TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 3

 

Capítulo 3

“Una deuda de honor”

1658. Francia.

POSADA DE LOS HELECHOS. LOCHES.

 

El primer trago de vino sofocó el calor y la sed que había estado creciendo en Armand desde hacía varias horas. El segundo trago enfrió el mal humor y la desazón provocadas por el hombre que estaba a unos metros de él, y el tercero le sosegó lo suficiente como para quitarle toda importancia a aquél gesto descortés.

Como se había acostumbrado a hacer desde hacía algún tiempo puso su sombrero sobre la mesa y mientras bebía y meditaba, se dedicaba a juguetear con la pluma de su capelina entre sus dedos. Era blanca, o al menos lo era cuando adquirió aquél sombrero, porque en el tiempo se había ennegrecido volviéndose grisácea. A él le costaba ver aquél cambio producido en su apariencia tras varios años con aquella capelina, pero era capaz de notar la diferencia por los comentarios desafortunados que le habían hecho algunos paisanos. Juguetear con aquella pluma era siempre un truco para los que tuviese alrededor, porque él disimulaba estar distraído y pensativo pero en realidad estaba atento a todo alrededor.

Como ya habíamos comentado en la taberna no se encontraban más que aquellos seis hombres reunidos juntos en dos mesas juntas, la tabernera y el jovencito que iba de un lado a otro, atendiendo a los caballos del exterior, adentrándose en la cocina y saliendo de nuevo con un pequeño mendrugo de pan. Los hombres que estaban fuera se habían sentado en unos taburetes a la sombra y hablaban en un tono tan tranquilo y despreocupado que más bien parecían residentes de la posada que meros viajantes. Armand alternaba la mirada desde la pluma de su sombrero a la copa de vino, después a su caballo a través de la ventana, y después se detenía furtivamente sobre la media docena de hombres que se hallaban con él en la taberna. Por último volvía la mirada a la pluma y el recorrido reiniciaba.

Entre miradas fugaces era capaz poco a poco de destripar y analizar a cada uno de los allí sentados lo suficiente como para saciar su curiosidad, conocer a quienes compartían taberna con él y asegurarse de que no corría peligro alguno. Algo estaba claro, y es que él era sin duda el más joven de todo el establecimiento a excepción del niño que correteaba de un lado a otro. Dos de los hombres allí sentados sobresalían por su apariencia de taberneros. Eran sin duda el marido de la tabernera e hijo o yerno de ella. Ambos con un mandil ajado y raído bajo la cintura y las mangas de la camisa remangadas. Uno de ellos tenía una gasa en uno de sus dedos, como si recientemente se hubiese hecho un corte. El joven era fuerte y de espalda ancha, con un espeso bigote en el labio superior y un pequeño lazo recogiendo su cabello. El mayor era más enjuto y estaba levemente encorvado hacia delante. Si eran padre e hijo no se parecían en nada.

De los cuatro hombres restantes dos de ellos iban vestidos de paisanos, como si fuesen viajeros causales como Armand pero desarmados y con menos ínfulas de guerreros y los otros dos iban ataviados con vestimentas de mosqueteros de su alteza el rey Luis XVII. Por suerte no eran del cardenal, o de lo contrario se habrían lanzado encima de Armand antes de que hubiese podido pedir algo de avena para su caballo. Por aquél entonces, los mosqueteros de su alteza y los del cardenal eran bandas rivales dentro de un mismo territorio y aunque ambas instituciones perseguían las mismas justicias legales, no podían verse los unos a los otros. Para nuestro protagonista Armand no había nada más detestable que los arrogantes e idiotas mosqueteros del cardenal y nada más inofensivo que los mosqueteros de su alteza. Pero a ambos los odiaba a la par y no era capaz de comprender el porqué de ese odio tan visceral. Tal vez por la posición social, o tal vez porque ya se había tenido que enfrentar a uno o dos de ambos bandos.

El hombre de ojos azules era uno de ellos. El otro era un hombre algo más mayor, con un par de canas naciendo de sus sienes pero con un traje de mosquetero a la última. Perfectamente engastado, con bordados muy meticulosos. Armand podía incluso oler algo de aquella cara tela desde su asiento. Podía distinguir el tacto de cada tipo de tela que forjaba aquel traje. Era incluso extravagante, de colores claros y con unos botones de oro, estaba por jurar. Habría matado incluso por ver su espada, seguramente escondida tras su regazo, pero desde su asiento no podía verla. En lo único que Armand era incapaz de enfocar la mirada era en aquel mosquetero de ojos azules que le había devuelto la mirada antes. Una y no más, se había dicho a sí mismo tras haber conseguido serenarse tras la primera ojeada. Se había fijado en todo, en los detalles del bordado de las ropas de su compañero, en los brazos morenos y de piel algo seca del posadero de más edad, de los pliegues del lazo que recogían el pelo del posadero joven, de la sutileza con la que uno de los paisanos se había vuelto a él con intención de proferirle algunas palabras y se había arrepentido al instante. Pero era incapaz de profundizar el aquél hombre que le había mirado de forma tan desgarbada.

Yo le he mirado igual. Se decía Armand. Pero sentía su mirada por encima de los paisanos, por encima del espacio que los separaba y por encima de su copa de vino. El recuerdo que había guardado su retina se resistía a marcharse, era incapaz de borrar aquellas facciones que se desdibujaban en su memoria. El brillo de esa mirada, la luz que entraba por la ventana atravesando el color cielo de sus ojos para después llegar a él. La intensidad de su expresión, los labios fruncidos y las manos sobre la mesa, entrelazados los dedos sobre un pequeño librillo de cuero negro. Todo eso lo había retenido en tan solo un instante, y mirase donde mirase, era incapaz de borrárselo de la mente.

Los hombres de paisano eran los más curiosos en respecto al caballo y al joven que acababa de entrar. Estaban de espaldas a él y no paraban de volverse para lanzarle miradas cargadas de curiosidad y algo de resquemor. Pero sobre todo envidia. Una envidia completamente injustificada. Los dos posaderos intentaban no inmiscuirse en aquella prolongada excitación por la novedad dado que podrían hacer que Armand se sintiese incómodo y se marcharse o bien distraer a sus comensales de sus comandas. La posadera les puso otra bandeja de queso en aceite y aquello pareció calmar un poco más el ambiente entre aquella mesa y la de Armand. Este podía sentir, oír y degustar como hablan de él, y casi con él si hubiesen alzado un poco la voz.

—Pregúntale de dónde viene. —Le dijo uno de los paisanos al posadero más adulto.

—Déjale beber tranquilo. ¿No ves que está sofocado de calor? Debe haber venido de muy lejos.

—Su caballo también parecía sediento. —Dijo el segundo paisano.

—¿Vendrá desde París?

—No lo creo. —Dijo el mosquetero más mayor—. Eso queda muy lejos. Ha tenido que parar de camino si viene de allí.

—De lo que no me cabe la menor duda es que se dirige a algún lugar. —Dijo el primer paisano y los taberneros se desternillaron.

—Claro que se dirige a algún lado. —Dijo el joven—. Como todo el mundo. Vaya ocurrencia…

Todos hablaron de Armand durante unos momentos hasta que el tabernero de mayor edad los detuvo sacando a colación un chisme sobre el cura del pueblo y mientras relataba la historia el mosquetero de ojos azules, del cual Armand aún no había oído el sonido de su voz, se acercó a tabernero más joven y le pidió algo casi por señas para no interrumpir el relato que se estaba tratando. El tabernero asintió con una sonrisa y se levantó frotándose las manos en el delantal. Al parecer también habían estado comiendo del queso y bebiendo del vino que se les había servido a aquellos viajeros. Si no se conocían entre ellos habían hecho buenas migas el tiempo que estuvieron allí.

Apenas un minuto después, cuando Armand apuraba su copa de vino el tabernero le puso delante una copa con agua fresca y un par de porciones de queso en aceite. El primer gesto de Armand fue negar con la mano mientras alejaba de sí la copa vacía de vino.

—No he pedido nada más. De veras. —Dijo, más apurado por el dinero que por el pudor.

—Te invitan los caballeros de aquella mesa. —Dijo señalando la única mesa ocupada que había en el local aparte de la de Armand, pero él sabía de sobra, con una sola mirada lo había sabido, que no habían sido los caballeros, sino tan solo uno de ellos el que le estaba ofreciendo aquella comida.


—No, muchas gracias. —Rehusó a lo que el tabernero se vio en un ligero apuro, pues no deseaba ofender al mosquetero y mucho menos tener que lidiar con el ceño que comenzaba a fruncirse en aquel rostro tan joven pero tan fiero y decidido—. No acepto caridad. —Sentenció.

—Por favor, es solo una invitación. El agua es fresca, tenemos un pozo en el patio. Más pura no puede ser.

—¡Acéptala, muchacho! —Dijo el mosquetero de más edad desde la otra punta del local mientras levantaba una copa de vino—. Pareces exhausto. No queremos que te desplomes mientras montas a caballo.

El joven dudó un instante, pero no sobre si aceptar o no el convite, pues estaba decidido a rehusarlo. Sino a levantar la mirada y tener que enfrentarse a aquellos ojos que poco antes le habían trastocado. Sin ni siquiera dirigir una fugaz mirada hacia el mosquetero que le había hablado se limitó a hacer retroceder la copa de agua y la comida con un gesto grosero y condenatorio de su mano. El tabernero acabó por volverse al mosquetero con un interrogante en su expresión y el mayor de ellos decidió dar por terminado el tira y afloja.

—Tráemelo aquí entonces. —Fingía seguir con su tono divertido y desinteresado pero soltaba las palabras con más brusquedad, haciendo evidente que se le había ofendido a pesar de que no hubiese sido él el que tuvo el buen gesto.

Al parecer aquella tensión hicieron a los taberneros distenderse de la amena charla que habían creado en aquella mesa y se fueron cada uno a una labor diferente. El mayor desapareció por una puerta que daba al patio trasero de la posada y el joven se colocó detrás de la barra para limpiar unas copas y rellenar jarras de vino desde los barriles bajo el mostrador. El joven Armand se arrepentía en gordo de no haber aceptado la bebida al menos, pues el queso no le llamaba tanto la atención, y sin embargo su orgullo se sobreponía a cualquier remordimiento por negar el ofrecimiento. Tras unos instantes comenzó a reconcomerle la idea de aquella ofrenda tan desinteresada. Deseaba alzar la mirada nuevamente. Un súbito interés por volver a martirizarse le llamaba desde el otro lado de la estancia y se prometió a sí mismo que sería un instante. Una mirada frugal, casi casual, sobre aquél rostro. Solo para satisfacer un repentino hambre voraz por sus facciones, por su expresión.

Cuando alzó la mirada tuvo la suerte de no chocar de pleno con aquél, pues estaba ocupado escribiendo algo en el cuadernillo de cuero que habían sujetado sus manos momentos antes. Como si no atendiese a lo que sucedía alrededor escribía con tranquilidad y meditaba entre palabra y palabra. En su mano enarbolaba un pequeño lápiz de grafito y en su otra mano se apoyaba la hoja sobre la que escribía. Armand se tomó ese pequeño respiro para observar con más detenimiento cada una de sus facciones, pero cuando se intentaba concentrar en alguna, todo se emborronaba como si una niebla de nerviosismo e incertidumbre lo cubriese todo, como si un velo apareciese entre ambos para impedirle apreciar los detalles y los colores. Pero cerrando los ojos o apartando la vista era incapaz de deshacerse del contorno de aquel hombre recortado en la madera de su espalda.

Era rubio, de cabellos rizados, de colores cobres y dorados. Sus facciones eran afiladas pero en cierto punto aniñadas. Labios muy finos y manos esbeltas. Si en algo se fijó Armand era en sus orejas. Eran unas orejas perfectas, casi como si describiesen la figura del número áureo. No se había siquiera cuestionado si estaban hechas de piel y cartílago, había asumido desde el primer momento que estaban hechas de arcilla, moldeadas por las manos expertas de algún  escultor renacentista. Formaban una perfecta superficie irregular dentro de todo el contorno, entre la línea de su mandíbula y un par de mechoncitos rubios que caían desiguales por su patilla.

Como si aquél hombre hubiese sentido aquella mirada, como si hubiese sentido el tacto de Armand rozándole la piel, levantó la mirada en su dirección instintivamente. Como llamado por un grito de desesperación, o movido por un resorte invisible, inconsciente. Armad pudo sentir, incluso antes de que el mosquetero levantarse la mirada, que iba a hacerlo. Y se prometió a sí mismo, entre ese intervalo entre el presentimiento y la acción, que no se achantaría y enfrentaría aquella mirada. Le soltaría un “Sí, te estoy mirando, porque me viene en gana” pero apenas si fue objeto de aquella mirada de ojos azules no pudo contenerse a apartarla, probablemente sonrojado. “Es solo el calor de fuera lo que me ha sonrojado” se dijo para sí mismo, pero en realidad se lo estaba diciendo al mosquetero. Casi pudo oír la respuesta que le llegaba desde el otro lado de la sala. “No voy a creerme nada de lo que me digas”.



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