TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 20

 

Capítulo 20

“Una deuda de honor”

1658. Francia.

 

POSADA “VIRGEN DE LOS MARES” EN LA ROCHELLE.

 

La habitación era iluminada únicamente por una vela al fondo de la estancia, lejos del camastro en donde aún alguien dormitaba. La noche seguía siendo oscura e intensa, silenciosa y llena de quietud. Bajo el ventanuco del techo un cuerpo se movía con la respiración pausada y calmada de alguien que duerme profundamente. Armand aún descasaba acurrucado en el interior de la manta. Sobre él, la túnica de mosquetero aumentaba las capas de ropa para que no pasase frío. Las espadas y los mosquetes al lado del camastro brillaban y esos brillos iban y venían a placer del movimiento de la llama de la vela.

Los cabellos de Armand caían desparramados sobre el almohadón, ondulados algunos mechones, otros algo más estirados. Oscuros y dorados en algunas áreas donde la vela se reflejaba. El rostro vuelto a la pared aún dormía. Estaba tan tranquilo que apenas si se percibía que en él había aún algo de vida. De vez en cuando gemía dentro del sueño, fatigado o incluso preocupado, pero tras un breve instante, volvía el silencio a la estancia. En el exterior no se escuchaba más que el sonido de algún carro pasando de largo, alguna que otra voz alzada sobre la nocturnidad y el llanto de algún  bebé en alguna habitación no muy lejana.

Louÿe se había despertado antes de que diesen las cinco y ante un impulso se había levantado del camastro, arropando al chico con su túnica y encendiendo la vela. A pesar de que no había dormido ni seis horas se sentía con el cuerpo recompuesto y recuperado para cualquier cosa que sucediese ese día. No deseaba permanecer por más tiempo al lado del muchacho por temor a despertarle y se paseó repetidas veces por la estancia, aún descalzo y con el cuerpo helado. Se puso la cuera por encima, se sentó al lado de la vela y se puso a escribir. Por una vez no escribió un poema, sino que arrancó varias de las hojas y comenzó a escribir una concentrada y meditada carta que posteriormente enviaría. El grafito arañando el papel no era suficiente como para despertar al chico que dormía en el camastro.



A medida que iba escribiendo iba arrepintiéndose de las palabras que estaba plasmando. No era una disculpa, ni tampoco una renuncia. Era una declaración de intenciones. Una autopsia de sus sentimientos y de sus miedos plasmados en el papel con una rotundidad que quien le hubiese visto el rostro descompuesto mientras las escribía no habría temido tanto de este como de las palabras que estaba redactando. Cuando hubo terminado con uno de los papeles lo apartó a un lado y se dispuso a escribir otro. Esta vez fue algo más breve, más conciso y mucho más cuidadoso con las palabras que escogía. Era meticuloso y se limitó a terminarlo con un garabato y lo dobló en el momento en que el cuerpo en el camastro se volvía y se abrían los ojos del joven, enfocando la vista en el mayor que le devolvió una sonrisa de sosiego.



—Volved a dormíos. —Dijo este con una expresión autoritaria y el menor asintió con resignación, pero para cuando hubo cerrado los ojos llamaron a la puerta con estrépito. El mayor se levantó de golpe y el joven se irguió en la cama aún sentado. No les hizo falta abrir la puerta porque un sobre se coló por debajo de a puerta y la sombra de quien hubiera al otro lado desapareció. El correo había llegado.

—¿Es el pasaje? —Preguntó el menor, destapándose con cautela y el mayor se agachó para coger el sobre y volverse a Armand con una mueca de satisfacción.

—Si no es el pasaje, ya puede ser una extensa carta de disculpa de mi amigo… —Dijo el mayor sonriendo, confiado en que sería verdaderamente un pasaje para el barco. Se sentó cerca de la vela e hizo un gesto al menor para que no se levantase y apurase el sopor del sueño para despertar poco a poco, y no precipitadamente por la emoción. Aún no sabían lo que había dentro de aquél sobre.

Tras abrirlo el mayor descubrió el permiso, doblado y sellado por el comandante y el propio rey, puesto que en él figuraban ambos sellos y una larga carta personal de su amigo Carld que de seguro no había sido conocida por el rey ni el comandante. Leyó primero el permiso, en voz baja suficiente como para que Armand lo oyese desde la cama.

 

Se concede a los dos mosqueteros portantes de este permiso dos lugares en el primer barco que salga con destino a España. Con el consentimiento del Rey de Francia y del Comandante Treville se les ha encomendado la misión de la búsqueda de un prófugo de la justicia francesa, hijo de un noble que ha faltado al honor de la corona y de la iglesia de este nuestro país. Armand, hijo del vizconde de Braguelonne, antiguo mosquetero del cardenal, se cree fugado a algún punto de España y se les autoriza a viajar hasta dicho país.

 

—¡Ambos! —Dijo el joven que era lo único que había podido escuchar—. ¿Dos? ¿Podemos ir los dos?

—Eso parece. —Dijo el mayor aún algo confuso y se dispuso a leer la carta que le enviaba su amigo. Esta decía así:

 

Poeta virtuoso, buen médico y mejor hombre. Querido buen amigo, temo poner aquí vuestro nombre por si mi carta es interceptada, pero qué demonios estoy diciendo, si escribiré vuestro nombre completo en el sobre para que podías recibirla.

Siempre os he tenido en gran estima por ser todo lo que yo no he podido lograr alcanzar jamás. Os he envidiado, lo reconozco, sois moderado, inteligente y sobre todo buen hombre, justo con los demás y con vos mismo, que hoy en día tan complicado es serlo. Vuestro honor os ha superado en grandes ocasiones y nunca os ha faltado valor ni coraje para castigaros a vos mismo cuando os veíais en el aprieto de hacerlo. aún recuerdo cuando volvisteis al campo de batalla a por mí, cuando incluso yo mismo me daba por muerto. He de recordároslos siempre, lo siento, pero habéis sido mi ángel de la guarda desde entonces y siempre os he obedecido con absoluta rotundidad.

Siempre habéis sido un hombre digno, pero en nuestro último encuentro fuisteis solo un hombre, a secas. Y eso es algo que jamás esperé poder encontrar en vos. Acudisteis a mí completamente despojado de honor, vergüenza y lealtad. Pálido, tembloroso y decidido. Sobre todo decidido a enmendar algún error que podía ver en vuestros ojos que habíais cometido. Tal vez estabais intentando actuar por un honor más grande que el que le debemos al rey o a la corona, pero eso no lo sé yo. Pude ver al hombre, al niño, al humano que se lanza al combate atemorizado y rogándole a dios por no tener que blandir la espada si no es para salvar la vida. Estábais completamente carente de escrúpulos cuando me pedisteis que mintiese a nuestro rey y a nuestro comandante por sabe Dios qué tejemanejes, carente de lealtad cuando habéis puesto mi puesto entre los mosqueteros en juego, y carente de sentido común al arriesgaros en tan temeraria empresa. Pero estabais lleno de vida, y estoy orgulloso de vos por ello.

Puedo figurarme lo que ha sucedido, o tal vez sean locas ideas mías, pero vuestros actos tienen consecuencias. Todos los actos las tienen, y vuestros actos, al igual que los míos, son muy arriesgados, por no decir que podría hablarse de alta traición. Por eso aquí viene lo que he planeado para vos y ese muchachito al que intentáis proteger:

Tras el largo camino a París di con la forma de conseguir un pasaje de barco sin que sonase precipitado o incluso sospechoso. Supuse, ya a esas alturas, que vos estabais metido en un problema más grande que vuestro puesto entre los mosqueteros por lo que pensé, ¿por qué no le ayudo a él también de paso? Y así es como decidí que necesitabais dos pasajes, no uno. Le conté a nuestro comandante que le habíamos seguido la pista al muchachito hasta las costas de La Rochelle y que alguien nos había informado de que había cogido un barco porque deseaba viajar a España, donde también nos habían comunicado que tenía ciertos conocidos que podrían refugiarle. El comandante está sometido a tales presiones desde palacio que accedió a mi petición sin dudarlo. Así que cuando lleguéis al puerto y encontréis un barco que os lleve a España, dile al chico que se haga pasar por mí, dale mi nombre, y mi puesto si le place. Yo ya no deseo conservarlo. No temáis porque alguien más os siga a España. El comandante solo va a enviarnos a nosotros como medio de asegurarse de que realmente ha viajado allá. Una vez fuera del país, no es problema del Rey.

Si no es de vuestro placer, amigo mío, acompañarle, dile al muchacho que le diga al capitán que eran dos, pero que su compañero había muerto de camino. Si deseas escapar tu solo y dejar al chico en tierra, tú sabrás lo que haces pero rezo porque Dios no castigue tus actos con una tormenta en pleno mar. Si decidís quedaros, moriréis ambos. Y si marcháis, dejadme que os desee toda la suerte del mundo en las cálidas costas de España, donde el vino es tan dulce, la comida tan sabrosa y las mujeres tan morenas.

Por lo que parece, hagáis lo que hagáis, esta será la última vez que puedo hablaros. No contestéis a esta carta, os lo ruego, pues me pondréis en un aprieto. Dejaré a mis compañeros mosqueteros, amigo mío. Nunca fue realmente mi sitio, siempre he sido un desastre, tanto con la espada como con el juego y lo único que se me daba bien era ser fiel a vos como un perro. Pero ahora que vos marcháis, a mi no me queda más que dedicarme a mi segunda mejor afición, el vino y las mujeres. Si alguna vez regresáis a Francia, buscadme en la taberna más pestilente de todo París, allí estaré gastándome los cuartos que no tengo por una mujer que no me ame.

Os deseo un feliz viaje, compañero. Cuidad del chico, no parecía mala persona cuando os amenazaba con la espada en aquella posada.

 

Armand escuchaba atento, con los ojos abiertos como platos y una expresión infantil, atenta y feliz que inundaba toda la habitación de un brillo celestial que conseguía opacar el brillo de la vela. Cuando Louÿe terminó de leerla la volvió a doblar por los pliegues que tenía y recogió el papeleo de alrededor, escondiendo los papeles que había escrito él mismo un rato antes en su libreta y le extendió Armand el permiso, para que lo leyese si lo deseaba y se familiarizase con él.

—Vuestro amigo es un ángel. —Dijo este tras leer varias veces el comunicado—. Y yo que lo creí un presumido y un arrogante. Ha resultado ser un maravilloso ser.

El mayor no tenía nada que decir, estaba tan confuso por la situación y a la vez tan conmovido y fascinado por la iniciativa de su compañero que aún no asimilaba su nueva situación. El joven lo había entendido antes que él, saltando fuera de la cama aún con el permiso de la mano y lanzándose al regazo del mayor, abrazándole, haciéndole salir de su ensoñación.

—¡Iremos los dos juntos! Al fin no tengo que separarme de vos. ¿No es maravilloso?

—Sí que lo es. —Dijo el mayor separando a Armand de sí mismo y mirándole al rostro. Estaba radiante como un crío entusiasmado—. ¿Estáis feliz? Pero qué cosas… ya veo que estáis irradiando felicidad.

—¡Soy muy feliz! Empezaremos de cero. ¿Sí? Podremos establecernos en una pequeña villa, donde vos seréis el médico y yo puedo hacer de vuestro ayudante. Si lo deseáis. ¿Acaso preferís ir por vuestro lado…? —Se desanimó el joven—. Si deseáis llegar a puerto y deshaceros de mí o ir por vuestro camino, lo entenderé igual. Yo me buscaré la vida, soy joven aun, pudo trabajar de cualquier cosa…

—¡Dejaros! —Dijo el mayor con asombro, como recién salido de un sueño—. Nunca. —El mayor miró en dirección a la ventana. El cielo ni siquiera había empezado a clarear pero ya se puso en marcha—. ¡Vestíos! Saldremos en el primer barco que deje el puerto.

 

 

 

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