TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 8

 

Capítulo 8

“Una deuda de honor”

1658. Francia.


A las afueras de TOURS.

 

Louÿe y Armand aminoraron el paso cuando estaban a punto de entrar en la ciudad. Aún les quedaba merodear hasta encontrar una buena posada donde pasar la noche, pero ya había oscurecido y se guiaban como podían por la luna que les alumbraba y por las luces que llegaban de la ciudad. Desde que se habían puesto en camino ninguno de los dos había dicho una sola palabra. El mosquetero por miedo a decir algo que pudiese hacer cambiar al joven de opinión y Armand porque el recuerdo de su madre había ensombrecido sus ideas, y aún más el hecho de que el mosquetero supiese de su muerte y su causante. Cuando aminoraron la velocidad Louÿe se levantó un poco el sombrero con intención de mostrar mejor su rostro y pensando en la forma de entablar una conversación de volvió a Armand, que seguía en mutis como al principio del camino. Aquello le descolocaba.

Armand notaba la tensión que se había establecido entre los dos y también buscaba la manera de entablar una conversación, o al menos un monólogo de preguntas que el sacasen todas las dudas de su cabeza, pero eran tantas y estaban tan desordenadas que se le hacía imposible encontrar un orden lógico a sus emociones. El día había empezado de forma tan diferente al momento en que se encontraba que se le hacía imposible rehacer todos los sucesos del día hasta ese momento, por lo que era incapaz de ser el primero en decir nada, pues ese silencio era elección suya y el mosquetero la había aceptado de buen grado. O al menos hasta ese momento en que el joven notaba todos los esfuerzos que hacía el mayor por acercarse a él.

—Hay demasiados interrogantes en vuestra persona. Sostenéis un secretismo que me hace desconfiar de vos.

—No es tanta la desconfianza si me estáis acompañando.

—Es más la curiosidad. —Dijo el joven, con una sonrisa cínica pero el mosquetero negó.

—Es la desesperación. —Ambos se cruzaron una mirada y volvieron el rostro al frente.

—Vos me conocéis. —Dijo el joven, con una seguridad impropia de las palabras que acababa de pronunciar.

—Así es. —Afirmó el mosquetero.

—Os han dado mi descripción. Vuestro superior os ha descrito a mi caballo, mi emblema y os ha contado lo que ha sucedido.

—Lo que se sabe de vos es que sois Armand, hijo del Vizconde de Bragelonne, asesinado hace menos de un mes en su residencia en París. Se sabe que es viudo desde hace un año y que tan solo tiene un único hijo varón. Se cree que fuisteis vos quien lo asesinó por las declaraciones de los trabajadores y sirvientes de vuestro padre que afirman haber oído una discusión terrible y un silencio repentino. Cuando quisieron atender a vuestro padre tenía varias heridas de arma blanca en el pecho, como realizadas con un pequeño puñal. Igual que el que lleváis colgado tan despreocupadamente al cinto. —Ambos miraron hacia el cinto del joven donde colgaba el pequeño puñal dentro de su vaina—. Al parecer el joven no tardó en huir a caballo armado con espada y mosquete. La descripción dada es de un joven de 20 años, pelo largo y castaño, altura media, más bien delgado y montando un caballo bayo se le ha visto conduciéndose al sur.

—¿Qué os hace pensar que soy yo? —Preguntó el joven en broma, plenamente consciente de que había sido reconocido desde el primer instante en que cruzaron las miradas en la taberna. Pero la descripción que había hecho el mosquetero de lo sucedido le había hecho palidecer y la broma pareció destensar el ambiente.

—Tenéis de hecho una cintura muy pequeña, así que coincide la delgadez. —Ambos se rieron.

—Entonces… —Comenzó Armand repentinamente sombrío—. ¿Mi padre ha muerto? Cuando salí de la casa lo dejé malherido. No tuve el valor de verle morir.

—Así es. Las puñaladas no tocaron el corazón pero anegaron los pulmones de sangre. Murió al poco de que vos os marchaseis, seguro. —Aseguró.

—Estoy seguro de eso no lo sabéis por los avisos que os hayan podido dar de mí.

—No. Cierto. Ser médico supone tener buenos contactos en el círculo de medicina. Al día siguiente de lo sucedido yo me encontraba en París y me enteré porque soy un conocido del médico de vuestro padre.

—El doctor van Heflin. Un buen hombre. —Negó Armand, desanimado—. Me apena que se haya llevado esa imagen de mí después de tantos años siendo su paciente. Me apena en gordo lo que haya podido pensar de mí.

—No os preocupéis por eso. Conocía lo suficiente a vuestro padre como para no lamentar su muerte. —Dijo el mosquetero a lo que Armand levantó la mirada hacia él, pero este no le devolvió el gesto.

—¿Cuánto han pedido por mi cabeza? Me parece haber oído que unos quinientos escudos.

—La semana pasada subió a ochocientos. —Dijo el mosquetero mientras algunos edificios comenzaban a hacerse presentes en su entorno. Estaban ya dentro de la ciudad—. Iremos a una posada de confianza en donde me he alojado un par de veces. Está cerca del Loira. Es un poco costosa pero las habitaciones están bien, tienen desayuno en la taberna de abajo y anteponen la discreción ante todo. Eso ahora es lo que más nos importa.

—Confío en vos. —Dijo el joven casi de forma intuitiva y ambos se miraron sorprendidos por aquella declaración. El mosquetero le sonrió y el joven le apartó la mirada, traicionado por su propio inconsciente. Para olvidar rápido el momento intervino de manera precipitada—: Parecéis saber mucho de mí, más incluso de lo que mostráis, más de lo que deberíais saber. Yo no sé nada de vos.

—Lo siento, he sido increíblemente egoísta. ¿Qué deseáis saber?

—Deseo saber de vos tanto como vos de mí.

—No creo que eso sea posible. Tal vez no terminásemos hasta mañana. —Aquella afirmación dejó en silencio al joven, meditando—. Mi nombre es Louÿe d’Aramitz. Mis compañeros me llaman solo Louÿe, igual que me llamaban mis padres y mis amigos. Así que vos si gustáis me llamaréis de esta manera. He nacido en París, soy hijo de un abogado que mandó a su hijo a la escuela de medicina cuando terminó las enseñanzas básicas. Cuando me licencié ejercí unos cuantos años como médico y como ayudante de otros doctores mejor formados que yo. Cuando cumplí los veinticinco me alisté para ser mosquetero y ejercer de médico dentro de este rango.

—Deteneos. —Dijo el joven, aturdido y con más preguntas formándose dentro de su mente—. Pensé que los abogados tienen hijos que estudian abogacía y los médicos hijos que estudian medicina. —Dijo en forma chistosa, pero no se le podía quitar la razón.

—Y así se supone que se hacen las cosas por el camino fácil. Pero yo jamás tuve demasiado entusiasmo por las leyes o los reglamentos y sin embargo siempre me pareció interesante todo lo relacionado con las pócimas, los ungüentos y las mezclas de plantas medicinales. Ya de niño ayudaba a las sirvientas de mis padres a preparar algunas pomadas a base de aceite y jabón con grasa de cerdo.

—Eso suena maravilloso. —Dijo Armand—. ¿Vuestro padre puso objeciones?

—No demasiadas. Claro que había pensado que yo fuese abogado, pero no le desagradó la idea de que estudiase medicina. Mucho menos cuando uno de mis hermanos, el más pequeño, decidió estudiar abogacía.

—Tenéis hermanos… —Afirmó con intención de que le relatase algo sobre ello.

—Sí. Dos hermanos pequeños y una hermana. Mi hermana tiene dos años menos que yo, el mediano tiene veinticinco y el pequeño un año más que vos.

—¿Y vos tenéis?

—Treinta. —Asintieron ambos.

—¿Por qué decidisteis haceros mosquetero, con lo tranquila que debe ser la vida de médico?

—Lo es. Cierto. Pero perdió toda su gracia. Me cansé de pasarme los días leyendo, las tardes atendiendo a pacientes en la consulta, las noches en vela atendiendo partos o úlceras de última hora. Me faltaba algo, un propósito, tal vez. Algo de emoción, algo que le diese sentido a todo…

—¿Lo encontrasteis? —Preguntó el joven a lo que el mosquetero se volvió a él asintiendo.

—Sí, claro que sí.

Ambos se mantuvieron en silencio unos segundos mientras bordeaban una calle y tomaban un paseo siguiendo el río.

—Habéis dicho que mi padre mató a mi madre. —Dijo el joven mientras se deshacía de aquella última pregunta—. ¿Vos lo creéis?

—Sí, lo creo.

—¿Cómo tenéis el valor de afirmar tal cosa, si no los conocíais a ninguno de los dos? —Un gélido silencio se estancó entre ambos. Al final el joven continuó hablando—. Yo lo dije, cuando mi madre murió, se lo dije a todo el mundo. Pero nadie me creyó. Me tomaron por loco.

—No estáis loco.

—¿De veras lo creéis?

—Lo creo. —Afirmó el mosquetero mientras señalaba a lo lejos las puertas de una taberna sobre la que descansaban las habitaciones de la posada donde descasarían aquella noche.  




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