TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 22
Capítulo 22
“Una deuda de honor”
1658. Francia.
LA ROCHELLE.
Salieron de la zona de carga y descarga
del puerto y se encaminaron a las calles más cercanas, donde se acumulaban
tiendas por doquier, al igual que tabernas y alguna que otra posada. Había
varios zapateros, algún que otro herrero y un par de almacenes de carros y
carruajes. Tras pasear de un lado a otro se decidieron por detener los
caballos, orillarse en el arcén y hablar detenidamente.
—Debemos vender los caballos. —Dijo el
mayor con sensatez y decisión.
—Estoy de acuerdo. —Corroboró el menor—.
Pero tengo miedo de que nos reconozcan. ¿Podríamos acaso meternos en problemas
cuando estamos a punto de marchar?
—Esperemos que eso no suceda. Nadie tiene
porque saber nada de nosotros. Solo somos dos mosqueteros vendiendo dos
caballos porque van a viajar. Es algo rutinario, aquí todo el mundo debe estar
acostumbrado. ¡Incluso puede que algún recién llegado desee comprarnos los
caballos porque los necesite para un carro o sabe Dios…!
—Ojalá el cielo te oiga y podamos salir de
aquí cuanto antes. —Dijo el menor con una mueca de paciencia y se hizo con el
petate al hombro, la espada en el cinto y el puñal bien guarnecido bajo el
pecho. Se palmeó allí disimuladamente para comprobar que estaba, hábito que
había adquirido el último mes, y continuaron calle adelante, primero el mayor y
siguiéndole el joven, por el arcén con la intención de divisar algún lugar
donde preguntar acerca de la venta de caballos o como último recurso asistir al
local donde arreglaban los carros.
—Con el dinero que consigamos
desayunaremos antes de partir. ¿Os parece bien? —Preguntó el mayor volviéndose
al joven. Este se puso a su altura y le sonrió.
—Me parece una maravillosa idea. ¡No
habléis de comida! —Se rieron—. Un poco de pan con aceite de oliva, unos
tomates fresco y un poco de zumo. ¡Qué hambre de repente!
—¿No os apetece mejor algo dulce? Tal vez
encontremos una pastelería por aquí cerca…
—¡No me digáis eso! —Se apretó el estómago
con una mano—. No sabéis cuánto hace que no tomo un dulce. Un pastelito de
Belén, o un merengue con chocolate. ¡Incluso alguna galletita dulce!
—Cuando lleguemos a España será lo primero
que hagamos. ¿Os parece bien? Un pastelito de chocolate para ambos.
—Sois realmente cruel. ¿Lo sabíais? —El
mayor se rió y Armand ya no podía pensar en otra cosa que no fuese la comida.
Dulce, salado, ácido y amargo. Le llegaron recuerdos de otros tiempos mejores
cuando su madre preparaba fiestas o bailes y había espléndidas cenas de platos
exóticos bañando su salón. Recordaba el sabor del pavo cocinado en un horno
durante horas, el sabor de las cerezas y las fresas con nata. El pastel de
chocolate con frambuesas y las natillas con canela. Lloriqueó unos minutos
mientras le relataba a Louÿe todos aquellos platos, como su madre solía meterse
en la cocina junto con las cocineras para preparar aquellos platos y cómo a él
le permitían ser observador y pinche de cocina para pequeñeces. Pero lo que más
amaba era el proceso de los olores. El olor de la harina, el de la masa cruda
después, más tarde el olor del horno y por último el del bizcocho, resultado de
todos los procesos anteriores—. Cuando ascendamos al cielo mi madre nos tendrá
preparados sus tartaletas de natillas y fresas. ¡Por eso si que merecería la
pena morir!
Pasaron por delante de varias tabernas
atestadas de personas o bien desayunando o bien simplemente conversando,
haciendo acuerdos o negociando. La acumulación de personas les disuadió de
entrar en ninguna de ellas a preguntar por lo que acabaron por llegar al
almacén de carruajes y carros, que resultó ser el taller de un mecánico que se
encargaba tanto de arreglarlos como de venderlos completos o tan solo piezas
sueltas. Cuando ambos protagonistas se acercaron a la entrada, dos grandes
portones de madera abiertos de par en par, se encontraron con un jovencito
ayudante que estaba allí limando una rueda que madera se volvió a los dos
desconocidos y se levantó, limpiándose las manos con un trapo que traía colgado
del pantalón.
—¿Os podemos ayudar en algo? —Preguntó
acercándose a ellos mientras con la mirada divisaba al fondo de la tienda a
quien sería el dueño, su jefe o padre por el parecido en la nariz de ambos.
Aguileña y colorada por el esfuerzo—. Si buscáis un carro para vuestros
caballos podemos serviros con uno que está recién arreglado.
—No buscamos comprar nada.
—¿Alquilar tal vez? —Preguntó el joven
mientras el dueño martilleaba algunos clavos al fondo.
—En realidad deseamos vender. —Se apresuró
Armand—. Estos dos caballos. Son buenos caballos, nos han traído hasta aquí
desde Vérines No están fatigados pues han pasado la noche a cubierto. Son
fuertes aunque el mío está algo mayor…
—Dejádmelo a mí. —Dijo Louÿe, dándose
cuenta de que tal vez aquel dato de la edad del caballo era innecesario—.
Compramos estos caballos de refresco en Vérine para poder llegar hasta aquí, y
ahora debemos coger un barco. No regatearemos mucho, porque nos corre prisa,
pero si pudieseis comprárnoslos sería todo un favor.
El muchacho que aún tenía el trapo en las
manos y se frotaba con él solo por hacer algo con las manos miró a su jefe al
otro lado del taller y le negó con una expresión rotunda. Aquella negativa no
pareció sorprender al ayudante.
—Lo siento mucho, pero no nos encargamos
de la compraventa de caballos. Solo somos mecánicos. Ya probamos algún
tiempo con el tema pero no tenemos espacio para tener aquí animales, por no
hablar del presupuesto y el cuidado que necesitan. Lo siento mucho. —Armand
bajó la cabeza, desanimado pero el chico continuó—. Sin embargo hace menos de
media hora han venido dos a preguntar por caballos. Necesitan dos monturas. Han
llegado aquí de madrugada con los caballos fatigados y necesitaban caballos de
refresco para continuar su viaje.
—¡Creo que se han ido a alguna taberna de
esta calle! —Gritó el dueño que estaba atento a todo lo que se estaba diciendo.
—Cierto. —Corroboró el joven—. Pregunten
en la taberna “Duende verde” o en “La Dorada”.
—Muchas gracias. —Le dijo Armand
extendiéndole la mano al joven para darle las gracias pero el joven se alejó,
alzando las manos sucias y callosas y Armand le disculpó el saludo. Cuando se
hubieron marchado del taller ambos se miraron no muy convencidos de ir a las
tabernas pero no tenían más opción. Volvieron por donde habían venido
observando de lejos la primera taberna que les salía al paso. “La dorada”. Se
detuvieron justo delante y dejaron a los caballos a la entrada. Esperaban que
eso fuese suficiente para hacer salir a quienes hubiesen deseado comprar unos
caballos pero ni siquiera estaban seguros de que estuviesen allí, o incluso de
que no se hubiesen marchado ya habiendo encontrado otros que les vendiesen
caballos.
—Entraré yo. —Dijo el mayor con
autoridad—. Vos esperadme aquí fuera.
—¿No tenéis miedo de que me vaya sin vos?
—Preguntó el menor con sorna y el mayor se volvió a él con una sonrisa
diabólica.
—Aun recuerdo anoche como me suplicabais
para que os acompañase. Ahora estoy más que seguro de que no vais a ir a ningún
lado sin mí.
El joven rodó los ojos, con una falsa
expresión de altanería y dejó que el mayor entrase en la taberna. Los cristales
de fuera estaban borrosos y sucios, pero pudo distinguir su figura por entre
las personas. Distinguió su cabello rubio al quitarse el sombrero y su espalda
dirigiéndose lentamente hacia la barra de la taberna. Aún no había despuntado
el día, pero ya se sentía el ambiente algo más denso y contraído, impulsado por
la rutina diaria matutina de todas las personas iniciándose en ese momento.
Armand distinguió como el tabernero se
acercaba a él y el joven escrutaba a través del cristal, más curioso que
preocupado. Agarrando con fuerza las riendas de los caballos se mantuvo allí
estático, observando como el mosquetero y el tabernero dialogaban. La puerta de
la taberna sonó con estridente chirrido. Armand no se volvió ni un milímetro en
aquella dirección pero pudo distinguir dos voces graves, autoritarias y con
algo de altivez salir del local y rodearle a él y a los caballos dirigiéndose
al mismo callejón que limitaba con la taberna. Por un impulso, casi como un
instinto de supervivencia, el joven alzó la mirada por encima del cuello de uno
de sus caballos para ver a los dos hombres internarse en el callejón, riendo a
carcajada limpia y bajándose paulatinamente la bragueta. Lo único que pudo ver
en ellos fue la túnica de mosqueteros del cardenal y el mosquete que cada uno
cargaba en sus hombros. Las espadas, si las tenían, quedaban ocultas por las
túnicas.
El joven pudo haberse desmayado en ese mismo
instante si no estuviera agarrado con fuerza de las riendas de los caballos.
Palideció, el hambre le desapareció y todo su cuerpo tembló con un terror que
no era capaz de controlar. Cientos de ideas se le pasaron por la cabeza, desde
la idea de montarse en uno de los caballos y salir corriendo hasta la de
ponerse a llorar en ese mismo instante. Pero lo único que su cuerpo obedecía
era lo que peor se le podía ocurrir, que era dejar allí a los caballos y entrar
precipitadamente en la taberna con una expresión rota de pánico.
Divisó a Louÿe en la barra, frente a la
puerta y caminó hasta él con una mueca de angustia. Este, vuelto como estaba al
camarero no lo vio venir hasta que no lo tuvo al lado y dio un respingo al
verle allí a su lado.
—¿No os he dicho que os quedéis fuera? —Le
preguntó en un murmullo casi imperceptible que el camarero no oyó. El chico no
dijo nada más que un escueto “Vayámonos”. Pero el mayor lo ignoró con paciencia
y una sonrisa de disculpa hacia el camarero. Este prosiguió.
—Como os estaba diciendo, hay aquí dos
clientes que bien llevan media hora preguntando por alguien que venda dos
caballos para continuar un recorrido que están haciendo por la ciudad. —El
camarero buscaba con la mirada a los supuestos clientes pero no era capaz de hallarlos.
Mientras tanto, Armand tiraba de la manga del mosquetero con intención de
alejarlo de la barra y escapar en cuanto pudiesen, pero la voz del camarero los
detuvo a ambos—. Mírenlos. Allí los tienes.
El camarero señaló con un dedo mugroso y
torcido, como el dedo mismo de la muerte, a aquellos dos mosqueteros del
cardenal que en ese instante entraban por la puerta de la taberna, recogiéndose
las ropas después de haber orinado y con una sonrisa de satisfacción que puso a
Armand la piel de gallina. Louÿe se tensó en la mano de Armand y este pudo
notarlo al instante. Eso le hizo sentirse mucho más nervioso. Louÿe miró al
joven que, aterrorizado, estaba amarrado a su antebrazo y bajaba el ala de su
sombrero con una clara intención de ocultar su rostro. Cualquiera que lo
hubiese visto de aquella manera hubiera sospechado de él sin conocerlo de nada,
pero por suerte Louÿe se había ocupado de ocultarlo tras su cuerpo y con su
mano en el brazo del menor le resguardó tras él.
—¡Mosqueteros! —Gritó el camarero en
dirección a los dos hombres que llegaban y estaban a punto de sentarse en una
mesa que ocupaban con otros tantos comensales. Estos alzaron la mirada al
instante y el camarero les hizo una seña para que se acercasen. Cuando el
primero de ellos llegó a la altura de nuestros protagonistas, el camarero les
señaló con una mano y Louÿe les sonrió cándidamente—. Hoy es el día de suerte
para ambos. Aquí tenemos dos mosqueteros que desean vender sus caballos.
—¡Cómo! —Preguntó el mosquetero del
cardenal que se había adelantado a su acompañante—. Qué gran noticia. —Miró por
encima del hombro del rubio en dirección al joven que portaba la túnica de
mosquetero y después volvió a mirar al mayor.
—Así es. Parece que hoy todos saldremos
ganando. Embarcaremos de un momento a otro y no podemos llevar los caballos con
nosotros…
—¡Que prisa! —Dijo el segundo mosquetero
que llegó al punto extendiendo las manos a ambos. Los dos protagonistas la
aceptaron y se la estrecharon. Armand sintió que le estrechaba la mano a la
propia muerte que venía a reclamar su alma—. Mi nombre es Bastian. Y mi
compañero es León. —Este también les estrechó las manos a los dos. Cada vez que
lo hacían Armand se sentía más y más incómodo, hasta el punto de enmudecer.
Qué frívolo. —Pensó el menor—. Darnos sus
nombres antes de atravesarnos con su espada. Todo un detalle.
—¿A dónde os dirigís? —Preguntó Bastian
mientras sacaba unos cuantos escudos y pagaba la cuenta de la mesa donde habían
estado sentados.
—Cogeremos un barco para ir a Inglaterra.
Cosas de rey. Ya sabéis los tejemanejes que se trae constantemente. —Mintió
Louÿe.
—¡Qué nos vais a contar! —Soltó León,
negando con el rostro—. Estamos de aquí para allá todo el día por caprichos de
nuestra nobleza. Es absurdo.
—Y que lo digas. —Corroboró su amigo.
—¿Y vosotros? —Preguntó Louÿe—. ¿A dónde
os dirigís?
—Peinaremos la zona todo el día. Hemos
recibido desde el cardenal la información de que un prófugo de la justicia anda
por estos lares. Al parecer el rey sospecha que un jovencito asesino debe estar
oculto por aquí y que cogerá un barco. ¡Si no lo ha cogido ya! —Comentó
Bastian, chasqueando la lengua—. Seguro que lleva semanas fuera del país y nos
hacen recorrer toda la comarca como perros de presa en busca de un fantasma
solo por tenernos entretenidos.
—Mientas nos paguen. —Se encogió de
hombros León, a lo que su compañero acabó asintiendo.
—¿Conocéis la noticia no? —Le preguntó
Bastian a Louÿe y Armand, que parecía fingir estar distraído con un vaso vacío
de la barra—. ¿El noblecito que ha matado a su padre? Lo sabe ya todo París, y
por no decir toda Francia.
—Sí que lo hemos oído. Una partida de
nuestros compañeros ha ido al sur para rastrear esa zona. Nosotros por suerte
tenemos otras misiones que enmendar antes, pero seguro que cuando regresemos,
si aún no se sabe nada del chico, nos encomendarán a esta misión también.
—Louÿe fingió una desgana más creíble que si la hubiese expresado de verdad y
los mosqueteros se sonrieron entre ellos con concordia.
—¿Y bien? —Preguntó Bastian—. ¿Qué
caballos vendéis?
—Aquellos dos de afuera. —Dijo el
mosquetero mientras señalaba a través de los cristales a los únicos dos
caballos que había allí amarrados.
—¡Los hemos visto ahora al entrar! —Dijo
Bastian golpeando con el codo a su compañero—. ¿Te he dicho o no que son dos
caballos maravillosos?
—Han pasado la noche a cubierto, así que
están reposados. No tiene mucho camino encima y son muy rápidos. Os aseguro que
valen mucho, pero seré razonable con el precio. Más que el dinero lo que
queremos es deshacernos de ellos y obtener algún dinerillo para el viaje.
—¡Estupendo! —Dijo Bastian pero León no
parecía del todo convenido, aún mirando en dirección a los caballos.
—No me hace mucha ilusión hacer tratos con
un mosquetero del coronel.
—No seas intransigente. —Le dijo Bastian a
su compañero, en voz baja pero con una sonrisa, para parecer amable—.
Necesitamos los caballos, lo sabes. Hemos rendido a los nuestros y si el
cardenal o nuestro superior sabe que estamos aquí de parranda sin peinar la
zona al menos durante un par de días nos expulsarán del cuerpo, como poco.
Mientras tanto, Armand le tiró del brazo a
Louÿe para que este se inclinase levemente en su dirección y pudiese escuchar
al menos lo que decía.
—Vámonos de aquí. —Le suplicó—. Regálales
los caballos si quieres, pero vámonos cuanto antes. No me importa si no tenemos
dinero, no quiero perder la cabeza aquí, y menos ahora.
—Ya no hay vuelta atrás. —Dijo el mayor
volviéndose a los dos mosqueteros que discutían un precio a pagar.
—¿Cuánto pedís por los caballos?
—Cincuenta escudos, por cada uno.
—¡Estáis demente! —Dijo sonriendo Bastian.
Su estridente respuesta hizo reír al camarero.
—Proponedme vos una oferta.
—Diez, por cada uno.
—Lo siento, exagerasteis demasiado
diciendo que eran caballos muy hermosos. Por ese halago os haré pagar más de lo
que estaba dispuesto a aceptar.
—Condenado diablo. —Le dijo León a Louÿe
con una sonrisa y una mirada de reproche a su compañero que se sonreía
avergonzado.
—¿Qué os parecen ochenta escudos por los
dos? ¡Con monturas y todo!
—Es demasiado, no tenemos tanto encima.
—¿Qué tenéis? —Preguntó Louÿe—. Deberíamos
haber empezado por ahí.
Los dos mosqueteros del cardenal se
miraron el uno al otro y parecieron llegar a un acuerdo.
—No os daremos más de cincuenta escudos
por los dos.
—Eso sigue siendo… —Comenzó Louÿe pero
Armand interrumpió con una voz cortante y sentenciadora.
—Aceptamos.
Todos se volvieron a él, sobre todo Louÿe
que le lanzó una mirada de angustia y sorpresa. En su expresión se pudo
apreciar la decepción porque el joven se hubiese adelantado tanto ya que
hubieran podido conseguir al menos diez escudos más, pero también se reflejó en
su mirada la compasión y el cariño que le producía tener a aquél chico tan
asustado a su lado, con manos temblorosas y una expresión de miedo que él mismo
se contagió de aquella impaciencia por irse.
—¡Pues no hay más que hablar! —Dijo
Bastian extendiéndole la mano al joven que se la estrechó con una expresión de
frialdad y tajante decisión—. Ya veo quien de los dos es el que toma las
decisiones aquí. Jovencito, déjame que os invite a un par de chatos de vino por
los beneficios del trato.
—No será necesario. —Soltó el menor,
tomando las riendas de la situación y alejándose de la barra en dirección a la
puerta—. ¿Desean pagar ya? Iremos recogiendo nuestras pertenencias de los
caballos.
—Que joven tan decidido. —Dijo León con
una mueca de fascinación y Louÿe se sonrió, temeroso de que un sobresalto del
muchacho pudiese comprometerlos a todos.
Cuando al fin salieron todos afuera Armand
fue el primero que se dirigió a su caballo con intención de bajar de él el
petate y alguna que otra bolsa más. Se colgó el mosquete al hombro y se aseguró
de tener bien ensillado al caballo. Mientras tanto León estaba reuniendo el
dinero para pagar a Louÿe el precio acordado y de vez en cuando miraba de un
caballo a otro observando que realmente estuviesen en buen estado y forma.
Bastian rodeó el caballo del chico decidido a que fuese este el que se quedaba
para sí. Le acarició la crin, después el cuello y cuando pasaba por detrás de
Armand, se detuvo. Armand sintió un escalofrió recorrerle mientras aseguraba la
cincha de la montura al tórax del caballo. Se irguió, miró por encima del
hombro y divisó al hombre que le miraba directamente al rostro, con una
expresión mezcla de confusión y maldad.
—Bonito mosquete. —Dijo Bastian mientras
el joven se volvía disimuladamente a él, con media sonrisa de fingida gratitud.
—Gracias.
—¿Es vuestro?
—Mío es. —Dijo el joven y como si un rayo
lo partiese en dos sintió la mano del hombre caer sobre su hombro, dirigida a
la correa que le rodeaba el pecho y sujetaba su mosquete a la espalda.
—¿Me permitís que lo vea? Estoy fascinado
con su acabado…
Antes siquiera de que Armand pudiera
negarse, el hombre ya había desenganchado la correa de su pecho y sostenía el
mosquete con ambas manos, observándolo cuidadosamente y dirigiendo la mirada en
un punto muy concreto de de la culata del arma. Con una mueca de espanto Louÿe
detuvo la mirada en el hombre que le había arrebatado el mosquete a Armand y se
detuvo en contar el dinero que el otro le ponía en las manos. Bastian habló.
—¡León! No les des un solo escudo a estos
ladrones. ¿De dónde has sacado este mosquete, jovencito? ¿Decís que es vuestro?
—Le arrebató el sombrero de un tirón y fijó su mirada en el rostro de este,
ambos se cruzaron una mirada de rápida comprensión, como el cervatillo que
levanta la mirada por encima de la tundra para ver a su cazador al otro lado
del bosque. Esa mirada no tiene precio, en ese instante cualquier cosa puede
cambiar el resultado de una catástrofe. Incluso el cambio del viento puede
alertar al cervatillo, pero esta vez, el viento no soplaba en su dirección,
alejando el olor del cazador.
—Claro que es mío. —Dijo el muchacho,
orgulloso—. ¿A qué viene esta falta de respeto? Llamarnos ladrones…
—Si no sois un ladrón sois pues un
asesino.
—Dejad al muchacho. Él no ha matado a
nadie. —Dijo Louÿe repentinamente intimidado ante el mosquetero que tenía a su
lado, el cual le había arrebatado todas las monedas de un golpe.
—¿Ah no? ¿Y cómo es que tiene el mosquete
de un mosquetero del cardenal? —Señaló una marca en la culata del mosquete, en
donde había un nombre inscrito y la cruz del cardenal. El mosquete, recuérdese
al lector, lo había rescatado del cuerpo sin vida de uno de los mosqueteros que
quiso matarle en la entrada de Chinon—. Conocí a este hombre, —Señaló el
nombre inscrito—. Trabajó conmigo muchos años, y estaba su mosquete
personalizado. ¿Sois vos el asesino que acabó con él hace tres días en Chinon?
¿O sois vos? —Señaló a Louÿe que se había quedado estático mientras León
apoyaba su mano en el pomo de su espada, amenazante—. Matar a un hombre lo
entiendo, e incluso puedo llegar a perdonaros, pero saquear un cadáver como un
buitre, es deshonroso y detestable.
—Estoy de acuerdo. —Dijo Armand, fingiendo
calma y algo de desconcierto—. A nadie le duele más que a mí que se me tilde de
ladrón o asesino. Permitidme ver esa marca de la que habláis. No la he visto
hasta ahora, y si la tiene, yo mismo habré sido estafado porque compré el arma
hace unos dos días a un hombre… —En lo que decía esto el mosquetero del
cardenal le extendía el mosquete, consciente de que no estaba cargado, y el
joven, cuando lo tuvo en las manos lo observó unos instantes pensativo, pero
tan solo un instante. Tras ese pequeño momento estampó la culata en el rostro
del hombre, haciendo que este cayese a plomo en el suelo. Aquél sonido del
hueso roto fue el toque de alarma para que Louÿe desenvainara su espada e
hiciese frente al hombre que tenía delante. Armand se montó en el caballo, se
colgó el mosquete al hombro y desenvainó su espada para blandirla entre Louÿe y
León que se batían entre los dos caballos. De un solo revés, Armand marcó el
rostro del mosquetero con una cicatriz que partía su rostro en dos, desde la
frente hasta la mandíbula, pasando por su mejilla izquierda.
—¡Malnacidos! —Gritó Bastian, levantándose
como una fiera del suelo y blandiendo el puñal que había rescatado de su
costado lo clavó en el muslo del joven que, ya montado a caballo no pudo
revolverse. Cuando Bastian le hubo sacado el puñal el joven le pateó haciendo
que cayese de nuevo al suelo. A su lado vio a Louÿe que, ya sobre el caballo,
volvió en dirección al joven para llamar su atención y que huyesen. Los
caballos salieron despavoridos calle abajo alejándose del puerto y todo
transeúnte alrededor se había quedado petrificado. Los dos mosqueteros, heridos
pero no derrotados, recorrieron la calle para hacerse con otros dos caballos
que les sirviesen para perseguir a aquellos ladrones y asesinos, sin importarle
a quienes se los sustraían Cuando hubieron desaparecido en su búsqueda todo
quedó en silencio y solo unas cuantas gotas de sangre en el lugar de la escena
contaba lo que acaba de suceder allí. Eso y un par de escudos que se habían
caído al suelo y que habían tardado en desaparecer menos de un suspiro.
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