TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 4

 Capítulo 4

“Una deuda de honor”

1658. Francia.

 

POSADA DE LOS HELECHOS. LOCHES.

 

Armand levantó la mirada cuando oyó un golpe seco sobre la mesa enfrente de él. Se arrepintió al instante porque el golpe lo había provocado el hombre de cabellos rubios al cerrar su libreta. No le había devuelto la mirada pero caer en ese sonido le había hecho sentir una punzada de arrepentimiento. El sonido no fue producto de la libreta y tampoco del lápiz al caer sobre ella, sino de la mano del hombre al cerrarla con brusquedad dando a entender que todo lo que había venido a hacer en aquel establecimiento se había terminado y era hora de marchar. El mosquetero a su lado le hizo espacio para pasar y los dos paisanos se levantaron para despedirle con una inclinación del tronco. El hombre de ojos azules se desprendió de unas cuantas monedas que sacó de un pequeño saquito que volvió a guardar dentro de su cuera y rescató su sombrero del respaldo del asiento, pero no se lo puso, no aun.

—Nos vemos mañana al mediodía en Amboise. —Dijo este. Su voz, por primera vez oída por Armand fue como una bocanada de aire fresco dentro del sofoco. Le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo, haciéndolo temblar de pies a cabeza con una emoción y una inquietud desconocidas para él.  Era una voz grave pero tan melosa y en un tono tan tranquilo y calmado que se sentía como en los brazos de un padre, o un hermano. Como si un viejo amigo le recogiese en sus brazos tras desplomarse en el suelo. Oyó de nuevo esa voz aterciopelada—. No te olvides de los tres escudos cuando llegue el general.

—No me olvido. —Le dijo el otro mosquetero, en tono de reproche, casi ofendido.

—Con “no te olvides” me refiero a que no te quedes sin ellos antes de que venga el general. Y procura que te encuentre en las mejores condiciones. —El reproche continuaba y su compañero, que ahora dudaba si eran o no amigos, le lanzó una mirada de decepción.

—Confía en mí, sé cuidarme solito… —Como si ni él mismo se lo creyese ambos se sonrieron con complicidad y después el hombre rubio se despidió de él con un toque de su mano sobre el hombro del otro.

Armand miró aquél gesto con una mueca de desprecio, casi como si hubiese deseado estar en la posición de aquél mosquetero que era digno de ceder su hombro para el tacto de la mano de aquél hombre. De pie en aquél instante Armand se atrevió a mirar de arriba abajo aquella fisionomía. Iba ataviado con un traje de mosquetero pero de un color mucho más oscuro de lo que era común, lo cual contrastaba con el pálido color de su piel, sus cabellos y sus ojos. Su caminar era sobrio y seguro, con zancadas suficientes como para cederle el paso sin pensarlo y con rotundidad en su decisión. Su altanería no era tanta como la de nuestro protagonista pero tenía una seriedad y un porte digno del Caballero con la mano en el pecho de El Greco. Del cinto de este colgaba una espada con engastes de oro y un pequeño cordel.

Cuando pasó en dirección a la puerta Armand deseó, casi le imploró que se despidiese de él con al menos una mirada. Fría o cálida, intensa o fugaz, pero una mirada al menos. Como un último recordatorio de su presencia allí en el local, como una pasada para asegurarse de que aquél chiquillo seguía allí, a pesar de todo, y que se acordaba de lo sucedido. Pero ni una mirada le dirigió. Cuando atravesó la puerta y desapareció por ella sin ni siquiera volverse a Armand este sintió como toda la sangre le bullía por momentos, pero rápido se pasó aquella sensación pues se culpabilizó de aquel gesto por haberle ofendido tras rechazar su invitación del agua y el queso.

Quiso golpearse la frente, morderse los labios, la palma de la mano, porque se sentía terriblemente arrepentido por todo pero antes de poder asumir todavía que ni siquiera había recibido una frugal mirada, alzó el rostro para ver como el mosquetero se había detenido delante de su caballo y lo observaba con ojos curiosos. Más que curiosos, codiciosos. Ninguno de los acompañantes a los que antes deleitaba con su presencia se habían percatado de ello, Armand era el único que estaba al tanto de lo que estaba haciendo aquél hombre. Primero se detuvo, titubeante ante la presencia del caballo, y después creyéndose solo merodeó alrededor deteniendo la vista en cada pequeño detalle que le llamase la atención del animal y de su indumentaria. Armand estaba paralizado, casi de piedra, observando semejante ofensa sin poder creerse del todo que aquel hombre estuviese merodeando alrededor de sus pertenencias. Casi por impulso se llevó la mano a la empuñadura de su espada y aguzó la mirada. El hombre había acariciado la crin del caballo y ojalá, pensó Armand, con mera pasión por el animal y con un interés puramente egoísta. Después de aquello los ojos del hombre se detuvieron en el mosquete que colgaba de un lateral del caballo. Casi como atraído hacia él su mano se posó sobre la culata del arma y entonces Armand rozó el límite de su paciencia levantándose precipitadamente del asiento, casi volcando la mesa y por supuesto derribando la copa vacía de vino que había en ella. Su gesto puso en guardia al otro mosquetero que aún permanecía en el interior del local y a los paisanos que habían dado un respingo que casi se les atraganta el vino. El tabernero se puso en un punto de la barra donde pudiese ver bien la escena desde a través de la ventana.

Cuando Armand salió de la taberna, empuñadura en mano, no pareció ni por asomo alertar o sorprender al hombre que toqueteaba su caballo, aquél que sujetaba su mano en la culata del mosquete de Armand. Palmeo al caballo allí cerca y se volvió a Armand que estaba tentado a desenvainar su espada.

—No volváis a tocar mi caballo. —Le advirtió el joven, intentando interponerse entre el hombre y el caballo, pero solo logró posicionarse a un lado, porque el hombre ni retrocedió ni pareció disuadido de continuar con su curioseo.

—¿Es vuestro? —Le preguntó el hombre acerca del caballo. Armand se vio obligado a responder, aunque lo consideró innecesario e inapropiado.

—Claro que es mío. —Dijo mientras intentaba leer las intenciones del hombre a través de su mirada.

—Un caballo bayo, solo por lo hermoso que es, vale mucho. —Su voz era tan tranquila que la mano de Armand sobre su espada se relajó un tanto—. Os seré sincero, es la primera vez que veo un caballo así.

—Me alegro de que mi caballo os haya alegrado la vista, pero os aconsejo que no lo toquéis de nuevo si no queréis quedaros sin mano.

Como si la amenaza no hiciese efecto sobre aquél hombre, volvió a posar la mano sobre la crin del caballo, esta vez sí como un gesto de puro cariño. Armand desenvainó un tanto la espada, pero solo por el sonido de advertencia que eso implicaba. El hecho de que no saliese nadie a defender al mosquetero no le gustaba nada en absoluto. Eso significaba, o bien que Armand no era amenaza para el rubio o bien que estaban más que seguros de que no le estaban tomando en serio.

—Aunque está algo mayor. Y está cansado. ¿Cuándo queréis por él?

—¿Qué? —Preguntó el joven mientras se pasaba la mano libre por el costado izquierdo, palpando un pequeño puñal debajo de la cuera—. Mi caballo no está en venta. Así que libraos de esa idea absurda…

—¿Acaso no necesitáis el dinero? —Preguntó serio, dejando a Armand totalmente paralizado—. Que maleducado soy, me llamo Louÿe, y me…

—No está en venta. —Dijo Armand, repentinamente excitado ante el conocimiento del nombre de aquél que hasta hacía unos momentos le había cautivado con una mirada y ahora le ofendía con unas cuantas palabras. La sentencia de Armand dejó un rato meditando al que ya conocemos como Louÿe. Volvió a recorrer con la mirada al caballo y a toda su indumentaria y frunció el ceño, como quien está a punto de soltar una buena mentira o una dolorosa verdad.

—¿Sabéis por qué intuyo que necesitáis el dinero? Porque tenéis toda la pinta de ser alguien que va en busca de algo o que huye de algo. Y en ambos casos necesitaréis el dinero. No habéis pedido más que una copa de vino incluso a punto de tener una insolación y por el volumen de vuestro jubón apenas tenéis comida. Vuestras ropas están raídas, vuestro caballo está agotado, y vuestra cantimplora, —le dio un toque con los nudillos para comprobar su contenido—, está vacía.

—Es mi mejor posesión. —Dijo Armand, reafirmando su posición—. Sé que es mayor y aún así exótico, pero no voy a venderlo. Lo necesito. Y además, por motivos sentimentales, no puedo deshacerme de él.

—Es lo mejor que podéis venderme. —Dijo, sin ni siquiera mirar a Armand—. Tenéis aquí un mosquete que vale al menos la mitad que el caballo. O tal vez más. Pero no eres un mosquetero así que no sé de dónde lo has robado, pero no debería pertenecerte. Tenéis una espada preciosa, —se acercó a Armand, que retrocedió un paso, sacando aún más la espada de la vaina, pero Louÿe le alcanzó, posando su mano sobre la de Armand en la empuñadura—, y aquí, guardas un puñal. ¿Me equivoco? —Dijo este colando su mano a través de la cuera para descubrir la empuñadura de un puñal escondido en el costado. La cercanía hacía que Armand temblase. Era una cabeza más pequeño, y seguramente siete u ocho años menor. Pero aún así sacó por completo la espada y la interpuso entre ambos.

—No volváis a tocarme. —Amenazó pero Louÿe no se preocupó ni un ápice.

—Y sin embargo tengo la corazonada de que antes me venderíais el caballo que deshaceros de ninguna de estas armas. No sé de qué huís, ni de qué os estáis protegiendo, pero no os vendrían mal los cincuenta escudos que os ofrezco por el caballo. —La cifra emocionó a Armand, pues hacía ya meses que no se veía con esa cantidad en las manos pero era plenamente consciente de que el dinero desaparecería y no podría encontrar un caballo decente por menos de esa cantidad para continuar su camino. Como Louÿe le vio titubear coló su mano dentro de su cuera y sacó un saquito con dinero. Extrajo los cincuenta escudos y se los extendió a Armand. El primer impulso de este fue desdeñarle un tajo para cortarle la mano y quedarse con los cincuenta escudos, el caballo y su mano. Pero se contuvo y apuntó con la punta de la espada el pecho del mosquetero, apretando ligeramente para que esa pequeña presión fuese amenaza suficiente.

—Probareis mi acero si no guardáis de inmediato esa cantidad que es poco más que una ofensa. Ni por cien escudos lo vendería. —Aseguró pero no estaba del todo convencido cuando lo dijo.

—¿Cien es una mejor oferta? ¿Qué os parecen mejor setenta por el caballo y el mosquete?

—Os atravesaré con mi espada, ahora mismo, si no dejáis de sobreponeros en mi negativa.

—Más os valdría dármelo gratis y seguid vuestro camino andando. Os haría un favor. Este caballo es muy singular. —Dijo sin titubeos, a lo que Armad palideció por los motivos por los que aquel mosquetero estaría diciendo aquellas palabras.

—Matadme. Pero no os llevareis una sola de mis pertenencias.

—Si así deseáis… —Dijo el mosquetero desenvainando su espada haciendo retroceder al muchacho.

En el interior de la taberna los personajes se pusieron en pie al ver que aquella reyerta se llevaría hasta el final. El mosquetero del interior apuró una copa de vino y musitó desde dentro:

—Louÿe, no seáis duro con él muchacho.

—Eso depende de él. —Dijo el hombre señalando al joven con la mirada—. Siempre puede rendirse y concederme el caballo.

—Por encima de mi cadáver. —Soltó el joven a lo que el mosquetero se encogió de hombros y ambos comenzaron a lanzarse estocadas y detener mandobles haciendo que algunos de los caballos se alterasen lo suficiente como para relinchar con disgusto. 


Los posaderos estaban en la puerta, atentos por si tenían que asistir a algún herido y el muchacho de diez años se había asomado a la ventana en la que le acompañaban el mosquetero y los dos paisanos. La tabernera estaba limpiando copas aprovechando el desinterés de los comensales por seguir bebiendo.

El mosquetero era diestro con la espada y sin embargo estaba más que sorprendido por la agilidad y la destreza del joven que era capaz de rebatirle todos los golpes y estocadas sin apenas rozar sus ropas. “Si estuviera saciada su sed y bien alimentado, sería mucho más que un digno rival. Un completo problema”. Pero aprovechándose de esa debilidad de nuestro protagonista hacía lo posible por llegar hasta él y golpearle con la cazoleta de su florete para aturdirlo o incluso hacerle caer y que se desorientase. Pero el joven era rápido e interponía su espada todas las veces que necesito para poner distancia entre ambos. En un momento incluso llegó a arañar el traje de Louÿe a la altura del hombro. La punta quedó un segundo enganchada en la tela y el mayor de los dos aprovechó ese instante para colar su espada por el costado de su rival, atravesando cuera y camisa, separando la hora del costado de Armand ensangrentada.

Esto no hizo soltar al joven su espada, pero sí hacerle retroceder lo suficiente como para sostenerse el costado con una mano mientras interponía la espada en medio para darse unos metros de distancia. Evitó por todos los medios mirarse la mano que comenzaba a mojarse de su sangre pero no pudo controlarlo y desvió la mirada hacia la mano que sostenía su costado. Estaba comenzando a teñirse pero no a una velocidad preocupante. Sentía una quemazón terrible y un miedo que no había sentido antes, producto en parte por la flojera de la falta de alimento y agua. Cruzó la espada un par de veces más con su rival antes de que este la mandase lejos de un golpe y derribase a Armand al suelo con un golpe de su antebrazo. Cayó de espaldas aún sujetándose el costado y antes siquiera de ponerse en pie todo el peso de Louÿe cayó sobre él, aumentando el dolor sobre sus costillas. Una de sus manos fue directa al puñal en el interior de su cuera, pero aún cuando ni había hallado el mango, la mano del mayor cayó sobre la suya, con tan solo la cuera de por medio entre ambas. El agarre era suficiente como para detenerle a él, y al mundo entero. Ambos se miraron largo tiempo e intensamente, lo suficiente como para que Armand pudiese recriminarle a Dios el haberle enviado aquél ángel exterminador en su búsqueda. Tragó varias veces, recobró el aliento, con dificultad, y sintió el frío acero de la espada de Louÿe en su clavícula. La cazoleta estaba muy cerca de su rostro.

—¿Os rendís, o he de mataros? Remataros. —Se corrigió. Armand se resignó, soltando un gran suspiro y dejando caer su cabeza sobre el suelo. La excitación dentro del local había desaparecido y cada uno volvió a sus quehaceres.

—Haced lo que os venga en gana. —Soltó el joven, mirando directamente al rostro de su rival.

—Soy un inconsciente. —Musitó el otro, bajando el tono—. ¿Cómo os llamáis? —Armand dudó en contestar—. Es para incluirlos en mis oraciones, para desearos que lleguéis al cielo sin problemas.

—Dudo que vaya al cielo. —Suspiró—. Hacedlo ya, no me torturéis más. —Ahora fue el turno de Louÿe de dudar—. Si no me matáis vos hoy, me matará la sed mañana o el hambre al día próximo. Prefiero morir en vuestras manos.

—Qué considerado. —Dijo y aflojó un poco el agarre de la espada—. ¿De dónde venís?

—No os concierne. —Dijo Armand con la última gota de paciencia que le quedaba y llevó su mano libre a la hoja de la espada para acercarla más a su cuello. Pero Louÿe se resistió a moverla.

—Se dice que hace un mes aproximadamente el hijo de un noble, amigo muy cercano del rey, ha matado a su padre, que en paz descanse, y ha robado varias armas de su familia. Un mosquete, una espada con el emblema de su familia —una cabeza de león— y un caballo. Bayo.

—¿No me digáis? —Fingió sorpresa—. No me van los cotilleos de alta sociedad.

—Hay muchas habladurías y malas lenguas que dicen que es un joven de estatura media, muy hermoso, que va ataviado con toda una armadura medieval y que va por ahí matando nobles y mosqueteros del cardenal.

—Debe ser un personaje interesante.

—Seguro. —Contestó Louÿe y a los segundos ensombreció su semblante—. Han pedido mucho, mucho dinero por la cabeza de ese chico. Más de cincuenta escudos. —Bromeó—. Así que vamos a hacer esto: Me voy a llevar tu caballo, con tu mosquete y esa espada. Y tú te vas a quedar aquí quietecito, te van a curar ahí dentro y después continuarás tu camino.

—Prefiero que me matéis.

—¿Así que huís de París y buscáis la muerte? Sabía que de algo estabais huyendo y algo estabais buscando… —resopló—. No voy a mataros. Vuestras pertenencias me las llevaré igual y así no mancho mi espada, odio limpiar la sangre.

Con altanería y confianza se levantó del cuerpo de Armand y recogió la espada que había caído unos metros tras ellos. Después desató el caballo del joven y se montó en el suyo propio, llevando las riendas de ambos dos. Se volvió al joven, que se había sentado en el suelo y se sujetaba el costado con la mano cubierta de sangre. Esta vez el joven hubiera preferido que Louÿe no se volviese ni siquiera para mirarlo al marcharse, porque eso denotaría pena y compasión, y en contra de su petición, se volvió y se detuvo antes de incorporarse al camino.

—Sed cauto. —Le advirtió, casi con fraternidad y le arrojaba el zurrón y la cantimplora—. Y controlad vuestro orgullo. No me hagáis arrepentirme de haberos perdonado la vida.

El joven se quedó allí plantado, viendo como aquél desconocido se marchaba con todas sus pertenencias y se alejaba tras una nube de polvo producida por los cascos de los caballos. Se levantó a duras penas y se quedó largo tiempo mirando como la imagen de los caballos se recortaba en el horizonte, desapareciendo poco a poco hasta ser no más que un punto en algún lugar en la distancia. Aún le temblaba todo el cuerpo, y estaba seguro de que no era el hambre o la sed, sino la poca distancia que les había separado en aquella reyerta. Le había podido tocar, le había podido oler y hasta mezclar sus alientos en alguna ocasión. Hubiera preferido morir a tener que vivir el resto de su vida con la imagen de esos ojos azules penetrándole hasta el alma y revolviendo todo su interior hasta provocar un desastre. 

 


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