TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 5

 

Capítulo 5

“Una deuda de honor”

1658. Francia.


A las afueras de LOCHES.

Armand se levantó tambaleándose, apoyándose en una mano sobre el suelo y la otra en su costado, intentando mantener el equilibrio y el orgullo recobrando el zurrón que aquél mosquetero le había lanzado. Se incorporó con un quejido y se pasó la mano por la frente, eliminando la fina capa de sudor que se había creado allí y ahora estaba cubierta de polvo por haberse revolcado por el suelo. Sus ropas también lo estaban, pero aquellas de mucho antes. Antes de poder volverse a la taberna el joven tabernero ya le sujetaba el brazo para guiarlo dentro pero Armand se deshizo de aquél agarre con un tirón que lo único que pretendía era conservar la poca honra que le quedaba. El tabernero se quedó unos segundos aturdido por aquella reacción tan desconsiderada y retornó dentro del establecimiento completamente ajeno a lo que le pasase al joven. El mosquetero del interior ya se había vuelto a sentar en la mesa y reía rememorando la escena que acababa de presenciar e interpretándola con aspavientos y risotadas como si los presentes no hubiesen presenciado exactamente la misma escena. Armand se revolvía dentro de su vergüenza por escuchar aquél alboroto a su costa y entró dentro para rescatar su sombrero y salir precipitadamente, o al menos todo lo que su cuerpo le permitía, en dirección a ninguna parte.

Caminar era una tortura, porque más que el dolor de la laceración que portaba en uno de sus costados, era el hambre y la sed lo que le debilitaban y poco a poco, junto con la pérdida de sangre, sus fuerzas se desvanecían. Los pasos parecían eternos y sus pies pesados apéndices de plomo. Las piernas comenzaron a flaquearle pasado el kilómetro recorrido y el sol era más ardiente que en ningún otro momento del día. Pasadas las cinco de la tarde el sol parecía, junto con la ausencia de nubes, una sofocante llama que penetraba a través de sus ropas para perforar su piel y cocinarla dentro del traje. De vez en cuando se quitaba el gorro para abanicarse con él. Se desabrochó por completo la cuera dejando al aire libre su camisa y aún así nada parecía suficiente. La camisa blanca estaba empapada en un costado de esa rojez propia de la sangre, y con el paso de las horas esa rojez se transformó en un marrón granate, indicio de que la hemorragia ya era mucho más débil, pero había empapado casi media camisa.

A fuerza de caminar perdió la fe en seguir viviendo. Fue algo momentáneo, casi profético. Repentinamente perdió toda esperanza de encontrar una forma de sobrevivir, y aún peor, perdió toda gana de ello. Sus piernas no cejaba en seguir caminando pero lo hacía casi igual que un alma en pena, sin rumbo y con la única idea de continuar adelante sin esperanzas de hallar realmente una salvación. Le resultó incluso satisfactoria aquella pérdida de esperanza pues con la esperanza se habían esfumado la pena y el arrepentimiento. Solo había espacio para la dejadez y el calor. Le resultó casi cómica aquella experiencia pues se lamentaba de no haber llegado antes a aquellos límites y verse conducido de aquella manera tan autómata a través de la tierra seca, del polvo a través del aire.

Bordeando unos arbustos halló las vistas de un pequeño pantano natural formado como una divina providencia para abastecerle de agua fresca. Se habría lanzado de cabeza a él si no fuera porque les separaban unos escollos y acantilados algo peliagudos. Anduvo al menos otra media hora bordeando el perímetro del pantano hasta que halló una zona más baja por la que se podía descender sin peligro. En su estado dar un mal paso podría derrumbarle, y la vista del agua le consolaba para asegurarse bien, pues la recompensa era grande. El terreno seguía por los alrededores un tanto seco, pero poco a poco la vegetación se hacía paso a medida que se acercaba el agua. El verdor era reconfortante y la humedad que poco a poco se respiraba era tranquilizadora. En cada salto, Armand soltaba un quejido y por cada traspié se lamentaba, rezongando y musitando para sí improperios.




Cuando logró llegar a la parte más cercana al agua tuvo que andar por una superficie de piedras hasta que llegó al agua. Nada más hacerlo se sentó precipitadamente en el suelo y se deshizo de sus botas, alejándolas de él al igual que el sombrero, la cuera, los pantalones y la camisa. Se quedó en paños menores para adentrarse en el agua. A medida que caminaba poco a poco buscando la profundidad se palpaba el costado alegre de que la laceración hubiese sido mínima y que hubiese dejado de sangrar ya. Con algunos estiramientos podría volver a abrirse, así que debía tener cuidado para no arriesgarse. Se palpó la herida, se retorció para vérsela mejor y cuando estuvo feliz por su estado decidió arrodillarse en el agua y sumergirse unos instantes, sintiendo la humedad penetrar por su piel, deshaciéndose de la repugnante y densa capa de polvo que llevaba días cubriéndole.

Cuando salió del agua bebió de ella con ayuda de sus manos y se lavó bien por todas partes. El calor ya no parecía tan sofocante y la sed se había desvanecido tras grandes tragos de agua fresca. Ni siquiera estaba seguro de que aquella agua fuese potable pero no le importaba, si hasta hacía pocos minutos habría recibido la muerte de manos de quien fuese, el agua no estaba descartada. Tras salir del agua se hizo con la camisa y la sumergió, la frotó y repitió el proceso repetidas veces. Con ayuda de una piedra intentó frotar la zona manchada pero no consiguió deshacerse del todo de la mancha en las zonas en donde la sangre se había secado, aunque gran parte de la tonalidad rojiza se había disuelto en el agua igual que parte de la suciedad. Para él eso era suficiente, e incluso más de lo que esperaba. Lavó también los pantalones y ambas piezas las extendió sobre las piedras secas para que se secasen al sol. La camisa hubo de rescatarla a los minutos después dado que por la humedad y los movimientos sobre la herida la había abierto y le corría un reguero de sangre por la cadera. Meditó en cortar la camisa con el puñal que el desagradecido mosquetero le había permitido quedarse y hacerse una venda alrededor de la cintura, pero no tenía otra ropa de cambio y no deseaba destrozar una camisa para ello.

Con el paso de las horas el sol descendía. A las siete ya no era tan intensa la fuerza de la luz y el agua parecía más clara que nunca, casi transparente. El sonido del agua hizo que Armand se tumbase boca arriba en aquel suelo aún con la camisa sujeta al costado e intentó convencerse de que le quedaba algo de comer en el zurrón aunque no fuera más que un trozo de queso y un mendrugo de pan. Se lamentó nuevamente por no haber aceptado aquellos trozos de queso en aceite pero se agradecía de no haber tenido que pagar la copa de vino que pidió en la taberna, pues con el revuelo ni siquiera se había detenido a pagarle nada al tabernero. Había perdido el caballo, la espada y el mosquete. Demasiado caro le había salido una mísera copa de vino.

Pasadas las siete y media se acercó el zurrón y hurgó dentro sacando el trozo de queso que recordaba más grande y el mendrugo de pan que ya se había puesto más duro que las piedras sobre las que estaba tumbado. Se lamentó profundamente de aquella miseria que le quedaba y humedeció el pan con un poco del agua del pantano. Lo suficiente para que recobrase algo de esponjosidad y pudo comérselo de dos bocados. Suficiente para sentirse reconfortado pero no saciado. Apuró el queso y vació las migas del zurrón en el agua. En él apenas quedaban un par de migajas de pan que ni a los peces alimentó. Volviendo a sentarse sobre las piedras lanzó lejos el zurrón y se sostuvo nuevamente el costado con la camisa que se vería más tarde obligado a lavar.

El lejano trote de unos caballos lo alertaron. Estaban algo lejos aún pero no tardarían en llegar a donde estaba él. En el tiempo en que se arrastró hasta llegar a la cuera y hacerse con el puñal que había guardado a buen recaudo dentro se imaginó cientos de posibilidades en respecto a los visitantes que se acercaban por aquellos lares. Podrían ser meros viajantes de caballos sedientos que paran aquí unos instantes para refrescarse, por lo que Armand no sería un estorbo y el puñal en su mano podría poner en alerta a aquellos desconocidos. También podrían ser mosqueteros del cardenal que le habían seguido hasta allí o bien que pasaban casualmente y de ambas maneras podría verse obligado a defenderse de ellos. No tuvo demasiado tiempo para pensar en aquello cuando a lo lejos se vio acercarse a un hombre montado a caballo que a su vez portaba las riendas de otro caballo que cabalgaba a la par. Pasaba de largo pero se detuvo ante la presencia del joven allí acampado. El hombre se desvió lo suficiente como para adentrarse un poco en el pantano y descender por una larga colina hasta quedar a la altura del joven a cien metros. Armand pudo distinguir al hombre, pero no al caballo que portaba, pues regresaba en su propio caballo, pero el que le acompañaba era negro como el tizón, al contrario que el suyo que se había llevado.

Armand decidió restarle importancia a la presencia de aquél hombre allí y volvió a sentarse, colgándose la correa del puñal diagonalmente sobre el pecho y volviendo a sujetarse el costado con la camisa. Los caballos se detuvieron y poco a poco se empezaron a escuchar pasos, en algunos puntos tambaleantes por el terreno irregular pero que se acercaban inexorablemente.

—Viene a rematarme. —Dijo Armand para sí mientras se lamentaba de haber catado el agua y haberse alimentado algo, porque cuando rogaba la muerte unas horas antes nadie acudió en su petición.

Cuando los pasos sonaban ya cerca, la voz de Louÿe se dirigió a él con todo el desparpajo que pudo.

—Temía encontraros flotando en el agua. —Después soltó una risa divertida que a Armand le puso de muy mal humor. El suficiente como para ignorar el comentario y limitarse a apretar su mano sobre su costado—. Cuando pregunté por vos en la taberna con la esperanza de encontraros aún allí me dijeron que os habíais dirigido en esta dirección.

—¿Venís a rematarme? —Preguntó sin reparo Armand, pero sin volverse. Podía imaginarse como su propia espada caería sobre su nuca para degollarle, pero no fue el frío acero el que le rozó el cuello, sino la cálida mano de Louÿe que reposó unos segundos sobre su hombro bañado del rocío del agua y apretó suavemente, como el mayor gesto de camaradería posible. Cuando Armand levantó la vista encontró a aquél mosquetero a su lado de pie, mirando hacia el paisaje que hasta hacía unos segundos observaba Armand, pero con una mirada mucho más amable y risueña. De hecho de sus labios salió una risa por la pregunta que le había hecho el joven, y esa risa no indicaba sino la condescendencia que le otorgaba la edad y el conociendo de la situación.

—No. —Musitó, preocupado por si realmente el joven necesitaba una respuesta a aquella pregunta. Ante aquella repentina tranquilidad Armand se volvió en dirección a los caballos que habían sido atados a un árbol medio seco del camino y rápido se deshizo de la mano sobre su hombro.

—¿Qué habéis hecho con mi caballo?

—Vendido. —Dijo el mosquetero con una sonrisa casi triunfante.

—¿Vendido? —Preguntó el joven, levantándose casi al instante, dejándose de apretar el costado y tirando la camisa lejos. El mosquetero no puedo evitar retroceder un paso y recorrer el cuerpo del joven con una rápida mirada. Armad, al contrario de sentirse avergonzado o intimidado por aquel gesto se enfureció aún más si pudo—. ¿Cómo os atrevéis a vender mi caballo?

—Ya no era vuestro, os lo había ganado en un duelo, del que vos mismo me habéis obligado a participar. De buen grado os habría dado cincuenta escudos por él.

—No me importa el dinero. —Dijo, apartando la mirada hacia el agua del tanque—. Era mi caballo. ¿No lo entendéis?

—Lo entiendo. Y me hago una idea de lo que podía significar para vos…

—No tenéis ni idea. —Meditó unos segundos antes de preguntar—: ¿Y mi espada? ¿Qué habéis hecho con ella?

—Vendida también. Aunque me ha costado algo más venderla a buen precio. Al que se la vendí sabía perfectamente que era un arma de un noble…

—¿¡Qué!? —Armand palideció—. ¿También habéis vendido mi espada? Era mía…

—Os la gané. Ídem.

—Debisteis haberme matado. —Rezongó el joven—. Me hubieseis ahorrado toda esta afrenta.

—Ciento setenta y cinco escudos. —Dijo el mosquetero, sacándose un pequeño saco de cuero anudado con una correa negra. La puso en la palma de su mano y la lanzó al aire para que el joven apreciase el peso de esa al caer nuevamente en su palma. Armand cambió el gesto a uno de expresión más suave y pensativa. Casi calculaba moneda por moneda al sonido del metal chocando entre él dentro del saquito—. Una pequeña fortuna.

En el rostro de Armand se podía ver la duda entre si debía o no alargar la mano para coger el saquito. No era suyo el dinero dado que esas propiedades las había perdido, pero el gesto de Louÿe indicaban que ese dinero estaba ofreciéndoselo, pero esto podía no ser más que una broma para tentar su mal humor. Armand volvió el rostro e ignoró aquél gesto, volviendo a sentarse sobre las piedras y colocando sus codos sobre sus rodillas y cruzando los brazos. No se veía en su rostro más que una expresión de enfado infantil pero su mirada estaba herida por la pérdida de un bien preciado, y a la par ofendida por aquel sucio dinero que más bien le habría lanzado al medio del canal. Louÿe remoloneó unos segundos alrededor y se encaminó hasta donde estaban las pertenencias de Armand tiradas por el suelo. Se agachó para observar el zurrón vació, lo rescató del suelo, lo zarandeó comprobando que no había ya nada en su interior y para entonces Armand ya había vuelto el rostro, escrutando por encima de su hombro todo movimiento que hiciese Louÿe cerca de sus cosas.

—Me robará incluso el zurrón vacío. —Se dijo a sí mismo pero no movió un solo dedo, pues era una acción absurda por una parte, y por otra había cierta forma en su comportamiento, cierto aire soberbio y desinteresado que le hacía confiar en él de una forma antinatural. Morir en sus manos, —pensó—, no era una idea tan desagradable. No más que morir de hambre o sed en medio del camino. Él seguro que me enterraría. O al menos besaría mi frente como despedida.

Al rato Louÿe se condujo de nuevo hacia los caballos bajo la atenta mirada de Armand y bajó de su caballo un macuto en el que estuvo hurgando un buen rato. Regresó todo a su sitio y regresaba al lugar donde se hallaba el joven con un bulto bajo el brazo. No más grande que una hogaza de pan cubierto con un paño marrón. Cuando llegó a la altura del joven este pudo apreciar que también traía un pequeño estuche de hojalata gris en una mano. Apenas le dio importancia pero antes de que pudiese cavilar acerca de aquello el mosquetero le lanzó el objeto envuelto en un paño a las manos. Este se hizo rápido con el peso aunque sorprendido, pero se exaltó aún más cuando pudo distinguir el olor que procedía del interior. Pudoroso y algo avergonzado miró a Louÿe que aguardaba a que desenvolviese aquél presente. No lo dudó un instante más y tras deshacer el nudo que unía las esquinas del paño descubrió un gran mendrugo de hogaza del día, varios trozos de carne de cerdo asada y un par de patatas cocidas. El olor era tan maravilloso e increíble como la propia visión, y ante aquella inquietante escena el rostro de Armand se volvió a Louÿe con un interrogante en su expresión. Esperaba una respuesta, o al menos el permiso para comer.

—No es carne de primera calidad, pero huele muy bien. Y está buena. —Las palabras no parecieron surtir ningún efecto negativo en la expresión de Armand que se suavizaba por momentos. Volvió a mirar la carne y tras un largo resoplido volvió a envolverla en el paño.

—No acepto limosnas.

—Ya lo comprobé en la taberna. —Dijo el mosquetero con una expresión resignada—. No sé en qué estaba pensando, si no aceptasteis un pedacito de queso, menos aceptareis este manjar. Y por lo que veo ya comisteis lo poco que os quedaba en el zurrón, así que por hoy no estaréis hambriento… —Las palabras amenazantes parecían terminar con el mosquetero arrebatándole la comida o el joven devolviéndosela, pero nadie se movió un solo ápice. Tras un largo resoplido Louÿe se sentó en el suelo junto al joven y ambos se quedaron mirando el uno al otro. Era una mirada sincera, tranquila, y el sonido del agua en el fondo enmarcaba aquel silencio cómplice—. Me mataréis si no coméis, aunque sea un poco. —Suplicó el mosquetero tras unos instantes—. Los nobles tenéis más orgullo que inteligencia. Y que sentido común, por lo que veo.

—No soy noble… —Dijo el joven, pero no quedó convencido con sus palabras—. Ya no. He renunciado a mi apellido.

—Matar a un padre es una forma curiosa de hacerlo.

Estas palabras del mosquetero fueron la gota que colmó el vaso para que el joven envolviese la comida nuevamente y se la ofreciese al mosquetero sentado a su lado. Este no la aceptó.

—Es para vos, la he comprado para vos. Yo ya he comido. —No fue suficiente—. Si coméis os contaré qué he hecho con vuestras pertenencias y el porqué.



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