TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 9
Capítulo 9
“Una deuda de honor”
1658. Francia.
Posada “LAS COLMENAS”. TOURS.
Mosquetero y prófugo se acercaban a la
posada en completo silencio. Desde la distancia se podían ver los faroles de la
entrada aún encendidos iluminando el cartel de madera que se balanceaba por la
suave brisa que soplaba a esas horas de la noche. En el cartel se podía
apreciar el nombre de la posada “Las colmenas” con un jocoso dibujo de una
abeja con sombrero y pijama dormida en uno de los cubículos hexagonales de una
colmena. La idea resultó al joven ingeniosa, pero el cartel estaba algo
desgastado ya y no le haría mal otra capa de pintura y algo de barniz. Cuando
soplaba el viento se escuchaba un chirrido del cartel balanceándose. También se
escuchaba el transcurso del río y el jolgorio que salía de unas tabernas
cercanas a la posada. Al parecer la zona estaba algo concurrida, tal vez porque
era la hora en que los bares se llenaban a los topes después de que los
campesinos y trabajadores hubiesen finalizado las tareas, o porque había más
afluencia de viajeros por la ciudad.
Cuando alcanzaron la entrada de la posada
un joven de la edad de nuestro protagonista se acercó a recibir a los caballos
y ambos le pasaron las riendas, además de un par de monedas para asegurar que
los caballos obtendrían las mejores condiciones a pesar de que aquello era de
suponer.
—Llévalos al establo. —Le dijo Louÿe al
muchacho que se disponía a atarlos en la entrada donde había otros pares de
caballos—. Haremos noche aquí.
—Perfecto, caballero. —Dijo el muchacho y
desapareció con ellos bordeando la finca. El mosquetero antes de deshacerse de
los caballos rescató de ellos el macuto con sus pertenencias y el mosquete. Su
espada la tenía bien sujeta al cinto y el joven se adueñó del mosquete que era
suyo por pertenencia. El mosquetero le miró indicándole que le siguiese y no
dijese una sola palabra.
—Sois mi ayudante. Mi sirviente. —Aclaró—.
¿Entendido?
—Me rebajaré por vos, si creéis que es
oportuno. —Suspiró el joven—. Pero no me faltéis al respeto ni juguéis con mi
paciencia. Eso no lo toleraré.
—Trato hecho. —Dijo el mayor colgándose de
la correa el mosquete al hombro y poniendo a mano el macuto para portarlo con
la otra. Miró al joven que cuya única pertenencia era ese zurrón vacío que se
había colgado a la espalda y el puñal que se asomaba por su cadera. El mosquete
lo llevaba como si fuese su propio brazo y no se separó de él ni cuando titubeo
a la hora de entrar. En vez de entrar por la puerta de la taberna, como había
hecho en otras ocasiones para tomarse un carajillo antes de acostarse se
adentró en la posada directamente por la puerta del mostrador y reclamar ya una
habitación.
La zona de recepción aunque humilde estaba
muy limpia y bien cuidada. Toda ella de madera, con una mesita para dos en el
centro de la sala con un paño de ganchillo encima y una pequeña vela encendida
sobre ella. Al lado, un pequeño jarrón con unos cuantos tallos de lavanda que
inundaban la estancia con una sutil fragancia endulzada. En el suelo al lado
del mostrador había varios barriles de vino vacíos que hacían a su vez de
superficie para colocar más lámparas de gas o velas. En el mostrador había una
pequeña campanita que tras unos segundos en completa soledad el mosquetero se
atrevió a zarandear. Apenas unos segundos después, una voz joven y alegre se
escuchó desde la puerta que daba detrás del mostrador a la zona del bar.
—¡Un minuto, caballero! —Dijo la joven—.
Estoy con usted enseguida.
Ninguno de los dos dijo nada en absoluto.
Se lanzaron una mirada conformista y se encogieron de hombros. El mosquetero
suspiró.
—Hoy parece que hay jaleo.
—Eso parece. —Dijo el joven acercándose a
la mesita de centro que había en la estancia y rescatando del pequeño jarrón
uno de los tallos de lavanda que se colocó en uno de los ojales de la cuera,
sonriéndose a sí mismo y oliéndose la yema de los dedos después de haberse
colocado la flor. Insatisfecho con aquél acto y nervioso por la espera se asomó
sutilmente a la puerta que daba a la taberna para ojear el ambiente que se
cocía allí dentro. El sonido de las copas golpeando las mesas, el licor cayendo
de los barriles y las jarras, el jolgorio, las risas, el movimiento de sillas y
mesas y el olor de la comida recalentada inundando toda la taberna.
Armand palideció ante aquella visión y
casi se le cortó la respiración, retrocediendo con paso torpe hasta chocar con
el cuerpo del mosquetero y quedar oculto de aquella salida a la taberna. aún así,
se resguardó tras la espalda del mosquetero haciendo que este se sobresaltase y
casi le maldijese por aquello.
—Mosqueteros. —Dijo sin más el joven en un
susurro inaudible que sin embargo Louÿe sí alcanzó a oír—. El bar está
infestado de mosqueteros del cardenal.
—¿Os han visto? Os advertí que no os
separaseis de mí. —Le reprendió el mosquetero, volviendo el brazo para
resguardarle aún más de la puerta de la taberna. Lo puso a su otro extremo y le
sujetó el brazo—. Os he dicho que…
—Buenas noches, caballeros. —Dijo una
muchacha saliendo por la puerta de la taberna y colándose detrás del
mostrador—. ¡Señor Louÿe d’Aramitz! —Dijo la joven, más entusiasmada que
sorprendida. Incluso en el tono de su voz se podía distinguir cierta falsa
sorpresa, intentando acentuar su entusiasmo.
—Milady Chatherine. —Dijo el mosquetero
acercándose a ella y sosteniendo su mano unos instantes antes de besarla. Impropio
de un mosquetero con una desconocida aquél gesto tenía más de amistad que de
cortesía—. Cuánto tiempo sin veros. ¿Cómo está vuestro padre de la pierna?
El joven Armand rodó los ojos ante aquel
despliegue de convencionalismos y el beso en la mano de la joven acabó por
rematar aquella comedia. Comenzó a inquietarse ante la idea de que alguno de
los mosqueteros del bar saliese en dirección a la recepción por la que subir a
las habitaciones, o al contrario, que alguien de las habitaciones bajase y le
reconociese. Incluso se inquietó ante la repentina idea de que la posadera le
reconociese, si es que había oído hablar de él.
—Mi padre está mucho mejor desde vuestra
última visita. Aquellas curas que le hicisteis a su tobillo fueron mano de
santo. Aún no le permitimos cargar con barriles llenos, pero los vacíos los
maneja con brío.
—No sabes cuánto me alegra saber eso,
milady. Parece que hoy tendréis buena caja, ¿me equivoco?
—No os confundís. Cierto es que llevamos
varios días con la taberna repleta y las habitaciones casi al completo.
—Que buena noticia. —Dijo el mosquetero y
Armand se bajó un poco el sombrero ocultando el rostro, que bien debiera
haberse quitado al menos por educación al entrar en el establecimiento. Pero
aquél gesto hizo que la posadera se percatase de la presencia de este y como si
se dirigiese al él sin mirarle, volvió a entablar conversación con el
mosquetero.
—Ya veo que venís bien acompañado. ¿Es un
compañero?
—Un sirviente. —Dijo el mosquetero y el
joven bajó el rostro en dirección a la muchacha con ademán de saludarla. Esta,
sonriente y de mejillas ruborizadas no perdió un segundo con el joven,
volviendo su atención nuevamente al mosquetero.
—¿Nos honraréis con vuestra presencia en
la barra o solo estabais de paso para saber de mi padre?
—En realidad buscaba una habitación. Dos,
si puede ser.
—Yo no tengo dinero. —Dijo Armand en un
susurro acercándose al mosquetero que rápido le apartó con un ademán de la
mano.
—Me parece que va a ser imposible. —Dijo
ella, volviéndose al casillero de las llaves—. Tan solo me queda una habitación
de camastro individual. Pero podría haceros subir un colchón viejo que tenemos
en el granero. Si lo deseáis así…
—Será perfecto. —Dijo el mosquetero con
seguridad pero cuando la joven se volvió al casillero Louÿe volvió el rostro al
joven con un interrogante en el rostro, no queriendo tomar él solo la decisión
sin consultarla antes con Armand. Este asintió energéticamente, dado que era
arriesgado quedarse allí por más tiempo y al parecer discutir la idea de irse a
otra posada quedaba descartado. Sospecharían de ambos si se marchaban siendo
aquella una taberna donde conocían al mosquetero y dejaría en muy mal lugar a
Louÿe delante de unos conocidos. Se limitó a asentir, con la necesidad
imperiosa de subir a una de las habitaciones y quedarse allí el resto de la
noche. Incluso la idea tenía algo de aterrador, y es que tener habitaciones
contiguas repletas de mosqueteros era todo un peligro.
Catherine se volvió al mosquetero y le
entregó una llave con un llavero de madera agarrado a ella donde estaba
inscrito el número de la habitación. aún con la llave de la mano el mosquetero
no parecía tener intención de dejar de forma abrupta a la muchacha y esta
tampoco parecía tener intenciones de dejar marchar al mosquetero.
—Ya era hora de que os hicieseis con un
ayudante. ¿Sabe medicina como vos? No lo creo. —Se contestó ella misma—. No
aparenta ser de buena alcurnia. De seguro que lo habéis rescatado de alguna
cloaca infecta donde están hoy tantos jóvenes.
—Cierto que no es muy avispado. —Dijo el
mosquetero, pasando una mano por los hombros del joven, atrayéndolo al frente
de la conversación y golpeando su hombro con camaradería—. Pero es bueno con la
espada y el mosquete. Y es joven y energético. No le pido más a un ayudante.
—Tenéis razón, como siempre. —Dijo ella,
embelesada con la respuesta y se apoyó en el mostrador mientras registraba la
habitación a nombre del mosquetero—. ¿Solo esta noche? —Preguntó ella.
—Sí. Saldremos después del desayuno. ¿Aún
seguís subiéndolo a las habitaciones?
—Nunca lo hemos hecho. Solo por vos, y por
vuestros servicios como médico a mi padre. —Dijo ella pero ambos eran
perfectamente conocedores de aquellos favores. El joven, aún atrapado bajo el
brazo del mosquetero tiró de su cuera por la espalda llamando la atención sobre
él. Ella escribía y el mosquetero volvió el rostro al muchacho.
—Ni en broma. —Le susurró—. Nos largaremos
de aquí antes del amanecer. No pienso arriesgarme a…
—Tranquilo. —Le dijo el mosquetero—. Ellos
se irán al amanecer. Si nosotros saliésemos entonces nos los encontraremos a
todos como zánganos custodiando la colmena.
—¿Os ha salido rezongón el sirviente?
—Preguntó ella, sonriéndose mientras terminaba de apuntar en el libro de
registros.
—Así es. Pero es fiel como un cachorro.
—Lo tiene todo al parecer. Espero que
podáis domarlo pronto antes de que os deje en evidencia.
—Así lo espero yo. —Asintió el mosquetero
y se deshizo del muchacho colocándolo de nuevo tras su espalda. El gesto era
algo brusco pero las mano del joven agarraron la del mosquetero que lo había
apartado y Louÿe se dejó sujetar, devolviendo la fuerza del agarre. Notó como
las manos del joven temblaban y sudaban. Se volvió a él casi con una mirada
fugaz, y observó que la mirada del joven estaba puesta en la puerta de entrada
de la posada, donde dos mosqueteros del cardenal habían desmontado de sus
caballos y el mismo joven que había salido en su encuentro les sujetaba las
riendas—. Te creía más valiente. —Le murmuró al joven—. Conmigo tuvisteis
arrestos en ponerme la espada al cuello.
—Vos erais uno. He contado al menos diez
en la taberna, más estos dos doce.
La mano del mosquetero se apretó más
contra las del muchacho que le devolvió una mirada mucho más cálida y
agradecida de lo que le había dirigido cuando le curó o le dio comida esa misma
mañana. Sus manos se separaron y rebuscó dentro de su cuera el saquito de
cuero.
—No tenéis de que preocuparos. —Dijo el
mosquetero en el mismo tono de antes—. Estando conmigo no dejaré que os pase
nada. Tengo dos mosquetes, podré defenderos bien.
—Serán tres escudos. —Dijo la muchacha
cerrando el libro de registros y el mosquetero sacó cuatro escudos poniéndoselo
sobre el mostrador y le sonrió, encantador. El joven, viendo aquella sonrisa en
el mosquetero se sintió casi tan cautivado como la posadera.
—Os doy un escudo más si me subís a la
habitación un par de cuencos con ese guiso que estoy oliendo. ¿Son sopas de
ajo? —Preguntó él mientras ella se guardaba los escudos en el mandil y le
devolvía la sonrisa coqueta. Los mosqueteros entraban en la posada hablando
entre ellos y asomándose a la taberna, con pocas ganas de reyerta.
—Sopa de cebolla.
—Mi favorita. —Le dijo el joven en un
susurro al mosquetero mientras le tiraba de la manga de la cuera y el
mosquetero terminó la conversación guiñandole a la muchacha un ojo y se volvió
de nuevo al joven, colocando su brazo alrededor de sus hombros y conduciéndolo
por las escaleras que subía a las habitaciones, volviéndose ambos de espaldas a
los mosqueteros que habían llegado hasta el mostrador.
Cuando comenzaron a subir las escaleras y
paulatinamente se iban alejando del ruido de la taberna y perdiendo de vista el
mostrador de la recepción ambos pudieron respirar tranquilos soltando un
resoplido exhaustos. El joven tenía miedo de decir nada en absoluto, y no lo
hizo hasta que el mosquetero no soltó una risa por la tensión y golpeó el
hombro del muchacho divertido.
—Sí que eres insolente para ser un
sirviente… —Dijo el mayor con una mueca divertida.
—Sí que se os da bien el coqueteo. —Le devolvió
la broma Armand—. Si hubieseis coqueteado conmigo de esta forma esta mañana os
habría regalado mi caballo, mi mosquete y hasta mi último real...
—¿Tenéis dinero encima? —Le preguntó el
mayor.
—Un real. —Dijo el joven, riendo—. Por eso
sería el último.
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