TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 5

Capítulo 5

 “Pacto de Fuego”

York, Inglaterra, 1620.

23 de febrero de 1620

 

El cielo había estado todo el día despejado. A medio día era un lujo salir al exterior, pero en cuanto el sol se escondió el gélido viento que bajaba de las montañas helaba todo ser viviente que se atreviese a transitar por las calles. Todas las casas encendieron sus fuegos pasados el mediodía y de todas las chimeneas salía el constante hilo de humo, únicas nubes del cielo.  Los lunes solían ser días tranquilos sin mucho alboroto. Tras el descanso del domingo todos volvíamos a nuestras tareas predestinadas con resignación algunos, y otros con algo más de pereza. Las calles por la mañana estuvieron atiborrada de quehaceres pero pasada la tarde todo quedaba en silencio y quietud.

La hora de la cena llegó antes de lo esperado. Nuestro tío pidió que se le sirviese antes y todos colaboramos para adelantar la preparación de la comida. Mientras yo colocaba todos los enseres en la mesa del salón mis hermanas calentaban el puré de patatas y algunas verduras que habían sobrado del medio día. Pensaron en freír algo de panceta o tocino pero ya no nos quedaba y se conformaron con sacar unas salchichas en conserva que tenían. Mis hermanas se movían a prisa yendo de un lado a otro mientras yo me aseguraba de que todos los cubiertos estuviesen en su lugar. Desde la mesa las veía, las admiraba y las adoraba. Cuando alguna de ellas notaba mi mirada volvíase a mí y me sonreía cándida.

—Ve a la fuente. Trae agua. —Me dijo mi hermana mediana pasándome un cántaro vacío y señalándome la puerta con la mirada—. No te hieles por el camino.

—Te lo prometo. —Le dije con una sonrisa y salí al exterior, cubriéndome el rostro con las solapas del abrigo intentando cortar parte del viento que me arrecía las mejillas con violencia. El agua que salía de la fuente estaba helada, pero por suerte era agua potable. La única que teníamos en el pueblo. Cuando se congelaba en esos fríos días de enero debíamos ir hasta el río a buscar algo de agua, y aquello quedaba a más de tres kilómetros.

Regresé a la casa con el cántaro lleno y la amable expresión de mis hermanas me recibió igual de cálida que el ardor de la leña en la chimenea. Mi hermana mediana me acercó a ella casi como si arrastrase a un cachorro y frotó sus manos con las mías, igual que mi rostro. Quedé allí quieto hasta que mi tío apareció por el salón sentándose a plomo en la mesa. Antes de que la madera de la silla dejase de chirriar ya tenía el plato lleno delante de él y cuando yo me senté en mi lugar mi plato aún seguía vacío. Mis hermanas me sirvieron en segundo lugar, y después ellas dos. Amanda fue la última en ponerse a comer después de dar gracias por la comida y mi tío el primero que terminó. Después de aquél prolongado silencio durante la ingesta solo se escuchaban los chasquidos que mi tío hacía con la lengua rebuscando el postre entre los dientes.

—Mañana iré al carnicero para que nos dé algo de tocino y un poco de casquería. Quiero hacer un guiso mañana. —Dijo Amanda, la mayor.

—Yo estaré todo el día en el huerto, quitando las malas hierbas que han crecido durante estas estaciones y a quitar todo lo muerto que ha dejado el invierno. —Continuó Lili.

—Espera hasta finales de marzo para plantar algo. No queremos que una helada repentina nos arruine todo. —Dijo la mayor.

—No te preocupes. Pero hay que comenzar cuanto antes con el estado del huerto.

—Mientras tanto… —Comenzó Amanda con algo de recelo por la posterior reacción de nuestro tío—. He pensado en venderle un par de gallinas al dueño de la casa de comidas a cambio de unas cuantas hortalizas y un par de sacos de legumbres.

—Si sigues vendiendo gallinas nos quedaremos sin huevos. —Dijo mi tío, menos preocupado sobre el tema de lo que nos habíamos esperado. Yo al menos. Mi hermana mediana replicó.

—Es necesario vender al menos dos. No tenemos verduras ni frutas, y aunque en esta época del año sea difícil, no podemos alimentarnos solo de huevos y agua.

—Con tal de que no se las vendáis a los Rudolfs, me conformo.

—¿Qué pasa con ellos? —Preguntó Amanda.

—Son unos desagradecidos. Llevan al menos dos meses evitando los impuestos al ayuntamiento y han dejado de hablarse con varios del pueblo. Parece que ahora van por libres.

—Que no te dirijan la palabra a ti no significa que no se hablen con nadie. —Soltó Lili con descaro—. Y si no pagan es porque apenas si pueden encender la chimenea. No tienen más que pan y legumbres para comer, y no me sorprendería que nosotros dentro de poco no nos veamos en la misma situación.


—No me hables de esa manera, insolente. —Le dijo mi tío con el ceño fruncido y el grave tono de voz que solía poner antes de agarrarse las manos al cinturón para agredirnos con él. Todo quedó en silencio un instante y lo aproveché para levantarme de la mesa y llevar mis platos y cubiertos a la cocina. Allí me quedé unos segundos meditando y me hice con mi abrigo, a lo que recibí las miradas de todos los allí presentes con una expresión de confusión.

—Voy a dar una vuelta. —Dije mientras me ponía la gabardina y mi hermana mayor se levantaba conforme y recogía los platos sobre la mesa y mi hermana mediana se levantó para dirigirse a mí con los brazos en las caderas.

—¿Se puede saber a dónde vas a estas horas? Son más de las nueve y afuera está oscuro como boca del lobo.

—Hay luna llena, no me pasará nada. —Dije pero ella negaba con el rostro, completamente en desacuerdo, pero sabía que no podía hacer nada para convencerme así que me miró de arriba abajo interrogándome.

—¿Cogerás el caballo?

—Sí.

—Entonces deja que me ponga el chal y te ayudo a ensillar el caballo. —Estuve a punto de negarme pero sabía que cuando ella deseaba ayudarme tan desinteresadamente a realizar una tarea que no deseaba que hiciese en realidad era una excusa o bien para seguir convenciéndome de que no lo intentase o bien para buscar un momento a solas conmigo. En esta ocasión resultó ser lo segundo porque apenas habíamos salido al exterior cuando se hizo con mi brazo y caminó a mi lado, susurrándome.

—Has de hablar con el tío. —Soltó como un navajazo en el vientre.

—¿Sobre qué?

—Ya sabes de qué. —Susurró temerosa de que nos pudiesen oír desde dentro. Cuando llegamos al establo mi caballo se movió nervioso al verme y yo lo tranquilicé acariciándole el hocico. Le sonreí y él me devolvió un lametón en las manos.

—¿Qué quieres que le diga? ¿Quieres que le interrogue?

—No podemos vivir así. Solo estamos comiendo, manteniendo la casa y pagando los impuestos con el dinero que tú traes a casa del ayuntamiento y de tu trabajo como capitán. Que, déjame que te diga, para el trabajo que tienes poco cobras. —Yo la miré con una mueca de resignación y mal humor. Me hice con la silla del caballo mientras ella le colocaba una manta sobre el lomo.

—¿Quieres que le pregunte qué hace con su sueldo? Bien sabemos los dos que se lo funde en la casa de comidas con sus amigotes.

—Se lo gasta en vino y chuletas de cordero. —Dijo ella—. Le vi una vez allí dentro, con la casa de comidas ya cerrada y atiborrandose de vino y cordero.

—¿Vino? —Pregunté, fingiendo inocencia, pero era ya conocedor de que el vino de la iglesia no era el único que se comercializaba en el pueblo.

—¡Bien lo sabes!

—En el ayuntamiento no nos cobran el cien por ciento de los impuestos. Nos hacen una especie de rebaja por tener a funcionarios del pueblo viviendo en ella.

—¿Cómo es eso? —Preguntó ella mientras yo aseguraba la montura.

—Tenemos un descuento de más o menos un cincuenta del total de impuestos a pagar.

—¡No es posible! Del dinero que traes tú a casa yo le doy el total a nuestro tío. Lo mismo que pagan de impuestos el resto de vecinos.

—Él se encarga de quedarse con lo que sobra. —Solté ante su expresión de sorpresa. Ella me miró enfadada por haberme guardado esa información pero yo tampoco la conocía desde hacía mucho tiempo.

—¿Y no le dices nada?

—¿Yo? Es incorregible. Solo nos queda aguantar. —Dije encogiéndome de hombros y agarrando el sillín para montar sobre el caballo pero Lili me contuvo sujetándome por el abrigo, cada vez más irritada.

—Hay que pararle los pies. No podemos seguir así mucho tiempo. El huerto está podrido y las gallinas no dan un solo huevo.

—En primavera darán más…

—Cada año dan menos. Están viejas y revenidas. Así acabaremos todos pronto como no hagamos algo.

—Tú ya sabes lo que tienes que hacer. —Le dije mientras me soltaba de su agarre y la miraba con intensidad—. Sé que te interesa el hijo de los Evans. Y a él no le disgustas. Son solo agricultores pero no viven mal.

—¿Insinúas que para salvar a mi familia de la caridad y la miseria tengo que huir de ella y casarme?

—Huir. Es la única manera de ser feliz en esta casa. Estén donde estén nuestros padres al menos ya no pasan hambre, miedo ni frío como nosotros aquí. Yo sí que no puedo huir a ninguna parte, pues todos estáis atados a mi sueldo, incluso nuestro tío. Pero tú tienes la oportunidad de establecerte con John en una casa, vivir de lo que criéis como hacemos todos y con suerte ser feliz. Sería también un desahogo para nosotros, pues serías una boca menos que alimentar.

—No puedo creer que me estés hablando así. —Dijo ella indignada pero yo le miré con misericordia y mi mejor intención de no hacerla enfadar.

—Esta es la vida que tenemos. Dios nos recompensará en la siguiente. —Antes de que pudiese montar sobre el caballo ella se quitó su chal negro y lo puso sobre mis hombros, cubriendo la parte inferior de mi rostro con ella y asegurándolo bien debajo de mi abrigo para que no se lo llevase el viento.

—Como cojas la gripe estamos buenos… —Sentenció ella pasando su mano por mis cabellos rizados, que caían por debajo del sombrero y me besó la mejilla. Yo me dejé hacer, pues sus besos eran tan cálidos como la mejor llamarada de la chimenea—. ¡Qué harías tú sin mí! —Dijo con sobriedad y yo me sonreír, subiéndome al caballo.

—Morirme de pena, hermanita. —Besé su mano cuando ya estaba sobre el animal y partí hacia el exterior del establo. Después de llegar a la calle principal del pueblo torcí hacía el final de esta llegando a la puerta de salida. El centinela que aguardaba allí me miró extrañado y casi asustado, pero abrió la puerta. Mientas tanto, me preguntó con curiosidad.

—¿Ha ocurrido algo?

—No. Solo haré una ronda. Es en las noches de luna llena cuando más crímenes se cometen.

—Es en las noches donde no hay luna. —Me corrigió divertido.

—Con o sin luna, los maleantes y monstruos nunca descansan.

 


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