TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 6
Capítulo 6
“Una deuda de honor”
1658. Francia.
A las afueras de LOCHES.
—Es para vos, la he comprado para vos. Yo
ya he comido. —No fue suficiente—. Si coméis os contaré que he hecho con
vuestras pertenencias y el porqué.
El joven y el mosquetero cruzaron una
serie de miradas de desafío y pacto que culminaron con Armand desenvolviendo la
comida y temblando ante la decisión de por dónde empezar primero a comer. No lo
dudó demasiado tiempo y hundió los dedos en uno de los pedazos de carne y
despedazó un trozo que se llevó a la boca. Aún estaba templado, como si no lo
hubiesen cocinado hace mucho. aún así estaba jugoso y la parte de la piel
estaba crujiente. Se relamió los dedos tras el primer bocado y aquella grasa en
sus dedos le supo casi tan deliciosa como el propio pedazo de carne. Después
desmigó un poco del pan que royó como si no quisiese terminarlo nunca. Después
se ayudó del pan para comer un poco de las patatas asadas y mientras se llenaba
la boca evitaba mirar directamente al mayor que no le había apartado la mirada
desde el momento en que había hundido los dedos en la carne antes siquiera de
probarla.
—Si no os odiase profundamente os colmaría
a besos. —Soltó el joven haciendo reír al mosquetero que había entendido por
encima aquellas palabras, entre el pan y el cerdo que se llenaban aquella boca.
—Odiadme si os place, pero no dejéis de
comer.
—Contadme. ¿Qué ha sido de Felipe?
—¿Felipe? —Preguntó el mosquetero—. ¡Ah!
El caballo… ¿Lo llamasteis Felipe?
—Sí. —Asintió el joven—. Era de raza
española.
—Lo visteis crecer, ¿verdad? Un hombre no
se encariña tanto de algo que no ha visto nacer…
—No os equivocáis. —Suspiró el joven—. Mi
padre lo adquirió cuando yo tenía apenas cinco años. Apenas era un potrillo
cuando los trabajadores de los establos lo comenzaron a domar. Yo me enamoré de
él en cuanto lo vi. Era el caballo más hermoso que había visto nunca. Jamás
había visto caballo tan llamativo. Supe que lo deseaba nada más verlo.
—¿Cuántos años tenéis vos? ¿Veinte?
—Así es. —Asintió Armand, pero frunció el
ceño al verse tan expuesto—. ¿Cómo lo sabéis?
—Ya os he dicho que sé quién sois vos…
Solo era por asegurarme.
—¿Por cuánto lo habéis vendido?
—Ochenta. —Dijo el mosquetero—. No estaba
tan mayor como os hice creer, apenas tenía según vos, diecisiete o dieciocho
años, pero este último mes debéis de haberle reventado porque estaba en un estado
más que deplorable. Hubiera muerto en un par de semanas si lo hubieseis
conservado.
—No me digáis eso. —Soltó el joven,
dejando caer un trozo de pan sobre el cerdo.
—Es cierto. Me han dado ochenta.
—¡Y a mí me lo queríais comprar por
cincuenta! —El mayor se limitó a encogerse de hombros.
—He ido hasta la otra punta del pueblo,
buscando a algún ganadero que quisiera comprarlo, que tuviese la necesidad de
tener un caballo…
—No es un caballo de tiro. Ningún ganadero
os puede haber pagado esa cantidad por un caballo como el mío.
—Exactamente. De paseo por unas cuantas
tierras hallé a un hombre que de camino a su casa uno de los caballos que
tiraban de su coche se le había torcido el tobillo y lo habían tenido que
sacrificar. Necesitaban al menos otro caballo para que pudiesen llegar a casa.
Le pedí cien por él, pero él me ofrecía mucho menos. Por la necesidad de su
situación acabé cobrando los ochenta.
—No me expliquéis tantos detalles. No me
interesan.
—Os duele. Y lo siento. —Suspiró el
mosquetero mientras meditaba mirando hacia el agua—. Para la espada tuve que
acudir a un herrero que me la comprase. Me arriesgué a que distinguiese el
emblema de la cabeza de león y así fue. De lo contrario hubiera tenido que
buscar a otras personas que me comprasen el arma, a mucho menos precio pero las
cuales no tendrían el conocimiento ni de valorarla ni de reconocerla.
—¿Os ha hecho demasiadas preguntas?
—No demasiadas. Me preguntó de dónde la
había sacado y yo le contesté la verdad. Le dije que un joven bastante arisco
en una posada de las afueras se me había enfrentado y yo le había dado muerte y
saqueado antes de marcharme. Me sobraba la espada y necesitaba el dinero…
—¿Habéis dicho que me habéis matado?
—Meditó la pregunta—. Eso puede ayudarme.
—Todo lo que he hecho por vos es por
vuestra ayuda. —Soltó el mosquetero dejando al joven pensativo—. Al final la
vendí a noventa y cinco escudos. Gasté cinco en la comida.
—¿Y el mosquete? ¿No lo habéis vendido?
—No. Me lo voy a quedar. Es maravilloso.
—Sonrió para sí el mosquetero mientras el joven se terminaba los últimos trozos
de patatas asadas que le quedaban en el paño. Una vez estuvo limpio se levantó
acompañado de un quejido para regresar al agua y lavar el paño y sus propias
manos. Se pasó el paño ya limpio por el rostro, y cuando se hubo limpiado bebió
un poco más de agua. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan satisfecho consigo
mismo a pesar de que él no hubiese conseguido nada en absoluto—. ¿Estáis mejor?
—Preguntó el mosquetero cuando el joven volvía en dirección a él y este asintió
con una gran sonrisa de oreja a oreja. La sonrisa no iba dirigida al mosquetero
sino a sí mismo por haber saciado el hambre y la sed—. Otra fea costumbre de
los nobles, no agradecer los favores que se os brindan.
El joven le lanzó una mirada cargada de
resentimiento y quedó allí de pie, mirando desde su altura al mayor que
permanecía sentado. El mosquetero no pudo evitar alzar la mirada para igualar
su comportamiento pero tampoco pudo hacer nada ante la idea de mirar de nuevo
de arriba abajo al joven. Desde los cabellos húmedos y goteando hasta los pies
desnudos que se habían posado a su lado, pasando por los hombros morenos y las
mejillas sonrosadas. Su piel era lechosa en el vientre y las piernas pero los
brazos y partes del rostro estaban bronceados como si las últimas semanas
hubiese caminado a conciencia bajo el sol. El joven acabó intimidado y puso sus
manos sobre su cadera, descubriendo que nuevamente un pequeño reguero de sangre
resbalaba por su costado. Se quedó mirando su propia palma y después condujo la
mirada al mosquetero que resopló consciente de aquella herida.
—Venid. Tumbaos aquí. —Señaló con la
barbilla el suelo sobre el que antes había estado sentado comiendo y rescató el
pequeño cofrecillo de hojalata que había llevado hasta allí consigo.
—No pienso tumbarme. —Dijo seguro el joven
y caminó hasta donde había lanzado antes su camisa para recuperarla y cubrirse
con ella el costado, esperando como había hecho antes que se parase la
hemorragia, pero el mosquetero no cejaba en su intento porque le prestase
atención y se quedó expectante a que se sentase a su lado. Cuando lo hizo quiso
retirarle la camisa que él se encaprichaba en mantenerse sujeta y cuando el
tacto de los dedos del mosquetero rozaron la piel debajo de la axila el joven
dio un respingo lanzando una mirada mucho más fría e hiriente que el propio
acero que le había lacerado. El mosquetero retrocedió algo asustado y el joven
se apretó con más fuerza el costado.
—¿Qué pensáis hacerme?
—Cerraros la herida.
—¿Vos? —Preguntó el joven más divertido
que asustado o impresionado.
—Sí. —Asintió el mosquetero mientras ponía
entre ambos el cofrecillo y sacaba de allí algo de hilo negro y una aguja curva
que hizo que el joven se sobresaltase. Cuando Louÿe sacó la aguja y el joven
pudo apreciarla mejor sacó de su vaina el puñal que portaba al pecho y lo
interpuso entre ambos, como un gato que eriza su pelaje ante el peligro. El
mosquetero ni se inmutó—. ¿Sois así de intransigente siempre?
—La última vez que me tocasteis me lacerasteis
todo el costado. ¿Creéis que voy a dejaros tocarme con eso? Ni lo penséis.
—Dejadme verla al menos, para comprobar su
estado. Si no necesita de puntos os aseguro que no os tocaré en absoluto. —El
tono del mosquetero era tan sincero y seguro que el joven dudó unos instantes.
—Sois mosquetero, no tenéis idea alguna de
heridas ni…
—Estudié medicina hace unos años. —Dijo
Louÿe—. Ese es en parte mi trabajo como mosquetero.
—¿Sois algo así como médico de combate?
—Preguntó el joven divertido, pero el mosquetero asintió y el joven frunció el
ceño, meditando aquella nueva información.
—Vos habéis sido herido en combate.
Dejadme que lo solucione…
—Vos me habéis herido.
—Os lo buscasteis. —Dijo el mosquetero
mientras se aventuraba nuevamente a rozar el costado el joven. aún con el puñal
fuera de su vaina el mosquetero pudo rozar la piel bajo la primera costilla,
después la segunda y poco a poco se colocó sobre la mano del joven que
presionaba la camisa. Retiró su mano de allí, llevándose con ella la camisa—.
Recostaos de lado. Y levantad el brazo por encima de vuestra cabeza.
Armand obedeció aunque algo tenso al
principio. Envainó el puñal y mantuvo todos los sentidos puestos en lo que el
mosquetero realizaba. Al principio el tacto de sus manos a través de su cuerpo
era algo incómodo a lo que acabó cogiendo aversión, pero con el paso de los
minutos no se podía comparar la delicadeza y la suavidad de sus manos con nada
que hubiese sentido antes. Llegó un punto en que se consoló a sí mismo pensando
en que si en vez de curarle le estaba de alguna manera matando, era la muerte
más dulce que nadie hubiese podido desear.
—Tenéis una laceración superficial de unas
cuatro pulgadas. Pero tan solo en dos puntos concretos ha penetrado algo más,
que son las zonas por las que no cesa la hemorragia. Soy todo un maestro con la
espada ¿no creéis?
—¿Insinuáis que no me matasteis porque no
quisisteis y tenéis la destreza suficiente como para impedirme sin matarme?
—Exacto. —Aseguró. Cuando asintió sus
cabellos rubios se movieron divertidos. En algún momento se había
deshecho del sombrero y había dejado sus cabellos libres.
—Que cínico sois vanagloriándoos de mi
dolor.
—No me regodeo en vuestro dolor, me
vanaglorio de mi destreza. —El joven rodó los ojos y suspiró mientras el mosquetero
se levantaba y se llevaba consigo la camisa manchada. La lavó un par de
segundos y regresó con ella aún húmeda. Limpió toda la zona con cuidado y
cuando presionaba en la herida lo hacía con tanto tacto que el joven estaba
seguro de que si soltaba un quejido casual haría sobresaltarse al mosquetero.
—¿Necesitaré que me cosáis?
—Sí. Dos puntos. No es nada.
—Sois el mismísimo demonio. —Soltó el
joven.
—Dejad vuestras maldiciones para más
tarde. —Sonrió el médico.
—¿Así os ganáis la vida? ¿Curando a la gente
a la que habéis herido? Es un buen negocio…
—¿Acaso queréis que os cobre por el
servicio? —Aventuró a pregunta el mosquetero mientras rescataba una de las
agujas de cofre y enhebraba en ella un fino hilo negro.
—¿Pensabais cobrarme tras haber sido vos
quien me hiriese?
—No, pero vos me habéis alentado a ello.
¿Acaso tenéis como pagarme? —Negó el mosquetero por el joven—. Nada. No tenéis
nada que me interese.
—También podéis marcharos y… Hum. —Se
quejó el joven cuando sintió la aguja penetrando por su piel. Fue un dolor
punzante y prolongado que le hizo sentir un escalofrío y una tensión que por un
momento crisparon su expresión. El mosquetero puso una mano sobre su costado
antes de seguir moviendo la aguja, como un gesto para pedirle al paciente calma
y sosiego.
—Respirad, que no es nada. Más dolor
habréis sentido en otras ocasiones.
—No os quepa duda de que no le temo al
filo de una espada. Pero las agujas no son de mi agrado. —El médico se rió y
acarició con la yema del pulgar la piel del joven. Regresó la mano a la herida
y terminó el primer punto. Con la ayuda de unas tijeras hizo un pequeño nudo y
cortó el hilo sobrante—. ¿Qué más tenéis en ese cofrecillo?
—Agujas esterilizadas, hilo, unas tijeras,
unas gasas, y un par de pomadas.
—¿De qué son las pomadas?
—Una es un bálsamo de aloe vera y el otro
de aceite de oliva. —Clavó por segunda vez la aguja y de nuevo ese sobresalto.
El segundo punto fue mucho más rápido que el primero y cuando terminó hizo
incorporar al joven que rápido se contorsionó para verse la herida—. No hagáis
esos movimientos tan bruscos. Os saltaréis los puntos y tendremos que empezar
de nuevo.
Aquella advertencia fue suficiente para
que el joven se limitase a palparse los puntos con la yema de los dedos y tras
hacerlo se sonrió como si le hubiesen regalado un caramelo a un niño pequeño.
La sonrisa la dirigió al médico por un instante y después al verse recompensado
con otra sonrisa de vuelta la borró al instante, avergonzado y ofendido.
—¿Me aplicareis alguna de vuestras pomadas
mágicas?
—No he dicho que sean mágicas. Pero no.
Aún no. Mañana, tal vez.
—¿Mañana? —Preguntó el joven mientras se
levantaba el mosquetero y miraba alrededor, guardando todos los materiales de
nuevo en el cofre quedándose con una gasa en la mano—. ¿Vas a seguir conmigo
hasta mañana?
—Sí. —Dijo como si nada y después cambió
de tema radicalmente—. Solo tenéis esta camisa ¿verdad? —El joven asintió—.
Sería una pena romperla. Esperadme aquí.
Armand, aturdido y algo confundido se
volvió para ver como el mosquetero se alejaba hasta los caballos y maniobraba
con las provisiones que tenía él en su propio caballo. Armand quedó allí
quieto, inmutable hasta que el mosquetero regresó con una camisa en las manos.
Esta vez se puso de rodillas al lado del joven y cogió una de las manos de
Armand, poniendo en la palma de éste la gasa doblada en forma rectangular para
que cubriese todo el corte y dirigió la mano del joven hacia su herida.
—Mantenedla ahí. —Dijo y cuando tuvo las
manos libres extendió la tela de la camisa frente a él, observándola y meditó
unos segundos por dónde cortarla. En vez de usar las tijeras se limitó a
desgarrarla por una de las costuras obteniendo al final una pieza amplia de
tela que dobló sobre sí misma hasta obtener una larga venda.
—¿Qué hacéis? —Preguntó casi escandalizado
el joven que observó con horror como destrozaba una camisa que bien podría
haber sido comprada la semana pasada.
—Necesitáis algo que os sujete la gasa y
aquí no tengo mi material médico. Así que hay que improvisar.
—¿Es vuestra camisa?
—Sí.
—Estáis demente. —Aseguró el joven
mientras levantaba los brazos al ver como las manos del mosquetero se le
acercaban con intención de rodearle la cintura con la camisa y ajustar del lado
contrario a la gasa la improvisada venda con un nudo. Tuvo casi que subirse
sobre su regazo para hacerlo pero el joven no se inmutó. Incluso se aprovechó
de la situación para mirar más de cerca el rostro del mosquetero, tanto que
casi podía sentir su aliento con el suyo nuevamente.
Los ojos del mayor estaban ocupado
anudando la prenda pero el resto de su facciones eran todas para él. Cuando el
mosquetero ajustó el nudo apretando las costillas del joven este se quejó,
sobresaltándose. La mirada del mosquetero fue directa, casi como movida por un
resorte, hacia el rostro del joven, que enrojeció de inmediato lamentándose
haber soltado aquel quejido. Bajó el rostro hacia ninguna parte y él mosquero
terminó por anudar la prenda y asegurarse de que estaba bien sujeta. La tela
que le había sobrado la dobló una vez se volvió a alejar del joven y se la
guardó en algún bolsillo de la cuera. El joven no pudo por menos que tocarse a
sí mismo, como si no reconociese como suya la tela que le rodeaba y con la que
ahora se veía obligado a vivir, la tocaba como si se convenciese a sí mismo de
que aquello era él a partir de entonces y se relacionase con ella.
—No espero que me deis las gracias. —Dijo
el mosquetero mientras se ponía en pie y miraba hacia el horizonte como si
calculase las horas de sol que quedaban. El joven se volvió a apoyar con los
brazos en las rodillas y miró a ningún aparte. Notaba el cuerpo tembloroso y
una parte de él ya extrañaba la cercanía del mosquetero a su lado. El vacío se
apoderaba poco a poco de él, haciéndole fruncir el ceño—. Pero no estaría mal…
El joven no contestó nada en absoluto.
Después de aquél estado en el que se hallaba su cuerpo no entendía como la
muerte hubiera sido un destino peor que aquella ponzoña que empezaba a
recorrerle. Antes de buscar algo que decir, antes de encontrar una forma de
deshacerse del mosquetero y de despreciar sus cuidados sintió un escalofrío
reconocerle. El sol se estaba esfumando y su piel aún estaba algo húmeda. Se
pasó las manos por los brazos saboreando momentáneamente ese frío que después
de un caluroso día era reconfortante pero sobre sus hombros cayó su cuera, ya
seca.
—Vestíos. —Dijo el mosquetero mientras le
pasaba los pantalones y las botas. Lo dejó todo a su lado y se acercó al agua
para lavar por última vez la camisa y la sacudió para escurrirla lo mayor
posible—. Tendréis que prescindir de la camisa por hoy. Mañana estará seca…
—No sé qué pretendéis de mí. —Dijo el
joven, con el ceño fruncido, mostrándole toda la desconfianza que había estado
acumulándose en su mente—. Pero no obtendréis nada.
El mosquetero se quedó un tanto perplejo
sin contestar nada en absoluto.
—Creéis que soy estúpido, pero ni mucho
más lejos de la realidad. Soy bastante inteligente como para comprender que me
habéis reconocido, que me estáis ayudando a esconderme y a sobrevivir… pero no
alcanzo a comprender el motivo por el que un mosquetero arriesgaría su trabajo
y su honor en ocultarme. Piden mi cabeza, como vos bien sabéis, pero pronto
pedirán también la vuestra si continuáis insistiendo en ayudarme.
—Yo tampoco tengo un pelo de idiota.
—Soltó el médico—. Y sé perfectamente que sois un joven agradable y encantador
y vuestra forma tan arisca de tratarme no es sino para alejarme de vos por mi
seguridad. —El joven le miró y se puso en pie comenzando a vestirse. Cuando se
hubo alistado se colocó el cinto del puñal por fuera de la cuera para tenerlo
más a mano ahora que no tenía espada y se puso con los brazos en jarra. El
mosquetero se puso el sombrero y se le quedó mirando como si aguardase al que
joven dijese algo.
—Pues me alegro de que estemos de acuerdo.
Es un peligro seguir juntos. Aquí se separan nuestros caminos. Me habéis
calado, soy todo un ángel, pero no pienso serlo con vos. Os doy las gracias por
vuestro trato para conmigo, por vuestros cuidados médicos y por vuestra amabilidad
y sinceridad. Sin embargo hemos de decir adiós. Por el bien de ambos.
El joven se puso el sombrero y con un
gesto de su mano lo bajó en modo de despedida. Dio media vuelta y se puso en
camino. A cada paso se le ocurrieron mil formas diferentes de haberse despedido
de aquél mosquetero. Un apretón de manos, buscando ese contacto más amistoso,
un abrazo rápido como gesto de algo más íntimo pero en realidad lo que deseaba
era haberse dejado caer sobre su pecho y ser recibido por los brazos del otro
en un instante en donde sus cuerpos se fundiesen, en donde sus fuerzas se
transmitiesen, pasando del uno al otro en un choque de energías. Aún le quemaba
la piel donde él le había tocado.
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