TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 2
Capítulo 2
“Una deuda de honor”
1658. Francia.
Camino de LOCHES, que
une CHÂTELLERAULT en dirección a AMBOISE.
El cielo no había
estado tan despejado en días. Soplaba un agradable viento que tumbaba las
briznas de hierba a través de su paso. El olor del césped húmedo y esa
agradable sensación de frescor habían desaparecido pasado el mediodía, y tras
la hora de comer todo se había estancado un poco. Eran las peores horas del
día, en donde el sol comenzaba su descenso y todo parecía enmudecer y
solidificarse. Solo las cigarras y de vez en cuando algún gorrión hacían acto
de presencia para esclarecer algo de vida entre tanto silencio. Todo el mundo
esperaba que por esas fechas, mediados de abril, comenzasen las lluvias, pero
había sido una primavera seca y deberían esperar al verano para poder pedir
entonces algo más de frescor.
Un joven de apenas
veinte años montaba su caballo en dirección a Amboise por el camino de Loches,
recorrido rodeado a lo lejos de varios estanques y lagos de pequeñas
dimensiones suficientes como para abastecer a pescadores locales y unos cuantos
bañistas atrevidos. Nuestro protagonista se caló el sombrero de ala ancha para
que el sol no le molestase a los ojos porque en el tramo del camino en el que
se encontraba no había un solo árbol donde resguardarse a la sombra. El
sombrero era de un color oscuro pero se le notaba ya ajado y ensuciado por el
polvo del camino. Ni era nuevo, como el resto de su ropa, ni parecía tener
intención el dueño de hacerse con uno mejor. El gesto con el que se cubrió la
frente con él se reflejó de una naturalidad que bien parecería que había
heredado ese sombrero desde el mismo día de su nacimiento.
El resto de sus
prendas estaban en igual condiciones, sucias por el polvo del camino y gastadas
por el uso, pero no lo suficiente como para que su dueño considerase el
cambiarlas. Todo él estaba en aquellas condiciones a excepción de su mosquete
que colgaba enfundado a un lado del caballo, bien limpio y brillante, y su
espada, sujeta al cinto. La cazoleta, que sobresalía de la vaina, podía verse
reluciente y reflejando los rayos del sol que caían sobre ella en todas
direcciones. El pomo llevaba un refuerzo de cuero y la empuñadura terminaba en
una protuberancia con la forma de una cabeza de león. Original, no cabe la
menor duda, y reconocible allí donde se perdiese o extraviase. La mano de
nuestro joven, de nombre Armand, de vez en cuando se posaba sobre la empuñadura
de su florete como si amenazase con ese gesto a todo transeúnte que se acercase
a su paso, pero no había nadie a quien amenazar, porque nadie transitaba aquél
camino en aquellas horas de sol tan intenso.
Su caballo estaba
agotado y de vez en cuando hacía el amago de detenerse a husmear sobre algún
pasto, pero un fuerte tirón de las riendas y el caballo volvía a sus trece,
siguiendo camino adelante hasta la infinidad. El joven sobre él de vez en
cuando resoplaba, hastiado del calor, cansado de la montura bajo su peso y
fantaseando de vez en cuando con un buen vaso de vino tinto. En el zurrón solo
le quedaban unas migajas del último pan que había comprado y un poco de queso
envuelto en un paño que estaba incluso más ajado que su traje. Cuando las
pequeñas brisas de aire rozaban su rostro alzaba el mentón para saborear mejor
esa sensación de frescor y se sonreía para sí. Pero cuando el aire se detenía
volvía a ceñirse la capelina sobre la cabeza y volvía la mirada al frente.
Pasadas las seis de la
tarde se divisó a lo lejos un pequeño pueblo de nombre Loches. Esto no lo sabía
nuestro protagonista y tampoco le importaba. Estaba a bastantes millas de
distancia pero ya podía divisar el campanario de la iglesia, el tejado del ayuntamiento
y alguna que otra casa sobresaliendo por encima de las demás. Esa imagen le
evocaba una satisfacción gloriosa. Le anunciaba el sabor del vino fresco, del
descanso dentro de una taberna y del murmullo y el ronroneo de la sociedad, por
pequeña que fuese. Unos cinco minutos después de divisar Loches, un ganadero se
aproximaba, llevado tras y post de él unas cuantas cabras que titubearon al
principio al acercarse al caballo pero todas siguieron camino adelante. Armand
detuvo el caballo un instante y se tocó el ala del sombrero con un ademán para
saludar al hombre que le lanzó una mirada de desconfianza y curiosidad.
—Buen hombre, ¿podría
decirme de alguna taberna donde puedan servirme un buen vaso de tinto y mi
caballo pueda reposar al menos un par de horas?
—¿A dónde os dirigís?
—Preguntó el cabrero más por localizar una taberna en la mejor dirección del
viajante que por curiosidad personal.
—A ningún lado en
concreto. Hacia donde el buen vino me lleve. —Dijo el joven con una sonrisa
infantil y una seguridad impropia de alguien que acababa de pronunciar palabras
semejantes. El ceño del cabrero se frunció aún más, aumentando así su expresión
de desconfianza.
—Antes de llegar al
pueblo tenéis una pequeña posada. No es muy grande, pero no está muy lejos de
aquí. Si seguís el camino. Os atenderán de muy buenas maneras, y si dejáis
buena propina la siguiente vez os atenderán con aún más diligencia. Se quedan
con las caras, os lo digo yo.
—Ni tengo dinero para
propinas ni intenciones de regresar por estos caminos. —Dijo el muchacho, con
garbo y una mueca de desprecio, a lo que el ganadero se volvió al camino y
siguió adelante, dejando al muchacho atrás con una mueca de incertidumbre y
algo de incomodidad. En el fondo ese buen hombre no estaba seguro de que hubiese
merecido la pena darle aquellas indicaciones, o incluso detenerse a escucharle.
Estaba más seguro de que ese joven iba buscando algo más que vino, pero no
acertaría a decidirse si buscaba a alguien en concreto o a la muerte misma.
Cuando el ganadero se
había perdido tras el horizonte Armand pudo distinguir la posada de la que
habían hablado. Estaba muy bien situada no muy lejos del camino y rodeada de
verde. Alrededor ya comenzaban a erguirse algunas edificaciones, algunos
pequeños comercios de extrarradio, como si poco a poco el pueblo que hubiese
quedado pequeño y se hubiese extendido poco a poco como la rojez en una
picadura de insecto. Desde el punto central hasta los confines. Poco a poco,
pensaba Armand, habrá edificaciones por todas partes sin dejar un solo tramo
del camino sin cubrir. En cierto modo esa idea le calmaba, porque amaba la
sociedad, amaba a las personas y el sonido del tumulto. Pero a la par odiaba la
interacción con ellas y toda clase de relaciones sociales.
La posada parecía algo
destartalada, pero qué no lo parecía en aquella época. El caballo comenzó a
entusiasmarse con la idea de detenerse allí, junto a otros dos caballos en el
abrevadero. El jinete podía notar la ilusión del caballo por el rumor de las
personas y la perspectiva del descanso. Aceleró un poco el paso y se bajó justo
antes de llegar a los límites del recinto. Se apeó de la montura y sujetó las
riendas para dirigirse con ellas hacia el poste donde debía atar el caballo.
Los dos ancianos que hablaban a la entrada de la posada se quedaron mirando con
esa expresión de sorpresa y curiosidad que todo el mundo mostraba ante la
presencia de un caballo como el de Arman. Un caballo bayo.
Un pequeño muchacho
que no superaría los ocho años, que había estado asomado a una de las ventanas
de la parte inferior de la posada salió corriendo y atravesó las puertas con
intención de arrebatarle las riendas al jinete que acababa de aparecer por la
posada y hacer él las labores de atarlo pero Armand se las apartó de su alcance
y el muchacho se le quedó mirando casi con temor.
—Si quieres ganarte
una propina haz algo por la labor y traerle a mi caballo algo de avena.
—Escupió el joven mientras se ocupaba él mismo de amarrar al caballo y mientras
lo hacía, con toda la precaución posible para que no se soltase, o no lo
soltasen con facilidad al menos, lanzó una mirada desdeñosa en dirección a los
dos hombres tiesos como estacas apalancados en la puerta de la posada. Ambos
dos dieron un respingo, le apartaron la mirada y él pudo concentrarse de nuevo
en amarrar al caballo. Este hundió el morro en el agua y todo él pareció
relajarse—. Siento todo el trabajo que te estoy dando. Dentro de poco nos
asentaremos, lo prometo. —Le susurró al
caballo mientras acariciaba suavemente su cuello, a la altura de sus hombros.
Era un gesto tan delicado que apenas si cuadraba con la mirada furiosa que
había lanzado segundos antes.
El sonido que salía de
la posada era de jolgorio y diversión, pero no de muchos. Unas risas más altas
que otras, el golpe de un par de copas sobre la mesa, un grito a la posadera
para pedir algo de queso y un poco más de embutido. Alguien se estaba dando un
buen festín dentro de la taberna y nuestro protagonista no estaba por la labor
de perdérselo. Cuando Armand entraba por la puerta de la taberna el joven de
diez años salía con una bolsa de avena. Se quedó mirando a nuestro protagonista
con la clara intención de recibir su propina cuanto antes, ya que había
obedecido las labores que le habían encomendado, pero cuando Armand metió la mano
en uno de sus bolsillos en busca del pequeño saquito con el dinero se dio
cuenta, al palparlo, que incluso dudaba que le llegase nada para cenar aquél
día. Por lo que se contuvo, evitó la mirada del chiquillo y se adentró en la
taberna.
Dentro de ella no
hacía menos calor, pero al menos la sombra era suficiente refugio para
cualquier caminante. Sin pensárselo dos veces se desplomó en la primera mesa
vacía que vio. O al menos esa era la impresión que había dado. Se había
acostumbrado a elegir adecuadamente cada lugar en el que se situaba cuando
entraba en algún establecimiento. Había elegido una mesa en la zona derecha del
local, más apartada del tumulto y desde donde tenía una perfecta vista de su
caballo a través de una de las ventanas del local. Se desplomó allí y se quitó
el sombrero abanicándose con él unos instantes. La pluma en este bailaba de un
lado a otro. El local, como había supuesto, estaba casi vacío a excepción de
una mesa ocupada por seis comensales al otro extremo del local. Apenas si les separaban
cuatro metros, pero era distancia suficiente para pasar inadvertido si deseaba
y escuchar a la perfección lo que se hablase allí.
Nada más dejar el
sombrero a un lado, junto a él, la tabernera apreció frotándose las manos con
un paño más sucio que la propia mesa en la que se había sentado, si era
posible, nuestro protagonista.
—¿Un refrigerio?
—Preguntó la mujer, ya de muy avanzada edad que seguramente era la abuela del
joven que había salido a recibir a Armand—. ¿Algo de comer?
—Solo una copa de vino.
El más fresco que tengáis en la bodega. Y el más barato si puede ser. —Dijo,
con algo de apuro pero en tono de broma, esperanzado de que no sonase demasiado
necesitado de esa caridad. Todo esto lo dijo mientras se desabotonaba los
primeros botones de la cuera, necesitado de aire y eliminando la opresión que
la prenda ejercía sobre su cuello. Estuvo a punto de desprenderse del cinto con
la espada pero prefirió quedarse con ella a mano.
—¿No queréis nada de
comer? Parecéis exhausto.
—No. Gracias. Solo estoy
de paso. —Dijo él deseando que la mujer le despachase. No es porque no
estuviese hambriento, que lo estaba, ni porque no estuviese sediento, pues
habría podido beberse todo el agua de alguno de los pantanos cercanos. Estaba
sin blanca, y malhumorado por el calor y desierto camino que los había llevado
hasta allí, a él y a su caballo.
Cuando la mujer se
marchó tras la barra pudo coger al fin una gran bocanada de aire, como si le
faltase realmente la respiración. Se enjugó el sudor de la frente con el dorso
de la mano y se planteó recogerse el pelo con un lazo, pero no tenía lazo
ninguno y tendría que improvisar algo con algún cordón de su camisa. Por lo que
se limitó a recogerse un mechón detrás de la oreja y serenarse.
Las voces en el
interior de la taberna que antes habían sido de jolgorio y diversión comenzaron
a modularse a un tono más íntimo y cauto. Este cambio llamó la atención de
nuestro protagonista que alzó la mirada hacia la mesa ocupada para descubrir
que cuatro de los comensales que estaban frente a él hacían amagos, retorcían
sus cuerpos y levantaban sus mentones, para mirar a través de las ventanas el
maravilloso y lustroso caballo bayo que había aparcado a la puerta del local,
junto a los que se presuponía eran de ellos. El quinto estaba demasiado ocupado
haciéndole aspavientos a la tabernera para que el rellenase la copra de vino
como para entrar en el juego de murmullos y chismes de sus compañeros acerca
del caballo y del nuevo cliente del local. Sin embargo el sexto tenía los ojos
puestos sobre él, sobre Armand. Era el único que se dignó a mirarle
directamente, sin tapujos, sin vergüenza o pudor. Unos ojos azules que
atravesaron por completo toda defensa o mal humor que hubiese interpuesto
Armand entre ambos. Por un instante se sintió petrificado y casi violentado.
Estuvo a punto de levantarse y marcharse, pero la copa de vino que se interpuso
entre ambos fue suficiente motivo como para quedarse unos minutos más.
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