TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 10

 

Capítulo 10

“Una deuda de honor”

1658. Francia.

Posada “LAS COLMENAS”. TOURS.

 

Alcanzaron la habitación. Era la número 15. Antes incluso de acercarse a la puerta tres mosqueteros del cardenal cruzaron el pasillo en dirección contraria a ellos. Nuestros protagonistas alcanzaron la puerta y rápido volvieron sus rostros a la cerradura. Los mosqueteros pasaron al lado de estos riéndose y parlamentando de lo que iban a beber aquella noche y lo mucho que se iban a emborrachar. Armand los siguió con una mirada oculta por su sombrero y cuando pasaron de largo apoyó el mentón en el hombro de Louÿe observando cómo los mosqueteros desaparecían por el pasillo escaleras abajo. Cuando hubieron llegado al piso inferior la llave cedió y ambos entraron.

—Ni nos han mirado. —Dijo el joven mientras entraba en la habitación y cerraban la puerta con llave detrás de ellos—. Ni siquiera a vos por ser mosquetero del rey.

—Cuando un hombre está sediento de vino y cerveza no puede pensar en otra cosa que no sea saciar su embriaguez. Otra cosa muy diferente hubiera sucedido si nos los hubiésemos encontrado ya ebrios.

—Entiendo. —Dijo el joven, dejando el mosquete con algo de recelo apoyado en la pared cerca de la puerta y después se deshizo del sombrero—. ¿Creéis que están aquí por mí? —Se atrevió a preguntar pero ante la risa del mosquetero se arrepintió al instante.

—No habéis matado al rey. No creo que una horda de mosqueteros esté justo aquí en Tours por vos. Deben de tener algunos entrenamientos por la zona, o tal vez alguna de las tantas escaramuzas que tiene el rey con sus súbditos por toda Francia. Pero cualquier medida de precaución es poca. No me cabe la menor duda de que todos pueden estar ya enterado de vos. Y por lo que he oído decir habéis matado a un par de mosqueteros del cardenal. ¿Cómo ha sido eso?

—Por el camino se me enfrentaron a mí varios. —El joven se encogió de hombros—. No lo sabíais aunque lo habéis afirmado, pero soy bueno con el mosquete. Y con la espada también, bien lo pudisteis comprobar esta mañana.

—Comprobé que os vencí.

—Comprobasteis que estaba exhausto y débil. Os aprovechasteis de mi estado.

—Vos os atrevisteis a luchar. —Se encogió de hombros el mayor dando por finalizada la discusión y se deshizo del mosquete dejándolo a la vera del otro y comenzó a quitarse la espada, el sombrero y la cuera.

La habitación no era muy grande, apenas si tendría dieciséis metros cuadrados, y estaba bastante oscura. La única luz que iluminaba levemente los contornos de los muebles entraba desde el exterior por una ventana que daba a la parte delantera de la posada, donde la luz de los faroles de la puerta entraba a la habitación. La cama estaba al lado de la ventana. Pequeña, con las sábanas algo arruadas pero olía a limpio y eso era mucho más de lo que Armand había tenido en muchas semanas. También había un pequeño arcón a los pies de la cama, vacío, y una silla más que raída. Toda la estancia olía a humedad por estar tan cerca del río pero no hacía frío en el interior de ella a pesar de que habían bajado las temperaturas desde que salieron de Loches.

Louÿe sacudió su cuera y el sombrero, dejando ambos dos sobre la silla que había en un rincón de la estancia. Allí dejó también el macuto y la espada, colgando el cinto del respaldo. Armand se deleitó observando en silencio cada uno de los movimientos del mosquetero, no estaba claro si para imitarle más tarde o simplemente como disfrute. El mosquetero se sentó sobre el arca y se quitó las botas soltando un largo suspiro de alivio. Las dejó también al pie de la silla y estiró las piernas allí sentado, mirándose los pies desde la lejanía. Después su mirada recayó en el joven que no le había apartado la vista y este se volvió a cualquier otro lado, ruborizado.

—¿Qué miráis? —Preguntó el mayor mientras se apoyaba con las manos en el baúl y se levantaba, para descorrer un poco las cortinas que daban al exterior.

—Nada. —Musitó el joven con una mueca de ofensa e incomodidad. Aquél gesto del mosquetero, vuelto al exterior y recortado por la tenue luz que entraba desde el exterior pudo apreciar mucho mejor su silueta, dado que la luz atravesaba la fina tela de la camisa y le permitía distinguir sus formas mucho mejor. Ciertamente también tenía una cintura estrecha pero su espalda se anchaba un poco a la altura de los hombros. Contorneado de aquella manera apoyado en la ventana, le recordó a una de las tantas esculturas de Adonis que había visto en los libros de sus padres hacía tiempo. Le pareció incluso obscena la escena que presenciaba, pero en realidad era vergüenza por la relación de sus recuerdos con aquella imagen.

El sonido de unos golpes en la puerta le sorprendió lo suficiente como para llevar su mano al mango del puñal y tensar todo su cuerpo, volviéndose en dirección a la puerta. La voz de la jovencita desde el otro lado le desconcertó.

—¿Señor Louÿe d’Aramitz? Le traigo el camastro y su cena. —Dijo ella mientras que el mosquetero se alejaba de la ventana y pasaba al lado de Armand, golpeándole el brazo con una mueca de enfado.

—No os pongáis así. Guardad ese puñal antes de que os hagáis daño.

Aquellas palabras ofendieron al joven, mucho más por ir enserio y no como una broma de amo—sirviente. aún así obedeció y se deshizo del cinto del puñal colocándolo sobre el cinto de la espada del mosquetero, encima del respaldo de la silla. Colocarla de aquella manera le entusiasmó sobremanera. No habría sabido adivinar el por qué, pero superponiendo el cuerpo de su cinto al del mosquetero le daba una autoridad que no había imaginado en aquel miserable gesto. También se quitó la cuera y las botas, todo de espaldas a la jovencita como una excusa de no mostrarle el rostro.

Ella entró primero con una bandeja con dos cuencos hasta arriba de sopa de cebolla, dos copas de vino y un gran mendrugo de pan. También trajo unas cuantas velas que se distribuyeron por la habitación iluminándonos con un aire más hogareño. El mosquetero colocó la bandeja en el suelo al lado de la puerta y de los mosquetes, y ayudó a adentrar el camastro en la habitación y desenrollarlo para tumbarlo al lado de la cama. Apenas era una funda de cama rellena de lana apestosa, pero aquello era suficiente para cualquiera de los dos.

—Que molestias os tomáis por vuestro sirviente. —Le dijo ella mientras aplanaba un poco los nudos de lana en el interior de la sábana—. Lo que no tengo son mantas de sobra. Lo siento mucho.

—No es molestia. No hace excesivo frío.

Ambos se despidieron tras un breve lapso de coqueteo y cuando la muchacha se fue el mosquetero cerró la puerta con llave desde dentro y se volvió a Armand que colocaba la ropa en la silla como había hecho él. Le observó unos segundos igual que el joven había hecho con él y cuando se hartó se sentó en el camastro de cara a la bandeja con los cuencos humeantes. Pasó la mano por encima de uno de ellos lanzándose el olor que desprendía la comida y se sonrió a sí mismo.

—Huele deliciosamente. —Dijo el mosquetero mientras hundía la cuchara en uno de los cuencos aguardando a que el joven se sentase a su lado pero aún no lo hacía. Sacó de su zurrón la camisa que aún seguía húmeda y la tendió de la culata de su mosquete, observándola unos instantes—. Mañana estará seca, no os preocupéis.

—Eso espero. —Dijo mientras meditaba unos instantes y acabó sentándose en el suelo frente al mosquetero y al recaer en la comida como si fuese repentinamente consciente de ella se sonrió y cogió el tazón de la sopa y se lo llevó a los labios. Quemaba, pero el hambre era mayúsculo.

—¿Os agrada el sabor? En Paris la hacen algo diferente.

—Es maravillosa. —Dijo el joven completamente extasiado, con los ojos cerrados y el rostro vuelto al techo. El tazón estaba caliente y no lo soltó hasta bien pasado un rato.

—¿Estáis mejor? ¿Os duele? —Le preguntó el mayor lanzándole una mirada directa a la venda que recorría su cintura. El joven negó en rotundo concentrado como estaba en comer. Lo hizo de la misma manera frenética y famélica que había devorado el cerdo y las patatas aquella misma tarde—. ¿Cuánto llevabais sin comer tan bien como hoy?




—Dos semanas. —Dijo Armand, pensativo—. Algo menos. La primera semana después de lo que hice no salí de París. Grave error. Se corrió la voz de lo sucedido y me vi obligado a salir de la ciudad. Fue entonces cuando hube de enfrentarme a varios mosqueteros del cardenal que me reconocieron saliendo de la ciudad y les di muerte.

—¿Sin un rasguño?

—Ni uno solo. Al primero le disparé, y con el segundo hube de que usar la espada. Lo dejé bien muerto.

—Habladme de vos.

—¿De mi? —Preguntó joven, más confundido que molesto—. Pensé que sabíais todo de mí. —Le lanzó una mirada pícara a lo que el mosquetero bajó el rostro hundiendo la cuchara en el bol de sopa.

—No sé más que lo que se cuenta de vos por ahí. Y tal vez algo de experiencia personal y lo que os he conocido hoy. Pero hay más cosas que quiero saber…

—¿Para qué? —Preguntó de nuevo el joven esta vez con una mirada de desconfianza—. Os habéis ofrecido voluntariamente a acompañarme hasta un puerto que me lleve a España, pero no penséis que por esa obra de caridad tenéis libertad de interrogarme.

—No estaba interrogándoos. Tampoco os estaba preguntando nada concreto. Solo deseaba saber más de vos, para llenar el silencio. Nada más. —El mosquetero se dio por vencido—. Veo que seguís esquivando todo contacto emocional conmigo. No os culpo.

La habitación quedó en silencio durante largos minutos. Solo se escuchaba a aquellos dos hombres cenar silenciosamente y con tranquilidad. Con hambre, pero con sobriedad. Una cuchara, el sonido de la copa, el vino deslizándose por la garganta y algún resoplido para enfriar la sopa. Si al mosquetero le quedaba alguna duda de que aquel joven provenía de una buena familia se disipó al verle limpiarse los labios manchados con un dedo, de forma delicada, pasándolo por debajo de su labio inferior y después besando ese dedo para terminar con la última gota de sopa que se le había escapado. Lo hizo con tanta delicadeza a falta de una servilleta que el mosquetero no pudo evitar mirarle de principio a fin en aquél gesto.

—Conocéis de donde procedo. Y conocéis a mis padres, al parecer. O habréis oído hablar de ellos al menos. Eso es todo lo que soy, supongo. No necesitáis saber nada más.

—¿Os dedicáis a algo? ¿O pensabais limitaros a llevar las cuentas de las fincas y terrenos que tiene vuestra familia?

—La verdad es que mi madre no era partidaria de que me pasase la vida viviendo de las rentas o de los escudos que me proporcionarse el estado por mi condición de hijo de vizconde. A pesar de que mis padres así lo hacían.

—Habladme de vuestra madre. —Pidió el mosquetero.

—Mi madre siempre me educó con vistas a una vida incierta y cambiante. No estaba nunca conforme con la vida que había llevado y que le habían obligado a tener. Nunca se casó por amor. Ella se casó por imposición y mi padre se casó por avaricia. La avaricia del dinero de mi madre. Antes de conocerla, mi padre era un mediocre noble de una familia de nobles venida a menos, de esos que sostienen su título con orgullo y altanería y están a punto de comérselo porque no tienen nada más que comer. Yo por suerte no conocí esa vida hasta ahora. Cuando yo nací, ellos ya estaban casados y mantenían una vida de comodidades propias de su clase.

El joven apuró la sopa y el mosquetero le dio un trozo del pan. El último que quedaba. Después comenzó a dar cuenta del vino.

—Volviendo al principio, como bien os decía, desde que fui pequeño mi madre me instruyó en cientos de materias con el fin de que fuese un hombre culto y de provecho, a parte del dinero que mi familia poseía. Ella deseaba que fuese un hombre que pudiese mantener conversaciones de cualquier calibre en cualquier clase de reuniones, que supiese bailar, que supiese pelear, montar a caballo y sobre todo, a pensar por mí mismo. Desde pequeño ya me enseñaron a leer, a escribir, matemáticas básicas, historia, y aunque mi padre no era partidario, mi madre me enseñó algo de inglés y español. El suficiente para conversar.

—Sí que sois un hombre de provecho. —Dijo el mosquetero haciendo sonreír al joven.

—Ella también pagó instructores de equitación y esgrima la cual empecé a practicar desde que tuve la fuerza de coger una espada. Algo de tiro… en fin, las cosas que debe saber cualquier persona que se precie. Cuando cumplí los dieciséis me enseño a bailar diferentes bailes, algo de piano y a cómo debía acercarme a una mujer que me interesase. Como cortejarla y bueno… en fin los convencionalismos básicos. A partir de entonces mi madre enfermó gravemente y estuvo varios años enferma. Al poco de cumplir yo diecinueve ella falleció.

—Lo siento mucho. —Dijo el mosquetero mientras dejaba el cuenco de la sopa vacío sobre la bandeja.

—Ya… —Murmuró el joven—. La verdad es que desde que murió, mi padre no volvió a contratar a ningún instructor para mí ni tampoco me ayudó a mejorar mis clases de lectura o historia. —Se encogió de hombros con una mueca de subordinación—. Ni siquiera sabía a qué quería dedicarme el resto de mi vida. Desde la muerte de mi madre mi padre se hizo con todo su dinero y parecía completamente ido. Tras pasar el fingido duelo creaba fiestas en nuestra casa, eternas, con cientos de personas que no conocía, solo por el placer de engordar su vanidad. Se gastaba cantidades ingentes de dinero en caprichos que mi madre nunca le hubiese permitido. Y bueno… yo comencé a ser otro estorbo. —El joven bajó la mirada y pareció dar por finalizada la conversación apurando el vino y colocándolo sobre la bandeja con un golpe seco—. Es tarde deberíamos dormir ya.



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