TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 21
Capítulo 21
“Una deuda de honor”
1658. Francia.
LA ROCHELLE.
Antes de las cinco y media de la mañana ya
estaban ensillando a los caballos para partir en dirección al puerto. Dieron y
media cuando ya estaban sobre los animales y trotaban en dirección a la costa.
Ninguno de los dos se había acordado de desayunar ni siquiera un mendrugo de
pan, la excitación les había cerrado el estómago. Armand no cabía en sí de
gozo, y todos los temores del día anterior se habían desvanecido con la buena
nueva de que viajarían juntos a España. Era aún una fantasía que no podía
llegar a creerse, pues si bien lo había conocido hacía menos de una semana,
Louÿe ya era alguien indispensable en su vida y no recordaba nada anterior a
él, pero podía vaticinar miles de situaciones posteriores. Habían estado en
silencio la mayor parte del tramo, pero eso no les evitaba mirarse de vez en
cuando y sonreírse el uno al otro con complicidad.
El joven se había puesto la túnica de
mosquetero para hacer algo más creíble su papel, y se había aprendido de
memoria el nombre de Carld para no errar en el propósito de hacerse pasar por
él. Aún no era de día cuando se acercaban al puerto, el sol ni siquiera había
asomado uno solo de sus rayos y el silencio en las calles iba disminuyendo a
medida que se acercaban a calles más transitadas que conducían al puerto. Con
los sombreros sobre las cabezas y las espadas bien envainadas rebotando en sus
muslos se desplazaban con una expresión de orgullo y satisfacción. Todo estaba
a punto de acabarse para ambos, después de días agónicos. El joven recordaba
aquellos días de soledad, calor, caminos interminables y sed mortal casi con
añoranza. Se le avecinaba un futuro incierto pero era feliz porque era suyo, y
solamente suyo.
Bordearon por encima de una colina para descender por un camino de montaña directos al puerto. Desde aquel punto, entre los árboles y algún que otro matorral, el joven distinguió el mar al otro lado de la pendiente.
Las calles abarrotadas de marineros y pescadores que
comenzaban su jornada laboral, los barcos, inmensos, atracados en el puerto a lo
largo de toda la costa, y el mar. Imponente y denso, oscuro como la misma
noche, iluminado vagamente por todas las luces que bañaban los barcos y el
puerto. Se oía desde allí el trajín de las personas cargando y descargando
cajas, los pasajeros de los barcos destinados a viajantes, embarcando todas las
maletas y baúles, el sonido de una campana y alguna risa estridente por alguna
parte. Parecía que esa risa salía directamente del joven que miraba todo el
horizonte fascinado.
—¡El mar! —Dijo con una radiante sonrisa y
el mayor detuvo su caballo para volverse a él, que se había detenido a otear el
panorama.
—Daos prisa, tenemos que salir de aquí
pronto. Tal vez haya un barco que salga ahora. —Esas palabras impulsaron al
joven para espolear al caballo y siguieron camino adelante.
Cuando llegaron al puerto aminoraron el
paso para no estorbar a los transeúntes y trabajadores que iban de un lado a
otro cargando cajas y utensilios. La mayoría eran barcos pesqueros que estaban
a punto de salir para regresar antes de medio día con la pesca o el marisco
recogidos. Armand seguía al mayor, más seguro de él que de sí mismo, y
aprovechaba para mirar a todas partes intrigado por todo lo desconocido y
divertido con los sonidos, el olor y la vista de los imponentes barcos que
había allí situados. Ya podía imaginarse en uno de ellos, subido a bordo,
asomado a cubierta con el rostro contraído en una expresión de felicidad y
libertad. Todo lo que había soñado siempre se estaba cumpliendo y era demasiado
precipitado como para poder llegar a comprenderlo. Se acercaron a un hombre que
estaba, libreta en mano, inventariando el material que estaban subiendo en el
barco en el que estaba trabajando. El mayor se volvió al joven con una mueca
tranquila.
—Le preguntaremos a él. —Armand asintió a
su propuesta, puesto que no tenía nada que objetar.
Cuando se hubieron acercado lo suficiente,
sin desmontar del caballo, Louÿe atrajo la atención del hombre con su sola
presencia en lo alto del caballo.
—Disculpe, caballero. ¿Podría decirme cuál
de estos barcos es el que más pronto viajará a España? —Le preguntó Louÿe. El
hombre, fastidiado como si hubiese perdido la cuenta de lo que estaba
calculando se pasó la mano por la frente y frunció el ceño con enfadado.
—Pregunte por allí. —Señaló en la dirección
en la que se dirigían ambos protagonistas. Los dos se miraron algo perplejos
pero no sabían qué más decirle. Siguieron adelante tal como el hombre les había
indicado, algo menos esperanzados, y se dedicaron a escuchar atentamente a cada
transeúnte que pasaba a su lado. El mayor se volvió y le susurró a Armand.
—Si oyes hablar español, solo dímero.
—Dijo el mayor con una mueca pícara y el joven le guiño un ojo, sonriendo. Pero
por más que se esforzaban en intentar escuchar a los transeúntes y trabajadores
había demasiadas voces como para poder distinguir nada coherente y cuando
parecía que alguien estaba hablando de un barco que se dirigía a España no era
más que un chisteo o una anécdota.
Llegando casi al final del puerto
encontraron un velero con una gran bandera francesa colgada del mástil y justo
debajo de esta, una española, más pequeña y algo ajada. Pero era española. El
mayor espoleó al caballo con ganas y el joven le siguió, importunando a un
hombre que se cruzó en su camino, cargado varias cajas. Cuando llegaron al
lugar se acercaron a uno de los trabajadores que estaban encargados de subir
cajas al barco, vacías al parecer, y bien cerradas. Le abordaron pero este ni
siquiera quiso escuchar, al ver que eran mosqueteros los ignoró y se limitó a subir
al barco cargado con una de las cajas.
—¿Creéis que no nos habrá entendido?
¿Hablará español?
—No tengo ni idea. —Dijo el mayor con una
mueca de confusión—. Podría ser…
—¡Oigan! —Les llamo la atención un hombre,
que bien podría ser el mismo que el anterior con una libreta similar, con las
manos cubiertas de un polvillo negro y el taje arrugado y cara de recién
levantado. Medio calvo, con un incisivo faltante—. Dejen a mis trabajadores,
mosqueteros, maleantes. ¡Mis hombres son personas honradas! No les importunen,
que solo están trabajando. —La mayoría de los hombres a bordo y aquellos que
estaban subiendo se volvieron hacia los dos mosqueteros y el joven bajó el
rostro, avergonzado y preocupado. El mayor se quitó el sombrero y saludó al
hombre con cordialidad.
—¡Buenas! ¿Es usted el capitán de este
barco?
—No, no lo soy. Pero soy quien decide
aquí. Así que puede tomarme como tal. —Sin descender del barco, y dando voces,
volvió a enfocar su mirada en la libreta—. ¡Aquí no hay nada que les concierna!
Lárguense.
—No venimos en calidad de mosqueteros. Y
tampoco buscamos nada de usted o de sus trabajadores. Sin embargo si pudiera
bajar del barco y atender nuestra petición un instante…
El hombre, muy a regañadientes, rodeó la
cubierta, descendió por el puente de madera y llegó al puerto con una mueca de
disgusto e impaciencia.
—¿Y bien? No me hagan perder mucho tiempo.
—Nos preguntábamos si su barco va a
España.
—Sí, señor. A Bilbao, concretamente. —Los
dos protagonistas se miraron el uno al otro con una mirada cómplice. Esta no
pasó desapercibida por el marinero y frunció el ceño sospechoso.
—Tenemos aquí un permiso del rey… —Empezó
el joven sacando el pasaje pero el hombre se llevó las manos a la cabeza,
angustiado, montando una escena que les dejó a ambos pálidos.
—¡Qué desgracia la mía! Otra vez quieren
requisarnos el barco. ¡Cuántos impuestos hemos de pagar en estos tiempos! ¿Es
que el rey no tiene nada mejor que hacer que dejarnos sin barco a nosotros,
unos humildes transportistas? —Los trabajadores que le rodeaban se comenzaron a
inquietar—. ¿Y qué les diré a mis trabajadores ahora, que están ya cargando las
cosas…? ¿No pudieron venir anoche cuando desembarcábamos?
—¡Cálmese! —Gritó Armand, doblemente
nervioso por culpa del hombre, que al grito del joven quedó como una estatua—.
No venimos a requisarle el barco. ¡No venimos a requisar nada! —Gritó en
dirección a los trabajadores—. ¡Continúen con su trabajo, por el amor de Dios!
—¿Qué es lo que quiere el rey de nosotros,
pues?
—Díganos. —Comenzó nuevamente Louÿe, con
un tono más calmado que Armand—. ¿Le sería a usted de mucha molestia llevarnos
a mi compañero y a mí en su barco hasta Bilbao? Tenemos un permiso del rey para
embarcar en un barco que se dirija a España. —Le pasó el permiso Armand. El
hombre lo leyó cuidadosamente—. Se cree que un fugitivo, harto peligroso, ha
huido a España desde este puerto y nosotros vamos en su busca. ¿Cree que sería
importunaros de más si nos acogieseis a bordo? No tendríais que traernos de
vuelta. Por eso no os preocupéis.
—Firmado por el rey y el comandante de los
mosqueteros. ¡Sí que debe ser alguien peligroso! ¿Y creéis que ha huido a
España? ¿Desde este puerto? Improbable, dado que apenas somos dos o tres barcos
en este puerto los que viajamos a España…
—Solo cumplimos órdenes. —Dijo el menor,
encogiéndose de hombros, dándole la menor importancia. El hombre pareció
comprenderlo y asintió, pensativo, leyendo por última vez el escrito y
devolviéndoselo a Armad.
—Mi barco es un barco de transporte.
Traemos carbón desde España. Tengo entendido que dentro de dos días sale a
España un barco de pasajeros.
—Lo sentimos, pero no podemos esperar
tanto. Debemos llegar a España cuanto antes. Le prometo que no seríamos una
molestia para vuestros quehaceres dentro del barco, ni para usted ni para sus
trabajadores. Incluso podemos colaborar con el trasporte si os resulta
necesario. —El menor asintió a las palabras de Louÿe dándole su afirmación.
—Me temo que no me dejáis más alternativa.
—Masculló el hombre, no del todo descontento. Lo dijo con una amarga sonrisa
conformista—. Si el rey lo quiere así, no tengo de qué quejarme. Y menos cuando
llevo más de un mes de retraso con el pago de las tasas del puesto en el
puerto.
—¿Cuándo salís, pues?
—En dos horas. Pero si estáis aquí dentro
de hora y media, mejor.
—Maravilloso. —Dijo el menor con una
sonrisa agradecida—. Le hablaremos de usted y de su barco al rey, y de vuestra
colaboración desinteresada. —El hombre se sonrió con picardía y palmeó la
carpeta que tenía en la mano, con un golpe seco, indicando el fin de la
conversación y la idea de que debía volver a sus tareas. Tras volver la vista a
la carpeta, musitó, para los mosqueteros que aún estaban presentes.
—Pero solo transporto hombres, los
caballos deben quedarse en tierra.
—No habrá problema. Descuide. Gracias.
—Sentenció el mayor y cuando se alejaron del barco en la dirección en que
habían venido se sonrieron ampliamente y a punto estuvieron de estrecharse las
manos como el gesto de triunfo frente a un conflicto, pero habría resultado extraño
y se limitaron a sonreírse, con calma y al fin algo de esperanza.
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