligro tanto a la chica de la montaña como a aquellos por hacerles participe de mis descubrimientos. Estaba aterrorizado porque aquella era exactamente la situación en la que no deseaba encontrarme, atado a mentir y ocultar.


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