TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 9
Capítulo 9
“Pacto de Fuego”
York, Inglaterra, 1620.
27 de febrero de 1620
Domingo. La misa había sido especialmente densa. Tras la lectura del capítulo trece del Apocalipsis, el sacerdote se emocionó hablando del número de la bestia y de todo el significado que contenía el número. Aquello derivó en una serie de amenazas hacia nosotros y más en concreto a las mujeres allí presentes. Más que un sermón parecíame una amenaza, que alguno de los secretarios del alcalde hubiese escrito para mantener a raya a su esposa o hija. Parecíame incluso que estaban hablándome a mí. La severa voz del sacerdote me asustaba, insinuando que salir de unos límites morales establecidos por Dios podrían traernos a mí y a mi familia muchos problemas. Me imaginaba aquellos límites como algo literal, y el propio bosque me lo remarcaba.
Pero no había palabras que pudieran aplacar mis sentimientos. Durante aquellos últimos días que había estado parcialmente desocupado no había podido parar de pensar en aquella chica que me había encontrado nuevamente en el bosque. Recordarla era como paladear un dulce prohibido, como engañarme a mí mismo con una visión irreal de ella en mi mente y tentarme con la idea de que la de verdad estaba por algún punto en medio de la nada. Comencé a preguntarme todo tipo de conjeturas. Y cuanto más me cuestionaba acerca de ella, más lejos me sentía de aquellos recuerdos que poco a poco se tornaban irreales y confusos.
Me pregunté acerca de su soledad. ¿Realmente estaría allí sola como alguno de esos cuentos de fantasía o de terror que nos contaban de pequeños, como un ser mágico que aparece de la nada y vive austeramente en medio de ninguna parte, o en realidad la casa aquella pertenecía a toda una familia pero yo tenía la suerte de solo haberme cruzado con ella? De vivir ella sola sería casi imposible que hubiese sobrevivido, y de vivir allí una familia, el resto sabían ocultarse muy bien. Tal vez viviese con su esposo, o con algunos hermanos. Tal vez con amigos o familiares lejanos. Acabé por verla como una pequeña huerfanita acogida en casa de unos pueblerinos, pero aquella idea era tan extraña y fría que no era capaz de creérmela. Era ella mucho más misteriosa y espléndida que eso.
Por su aspecto parecía menor que yo, pero no podía llegar a asegurarlo. Era jovial, risueña y rosada, mucho más dulce de rostro que mis conciudadanas, y con una piel libre de granos o ampollas. Lejos de cicatrices o manchas. Nuestras mujeres estaban curtidas por el sol, con los rostros algunos desfigurados de grandes cicatrices por granos o ampollas de las sucesivas pestes que llegaban al poblado. A casi todos nos faltaban algunos dientes, a mi incluso a mi edad ya me habían sacado varias muelas. A dos de cada tres adultos les faltaba algún dedo y a todas las mujeres del pueblo se les arrugaban y encarnecían las manos por el trabajo. Y cuando recordaba aquellas sublimes, blancas, puras y virginales manos, todo mi cuerpo se erizaba de incredulidad. Eran carnosas de dedos afilados como una virgen y de seguro que tan suaves como la seda. Aquello, de alguna u otra manera, era pecado. Pero no estaba seguro del porqué. Solo por el hecho de gustarme, era ella pecaminosa.
Comencé a preguntarme cosas mucho más íntimas y discretas. Cómo olería, cómo sería su tacto, cómo sería su voz pronunciando mi nombre o simplemente el sonido de su risa. Ya la había oído tararear, y aquel recuerdo ensordecía cualquier otro sonido. Aquella musiquita la repetía hasta la saciedad como un mantra dentro de mi cabeza, era mi nueva misa, mis nuevas oraciones. Saber su nombre habría significado tener un nombre en los labios por quien rezar, un nombre que murmurar y al que poder adorar. Tener su mano habría significado tener una mano para besar, una mano que acariciar y entrelazar con la mía. Aquellos pensamientos eran suficientes para avivar las llamas de mis ansias por volver a verla. Pero no podía presentarme ante ella con las manos vacías después de que ella me regalase sin saberlo su desnudez.
Cuando terminamos de comer y el sol estaba bajando del cenit me eché el abrigo sobre los hombros y me puse el sombrero en la cabeza. Mi tío me miró con un interrogante y yo le devolví un encogimiento de hombros. Fue mi hermana mayor la que se atrevió a preguntar.
—¿A dónde vas? Hoy no tienes que trabajar, es domingo. Disfruta del descanso en casa. —Mi tío corroboró sus palabras con un asentimiento de papada y se puso las manos sobre el vientre. Yo me quedé algo helado, sin haber podido pensar en una excusa, divagando como estaba en mis planes próximos.
—El crimen no descansa. —Dije sonriendo pero mi tío bufó.
—Esto no es Londres, muchacho. Somos cuatro gatos en medio del monte. Aquí no hay crimen.
—Era broma. —Dije, quitándole importancia—. Solo voy a ver el camino del este. Me han dicho que la semana que entra puede que hiele nuevamente y quisiera asegurarme de que estos días no ha caído ningún árbol o se ha anegado el camino para que las mujeres vayan tranquilas.
—Va a ver a los Williams. —Dijo mi hermana mediana con media sonrisa malvada a lo que mi tío agrió el gesto.
—¿Crees acaso que esta es buena hora para visitar a nadie?
—La hora del té. —Dijo mi hermana mediana y yo rodé los ojos con apatía. Odiaba dar explicaciones innecesarias y mis ilusiones dominaban sobre mi criterio.
—Si vas a cargarme a mí con pesos que no me corresponden al menos ten la bondad de no interrogarme antes de cada una de mis salidas. —Le dije a Lili que me miró despechada y ofendida por mi insinuación. Mi tío se incorporó interrogante.
—¿De qué responsabilidades habla?
—Nada. —Nos apresuramos a decir los dos a la vez. Mi hermana mayor tampoco estaba entendiendo nada y lo dejó pasar la primera.
—¡Déjale que vaya donde le venga en gana! Seguro que se ha echado novia por ahí. —Soltó nuestro tío con desgana—. ¿Además, tú quién eres para decir nada? ¡Vete a ayudar a tu hermana con los cacharros!
Salí por la puerta resoplando y con el ceño fruncido. Metí la mano en el bolsillo para palpar allí unas cuantas monedas y me conduje directamente a la casa del panadero que aún estaba abierta pero de seguro cerraría en un santiamén. Al verme el buen hombre allí me saludó con una sonrisa y se acercó al ventanuco que bien hacía las funciones de mostrador. Un exquisito olor a pan recién horneado inundaba toda su casa y me golpeó en el rostro nada más acercarme.
—¿Me dais una hogaza de pan?
—¿Negro?
—Blanco, por favor.
—¡Vaya! Hoy estamos avariciosos. —El hombre me extendió la hogaza y le pagué el dinero justo. Después me conduje atravesando el pueblo hasta la casa de comidas y al entrar el olor que me golpeó fue mucho más intenso y desagradable a vino rancio y picado. La dueña, al verme llegar tan alegre y meditabundo salió de detrás de la barra y se me lanzó encima golpeándome la espalda con familiaridad y con una expresión risueña.
—¡Ya incluso os traes el pan para comer aquí! Seréis tacaño.
—No, no he venido a comer. —Le aclaré, pero estaba claro que no venía para quedarme. Ella se rió de mi susto y me acompañó hasta la barra.
—¿Y bien? Si no venís a comer, bien podréis ganaros un puntapié en el trasero por hacerme perder el tiempo, jovencito.
—Me preguntaba si tendríais algunos de esos pastelitos rellenos de crema que soléis hacer los domingos. ¡Tan buenos que están seguro que se os han agotado ya siendo las horas que son!
—¡Qué lisonjero! —Dijo ella radiante y se limpió las manos en un paño repetidas veces, hasta dejárselas rojas—. ¡Vais a tener suerte!
—¿Podríais ponérmelos en un paño o algo? Voy a llevármelos conmigo.
—Por supuesto, encanto. —La mujer desapareció por la cocina y yo me volví apoyado en la barra para mirar en derredor mío a los comensales que allí se encontraban. Todos habían estado mirándome hasta que yo me había vuelto a ellos, los cuales se habían vuelto a sumergir en sus quehaceres. Todos estaban en mesas separadas excepto en una de ellas que había tres comensales. Dos de ellos conocidos y amigos de mi tío. Estaba incluso espantado ante la idea de que me viesen comprar los pasteles pero así le jugaría una mala pasada a mi tío. Estos hombres le dirían que había comprado los pasteles, los cuales nunca llegarían a casa. Mejor que mi tío lo supiese de boca de la tabernera mejor—. Me queda media docena. —Dijo la mujer saliendo de la cocina con los pasteles envueltos en un paño.
—Me los llevo. —Dije sonriéndola y ella me los mostró unos instantes. Eran una masa alargadita, no más grandes que un huevo, rellenos de crema. Casi como buñuelos, pero con algo de huevo hilado por encima. Me relamí delante de ella y se desternilló. Cuando me los extendió esperaba el dinero y yo le guiñé un ojo—. Ponlos en la cuenta de mi tío. De seguro vendrá antes de que se ponga el sol. No le quepa la menor duda. Ya tiene a su prole esperándole.
La mujer se volvió a desternillar y yo me marché de la casa de comidas con el pan debajo del brazo y los pastelitos en ambas manos. Ahora sí me conduje de vuelta a casa pero la rodeé llegando directamente a la cuadra. Usé una de las cestitas para recoger los huevos de las gallinas y allí metí el pan y los pastelitos. Todo ello lo cubrí con un paño más grande y de cuadros rojos y blancos. El caballo ya estaba excitado con solo verme por lo que lo ensillé lo más rápido que pude y me encaramé a él con la cesta entre mis piernas, sujetándolo con una mano mientras con la otra dirigía al caballo fuera de la cuadra. Mi hermana mediana me vio partir, asomada como estaba, a una de las ventanas del salón. No diría nada, pensé. Y no me equivocaba.
…
El bosque estaba radiante. Todo alrededor era precioso y sublime, yo mismo estaba encantado por la belleza que se respiraba. Realmente debía estar encantado para dirigirme a donde me estaba conduciendo de aquella forma tan kamikaze y más en el estado de embriaguez en el que me hallaba. Todas las preguntas que me había estado haciendo los días antes regresaban con mucha más fuerza e intensidad, como si hasta ese momento preguntarme cosas acerca de ella no fuese nada peligroso, pero ahora realmente sí estaba jugando con fuego. Ahora su recuerdo era mucho más vivo, más intenso. Su presencia brillaba en cada gota de rocío, en cada destello de la nieve acumulada.
A mitad de camino me detuve bajo unos árboles de eucalipto y salté del caballo, cesta en mano, para cortar un par de ramas del eucalipto. Pequeñas, con las hojas tiernas y olorosas. Saqué un pequeño cuchillo de mi cinturón y corté las ramas con un par de machetazos. Apenas más largas que mi antebrazo pero cargadas de verdes y brillantes hojas tiernas. Alargadas como eran se desparramaban por los bordes de la canastilla pero no me importaba. Volví a encaramarme sobre el caballo y a colocarme la cesta delante. Continué el camino convencido de que me estaba jugando algo más que el puesto de coronel, también el pescuezo.
Conduje al caballo por el mismo sendero que me llevó hasta su casa la primera vez. Al tiempo, cuando pensaba que no la encontraría más, allí apareció como de la nada, de nuevo sorprendiéndome, como saliendo del propio paisaje. Era espeluznante a la par que encantador. Como ella misma, apareciendo de la nada a su antojo. Esta vez, en vez de dejar al caballo atrás, caminé con él hasta casi la entrada de la casa, hasta donde el bosque termina y se crea una explanada frente a su puerta. Miré a todas partes y esperaba que mi presencia hubiese llamado la atención de alguien para salir a recibirme, pero nadie parecía haber en casa. Todo estaba en silencio, y todo el interior a oscuras. Aún quedaban muchas horas de sol, pero ni siquiera había luz en el interior. Solo una ligera columna de humo blanquecino salía por la chimenea, indicio de que si no había alguien en la casa, alguien había estado allí hasta hacía poco. Esa columnilla de humo ascendía, y pocos metros sobre la chimenea, desaparecía y se difuminaba en el cielo.
Me atreví a llamar a la puerta. Los golpes sonaron más agresivos y feos de lo que me hubiera gustado. Temblé, medité, escuché, pero como nadie contestó al otro lado rápidamente me volví de espaldas a la puerta para montar de nuevo al caballo y marcharme. Pero a pocos pasos de mí ahí estaba ella. Con una amplia de mimbre en las manos y está repleta de manzanas rojas. Parecíame que le pesaba, pues su cuerpo se inclinaba un poco al lado opuesto para sostenerse, pero no parecía débil ni mucho menos que necesitase ayuda. Arremangada como estaba con la frente algo perlada de sudor y el cabello recogido esta vez en un paño gris me miraba con grandes ojos inquisitivos y media sonrisa burlona. Sabía que me había estado haciendo esperar. Seguro que me había observado llegar y merodear por su puerta hasta atreverme a llamar a ella. Era cruel, y me lo hacía saber con una mueca sonriente.
—Hola. —Le dije con una expresión bobalicona que a ella le debió parecer divertida porque se sonrió.
—Buenos días, caballero. —Dijo con una melodiosa voz. Yo me quedé unos instantes sin aliento y tras recuperar la compostura me di cuenta que tal vez estaba estorbando su tránsito hacia la puerta por lo que me aparté de ella pero no pareció aún alentada a entrar. Miró mi cesta en las manos y después me miró directamente a los ojos. No tenía ninguna vergüenza. Me atemorizaba.
—¿Vivís aquí sola? —Le pregunté, pero soné demasiado acaparador para ser esto lo segundo que le decía.
—¿Eso es de vuestra incumbencia?
—¡No! Desde luego que no. Habréis de disculparme. Solo lo preguntaba por si os haría falta algo de comida o ayuda en alguna tarea en la que necesites las manos de un hombre.
—Las manos de un hombre son torpes y toscas. —Musitó ella, incluso con candor—. Mientras que su fuerza es descoordinada y siempre motivada por el ego. —Temblé—. Habréis de disculparme, pero no. No necesito la ayuda de ningún hombre.
—Entonces vivís sola. —Sentencié pero ella no respondió. Me miró con sus amplios ojos castaños y yo le retiré la mirada—. Os he traído un presente. —Dije, mostrándole la cesta, pero ella solo veía las hojas de eucalipto.
—¿Habéis robado de mis tierras? —Preguntó, pero sonreía con una ternura inducida por mi desconcierto—. Los eucaliptos que hay pasando el claro de las lavandas son míos. Igual que el claro de las lavandas. También lo son los laureles, los manzanos, los naranjos y limoneros que hay más al oeste y algunos arbustos de moras y grosellas.
—¿Son vuestros? —Pregunté mientras meditaba en todo lo que me estaba diciendo. No cabía en mí del asombro—. ¿Todo esto que veo es vuestro?
—Sí. Hasta donde os alcance la vista en estos momentos son mis terrenos.
—Deberíais vallarlos o al menos poner señas de propiedad privada. —Dije hinchando el pecho como coronel que era, pero a ella no le pareció adecuado.
—¿Por qué? ¿Para limitar el tránsito de los lobos o las liebres?
—No, solo para mantener alejados a las personas que puedan venir aquí. —Dije dándome cuenta de que yo era una de esas personas.
—Si todos vienen con regalos como usted no tengo problema en que se acerquen a visitarme. —Su comentario pareció querer aliviar la tensión que ella misma había creado y por primera vez me di cuenta de que toda la conversación era algo que ella dirigía, algo que ella controlaba y solo ella manejaba. Yo no era más que un pelele tembloroso. Con una media sonrisa se volvió a acomodar el cesto en la cadera y se acercó a la puerta de su casa. La entreabrió y pasó adentro, pero no se movió del umbral, mirándome con cautela y curiosidad. Yo me quedé paralizado cuando me indicó con un gesto de su mentón que la siguiese.
—No desearía incomodaros, y menos estando usted aquí sola.
—No me incomodáis.
—¿No tenéis miedo de mí?
—No. —Dijo ella con una sonrisa amable. Dejó el canasto de las manzanas encima de la mesa y yo eché una ojeada al interior aún sin atreverme a cruzar. Lo que veía era una gran cocina. Una mesa central de roble macizo, un fuego de leña, una chimenea que haría las veces de horno, muebles por todas partes y cacharros de metal y madera colgando por todas partes. Canastos, cacerolas, cuchillos y cucharas, algunos tenedores, todo por todas partes pero todo colocado en un orden alarmante. Yo mismo me sentí atraído y a la vez repelido por aquella estancia. Del cesto de manzanas cayeron dos que quedaron sobre la mesa. Ella las vio, pero le pareció bien que se quedasen allí.
Una vez me atreví a entrar dentro me golpeó un dulce olor a vainilla e incienso. Una extraña mezcla de ajenjo y laurel y algo más allá, algo en el fondo que no era capaz de distinguir. Ella cerró la puerta detrás de mí cuando hube entrado y abrió la ventana que daba al exterior. La estancia era luminosa, pues daba al sur, era acogedora, pues la madera reinaba en el ambiente, y sobre todo, estaba ella, que hacía de todo algo vivo y misterioso. Iba de un lado a otro, azuzando el fuego, vertiendo agua de una tinaja a un vaso, abriendo y cerrando despensas. Al final acabó ofreciéndome el vaso de agua y limpiándose las manos en el delantal que traía puesto. Iba toda ataviada con gris y blanco, pero ella refulgía de color.
Miré el vaso de agua meditabundo.
—Bebed. Está fresca. La he recogido hace un rato. —¿Y cómo negarme? Accedí y bebí el agua que era mil veces más deliciosa que la que llegaba al pueblo.
—¿Habéis ido hasta el río?
—No. Tengo un pozo. —Dijo ella con una sonrisa y yo dejé el vaso vacío sobre la mesa. Ella me miró con un interrogante en la mirada.
—¿Deseáis otro?
—No. Muchas gracias. —Ella me retiró el vaso y después se colocó a mi lado, pues aún asía el asa de la cesta en mi mano.
—¿Y bien? Si solo me traes ramas de eucalipto en esa cesta os lo agradezco mucho, porque me habéis ahorrado un viaje, pero no es nada del otro mundo.
—No. Al contrario. —Puse la cesta sobre la mesa y ella misma retiró las ramitas. Las ató con una cuerda y las colgó de la pared que teníamos enfrente, donde también tenía otras tantas colgadas de laurel. Después se acercó y curiosa como un cachorro miró dentro de la cesta que le extendí. La barra de pan asomaba por el exterior. Ella la cogió en las manos y la apretó como si fuese una experta panadera. Escuchó el crujido de la corteza, comprobó la textura de la miga y lo olió por todas partes.
—Pan blanco. —Dijo, aunque no parecía muy entusiasmada—. Muchas gracias. Muy amable. —Puso el pan en la mesa y después le descubrí los pasteles, que rápido llegó su aroma hasta ella. Le chispeó la mirada con entusiasmo. Casi parecía que le hubiesen regalado diamantes. Apenas si se atrevió a tocarlos como si fuesen pollitos o mininos. Se acercó la cesta al rostro para olerlos mejor—. ¿De crema?
—Eso es. Son los mejores pasteles que he comido nunca.
—¿Los habéis hecho vos?
—No. —Dije, a lo que ella pareció desilusionada—. Una vecina.
—¡Oh! Dadle las gracias de mi parte. —Dijo como si fuese lo más normal del mundo. Como si esperase que le hablase de ella a mis convecinos, o incluso como si hasta entonces ella hubiera pensado que yo era un hombre tanto o más solitario que ella. No respondí pero ella no le dio importancia.
Al fin se acercó a una de las alacenas y sacó una fuente de cerámica, bien plana. La acercó a la cesta y uno por uno fue colocando los pastelitos en forma de hélice. Cuando los hubo asentado todos me ofreció la bandeja. Yo dudé.
—Tomad. Comed. Tanto que os gustan no quiero que os vayáis sin degustarlos conmigo.
—¿Cómo os llamáis? —Le pregunté aún sin coger los pasteles.
—¿Queréis mi nombre a cambio de un pastel?
—Yo os daré el mío a cambio del vuestro. El pastel lo acepto porque sois un encanto. —Cogí uno de los pastelitos y ella me sonrió con dulzura. Su cara estaba radiante y sus mejillas sonrosadas.
—Ciara. —Sentenció. Al fin tenía un nombre al que llorar y al que clamar.
—¿Qué más?
—Nada más. —Dijo mientras ella también cogía uno de los pasteles y se lo llevaba a la boca. La crema del centro la sorprendió y tuvo que ayudarse de su mano para que no se le desparramase.
—¿Nada más? ¿Vuestros apellidos?
—No tengo. —Sentenció—. Tal vez tenga. Pero no me los sé. No me interesa.
—¿Cómo puede ser eso posible? ¿Y vuestros padres? ¿No conocéis los apellidos de vuestros padres?
—No. —Dijo como si fuese lo más natural del mundo—. Este pastel está delicioso. Sin duda habréis de conseguirme la receta.
—¿No conocisteis a vuestros padres…? —Sentencié con una mueca sorprendida a la par que triste y ella volvió negar encogiéndose de hombros con desinterés.
—¿Y vos? ¿Cómo os llamáis? ¿Y cómo es os allegáis a estas tierras con un regalo tan desinteresado?
—Soy el Capitán Willem Davies. —Dije con el pecho henchido pero eso a ella no pareció sorprenderle o impresionarle lo más mínimo. Un nombre significaba para ella mucho menos que un grano de arroz. Haría años que nadie la llamaba por su nombre, ¿qué necesidad tendría de usar uno?
—¿Willem? —Preguntó ella meditabunda—. Es un nombre holandés. ¿Sois de Holanda?
—No. —Dije divertido. Ni siquiera conocía ese dato.
—Hum. —Dijo sonriente—. ¿Sabéis que la contracción de vuestro nombre es “Pim”?
—No, no lo sabía. —Dije atónito y ella sonrió, divertida.
—Pim. Me gusta. —Me miró como si buscase mi aceptación para, de ahora en adelante, designarme con ese nombre y yo estaba más que disgustado con ello, pero su sonrisa, sus ojos, y la idea de poseer un nombre solo para ella, me entusiasmaba. Asentí con diligencia y ella me devolvió el asentimiento—. ¿Tenéis familia, Pim?
—Sí, dos hermanas mayores. Vivimos con mi tío.
—¿Vuestros padres?
—Murieron. —Dije, con una mueca de tristeza, pero eso a ella tampoco le afectó—. ¿Cómo los vuestros?
—No. Mis padres viven.
A lo tonto, ya nos habíamos comido cuatro pastelitos y no quise abusar más. Ella guardó en esa misma bandeja los dos pastelitos restantes y lo cubrió todo con una tapadera de cristal. Parecía esta la fuente para un bizcocho o una tarta. Miré nuevamente alrededor, sorprendiéndome de que realmente ella poseía todo lo que cualquiera podría necesitar. Había hecho el idiota llegando a aquella casa con unos pasteles y algo de pan pensándome que bien podría estarme ella agradecida de ser su salvador, pero no necesitaba que la salvase de nada. Al contrario.
—¿Cuántos años tenéis? —Me preguntó curiosa mientras me devolvía el paño y lo ponía en la base de la cesta de mimbre.
—Veinticinco.
—Hum. —Musito mientras escogía unas cuentas manzanas del cesto que había traído ella—. Veinte. —Dijo refiriéndose a ella misma.
—¿Cómo es posible que viviendo aquí sola podáis ocuparos de todas las cosas? ¿Tenéis marido? ¿No tenéis miedo de los monstruos que hay por estos bosques?
—Mi abuela también me advertía de los monstruos. —Dijo ella, meditabunda. Puso las mejores manzanas en mi cesta y cuando estuvo llena la cubrió con el paño rojo que yo traje. No me daba cuenta de que me las estaba regalando hasta que no las hubo tapado—. ¿También conocéis esas historias?
—¡Sí! —Dije entusiasmado de encontrar un nexo común entre ella y yo, pero no pareció ella tan animada.
—Curiosamente vos tenéis la misma apariencia que el monstruo del que mi abuela me guardaba. —Yo palidecí, pero ella no parecía asustada en absoluto—. Seguro que yo soy el monstruo de vuestras historias.
No cruzamos muchas más palabras. Ella me devolvió el cesto y me advirtió que aún no había comido y deseaba hacerse la comida. Yo me marché elegantemente, pidiéndole permiso para poder volver a verla. Ella pareció satisfecha y me marché trotando en el caballo con el cesto repleto de manzanas. Me interrogarían sobre ellas, diría que me las había dado Sr Williams, también que los pasteles eran para ellos. Igual que el pan. Pero en las manzanas estaba inscrita mi falta. Era Adán robando todas las manzanas del Edén para morderlas todas y cada una solo porque una hermosa Eva me había tentado. Tal vez no fuese Eva. Temía que fuese una pecaminosa Lilith, que me envenenase con manzanas emponzoñadas.
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