TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 23
Capítulo 23
“Una deuda de honor”
1658. Francia.
LA ROCHELLE.
El viento de madrugada golpeaba a ambos
protagonistas a medida que se alejaban de las calles concurridas del puerto.
Habían tenido que hacerse paso entre los transeúntes de la calzada, algunos
carros con dirección al puerto y algún que otro borracho que había caído al
suelo y había sido pisoteado por las patas de los caballos que corrían como
impulsados por el mismo demonio lejos de aquella taberna. Ni había luna, ni
había sol, el cielo era de un azul grisáceo que pronosticaba el pronto
amanecer. Ninguno de los dos se había buscado aquella situación y mucho menos
la había visto venir, pero ahora que estaban en ella no podía ya deshacerse de
aquello tan fácil. El joven cabalgaba detrás del mayor sujetándose de cuando en
cuando el muslo donde tenía un tajo importante que por poco no le atravesaba de
parte en parte la pierna. Su mano se empapó enseguida de sangre y el dolor le
subía hasta la primera cervical mareándole y provocándole nauseas, pero se
contuvo. Al rato, cuando perdieron de vista aquella taberna un sudor frío le
recorrió la espalda y se sintió exhausto, pero se mantuvo arriba en el caballo,
bien sujeto a las riendas y con la vista al frente, huyendo todo lo lejos que
les permitiese el lugar.
Sin darse cuenta se alejaron del puerto
por el mismo camino por el que habían llegado allí y se internaron en la zona
arbolada, siguiendo el camino a través del bosque. Cuando hubieron ascendido
hasta el recodo donde un tiempo antes Armand se asomaba para ver con
perspectiva el puerto volvieron a asomarse por él para divisar el panorama,
para saber si los habrían seguido o incluso despistado. Pero nada más lejos de
la realidad. Por una de las calles principales divisaron a los dos mosqueteros
de rostros ensangrentados ambos, montando al galope a dos caballos que subían
las calles que ellos antes habían seguido para huir. Le estaban persiguiendo y
les habían divisado en aquella cima.
Louÿe tiró de las riendas del caballo de
Armand que parecía haberse quedado petrificado y cuando se miraron se dieron
cuenta de que difícilmente saldrían de esta. Se internaron por la zona
arbolada, toda ella descuidada y sin camino aparente.
—Ve cargando el mosquete. —Le dijo a lo
que el joven se lo puso en el regazo mientras seguía al mayor internándose en
el bosque y coló un poco de pólvora en el interior y una bala. El mayor le
imitaba aprisa y torcieron a la izquierda cuando en el camino se les cruzaron
varios árboles caídos cortándoles el paso.
Cuando hubieron recorrido al menos un
kilómetro se detuvieron y ambos caballos se encontraron frente con frente. El
mayor recorrió con la mirada al muchacho que se agarraba una pierna con firmeza
y con la otra sujetaba a la par las riendas y el mosquete sobre su regazo.
Estaba sonrojado por la adrenalina y con los ojos vivos, mirando a todas
partes.
—Sé que sois un cabezota, un malcriado y
un idiota, pero por una vez en vuestra vida vais a hacerme caso. ¿Me habéis
odio? —Le dijo el mayor con un tono autoritario y firme. El joven no tenía
voluntad para quejarse, pero sí para lanzarle una mirada ofendida—. Quedaos
aquí. Yo iré por donde hemos venido y torceré hacia el claro que pasamos esta
madrugada antes de ver el puerto. —Armand lo miró con pasmo—. Esperad un rato,
no demasiado, y volved al puerto. Dejad el caballo abandonado, subid al barco.
—¡No!
—Lo harás. —Dijo el mayor ante el
repentino nerviosismo del joven. Este no podía quedarse quieto en la silla,
mirando a todas partes asustado y convencido de que no se separaría del mayor—.
Vas a quedarte aquí. Aquí mismo. Escondido entre esos arbustos. Donde bien
quieras.
El mayor creía que cuanto antes se
marcharse menos tendría que discutir con el menor y azuzó al caballo para pasar
al lado del chico pero este le detuvo, agarrando según pasaba por su lado el
caballo las riendas de este, deteniéndolo. Ambos quedaron el uno al lado del
otro, contrapuestos y enfrentados.
—No solo no pienso marcharme sin vos, sino
que no pienso abandonaros aquí a la puntería de los mosquetes de esos dos
demonios.
—Lo haréis, no hay más que discutir.
—Sentenció el mayor y del interior de su cuera sacó los papeles que esa misma
madrugada había redactado. Estaban mal doblados y arrugados pero se los entregó
con fiereza y el joven los recibió con el mismo poco cuidado—. Lo escribí para
vos esta mañana. Era una despedida, que ya no tenía sentido entregaros, pero
que en este instante deseo que llevéis. Id a España, os lo ruego. Yo me encargaré
de distraerlos para daros una oportunidad. Solo tenéis una, no la
desperdiciéis. ¿Vale?
El joven miró los papeles arrugados en su
mano y los metió en el bolsillo de su cuera. Con la mano que sujetaba las
riendas de su compañero sujetó ahora la pechera de ese, zarandeo un instante su
cuerpo y le hizo mirarle directo a los ojos.
—Sois despiadadamente cruel conmigo.
—Escupió el menor—. Os odio por dejarme aquí.
—¿Serán estas las últimas palabras que me
dirijáis? —Preguntó el mayor pero el joven estiró de su pechera uniendo sus
labios en un choque torpe, enfadado e intenso. El mayor sujetó el rostro de
Armand pero ya se le escapaba. Su mano ya no tenía cabida en su cuerpo y la
apartó—. ¡Id! ¡Id con Dios! —Le soltó el joven con fiereza y una sonrisa socarrona,
regalándole el camino libre para que se marchase.
Louÿe no dudó un instante en regresar al
camino y antes de impedírselo a si mismo pero volvió el rostro para lanzar una
última mirada a Armand. La última. Este quedó allí en silencio una vez el
sonido de los cascos del caballo de Louÿe había desaparecido. Se condujo tras
una gran mata de árboles y con el mosquete entre las manos cargado y el cuero
tenso esperó en completa quietud. El viento que soplaba desde el mar le
transportaba a esa emoción que había sentido la primera vez que había visto el
mar aquella mañana. El sol estaba a punto de salir y el cielo ya clareaba.
Podía imaginarse subido en aquel barco lleno de cajas vacías, con el olor del
carbón impregnado en la madera y ese vaivén del que parecía ser dueño el navío.
Se imaginaba desembarcando en España y después nada. No había nada más.
Pasados unos minutos oyó a lo lejos, muy
lejanamente, el sonido de los cascos de un par de caballos pasando y
alejándose. Había funcionado, Louÿe los había disuadido de recorrer el camino
en el que él estaba y eso era más que suficiente para el joven. Tiró de las
riendas y se encaminó al trote por el camino por el que habían regresado. A
cada paso que daba se alejaba más de él y se acercaba cada vez más a su escapatoria.
Apretaba su pierna, su mano encharcada estaba resbaladiza. El costado del
caballo estaba manchado de varios hilillos de sangre y su pierna goteaba. Su
propio pie estaba mojado y resbalaba en el estribo.
Aceleró el paso hasta llegar al mismo
punto en que unas horas antes había divisado el mar y donde unos minutos antes
había visto cómo dos mosqueteros les perseguían desde las calles del puerto.
Volvía a ver el mar y cuando divisaba el barco que le llevaría a España sonó
tras él, lejos, en las profundidades del bosque, el sonido de un disparo de
mosquete. Como si el mar se lo tragase un desagüe y los barcos se evaporasen,
nada existía más que ese sonido a lo lejos. El joven no tomó ninguna decisión
ni tuvo voz sobre su cuerpo cuando tiró de las riendas para detener al caballo
en pleno galope y lo hizo girar ciento ochenta grados. Se puso al galope de
inmediato, yendo en dirección hacia el disparo. No era su voluntad pues acababa
de perderla toda, sobre lo que estaba sucediendo. Él era dueño únicamente de su
mosquete que sujetaba con fuerza y ya se preparaba para apuntar en caso de ver
a alguno de aquellos mosqueteros.
El sombrero salió volando, ya no lo
necesitaba. A punto estuvo de deshacerse de su túnica y de la espada, que le
pesaba en un costado. Tampoco iba a usarla más. Estaba decidido a internarse en
aquel polvorín y no era siquiera consciente del motivo que le había hecho tirar
por la borda su última oportunidad de salir con vida. Tal vez la ventaja tácita
de que podría sorprender a los mosqueteros por la espalda, o incluso la idea de
que el disparo que oyó fuese de su compañero y hubiese acertado en un blanco.
Pero tampoco le importaba si no hubiese sido así y su compañero yaciese en el
suelo. Entonces habría acudido para morir a su lado. Ni siquiera le dolía la
pierna, saber que se avecinaba su final le había hecho desprenderse de las
banalidades. Incluso de sí mismo.
Recorridos casi un kilómetro y medio pudo
divisar una de las túnicas de mosqueteros del cardenal. La siguió cegado, con
el mosquete de la mano apuntando en su dirección. Delante de este corría el
caballo de Louÿe a larga distancia, pero la suficiente como para ser blanco.
Pero aún no lo había sido. Cuando ya apuntaba con el mosquete en el centro de
aquella túnica un caballo salió a su encuentro por la retaguardia, galopando a
su misma velocidad. El rostro ensangrentado y la nariz rota eran de Bastian,
mosquete en mano, apuntando directamente a su rostro. Sorprendido encontró al
joven que se percató de que le habían estado esperando y le habían acorralado.
Sin pensarlo demasiado Armand dirigió su mosquete al mosquetero que tenía
enfrente, que aunque más lejos, era más certero que retorcerse en el caballo.
Disparó haciendo que el mosquetero a varios metros delante se cerniese sobre su
caballo, impactado en el hombro y ametrallado el brazo izquierdo. Sin embargo
otro disparo sonó consecutivo al suyo, y los segundos se detuvieron para
impregnarle de dolor todo el costado donde llevó su mano izquierda y descubrió
empapada en sangre. El ardor siguió al dolor inicial y después la frialdad y el
desvanecimiento.
Ni siquiera tuvo la fuerza para cargar su
mosquete, por lo que lo dejó caer a tierra, pero sí sacó su espada, con la mano
ensangrentada y sintiendo como el caballo enemigo se aproximaba por la
izquierda le descerrajó un tajo en el brazo que portaba el mosquete. No lo
soltó, pero a punto estuvo, y aunque de seguro nuevamente cargado, le costaría
volver a enarbolarlo. El mosquetero al que Armand había disparado se había
rezagado en su persecución dado que había tirado de las riendas con el impulso
propio del dolor provocado por todo un omóplato disparado. Armand le sobrepasó
en la carrera y Louÿe volvió el rostro para verle, para dirigirle una mirada de
reproche y asegurarse si seguía vivo. La sangre que manaba de su costado no se
veía a través de la túnica negra, y para más el joven le sonrió con camaradería
y le indicó que siguiese adelante con el caballo. El disparo que había oído el
primero no había sido en vano, pues vio que su brazo estaba herido y por lo
pronto no podría siquiera sujetar el mosquete.
La persecución continuó hasta que
alcanzaron el claro. En un tranquilo y sosegado claro en medio de la nada, en
medio de eucaliptos y laureles, apareció un caballo primero, cabalgado por
Louÿe que se sintió mucho más desprotegido después de alcanzar aquella área. Un
par de disparos rompieron el silencio. Uno primero y después otro. Ninguno los
alcanzó. El claro se rompió nuevamente por Armand que salía de allí veloz como
un rayo. Su caballo podría haber recorrido toda la comarca a ese ritmo. Pero su
jinete no. Otro disparo quebró el silencio. Louÿe se volvió en plena carrera
para ver salir a los demás mosqueteros del cardenal de aquella mata de árboles,
y en medio del claro como un animal recién cazado, el cuerpo de Armand boca
abajo en el suelo. Su caballo encabritado se alejaba, revuelto y asustado.
Louÿe detuvo su caballo movido por el mismo incomprensible sentimiento que le
había dominado a Armand para regresar en sus pasos cuando tan cerca tenía la
escapatoria.
Aquel cuerpo sin vida, sin movimiento, sin
posibilidad de supervivencia estaba tan quieto y estático que cualquiera habría
pensado que jamás había existido ese claro sin ese cuerpo allí tirado. No era
más que un bulto negro, con cabellos castaños que se movían por la brisa que
soplaba en ese momento. Una de sus manos enguantadas se veían sobresalir por
encima de la hierba, quieta, inamovible. Era una escultura de piedra, fría como
el mármol y dura como el diamante. Aquel lugar quedaba decididamente reservado
para adorar a aquella deidad que con su sangre bañaría aquellas tierras. Los
cuervos adorarían aquella cosecha recogida y los gusanos se harían un banquete
con los restos.
Louÿe quedó allí, petrificado como el
propio muerto delante de él y el único gesto que le pudo dotar de movimiento
fue la bala que se impactó en su pecho y lo derribó del caballo. Aquella bala
era tan inevitable como el hecho de que ambos morirían nada más haberse
conocido. Ambos debieron de haberlo sabido en tan solo una primera mirada, en
donde uno intentó salvar al otro de su destino funesto juntos. Cuando los
mosqueteros se acercaron al último derribado lo encontraron ya muerto, con el
pecho impregnado de sangre y el rostro pálido y frío. Aún conservaba un poco de
la rosada excitación en las mejillas y sus ojos azules miraban al cielo casi
con súplica. Ni siquiera se desmontaron del caballo. No habían reconocido a
ninguno de los dos y por lo tanto no habrían de reclamar recompensa ninguna.
Sólo habían muerto por una ofensa de honor, y allí quedaron los cuerpos tras la
marcha de los mosqueteros del cardenal.
Todo volvió a quedar en silencio como al
principio. Los caballos quedaron por allí abandonados, pastando de vez en
cuando y marchando al tiempo con las pertenencias de ambos. Los encontrarían,
suponemos. Pero aquellos dos hombres tan perseguidos, tan conocidos, no
quedarían al amparo del tiempo muchos días. Alguien los reconocería, los
llevaría ante el rey y los enterrarían como era debido. A uno en una fosa común
y al otro con algo más de dignidad, solo por ser hijo de noble. Pero en aquel
instante de silencio aquellos cuerpos ya no eran de nadie, nadie les dañaría ni
nadie les poseería. Eran ellos mismos aquel instante y desde ese momento solo
se pertenecían el uno al otro, sin persecuciones y sin dolor. Solo ellos dos.
Del bolsillo de la cuera del joven Armand
sobresalían unos papeles que con la brisa acabaron saliendo de los bolsillos
del muchacho y se esparcieron por el claro a través del espacio, movidos por el
viento, alejándose de aquel que no los había podido leer y de aquel que los
había escrito con el corazón en la mano. El mismo que ahora estaba atravesado
por una bala de mosquete. Aquellos papales no los encontró nadie, y nadie hubo
de buscarlos porque nadie sabía ya de su exigencia. Se fundirían con la tierra
y se quedarían junto con aquellos dos cuerpos de por vida.
Creyendo que el lector desea conocer el
consentido de esos papeles, aquí están:
“Querido Armand.
No puedo dormir. He pensado en vos toda la
noche, he meditado en vuestras palabras dichas con tanta ira antes de
acostarnos y en lo cálido de vuestro abrazo al yacer a mi lado. He repasado con
ahínco en cada una de vuestras palabras, en todos vuestros gestos y he
recorrido todos nuestros recuerdos, escasos, de los últimos días. He hablado
con vos en mi mente, y os he dicho cosas de las que no sé si seré capaz de
transcribir al papel. Me he impregnado de vos y de vuestra esencia toda la
noche y, dios bendito, si os tenía al lado. Que cobarde soy.
Mientras escribo esto os miro, estáis tan
quieto, tan tranquilo, como si casi no fueseis real. Supongo que siempre he
sido un romántico bastante tímido, y ese es mi sino. Odio expresar mis
emociones no por miedo a ser vulnerable, sino por mi propio resentimiento hacia
mí mismo. Vos nunca habéis tenido ese problema, habéis sido frío cuando
hubisteis de serlo y habéis sido tajante cuando tocaba. Yo sin embargo me
deshago en halagos y favores por vos y apenas hace unas horas me habéis llamado
insensible. Si supieseis cuánto me duele a mí separarme de vos.
Teníais razón, yo soy la bruja que arde
presa del fuego y vos mi asesino, pero yo también soy el verdugo de vuestra
cabeza y vos la víctima que yace en un pequeño cofre de plata. Desearía poder
borrar todos y cada uno de los errores que hemos cometido en nuestras vidas,
pasadas y futuras, limpiar la sangre de nuestras manos presentes y
encomendarnos el uno al otro nuestras almas con el fin de purgar todas nuestras
faltas, pero me temo que la vida no funciona así. El destino es mucho más
frívolo y mezquino, entregándoos a mí en tan delicada situación y cuando queda
tan poco para que nos separemos. Si apenas he disfrutado unos días de vuestra
presencia siento que os he conocido antes, y os he amado de mil maneras.
Siento escribirlo, y me duele ver estas
palabras emborronadas, pero no puedo marchar con vos por mucho que insistáis en
ello. A parte de complicado dudo que alguien acepte a dos pasajeros por uno en
un barco. Pero hay un motivo más, y es que desde el instante en que vos me
mirasteis, en aquella taberna cochambrosa entre una copa de vino y mi cuaderno,
supe que os mataría. Es una inexplicable sensación de ardor y culpabilidad que
me recorrió el cuerpo de la misma forma en que sé que a vos también os sucedió,
y sin embargo no pude por menos que involucrarme, no pude sino atraeros a mí y
seguiros a donde hiciese falta. Os seguí como un perro, os suplique como un
mendigo y os obedecí como un esclavo. Y os amaba en cada una de esas facetas en
las que me colocabais.
Acabáis de revolveros en la cama. Os he
mirado por al menos un minuto y cuando os habéis calmado he vuelto a la tarea.
Me encantaría escribiros esto con intención de elogiaros, de enarbolar vuestra
alma y engordar vuestro ego, recordándoos lo valiente que fuisteis al poder
huir de vuestro hogar, lo apenado que me siento cada vez que recuerdo las
horribles situaciones en las que vivisteis y lo valiente y encantador que sois
y lo inteligente. Pero no hallo las palabras para poder haceros sentir lo mismo
que vos me transmitís. Lo que siento por vos escapa a toda comprensión
razonable que yo haya conocido antes, o incluso sentido. Nadie me había dicho
que tanto dolería conoceros y mucho más abandonaros. Os acompañaría a donde me
pidieseis así que os lo ruego, no me lo pidáis una sola vez más, porque
acudiría a vuestro encuentro incluso si debiese recorrer el mundo entero.
En estos últimos días habéis sido todo
para mí. Mi amor, mi consuelo, mi desazón, mi preocupación y mi alma. Os he
protegido como bien he podido y os he ayudado en todo lo que he podido, así
que, hijo mío, partid en paz con vos mismo y perdonadme por no seguiros. Temo
perderos definitivamente si os acompaño. Teníais razón anoche. Ojalá nos
hubiésemos conocido en otras circunstancias, no me hubiera importado ser tu
padre, tu amante, tu hermano o tu amigo. Cualquier posición de la que
dispongáis para conmigo me satisface, cualquier deseo, os sería concedido, y sé
que vos cargáis con unos demonios demasiado pesados para cargarlos vos solo,
así que me ofrecería a ser amante de vuestras pesadillas si me lo
permitieseis.
No sé cuánto tiempo quedará hasta que os
despertéis, pero he de finalizar ya este escrito. Os llevaré siempre en mi
recuerdo, como lo mejor que me ha sucedido en la vida, os recordaré con amor
cada vez que huela el perfume de la lavanda. Quedasteis grabado en mi piel y en
mi memoria, lo habéis sido todo y ahora que os vais me dejáis solo y vacío.
Llevad mi recuerdo lejos, con vos. Sed feliz por mí, para mí. Vivid muchos años
y morid de anciano. Encontrad un sitio donde estableceros, invertir bien el
dinero y no bebáis demasiado vino. Curaos las heridas, tanto del cuerpo como
del alma y buscadme en el viento cuando sople, os estaré enviando un beso desde
muy lejos.
Os ama, Louÿe d’Aramitz.
Pdt: He leído el final de la poesía que me
terminasteis. Sois un genio.”
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