TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 7
Capítulo 7
“Pacto de Fuego”
York, Inglaterra, 1620.
24 de febrero de 1620
Soñé con ella aquella noche. No recuerdo si fue un sueño o la continuación de un pensamiento que había cobrado voluntad. Me desperté invadido de una sensación de culpabilidad mucho más personal e inmunda de lo que recordaba sentir al acostarme, como si la noche no hubiese hecho sino profundizar en mi herida, en la quemazón y provocarme fiebre por culpa de la infección. Todo me espantaba, todo me atemorizaba. Deseaba quedarme escondido en mi cama todo el día, o incuso esconderme debajo de ella y ocultarme de todo resquicio de luz. Toda luz me recordaba a ella, la oscuridad al menos ocultaba mi rubor.
Cuando puse los pies fuera de la cama todo se me vino encima y temblé como un crío atormentado por sus remordimientos. Ya podía sentir la vara del clérigo que me instruyó golpeándome las manos, o la espalda. Hubiera preferido que me hubiese golpeado los ojos y me los arrancase. Yo mismo deseaba imitar a Edipo y pincharlos con una fíbula. La noche había sido lenta, densa y cansada, pero al mismo tiempo me había sentido excitado y fascinado por las imágenes que mi memoria había adquirido, por todas las nuevas emociones y ese inefable recuerdo que ya había usado tanto que se desvanecía por momentos como el papel quemado, convirtiéndose en ceniza que se llevaba el viento. Había empezado a perder consistencia y realidad, como si no fuese más que una imaginación o una ninfa despistada que había pasado a mi lado en el bosque implantando ese recuerdo y ella se hubiese desvanecido después. Estaba más que seguro de que si regresaba al mismo punto, la casa, ella y todo lo que la rodeaba se habría desvanecido. Pero no era capaz de volver, así que opté por dejarlo correr.
Durante el tiempo de mi aseo fui incapaz de lavarme correctamente, preocupado como estaba de imitar sus gestos, sus movimientos, todo lo que ella hizo la noche antes y apenas si me aseé. En el desayuno no dije una sola palabra. Nuestro tío estaba de buen humor y estuvo hablándonos de unos asuntos del ayuntamiento sobre los que apenas presté atención. Mi hermana mayor estaba muda comiendo del plato y la mediana le atendía con la mirada pero su mente parecía estar muy lejos ya.
—Iremos al ayuntamiento en unos minutos. —Me dijo mi tío mientras él se levantaba del asiento y se conducía a su dormitorio para terminar de vestirse. Mi hermana mayor recogió los platos y la mediana limpió la mesa.
—¿Qué tal ayer? —Me preguntó Lili.
—Bien. —Dije encogiéndome de hombros—. Sin incidentes
—Como siempre entones. —Soltó Amanda con una sonrisa triste y yo la imité. La mía no decía tanto como la suya.
—Dejé tu chal en la cocina anoche. ¿Lo viste? Cuando llegué ya estabas dormida.
—Ya lo guarde. ¿Te helaste anoche? Hacía un frío de mil demonios. —Dijo ella con una sonrisa y yo negué con el rostro.
—Hacía frío, pero nada que yo no pueda aguantar. Además, tampoco me demoré tanto.
—Al menos dos horas estuviste fuera.
—Podría haber estado tres. —Dije sacándole la lengua y ella me devolvió el gesto. Amanda intervino.
—Los alrededores del pueblo se recorren a caballo en menos de media hora.
—No estaba recorriendo los alrededores, sino vigilándolos y asegurándome de que todo estaba bien. No es lo mismo. —Le solté pero ella se volvió a mí con una mirada desconfiada pero con una expresión tan triste y demacrada que no podía mostrar otra cosa que no fuese resignación.
Mi tío apareció por el salón portando ya el abrigo y el sombrero y nos dirigimos juntos a la calle mientras yo me arropaba con la bufanda para abrigarme bien pero que al mismo tiempo se colase también por mi abrigo y me puse el sombrero dejando mis cabellos por fuera de la bufanda. No había demasiado viento, así que no me molestaban.
Por el camino pasábamos frente al escribano que era el que recibía y entregaba cartas para ver si alguno de los dos tenía correspondencia. Después pasamos por la plaza hacia el ayuntamiento y dejando la iglesia a la izquierda nos cubrimos bajo los soportales de piedra que hacían de entrada al edificio del ayuntamiento y demás. Saludamos a las personas que nos salían al paso, nos quedábamos mirando a algún recién forastero y seguíamos con la mirada a alguna niña que se cruzase en el camino. Así eran los trayectos, así era la ley.
Una vez allí mi tío se dirigió a hablar directamente con el alcance y yo lo seguí de cerca, quedándome algo retrasado cuando al fin lo encontramos saliendo de su despacho. Comenzaron a parlamentar unos instantes mientras caminaban pasillo adelante y cuando hubieron terminado mi tío marchó y fui yo objeto de atención del alcalde que pasó un brazo por mi espalda y me condujo con él.
—¿Han terminado las obras del tejado del señor Marcos? —Me preguntó, completamente despistado pues no solo habían acabado hacía más de una semana sino que ya me había preguntado por ello y le había contestado—. Sí, señor. Terminaron una semana ha.
—¡Es cierto! Que despiste el mío. ¿Y los caminos del pueblo están despejados de nieve?
—La mayoría, señor. Los pequeños cuestan más que los anchos porque los caballos pasan peor pero a mano conseguimos retirar parte de la nieve. Lo importante es que no hiele.
—Hablando de heladas. Este invierno ha sido especialmente frío y se nos ha congelado por dos veces la fuente. Ya sabes que sin fuente no hay agua y lo ideal sería que pudiésemos ir hasta el río para abastecernos, pero…
—Queda lejos. —Dije yo intentando continuar pero eso no era lo que él iba a decir.
—Queda lejos pero no voy a ser yo quien vaya a por ella, sino mi mujer. Así que eso no me preocupa. Lo que quería pedirte es que traces una buena ruta, la más corta y mejor para ir al río y pongas a unos cuantos trabajadores a despejarlo de ramas y árboles si es necesario.
—¿Deseáis que haga un camino para ir al río?
—Así es. Tampoco es necesario que le pongas pavimento. Con que lo despejes para que los niños y las mujeres no se pierdan es más que suficiente. Así en caso de que la fuente se vuelva a congelar podremos abastecernos igual.
—Igual no. El río está a tres kilómetros.
—Pues a tres kilómetros de camino despejado y seguro. —Sentenció.
—¿Cuántos hombres cree que necesitare? —Pregunté mientras hacía cálculo del dinero que necesitaríamos.
—Tú decides. Pero no les des más de veinte libras a cada uno. Y si puedes menos, menos aún. A los niños sólo cinco libras.
—Entendido.
—Si vas a contratar mujeres, en cuyo caso no te lo recomiendo, págales lo mismo que a los niños.
—Bien. —Asentí y él se volvió a mí incitándome a marchar pero yo me quedé parado unos instantes intentando decidirme si debía comentarle lo que había visto el día anterior o si por el contrario debía guardármelo para mí como había hecho a los diez años. Opté por quedarme mudo y él me largó con un gesto de la mano.
…
A media mañana ya tenía reunidos a veinte hombres en la casa de comidas para partir en cuanto hubiesen llenado los estómagos en dirección este. Lo primero que hice después de salir del ayuntamiento fue dirigirme a la casa de comidas para decirle a los dueños, marido y esposa, que divulgasen la idea del trabajo que me habían encargado y que necesitaba todo el que estuviera dispuesto a colaborar en las tareas de despeje del camino. Después yo mismo me dirigí hacia el este con la intención de encontrar el camino más fácil y recto posible al río. Dando un pequeño rodeo para evitar las ciénagas el camino quedaba en tres kilómetros y medio hasta el río. Habría que derribar algunos árboles y retirar algunos caídos del camino. Pero por lo demás no era tanto el trajín que teníamos encima. Trece hombres, tres mujeres y cuatro jovencitos se habían presentado en la casa de comidas a las doce y tras almorzar allí yo me presenté para darles las indicaciones del trabajo a realizar, así que los armé con un par de machetes a mujeres y chicos y unas cuantas hachas para los hombres.
Salimos por la puerta sur y los encaminé directamente por uno de los caminos este que acaban desapareciendo en medio de la espesura, a medio kilómetro del poblado. Desde ese punto empezamos con el trabajo. Les había acompañado a caballo pero una vez llegado a un punto muerto donde fue necesario derribar un par de árboles yo mismo me bajé del caballo y me puse manos a la obra. Algunos hombres se sorprendieron al verme colaborar a mí también y renegaron de mi ayuda con un “no capitán, nosotros somos suficientes para derribar este árbol” pero yo me hice con un hacha y sin estorbar a nadie ayudé con la tala. Odiaba esa absurda condescendencia que tenían hacia mí y hacia mi rango, como si yo no pudiese mancharme las manos teniendo apenas veinticinco años. Les contesté con franqueza:
—Os pagaré igual si taláis tres árboles o veinte. Así que mejor que os ayude. Así será más rápido.
Los árboles eran algo imponentes, pero la mayor parte del estorbo eran pequeños arbustos o ramas demasiado extensas. La superficie del suelo no era nada escarpada y era fácil caminar por ella, por lo que llevando una tinaja de agua no debería suponer un problema. La madera talada la llevaríamos de vuelta al pueblo y la repartiríamos entre todos los que hubieran participado para leña o demás. Esto no entraba dentro de mis capacidades y seguramente al alcalde le hubiera gustado más que la madera talada se llevase directamente para consumo del ayuntamiento. Pero nadie me había especificado nada y el sueldo era suficientemente bajo para los trabajadores voluntarios que ni siquiera regalándoles madera compensaba el esfuerzo.
Mientras los hombres se detuvieron para quitar un tronco derribado uno de los mozuelos se entretenía jugando con mi caballo, acariciándole el morro y peinándole la crin. Cuando me acerqué a él me miró asustado y se separó del animal pero yo mismo comencé a acariciar al caballo mirando al muchacho que se había quedado apartado tras una mujer.
—Suele morder a los extraños, pero tú debes haberle caído bien. —Le dije mientras él me miraba de soslayo sonriéndose. Le hice un gesto con el mentón para que regresase y siguiese jugando con el animal pero él se limitó a acercarse.
—¿Cómo se llama?
—Damian. —El caballo nos miró alternativamente distraído y después posó su atención en una ramita cercana que caía frente a él.
—¿Por qué tiene un nombre de persona? Ponedle nombre de animal.
—Le puse nombre de persona porque es más listo que muchas personas, e incluso huele mejor que algunas. —El chico se desternillo y se atrevió a estirar de nuevo la mano para acariciare el morro. Era de los chicos más jóvenes que habían venido a esta aventura, y lo conocía apenas del pueblo. Sabía que su nombre era Lance, que tenía dos hermanas pequeñas, a pesar de tener él solo doce años, y que su padre y su madre tenían una casita cercana a las murallas con una gran pocilga. Vendían los cerdos para sobrevivir y se alimentaban de ellos. Se ganaban la vida como bien podían y aunque el chico era todo un alboroto siempre tenía intenciones de ayudar.
—¡Qué alto es! ¿Alguna vez os habéis caído de él?
—Un par de veces. Pero nunca demasiado grave. Sobre todo cuando empecé a montar.
—Montado sobre él seguro que no le teméis a nada. —Dijo magnificado con la imponencia del animal pero yo sonreí maligno y le alcé por las axilas subiéndole al caballo. Su gorro cayó al suelo y se lo recogí, golpeándolo para quitarle las hojas caídas. Se lo volvía poner sobre la cabeza y él reía estridentemente, agarrado con fuerza a las riendas como si temiese caerse pero disfrutando de la experiencia.
—¿Y bien? ¿Vos diréis? ¿Tenéis miedo de algo?
—Solo de caerme… —Dijo entre entusiasmado y acongojado. Yo me reí y entonces la que era su madre se volvió a mí, ante el sonido de la risa de su hijo que le había llamado la atención. Es ese maravilloso instinto de madre que la hace preocuparse cuando escucha reírse demasiado a su hijo, dado que algo malo debe estar tramando. Al verlo subido en mi caballo no pudo sino soltar un alarido de sorpresa y a la par de preocupación. Ella parecía más preocupada de que su hijo se cayese que él niño mismo.
—¿Qué haces ahí subido? Vas a romperte la crisma, Lance…
—No se preocupe. Mi caballo no se encabrita. No se moverá si no lo quiero yo. —Le dije a la madre en tono calmado y consciente pero pareció más persuadida por ser yo quien pagaría su salario de hoy que por el propio hecho de conocer a mi caballo.
—¡El camino ya está despejado! —Gritó uno de los hombres que acaban de hacer a un lado el tronco para continuar—. ¿Continuamos, coronel?
—Sí. Continuaremos despejando el camino hasta el siguiente alto. —Grité para que me oyesen todos y yo me subí al caballo agarrando al muchacho de la cintura y haciendo galopar al animal para ponerme a la cabeza del desfile. Su madre nos siguió con una mirada preocupada y el resto de mozuelos con una cargada de envidia. El muchacho en mis manos no se esperó aquello y se agarró con fuerza a mi mano que le sujetaba la cintura. Reía y se desternillaba de risa y aquello me hacía sentir cálido y libre de pecado. Me sentía como un hermano mayor, preguntándome si para mis hermanas yo seguía siendo un niño de doce años, inexperto e inmaduro.
Torciendo levemente al norte el camino se comprimía un poco, pero no suponía ningún problema. Cabía al menos un carro, por lo que era más que suficiente. Después hubimos de retirar varios troncos más y quitar alguno de la linde del camino. Alguna roca y podar un par de arbustos. Llegamos al río pasadas las cuatro de la tarde, casi las cinco, y un par de las mujeres habían traído unas cestas con algo de merienda por si nos alcanzaba la noche en el camino y como ya el sol bajaba y el camino estaba terminado todos disfrutaron de la orilla con el almuerzo. El día estaba radiante y el sol parecía que nos había acompañado todo el día y no tenía intención de ocultarse como las jornadas pasadas. El río estaba claro, no corría excesivo aire y los niños estaban cansados y los hombres hambrientos. Todos se sentaron y comenzaron a comer. Yo me quedé un tanto pensativo. Si seguía el río este se desviaría hacia el norte, hacia tierras que no se nos estaba permitido conocer, y después ascendería hasta la montaña, de donde nacía.
—¿No quiere comer algo, capitán Davies? —Preguntó uno de los hombres enarbolando un mendrugo de pan negro y yo negué con el rostro, no solo falto de hambre sino con malas ideas en mente.
—Subiré el curso del río. —Les dije—. Comprobaré que todo esté bien por estas zonas.
Comentarios
Publicar un comentario