TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 7
Capítulo 7
“Una deuda de honor”
1658. Francia.
A las afueras de LOCHES.
Armand caminaba en plena soledad a través
de un camino desierto, seco y asilado en la misma situación que en el comienzo
de nuestra historia, pero a diferencia de entonces, en esta situación ya no
tiene ni caballo ni espada, pero el estómago lleno es suficiente cambio como
para que caminase animado y algo meditabundo. Con sus pies de vez en cuando
retiraba alguna piedra del camino y seguía juguetón una de las líneas que
dividían el camino por el que había circulado una rueda de carruaje. Se notaba
el cuerpo cansado y pesado por el alimento y el agua, pero su estado de ánimo
le hacía continuar a pesar de que sus músculos estuviesen resentidos del
cansancio. Le faltaban unas cuantas horas de sueño, se dijo, en un colchón
blando y resguardado del frío. Pero por el momento se conformaba con la
sensación de buen ánimo que lo había invadido desde que tenía el estómago
lleno.
Se palpó el costado, como si acabase de
recordar que allí tenía una laceración superficial y rápido le asaltó el
recuerdo de la mano de Louÿe sobre sus costillas, sobre su pecho. Recordaba el
ardor en su piel, la sensación de vértigo y la desazón por el abandono. Si se
sostenía el costado como lo había hecho antes el mosquetero podía imaginarse
que estaba allí de nuevo, tumbado a su merced mientras él médico obraba. Hacía
media hora que le había dejado atrás y no se arrepentía en absoluto. Era
estrictamente necesario dejarle atrás o de lo contrario habrían supuesto un
estorbo el uno para el otro. Con la camisa húmeda dentro del zurrón y este
colgado del hombro continuaba adelante en dirección sur, hacia Châtellerault.
Pateó otra piedra, deshaciéndose
momentáneamente del sombrero y se pasó el dorso de la mano por la frente
húmeda. aún seguía haciendo algo de calor y caminar lo empeoraba. Repentinamente
un hombre le salió al paso, montado en un caballo y sujetando las riendas de
otro a su lado. Armand lo reconoció al instante y se paró en seco. El polvo que
levantaron los caballos al incorporarse al camino hizo que se formase una densa
nube alrededor de la escena y el joven abanicó con su sombrero unos instantes,
hasta que el mosquetero se volvió con su caballo al joven y le cortó el paso.
Armand se sonrió para sí, pues comprendió que le había estado siguiendo desde
hacía un buen trecho, porque no era casualidad que le encontrase por segunda
vez en el mismo día.
—¿Me estáis siguiendo? —Preguntó el joven
mientras el mosquetero miraba a ambos lados del camino, comprobando que no
había nadie a quien pudiera estar estorbando.
—¿Yo? Me ofendéis, caballero.
—¿Y cómo es posible que os encuentre por
segunda vez? ¿Es acaso el destino? —Dijo divertido y el mosquetero sonrió.
—Debe serlo.
El joven se encogió de hombros y rodeó a
ambos caballos continuando su camino en dirección sur. El mosquetero no objetó
nada y le siguió. Al poco tiempo lo alcanzó y se puso a su lado mientras que
ambos se lanzaban miradas llenas de suspicacia. El joven alzaba la vista por
encima del sombrero y el mosquetero desviaba levemente el rostro en dirección
al joven.
—¿Os dirigís al pueblo? —Preguntó el
mosquetero algo despistado—. Deberíais haber torcido hace un kilómetro hacia la
derecha. Os estáis desviando al sur.
—Quiero dejar el pueblo atrás. —Dijo
Armand mientras resguardaba su rostro bajo el sombrero con un gesto de su mano.
—¿No haréis noche allí? —Preguntó el
mosquetero, más curioso que preocupado.
—No.
—Hum. —Meditó el mayor—. Yo tampoco
pasaría allí ni una noche más, siendo vos. Y menos siendo el lugar en donde aún
se encuentran vuestro caballo y vuestra espada. Mejor ir a pasar la noche a
otro lado. —El joven asintió a sus palabras pero repentinamente se detuvo, tal
vez acordándose de algo trascendente o simplemente cansado del juego.
—¿Y vos? Pensé que teníais mañana una cita
importante en Amboise. —El mosquetero no se detuvo y continuó adelante al paso
mientras que el joven se rezagaba y tuvo que trotar hasta poder alcanzar al
mosquetero.
—No me digáis… —Alcanzó a decir el
mosquetero.
—Sí, así es. Al mediodía en Amboise. Así
me ha parecido entender a mí cuando hablasteis con vuestro compañero en la
taberna de la posada.
—Escuchar conversaciones ajenas es de muy
mala educación.
—Y perseguir a las personas también. —Se
defendió el joven mientras ambos volvieron a cruzar una mirada y no pudieron
evitar sonreírse—. ¿Sabéis acaso que estáis yendo en dirección contraria?
Amboise queda al norte.
—¿Conocéis Amboise?
—Sí, pasé noche allí ayer. —Dijo para sí y
repentinamente tuvo la impresión de que habían pasado semanas desde entonces.
—¿Y a dónde os dirigís pues? Si se puede saber…
—Al sur. —Dijo el joven.
—¿Así sin más? ¿Hasta que lleguéis hasta
los confines del mundo?
—No. Solo hasta España. Deseo llegar allí,
cruzar la frontera y así me liberaré de la persecución a la que este país me ha
sometido.
—Matar a un padre es lo que tiene… —Ambos
se miraron unos instantes y el joven le volvió el rostro—. ¿Cómo pensáis cruzar
la frontera? ¿Por tierra?
—Sí.
—No. —Contestó el mosquetero—. Atravesar
los Pirineos a pie es una locura. No os lo permitiré.
—¿En qué habéis pensado?
—Por mar. —Se volvieron a mirar y el
mosquetero avanzó un poco el caballo lo suficiente como para detenerse delante
de él, nuevamente cortándole el paso. El joven se detuvo con un interrogante en
el rostro—. Os propongo algo. Os acompañaré hasta La Rochelle al suroeste.
Queda tanto como de aquí a París. —Aclaró por si el joven era pobre en
conocimientos de geografía—. Y allí os ayudaré a encontrar un pasaje en barco
que os lleve a algún punto de España. Tengo entendido que desde allí salen
varios al día en dirección a Bilbao.
—Me parece una buena idea, pero, ¿cuál es
la trampa? ¿Antes de llegar me degollareis y cobrareis mi cabeza? ¿Queréis
venderme al rey de España? ¿Allí también han puesto precio a mi cabeza?
—No. No hay trampa. Es lo que hay. Pero os
pongo una condición. —El chico rodó los ojos con suficiencia, sabiendo que
había una letra pequeña en aquella desinteresada oferta—. Como bien habéis
dicho mañana tengo un compromiso en Amboise y no puedo esquivarlo. De lo
contrario puedo meterme en un serio problema. Necesito que me acompañéis hasta
allí para pasar la noche, mañana al medio día me reuniré con mi compañero y
otros tantos y finiquitaré mis obligaciones. Entonces podré acompañaros hasta
La Rochelle.
—No. —Se negó el joven después de unos
segundos e intentó retomar el camino, pero el mosquetero interpuso ambos
caballos.
—¿Por qué no? Sin mi ayuda no llegareis ni
a Poitiers.
—No me importa. Vuestra propuesta es
absurda y descabellada. Para empezar no pienso retroceder un paso en dirección
a París. Desde el mismo día en que dejé mi casa me han perseguido tanto
gendarmes como mosqueteros del cardenal. Por suerte los mosqueteros del rey
parecen estar en otros asuntos como para preocuparse por un parricida prófugo.
—No iremos a París, solo a Amboise.
—No me importa. Aquello debe estar
infestado de mosqueteros y gendarmes solo por el hecho de haber pasado yo por
ahí. Vos tenéis razón, mi caballo era bastante llamativo y estoy seguro de que
él era una de las señas de mi persona. En cuanto uno de los pueblerinos lo haya
visto habrá corrido la voz por el pueblo.
—Entiendo vuestro punto, y estoy de
acuerdo con vos en que pasar la noche allí es arriesgado. ¿Qué os parece pasar
la noche en Tours que queda a la misma distancia pero un poco más al oeste?
Haremos noche allí y al día siguiente después de desayunar iremos a Amboise,
haré mis labores y después emprenderemos camino hacia La Rochelle. —Las
palabras del mosquetero dejaron en silencio al joven que meditó largo rato
alternando la mirada entre ambas direcciones del camino de tierra en el que se
encontraban. El mosquetero, para afianzar su propuesta le extendió las riendas
del caballo negro que él no estaba montando y el joven las cogió, dubitativo.
—¿Qué os parece si yo continuo al sur,
hago noche en Châtellerault, y os espero mañana por la tarde allí cuando hayáis
terminado vuestros quehaceres?
—Es una gran idea. —Dijo el mosquetero, y
con media sonrisa observó cómo el joven acariciaba la frente del caballo que se
le había acercado a olfatear—. Si no fuera porque os conozco de sobra como para
saber que no me esperaríais. Os desharíais de mí solo con la idea de no ponerme
a mí en peligro. No. No puedo permitirlo. —El joven no dijo nada. Sujetó las
riendas pero aún sin montarse en el caballo—. ¿Sois un hombre de honor?
—Claro que lo soy. —Dijo el joven mientras
se erguía delante de él.
—Entonces prometedme que no os separaréis
de mí en lo que resta de vuestra vida aquí en Francia.
—Me jacto de ser un hombre de horno, pero
si os prometiese eso seguramente faltaría a mi código.
—Entonces no lo hagáis por vuestro honor.
Hacedlo por otra cosa.
—No pienso prometerlo por nada porque no
tengo intención de cumplirlo.
—Prometedme por vuestra madre que os
dejareis cuidar de mí. —Aquellas palabras hicieron al joven fruncir el ceño. Bajó
la mirada al terreno y pateó un par de piedras hacia ninguna parte. Después
volvió la vista al caballo y se dirigió al mosquetero sin apartar la mirada de
la oscura crin del caballo.
—Mi madre murió. No me hagáis mentarla en
un juramento. Os lo ruego.
—La mató vuestro padre. —Dijo el
mosquetero como si aquello fuese sabido por todos pero nadie era conocedor de
aquello excepto el joven que sostenía firmemente las riendas del caballo negro.
Armand se volvió a él con una expresión aterrorizada en el rostro y una mueca
de horror. El mosquetero no tuvo el valor de decir nada y se limitó a mirar en
dirección al cielo, a la línea del horizonte—. No quedan más de dos horas de
sol. Como mucho. Debemos salir ya en dirección a Tours si queremos hacer noche
allí. No habéis pasado por la ciudad, no es menester que os inquietéis. No os
conocerá nadie, os lo aseguro. Os haremos pasar por mi ayudante. ¿Os parece
bien? Todo mosquero que se precie tiene un ayudante. ¿Os gusta la idea?
Armand, sin decir una sola palabra y sin
dirigir la mirada al mosquetero, se subió de un salto al caballo y tiró de las
riendas hasta conducirlo en dirección a Tours. El mosquetero se contentó al
instante de haber conseguido aquél repentino cambio de idea y siguió al joven
poniéndose a su altura. El sol había comenzado su descenso precipitadamente. El
cielo se coloreaba ya de tonos anaranjados y apenas quedaban un par de horas de
luz por lo que debían ponerse al galope si deseaban llegar en al menos unas
horas.
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