TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 1
Capítulo 1
“Cafés infestados de humo”
París, Francia. S. XIX. 1890.
Bar de Flore. Una noche de octubre.
El sol hacía horas que había desaparecido,
perdiéndose irremediablemente detrás de uno de aquellos edificios que recorrían
las calles eternas de París. A lo lejos, la música de los diferentes
establecimientos se confundía con la de los músicos callejeros que deseaban
iluminar con sus cantos las calles y sin embargo todo quedaba opacado por el
ruido de las conversaciones de las personas, el griterío de las terrazas y los
vagabundos yendo de un lado a otro por las aceras llenos de murmullos y
oraciones. De vez en cuando un carro cortaba la calle en dos como una aguja
dando una puntada de hilo de hilvanar en medio del mapa. El caballo dejaba un
pestilente olor nauseabundo y el ruido de las ruedas anuncia que en poco tiempo
una de ellas va a ceder y salirse haciendo volcar al carro y a todos los que
vayan dentro. El látigo del cochero y el relincho del caballo terminan por
ponerle la puntilla al ambiente.
Estamos en la hora clave, donde los
trabajadores madrugadores se van a sus casas a cenar y descansar para rendir al
día siguiente y los ladrones y enamorados salen a pasear. Es la hora donde
surge el cambio de mentalidad, donde los conservadores se refugian y los
liberales salen a escandalizar, donde los niños duermen y los adultos se desvelan.
Es el momento en que todo parece morir pero no muere, se estanca y renace de
entre las cenizas de su propia sombra. Las mujeres y los muchachos son más
bellos a estas horas, los licores son más sabrosos y la oscuridad tapa todos
los pecados. Las faldas se suben y los perros aúllan hasta la madrugada. Es la
hora en el que París es la ciudad más hermosa y todo tiene su particular
belleza.
Un joven muchacho que apenas si contaría
con diecinueve años caminaba despreocupado por la ancha calle que le llevaría a
su destino. Su gabán le quedaba grande, claramente no era suyo y en la mano
portaba un bastón que más que ayudarle a caminar le ayudaba a apartar a las
personas con quien se encontrase por el camino. Le servía como palo para
toquetear todo lo curioso que encontrase y le llamase la atención, como vara
para apalear a todo el que se le encarase y como incordio para hacer tropezar a
más de un transeúnte. Se reía, con grandes y estridentes carcajadas anunciando
la más diabólica maldad que se le haya conocido a un chico. Las luces de la
ciudad revelaban una cabellera rubia oscura, algo descuidada, claramente sucia
pues de seguro hacía más de una semana que no pasaba por agua, si acaso por
lluvia. Su rostro era dulce y su sonrisa maquiavélica. En el porte podría haberse
visto a un noble pero no era más que un vagabundo.
Mientras tarareaba hablaba consigo mismo,
cortándose, de vez en cuando insultándose, y más tarde volviendo a divagar.
Recitaba un poema en alto con la intención de que alguno de los transeúntes
pusiese un mínimo de atención en él pero nadie le miraba más que como un
colérico y endiablado niño perdido. Y no era más que eso. Eso, y un poeta.
R: ¡Nadie parece apreciar el arte hoy en día! —Gritaba,
con la misma esperanza que recitaba, intentando que alguien como mínimo le
contradijese para tener una excusa de enarbolar su bastón—. Se han manoseado
tanto los conceptos de arte y amor que debemos reinventarlos. ¡Qué lejos queda
la buena apreciación y cuantas boñigas habremos de tragar para encontrar al menos
un solo verso con significado sincero!
Saltaba mientras caminaba, emocionado e
incluso alegre, pero de vez en cuando se le ensombrecía el rostro y se sacaba
la pipa del bolsillo del gabán para encendérsela con rapidez y exhalar varias
bocanadas de humo al aire, regalándoselo a la luna que ya asomaba por alguna
parte. Las luces anaranjadas le condujeron paso a paso hasta un bar al final de
la calle, haciendo esquina con la calle perpendicular. Quedó allí varios
segundos mirando hacia el interior pero al no encontrar lo que estaba buscando
decidió darle unas cuantas caladas más a la pipa y entró al fin, algo arrecido
con los huesos helados pero exuberante de entusiasmo, como si el viento o las
frías estaciones que se aproximaban no le hubiesen hecho el más mínimo daño.
Sus mejillas estaban enrojecidas y mientras caminaba alrededor de las mesas las
golpeaba con su bastón, molestando a los comensales y asustando a otros tantos.
Alguno se quejó, pero la dura empuñadura del bastón era amenaza suficiente como
para no levantar demasiado alto la voz.
Sus ojos vagaron por el interior del local
y cuanto más alejaba la vista más oscuro estaba el local. El olor era tan
hogareño para él que en aquel bar se sentía como nunca se había podido sentir
en su casa. Ese olor ácido de las bebidas impregnado las maderas de las mesas y
la barra. Esa luz de las botellas colocadas detrás del mesero y el papel
pintado de las paredes. Algunos cuadros allí colocados habían sido más que
fuente de inspiración, habían sido mundos donde tras varias copas de absenta se
había sumergido y había vivido aventuras que más que inconcebibles eran
incontables. Tras la sobriedad aquellos cuadros rezumaban más vida de la que
recordaba la primera vez que los vio y todo el entorno hacía de de aquella estancia
su propio e íntimo agujero dentro del infierno donde poder sentirse como en
casa.
Cuando encontró lo que andaba buscando sus
ojos brillaron y su sonrisa se iluminó con candidez. Llegó hasta una mesa
ocupada por un hombre mayor, tanto que bien podría haber sido su padre. un
hombre con la frente despejada, el resto del pelo revuelto de tantas veces que
se había pasado las manos por él en busca de una fuente de inspiración y unas
gafitas pequeñas colgadas del puente de su nariz. En sus manos una pluma garabateaba
unas inconexas líneas en un papel y tras finalizarlas, las tachaba con
estrépito y vergüenza. En el título del poema se podía leer «Cafés infestés
de fumée» Cafés infestados de humo. El gabán del hombre colgaba del
respaldo de la silla y en más de una ocasión se arrepintió de haberlo dejado
allí, pues hacía ya frío como para desprenderse de él portando solo una camisa
debajo. Pero el alcohol había hecho sus efectos, caldeando su cuerpo y por
desgracia embotando su mente.
R: ¡El cielo se me abrió anoche!
Exclamó el muchacho radiante de felicidad,
pero una felicidad tan plena y sana que incluso parecía iluminado por la mano
derecha de Dios. El hombre que le aguardaba en la mesa alzó la mirada y como si
le costase al menos unos segundos digerir que aquel chico estuviese delante de
él, tardó en saludarlo con una sonrisa amable. Después cayó en lo que las
palabras que volaban alrededor su cabeza significaban y volvió a mirarlo esta
vez confuso y algo distraído.
V: ¿Cómo has dicho?
R: ¡Dios! —Exclamó el joven, con humildad y al mismo
tiempo desazón—. O Satanás. Yo abogo más por este último, se me apareció en
forma de poema. Me golpeó la frente, abrió mi cráneo e introdujo dentro de mí
ideas que no había concebido hasta entonces. ¡Puedes creerlo!
El muchacho, sin darse cuenta de que sus
palabras no solo resultaban confusas para el mayor sino para cualquiera que las
hubiese oído, no pareció tener la intención de aclararse o justificarse y dio
por terminado su discurso. Apuró con desparpajo la copa del mayor y la vació de
aquel líquido verdoso que contenía dentro. El mayor, al ver que su única fuente
de inspiración desaparecía por la garganta del joven llamó a la camarera y le
pidió dos copas como la que R acababa de terminar. Esta se llevó la copa
vacía y regresó al rato con otras dos llenas hasta la mitad de absenta. Colocó
las cucharas con el terrón de azúcar sobre el borde de la copa y vertió en
ellas agua fría, tras quemar el terrón. En ese tiempo al mayor le había dado
tiempo a tachar dos o tres frases más que acababa de escribir. Bien sabía que
al lado del joven su virtuosismo quedaba reducido a la nada.
V: ¿Vas a explicarme eso que me has dicho o esperas que
Dios me ilumine a mí también para poder ser partícipe de ello? ¿Soñaste, acaso?
¿Es eso de lo que me estás hablando? No me digas que un ángel bajó del cielo y
guió tu pluma como a San mateo, porque eso llevo esperando yo dos horas y no
encuentro resultado.
R: ¡Ah! Pero tú no eres un buen devoto. Ningún ángel
acudirá en tu llamada. Si acaso alguna musa despistada.
V: Tú eres doblemente pecador. —Le espetó el mayor—. ¿A
qué acudiría Dios en tu ayuda?
R: No vino en mi ayuda. Ni tampoco a guiar mi pluma sobre
un poema. Ayer no escribí. Fui incapaz.
V: ¿Cómo es eso? —Preguntó el mayor, esta vez mucho más
curioso y ansioso por saber qué clase de misterio intrincado estaba intentando
el joven rebelarle. El hecho de que ángeles o demonios se le apareciesen era
algo habitual, pero la idea de que aquel joven no escribiese y aún así
estuviese en pleno éxtasis era toda una novedad.
R: Ayer en la tarde me pasé por el anticuario por el que
solemos merodear de vez en cuando, ese de la Rua Flore. Estaba decidido a irme
a casa cuando encontré esto:
Del bolsillo interior del gabán se sacó un
librillo de apenas cuarenta páginas, de tapa fina y ajada, amarillento todo,
incluso marrón anaranjado. Las esquinas de las tapas estaban dobladas, las que
no estaban faltantes, se descascarillaban las capas de las tapas y de vez en
cuando, en el roce, se desprendían escamas de cartón. El interior estaba sin
embargo decente. No faltaban hojas y ninguna estaba más suelta que otra. Cierto
que el papel estaba amarillento pero no había manchas ni arrugas. Parecía que
había estado muchos años en una estantería sin moverse en absoluto porque tenía
el lomo más amarillento que las partes delantera y trasera.
V: ¿Qué es eso? —Preguntó el mayor descendiendo su
interés al ver que no era más que un libro de poemas—. Habría imaginado que
sacarías el Santo Grial. O al menos una copa llena de vino del bueno.
R: ¡Qué susceptible! Odio cuando haces eso, cuando le
quitas importancia a algo sin conocerlo. Seguro que si me hubieses visto sin
conocer mis poemas me habrías tildado de vagabundo buscavidas.
V: ¿Acaso no lo eres? —Preguntó el mayor con sorna y el
menor le sacó la lengua.
R: Si no quieres no te lo cuento, pero te involucra a ti.
—Dijo el menor, haciéndose el desinteresado y metiéndose el extremo de la pipa
en la boca, mordiéndolo en vez de fumar de ella. El mayor desistió de poder
concentrarse en sus poemas y dejó la pluma en la mesa recostándose en la silla.
Se estiró, resopló y se cruzó de brazos cargándose de paciencia.
V: Si escribieses narrativa sobre las fantasías que
almacenas en tu cabeza seríamos ricos.
R: ¡Cualquiera puede escribir narrativa! —Se ofendió el
menor—. Pero solo unos pocos valen para la poesía, igual que cualquiera puede
emborracharse, pero muy pocos valen para ser borrachos profesionales.
V: Anda, cuéntame lo que quieras. —El mayor se resignó.
R: Pues bien, ayer en la tarde me hice con este libro.
—Se lo extendió al mayor que lo ojeó, sobresaltándose.
V: ¿Poemas y sonetos? Pensé que aborrecías los cánones de
poesía clásicos.
R: ¡No! Aborrezco que se sigan usando como si tuviéramos
que encorsetarnos durante toda la historia a los mismos estándares. Pero en su
tiempo, era algo habitual y hermoso. Pero no es eso lo que me llamó la atención
del libro.
En la portada puede leerse:
Sonetos y Poemas de Louÿe d’Aramitz.
El mayor descubre tras la portada en la
primera página después de las guardas la portada del libro en la que se vuelve
a ver el título del libro, el nombre del autor y en la siguiente página unas
escuetas aclaraciones:
Edición de 1660. Editado póstumamente. Poemas reunidos y publicados por un
compañero del autor.
En la hoja destinada a la dedicatoria se
puede leer:
Louÿe d’Aramitz. Médico, poeta y mosquetero de Rey.
V: ¿Un mosquetero poeta? Ya lo he visto todo en la vida.
R: Que escéptico eres. —Negó el menor recogiendo el libro
de manos del mayor y ojeando de nuevo en el interior.
Paseó la mirada por los poemas como si ya
fuesen parte de él, como si cada uno fuese una estancia diferente de una
mansión por donde él ya hubiese caminado y se hubiese recostado a descansar. En
cada uno había dejado una pequeña parte de él y otra que se había instalado en
el joven. En el primero de los poemas podía leerse una aclaración que englobaba
a los últimos cuatro versos:
Tras un estudio minucioso se llegó a la
conclusión de que este último cuarteto lo escribió otra persona, tal vez un
allegado cercano del autor. Dado que en los borradores originales aparecía una
letra diferente a la del autor y su estilo no concuerda su autoría queda bajo
un gran interrogante.
V: ¿Y qué tiene que ver esto conmigo? —Apremió el mayor.
R: No es solo contigo. También conmigo.
V: Son poemas de amor. —Dedujo él, erróneamente—. ¿Habla
de enamorados? No me digas que has caído presa de la ñoñería y el romanticismo.
R: ¡No son poemas románticos! Son poemas sobre ti y sobre
mí. Y el autor debía saberlo. ¡Estoy seguro de ello!
V: ¿Poemas sobre dos enamorados?
R: ¿A qué viene esa cerrazón con el amor? No habla de
amor, no habla de parejas, no habla de relaciones sexuales. Esto no tiene nada
que ver con el sexo o el amor. Habla de la conexión entre dos almas a lo largo
del tiempo. ¿Es que acaso no lo entiendes? Desde el momento en que leíste mis
poemas y demandaste conocerme, desde el primer instante en que nos conocimos,
cuando nos vimos por primera vez, lo supe. Supe que éramos el uno para el otro
en esta miserable y demacrada vida.
El mayor quedó en mutis unos
instantes, casi al borde del colapso pero algo pareció abrir en su mente, tal
vez una puerta, una ventana o una escotilla, pero algo se iluminó dentro dando
luz a algo en lo que hasta entonces no había pensado.
R: Has bebido demasiado. —Se deprimió el joven, al
comprender que le mayor no le prestaría la atención necesaria—. No me
entenderías ni sobrio.
V: Has leído un poema que habla de conexiones entre
almas. ¿Es eso todo?
R: ¡Ninguno habla de conexiones entre almas! Lo expresa
el conjunto de obras. Cada uno se relaciona tan solo consigo mismo. ¡Y algunos
son realmente fascinantes! Igual que predicciones del propio Nostradamus.
¡Habla incluso de la Revolución Francesa sin haberla vivido!
V: ¿Y dónde has encontrado la similitud entre nosotros y
esos poemas? —Preguntó el mayor sonriendo con escepticismo pero el joven corrió
a uno de los poemas que ya tenía en mente.
—R: Aquí, este. Es como si el mismo
autor hubiese predicho que sería aquí donde te encontraría para contártelo.
El joven le mostró uno de los poemas:
Poema 4
Un par de copas de licor barato
vierten su líquido sobre la mesa.
Nos conducen con sopor a una siesta.
Te encuentro a mi lado mirando el plato
Eterna noche, lejana mañana.
Acaríciame con haces melosos.
Acaríciame hasta que reposemos.
Nuestras almas juntas ya están cansadas
Tus mangas están manchadas de café.
Los olores de lavanda y ajenjo
quedan en el recuerdo del poema
Tus besos ya tienen regusto añejo,
solían ser dulces hasta que desperté,
hasta que me regalaste una perla.
V: ¿Solo porque habla de ajenjo ya tiene que ver con
nosotros? —El mayor soltó un bufido como si aquella conversación hubiese
llegado al cénit de la exasperación y volvió a coger su pluma decidido a no
perder más el tiempo. El menor quedó allí pasmado, más ofendido que
entristecido y cerró el librillo con cuidado y silenciosamente. Bebió de la
copa que tenía a su lado y observó detenidamente como el mayor era incapaz de
sacar un par de líneas del poema.
R: Quería contártelo porque me recordaba a ti.
V: ¿El poema?
R: El autor.
Ambos levantaron la mirada y se
encontraron un instante. El menor mordisqueó la pipa unos segundos y el mayor
soltó un resoplido.
R: Por eso te cuesta tanto exprimir dos líneas de un
poema. Porque todo esto te pertenece. Ya has contado lo que querías contar en
otra época y no hay necesidad de escribir más. —Le extendió de nuevo el libro—.
Todo esto, cuando lo he leído, he sentido que eras tú quien me los recitaba,
como si en cada línea hubiese una parte de ti, que no he conocido nunca pero
que juraría reconocer, gritándome desde un lugar muy lejano que te pertenezco,
y que tú me perteneces a mí. Que estamos juntos, pase lo que pase, para lo malo
y para lo peor. Y que no estamos aquí en este mundo para amarnos o cuidarnos,
sino para destruirnos y empezar de nuevo, como una rueda que gira, impulsada
por el dolor y la traición, por el hambre y la muerte.
El mayor pareció meditar unos instantes,
se pasó el índice por el labio inferior atusándose la barbilla y apoyó la
espada de nuevo en el respaldo de la silla.
V: ¿Crees que ese mosquetero que escribió ese libro
estaba enamorado de alguien igual que yo lo estoy de ti?
R: No lo sé. —Reconoció el menor—. Pero si de algo estoy
seguro es de que ambos, tú y yo, ellos, quienes fueran, portaban una pesada
carga sobre sus hombros. Una carga de conciencia que les hundía cada vez más y
más. He ido a la biblioteca nacional para investigar más sobre él esta mañana.
Es curioso, fue un ejemplar médico y mosquetero, llevó una vida tranquila. Pero
su muerte fue tan misteriosa como endemoniados y oscuros son sus poemas.
V: Cuéntame. —Sonrió le mayor—. Cuéntame la historia de ese mosquetero.
Comentarios
Publicar un comentario