TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 6

 

Capítulo 6

 “Pacto de Fuego”

York, Inglaterra, 1620.

23 de febrero de 1620

 

Las afueras del pueblo no eran tan silenciosas como el propio poblado. Todo se unía en el bosque, desde la abundante fauna que rodea la nocturnidad hasta el propio sonido de la flora siendo pisada por el caballo. La luna atravesando las copas de los árboles impregnando el suelo de una lechosa esencia virginal. Los pasos de mi caballo eran cautos y a veces juguetones, pero siempre firmes. Las ramitas partían bajo su peso y cada crujido me ponía en estado de tensión, pero con los minutos acabé apreciando aquél paseo. No me dirigía a ningún lugar concreto, pero yo sabía muy bien qué camino estaba tomando. Tras dar un rodeo por la muralla del pueblo me encaminé hacia el norte, hacia aquellos caminos que solían constituir mis remansos de descanso.

Recordaba cómo conducirme a ellos pero la noche hace que todo parezca diferente, como una piel vuelta del revés, que sigue siendo la misma pero de otro color y con otra textura. En pleno invierno todo parecía congelarse, detenerse en el tiempo y solidificarse. Las temperaturas habían bajado y todo empezaba a helarse, incluso mi aliento que salía a través del tejido del chal se helaba al instante. Las hojas en el suelo estaban cubiertas del blanquecino rocío helado y las copas de los arboles goteaban nieve fundida que en horas volvería a congelarse. Nadie se veía por aquellos caminos, y temerario hubiera sido el que se hubiese aventurado a caminar por allí a esas horas. Solo los monstruos y yo.

Una gélida ráfaga de viento me heló hasta los huesos. Todo mi cabello se revolvió y el chal apenas lo noté como un fino velo sobre mi cuerpo, nada le impidió al frío colarse por mis ropas unos instantes. Tras varios minutos llegué al claro donde solía tumbarme en la hierba, donde me quedaba enloquecido viendo el sol descender y donde las mariposas jugueteaban a mi alrededor. Allí estaba de nuevo tras algún tiempo que hacía que no me encaminaba por aquellos parajes. Me costó reconocer el lugar tan de noche y tan helado todo, pero era aquel suelo sobre el que me explayaba y aquel el cielo que tanto solía mirar.

Seguir adelante supondría internarme en el bosque, perderme en su inmensidad, reencontrarme con mis recuerdos y tal vez con alguna pesadilla. En el bosque no correría tanto el aire pero podría quedarme sin la luz de la luna para guiarme. El caballo incluso se resistió a continuar por aquel camino y fue ese el primer momento en que realmente estaba preocupado por lo que pudiera acontecerme. Si un animal tan inocente como el caballo si preocupaba, yo debía ser un loco, porque más sensato que me creía no era capaz de ver el peligro. aún así lo azucé y entramos en el bosque, a paso lento y con cuidado de guiarme correctamente. Ya antes había entrado en él, con más frecuencia de la que me hubiera gustado reconocer, pero no estaba seguro si de noche sería capaz de orientarme de la misma manera.

A cada paso me sentía más inseguro e intranquilo. Estaba acongojado por la oscuridad y los sonidos que me llegaban desde lejos, pero mi sentido común me mantuvo firme en el caballo y con las riendas fuertemente sujetas. A cada sonido extraño, a cada chasquido a lo lejos me volvía y sujetaba la pistola escondida bajo el abrigo. Tenerla ya me daba la seguridad suficiente como para continuar adelante. La luna de vez en cuando atravesaba las copas de unos cuantos árboles para guiarnos el camino hacia delante pero yo no podía parar de pensar en que en algún punto alguna valla o alguna cuerda atada a los árboles delimitaban el final de mi aventura pero no había nada que me frenase y mi caballo continuaba.

Al tiempo nos topamos con un pequeño espacio abierto dentro del bosque, no mucho mayor a un círculo de cinco metros de radio, que comprendía una ligera oquedad en el suelo. Bajé a ella por una leve colina dentro de mi camino y una vez allí dentro me reconocí a los diez años, rodeado del olor de la lavanda y visualizando allí entre las raíces salientes de la base de un árbol, una pequeña cesta con un paño en el interior. Como si pudiera verlo miré en esa misma dirección pero allí ya no había nada. Solo el frío colándose hasta por las pequeñas ramitas caídas al suelo y paralizándolo todo. La oscuridad confería a ese pequeño remanso un aire aún más tétrico de lo que recordaba pero aún así, era un lugar dulce y encantador, rodeado de árboles como un pequeño templo, rodeado de columnas y hacia el cielo, la luna cayendo a plomo sobre mí.

Seguí adelante con la certeza de que me estaba conduciendo por buen camino y tras salir de allí los ruidos y los gruñidos se hacían cada vez más presentes. Incluso llegué a pesar que serían todo sugestiones mías, pero sentía la presencia de algo o alguien mirándome desde algún punto de la lejana oscuridad. Cuando me volvía a uno de mis costados esperaba encontrarme esos ojos brillantes escudriñándome desde detrás de un árbol, un rostro caído con aire curiosos y una sonrisa diabólica medio iluminada por la luna. Una mirada desquiciada y unas manos grandes, de dedos largos aferrándose a la corteza de los árboles. Aquellas imaginaciones me destrozaban y en más de una ocasión estuve a punto de detener al caballo y dar media vuelta, pero él parecía resuelto a seguir.

Una luz apareció al tiempo en el horizonte, frente a nosotros. aún en el bosque, y escondida tras muchos árboles, pero una luz anaranjada y temblorosa. Como una estrella en la inmensidad del cielo o un lunar en toda una espalda, allí había una luz anaranjada. Era inconfundible, porque era el único signo de color que había en todo el bosque a parte del plateado de la luna sobre la nieve. aún viéndola era difícil saber qué era. Fuego, inconfundible, pero podía proceder de cualquier cosa, por lo que me decidí a bajarme del caballo, cubrirme mejor con el chal el rostro y atar las riendas del caballo al primer árbol cercano. Colgué de una de sus ramas las riendas y me hice con la pistola, asiéndola con fuerza, sobre todo para calmar el nerviosismo.

Cuanto más me acercaba más seguro estaba de que la luz no era solo de una vela, sino de varias, pero la luz se recortaba en forma rectangular, por lo que procedía de una ventana. Intenté hacer el menor ruido posible, miedoso de que se me oyese y también de que al delatarme, las luces se apagasen y tener que caminar entre la oscuridad hacia ninguna parte. Cuando perdí de vista a mi caballo entre la oscuridad del bosque hallé al fin una casa. Era de troncos, similar a las nuestras pero algo más grande, casi como el doble de la mía. Estaba construida al abrigo de una colina, por lo que la parte trasera de la casa pegaba contra el terreno alto. La parte frontal estaba casi por entero cubierta de una especie de enredaderas y el tejado de nieve, como todo el contorno. La casa entera parecía salir de la tierra, tan asentada y habituada al terreno de alrededor. Terreno sin explotar o remover. Todo en aquel lugar estaba virgen e impoluto.

Cuando me acerqué lo suficiente como para distinguir formas y colores intenté situarme detrás de árboles o arbustos para no ser visto desde el interior. Nada me indicaba que hubiese alguien dentro, tan solo las velas encendidas y la seguridad de que nadie estaría fuera de la casa solo porque sí. Estaba convencido de que alguien habría dentro y ese alguien sería el propietario de los terrenos que estaba pisando, aquellos de los que Sr Williams me advirtió. Cuando ya no hubo bosque que me refugiase me quedaban al menos diez zancadas hasta llegar a la casa. Entones me pregunté a qué demonios había llegado hasta allí si no era para entrar dentro, o al menos, asomarme a través de las ventanas. ¿Qué esperaba encontrar? Me preguntaba a mi mismo mientras la imagen de aquella anciana recolectado ramitas de lavanda se me aparecía en la mente como una espantosa ocurrencia.

Llegué a grandes pasos hasta la pared de la casa. Quedé a un palmo de la ventana iluminada, única luz en todo el hogar y cuando pude acceder a mirar al interior me llevé una grata sorpresa. Era un dormitorio ampliamente amueblado, simple y natural, tanto como la casa mostraba, pero suficiente. Más de lo que yo tenía. Había pequeños tarritos de cristal con cera en el interior y haciendo la función de velas iluminaban toda la estancia con un cálido aliento hogaño. Incluso pude sentir la cálida sensación del propio color impregnarme. Por un momento no tuve frío.

Lo más cercano a la ventana era una mesa, más bien un escritorio bien coqueto con una pluma, varios papeles y varios cachivaches más que no lograba entrever su significado. La cama era vistosa y muy hermosa, hecha de gruesos listones de madera y el cabecero y los pies adornados de ramas dobladas, vueltas, casi como si imitase formas antinaturales y fantasiosas. Del cabecero colgaba un amuleto de plumas y cuentas. Al otro extremo, una gran manta de algodón doblada y cayendo hasta los pies. Un baúl de roble, varios abalorios más colgados por doquier y una gruesa alfombra de piel en el suelo, enrollada y recogida para dar cabida a un barreño de agua, de al menos un metro de diámetro y con el agua humeante.

El sonido de unos pasos me puso la piel de gallina y todo mi cuerpo se tensó en un solo instante. Agarré con más fuerza la pistola en mi mano y me escondí lo suficiente como para seguir observando el interior, que seguía vacío, pero sin ser visto desde dentro. No al menos de forma directa. Alguien entró, envuelto en paño blanco y con piel blanca como la cera de las velas. Me escondí aterrorizado ante aquel brazo descubierto, cayendo por la tela de algodón, sujetando un cuenco de madera. Esa forma tan delicada, ese difuminado de la sombra ante la luz en su piel, su movimiento indicaba que era real, su color me hacía pensar que era demasiado terrenal como para ser un ángel y su forma me aseguraba que era una mujer. Muy joven. Volví a mirar dentro, y aprovechando que permanecía ella de espaldas a mí osé fijarme mejor.

Era una mujer, probablemente de mi edad pensé, o más joven. Con el cuerpo en un camisón de tirantes de algodón, blanco como la nieve, casi tanto como su piel. Las velas que decoraban el cuarto me daban una vaga idea de la silueta de su cuerpo a través de la tela. Bendita luz transgresora. Me temblaban las manos solo de pensar que tras aquella figura podría esconderse la anciana que vi entonces, y que todos los cuentos e historias eran ciertos. Pero aquel ser de porcelana, níveo y cándido era tan mitológico como divino. Los cristales eran gruesos, pero podía oírla cantar. Más que cantar murmuraba, casi tarareaba con la garganta. Sería como las sirenas, me dije, atraerá a los hombres con su voz. A mí desde luego me había hechizado, pero más me dominaba el escándalo por sus gestos, por su desparpajo y su seguridad.

En un abrir y cerrar de ojos se deshizo del camisón, cayendo a plomo sobre el suelo y revelando todas y cada una de las desigualdades en el terreno de su cuerpo. Quedó plenamente expuesta a mi mirada, y aunque ella estaba en la intimidad de su hogar, no pude por menos que sentirme horrorizado, altamente escandalizado. Enrojecí hasta la médula y me aparté de la ventana con el rostro ardiendo. Estaba exhausto, confuso y mareado. El frío me había helado las manos pero ahora las sentía sudorosas y nerviosas. Intenté regular mi respiración, mi aliento salía de mí cálido y se helaba al instante. La soledad del exterior y el gélido viento que soplaba a mi alrededor me devolvieron fugazmente a la realidad, como una bofetada. Sin embargo el brillo anaranjado del interior se reflejaba en el suelo a mi lado, y su silueta aún se desdibujaba sobre la nieve. Aunque no quisiera, la estaba visualizando. Cuando la sombra de su cuerpo no me bastó, me vi obligado a volver sobre mí mismo y escudriñar nuevamente.

Estaba metida en el barreño, de pie y con el cuenco de la mano, recogiendo de vez en cuando algo de agua y lavándose con ella. Tenía una pequeña pastillita de jabón con la que se frotaba las manos y los brazos, mientras el cuenco navegaba a la deriva sobre la superficie del agua, entre sus piernas. Estaba allí tan bien situada, sus movimientos eran tan naturales y su brillo tan celestial que tuve deseos de cazarla como a una fiera extinta, o de poseerla, como una propiedad personal. Pero era yo tan temeroso que ni respirar podía cerca de ella. Volvióse a un lado y pude ver su perfil. Su rostro no me miraba a mí, sino al brazo que limpiaba, sus pechos, pequeños pero firmes se tambaleaban con sus movimientos, su pubis sobresaliendo como buen monte de Venus y su rubio vello erizado y húmedo. El de su cabellera lo sujetaba con un moño y un palo de madera que sobresalía a través del revoltijo. Algunos mechones rebeldes sobresalían y caían por su frente o sienes. Pero el resto se mantuvo todo el tiempo.

Seguía tarareando, fuera seguía helando. Yo estaba extasiado y cuanto más la miraba más me convencía de que no debía estar allí, de que había sido un error y que cuanto antes me fuese, mejor para ambos. De nuevo me dominaba ese resentimiento y esa vergüenza de hablar ante un descubrimiento tal, pero era incapaz de hablarle de esto a nadie. Nadie me creería si le contase que una mujer disfrutaba tanto de su cuerpo que era capaz de exponerlo a la luz de las velas para su propio deleite. Me cautivó y aterrorizó a la par la forma en que se pasaba las manos por el cuello, por el abdomen, por todos y cada uno de los centímetros de su anatomía solo para cuidarlo y limpiarlo. Jamás había visto que ninguna mujer se tocase de aquella manera y menos que un hombre tocase a una mujer así. Sonreía, la muy pérfida y se reía.

Tragué y sentí la garganta seca cuando vi que sus manos se dirigían a su pubis. Casi pude haber gritado pero un lobo lo hizo por mí, en la lejanía.  El aullido llegó intenso y aterrador y cuando vi que el rostro de la joven se volvía hacia la ventana en la que yo me escondía, rápidamente me hice a un lado apoyándome de espaldas a la pared de la casa, dejando la ventana a un lado. 

Sentí un sudor frío, gélido, recorrerme la espina dorsal ante la idea de que me hubiese visto, o al menos vislumbrado en el cristal. Sentí sus pasos salir de la tina, acercarse a la ventana y abrir esta unos centímetros. Seguro que el frío gélido la contuvo a asomarse al exterior, pero estaba a mi lado solo que al otro lado del muro de madera. Me quedé todo lo quieto que pude, incluso contuve la respiración, pero ella seguía tarareando y su voz opacó mi respiración. Sentí como me golpeaba el aroma del jabón. Era de lavanda.

—¡Auuu! —Gritó ella, aullando como un lobo, y soltó una estrepitosa carcajada ante su propio gesto. A mí me heló la sangre. El sonido de su risa quedó allí con ella, cerrando la ventana para volverse al interior y seguir probablemente con su baño. Yo era incapaz de mover un solo músculo de mi cuerpo. Y hasta pasados varios minutos no me sentí de nuevo con ánimos de moverme. Comencé a bordear la casa todo lo lento que pude para no hacer ruido y me deslicé por el lateral para internarme de nuevo en el bosque. Cuando perdí al fin la casa de vista salí corriendo, excitado y aterrorizado a la par. Todo mi cuerpo le pertenecía ahora a su recuerdo, y aunque intentaba alejarme, me fue imposible sacármela de mi cabeza.

Alcancé el lugar donde había dejado mi caballo y me monté sobre él. Cabalgué rápido y directo a casa, dejándola a ella y a su desnudez atrás. Ojalá hubiera sido solo su desnudez lo que me había excitado, podría habérselo achacado al deseo de todo humano. Era todo lo demás lo que me había emocionado. La fineza de su cuerpo, el sonido de su voz, sus dedos sobre su propia piel, su risa, el candor de sus mejillas, el cabello rebelde que se abstenía a mantenerse recogido, el brillo de este ante el fuego, y el aullido. Ese maravilloso aullido que me acongojó aún más que si hubiese provenido de una bestia colosal.

 

 

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