TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 14
Capítulo 14
“Una deuda de honor”
1658. Francia.
Taberna
“BOSQUEJO”. AMBOISE.
El ambiente entre ambos mosqueteros se
destensó ante la llegada de su general. Se pusieron en pie y recibieron al
hombre con un gesto de sorpresa que él y sus acompañantes repitieron. Todos
acabaron sentándose a la mesa en la que antes estaban Carld y Louÿe y antes de
comenzar la conversación pidieron de beber y comer con una tranquilidad que a
Louÿe le incomodaba. Estaba ansioso por coger su caballo y marcharse lejos,
estaba deseando salir de aquella taberna y perder de vista a sus conocidos y a
todo mosquetero del cardenal. Su coronel hacía aspavientos y gesticulaba,
abanicándose con el sombrero retirando lo fatigado que estaba pero no lo
parecía en absoluto más que en sus quejas. Era un hombre mayor, sin alcanzar la
cincuentena, medio calvo y con el vientre poco a poco abultándose con los años
por los excesos de comida y bebida, junto con el ocio y el peso del cargo que
ostentaba.
Mientras se abanicaban sus
acompañantes hablaban entre ellos. Al parecer dos se conocían y el tercero
acababa de llegar hacía poco. No sabía el porqué les habían reunido allí ni
cuáles eran las intenciones de su general para con ellos, pero tan solo Louÿe
parecía ansioso por conocer las nuevas mientras que el resto estaban más
entretenidos entre ellos que curiosos por la cita. Louÿe los miró a todos uno
por uno. Parecían de su quinta, alguno incluso mayor. Todos parecían bien
vestidos, acomodados en sus cargos y completamente desentendidos de la vida
ociosa y tranquila como el resto de ciudadanos. Parecían comprometidos con el cargo,
y eso le asustó aún más.
Cuando la comida al fin estuvo sobre
la mesa todos la atacaron como si estuviesen famélicos pero el único que no
probó bocado era el mismo que seguía astillando la madera con un dedo y
bebiendo vino con una expresión poco aragüeña.
—Come algo. —Le aconsejó su amigo,
sonando agradable e incluso divertido, pero su mirada lanzó chispas,
indicándole que si estaba mal por algún motivo fingiese no estarlo y se
limitase a comer de una comida que él no iba a pagar y no levantara sospechas,
si es que había hecho algo malo que pudiese perjudicarle. Louÿe se mordió el
labio inferior, dubitativo, pero la comida era en lo último en lo que pensaba y
su estómago no le dejaría meter nada más que vino. Cuando se hubo tomado dos
copas carraspeó con el coraje del licor e hizo que todos levantasen la mirada
en su dirección.
—General, con todo el respeto, pero
quisiera saber si nos ha traído aquí para algo más que para comer… —Dejó la
frase en aire, sustentada con una mirada dubitativa y la mirada fulminante de
su compañero. El general parecía más confuso que sus propios acompañantes que
apenas si habían levantado la mirada del plato y volvieron a la comida en un
santiamén.
—Sí, claro. —Dijo, como si fuese el
asunto más claro del mundo—. Pero antes vamos a comer, hemos hecho un camino
largo hasta aquí. Apenas habíamos salido al amanecer…
—¿Es algo malo? —Preguntó de nuevo,
esta vez con una mueca de preocupación—. Soy incapaz de probar bocado con esta
angustia. Nos hizo llamar el otro día, y si es algo urgente ya hemos esperado
demasiado…
—No me amargues la comida. —Sentenció
el general mientras volvía a sumergirse en la copa de vino para tragar un
mendrugo de pan y el rubio acabó cediendo, dejando caer sus hombros y
resignándose en su asiento, con la mirada puesta en la madera de la mesa más
cercana a él y pensando en una alternativa, una salida, mil posibilidades que
estuvieran a punto de suceder y cientos de soluciones. Era incapaz de
imaginarse el motivo por el que los habían reunido, pero a medida que pasaba el
tiempo la única idea que se le ocurría iba tomando fuerza en su cabeza. De esa
idea, salían otras tantas relacionadas con la primera, todas ellas inculpándole
en algún delito.
Cuando se le acabó el vino en vez de
servirse nuevamente decidió sacar la libreta que hacía poco había guardado y el
lápiz para comenzar a escribir. Saltó varias páginas en blanco y empezó un
nuevo poema. Tachó algunas palabras, pero al tiempo ya estaba medio poema
construido. Su compañero lo miraba con la expresión más aterrorizada que le
había visto nunca, como si en esa libreta del demonio estuviese escribiendo
cientos de injurias y maldiciones para los acompañantes a su mesa y mientras
escribía, fruncía el ceño concentrado y resentido, lo cual hacía pensar que realmente
estaba escribiendo cosas poco puritanas.
La
oscuridad nos rodea
El
caldero burbujea
Rosas
silvestres en agua
Alguien
llora tras la puerta
Cupido
me lanza su amor
Vulcano
me esconde de él.
Yo
me resguardo en su fragua
Oigo
como quema la piel
Campanillas
de oro rosa
Manuscritos
dibujados
El
incienso nos rodea
Su
dios me ha desollado
El
disparo no es certero
Pero
me ha lanzado al suelo
Su
sonrisa prevalece
Ya
soy suyo por entero.
Cuando ya no hubo comida sobre la mesa
y el general se limpiaba la boca con un trapo de cocina que le había quitado de
la cintura a una camarera que pasó a servirles otra jarra de vino, miró directo
al rubio indicándole que iba a satisfacer al fin su curiosidad. Guardó el
cuadernillo dentro de la cuera y se dispuso a prestarle toda la atención que le
fue posible.
—Seré breve, no quiero perder más el
tiempo con esto. —Dijo mientras plantaba las manos en la mesa. Todos
atendieron—. Como ya es conocido hace un mes un muchachito, el hijo único y
heredero del vizconde de Braguelonne, antiguo mosquetero del cardenal, asesinó
a su padre y huyó del hogar. El único testimonio que dan los trabajadores de la
casa es que el chico se enajenó con el padre en una discusión y le apuñaló
hasta la muerte. El chico se fugó dejando allí al padre y no se ha vuelto a
saber nada de él. Las primeras semanas París estuvo revolucionado buscándole,
pero al parecer hace una semana salió de la capital y se le ha estado viendo
por la zona.
—Que se encarguen los mosqueteros del
cardenal. —Dijo Carld, sin saber muy bien a qué venía aquella información.
Louÿe sin embargo intentó no palidecer y mostrarse sereno y desinteresado como
su compañero—. ¿No era mosquetero del cardenal? Que sean ellos quienes lo
busquen….
—Es lo que han estado haciendo hasta
ahora. Y siguen en ello. Le han perdido la pista por esta zona. —Meneó la
cabeza volviendo a su monólogo—. La cosa es esta. Dado que ha pasado un mes de
la muerte del vizconde y su hijo y único heredero no aparece, y no parece que
tenga intención de desaparecer, es más, le han puesto en busca y captura y han
puesto precio a su cabeza, se ha decidido abrir el testamento del hombre, más
que nada para saberse que va a ser de sus tierras y posesiones.
—¿Y bien? —Preguntó Louÿe—. ¿Se las
van a expropiar al chico por estar fugado?
—Ni siquiera va a hacer falta. Al
parecer tras la muerte de su esposa hacia unos años él cambió su testamento,
dado que tras heredar todas las posesiones de su esposa junto con las suyas
propias afianzó un caudal importante.
—¿Cómo? —Le cortó uno de los
mosqueteros que le habían acompañado—. ¿No puso a su hijo como heredero?
—Eso parece. Resulta que deja todas
sus posesiones al servicio del Cardenal para que este haga lo que le venga en
gana con sus muebles e inmuebles. El muchacho no heredaría nada, ni siquiera si
regresa. Incluso si cumple pena de cárcel y se reforma. No. Nada.
—¿El chico lo sabe? —Preguntó Louÿe,
pensativo.
—Lo dudo mucho. Incluso algunos
familiares lejanos que se trasladaron a París hace unos días para la apertura
del testamento, como aves de rapiña ondeando el horizonte en busca de un
cadáver que saquear, no tenían ni idea. —El general negó con el rostro—. Ahora,
si el chico tenía algún motivo para regresar a Paris, puede darlo por perdido.
Las noticias vuelan, es cuestión de tiempo que él, por muy apartado que esté de
la civilización, se entere.
—Vaya al grano, general. —Dijo uno de
sus acompañantes.
—Pues ya os informo que a mí me traen
sin cuidado las reyertas familiares de los nobles que viven acomodados en sus
mansiones y mucho más de los que han servido al cardenal. Pero el Rey, y aquí
entramos nosotros, se ha sentido profundamente herido por todos los rumores y
falacias que recorren París, por saber que un noble que tan buena cara le ponía
en las fiestas y reuniones se ha saltado varias leyes para dejar sus
pertenencias al Cardenal…
—¿Ahora tenemos nosotros también que
ir tras él? —Preguntó Louÿe algo nervioso.— Es absurdo, tenéis a cientos de
mosqueteros recorriendo Francia por un crío que bien puede estar muerto, o
morirse en bien poco. No supone un peligro para nadie. No tiene dinero, no
tiene posesiones, no tiene ya a nadie en Paris. ¿Qué representa? Menos que una
amenaza para alguna liebre que caiga presa de su hambre…
—Yo no decido estas cosas. —Dijo el
general—. Son órdenes del coronel. Quiere que él y el rey se apunten un tanto
frente al cardenal y a los chismosos de Paris. Su cabeza en un cofre. Eso es lo
que quiere.
Louÿe sintió tal escalofrío que se
levantó de golpe de la mesa frente a la mirada de todos. Sintió como todo su
cuerpo de pies a cabeza se contraía y sufría una inmensa ola de ardor y
quemazón. Se revolvió unos segundos ajustándose el cinto de la cuera y sonrió
algo incómodo.
—Iré a por más vino. —Dijo el rubio,
lo cual fue recibido con júbilo. Cuando regresó de nuevo a la mesa la
conversación continuó mientras todos se servían otra copa.
—Las indicaciones que llegan desde
París son estas: Es un muchacho, como ya sabéis, de unos veinte años. Puede que
aparente algo más. Pelo largo, castaño, montando a un caballo bayo, que
recientemente se ha visto en Loches pero sin su dueño. Puede que lo haya
vendido para malvivir. Porta una espada y un mosquete, objetos que le ha
sustraído al parecer a su padre. Es inteligente, pero al parecer está herido.
Puede que medio muerto. La última vez que se le ha visto ha sido en una posada
en Loches, donde tuvo una escaramuza con un mosquetero, según nos han contado
los meseros. El muchacho se fue en dirección sur, hacia Châtellerault.
Los ojos de Carld brillaron de
emoción, casi de excitación. Dirigió una mirada alegre a su compañero pero este
no le devolvió el gesto. Miraba directo a un plato vacío delante de él y
meditaba en una profunda reflexión. Carld estaba dispuesto a contarle todo lo
sucedido al general. Estaba ya repasando una lista de adjetivos y exclamaciones
para describir como su compañero se había enfrentado a aquel muchacho, pero al
ver el rostro abatido y pensativo de su compañero quedó mudo. Comenzó a dudar si
realmente sería el mismo individuo, o si su compañero realmente lo recordaba,
pero apenas pasaban veinticuatro horas de aquello y era imposible que no se
acordase. Sin embargo la lealtad a su compañero le hizo enmudecer.
—Esto es todo, me temo. Aquí van mis
indicaciones. Sois mis mejores hombres, o al menos los mejores que tengo por
estos lares. —Carld y Louÿe se miraron un instante. Solo uno, donde se dijeron
miles de cosas—. Los que habéis venido conmigo os dirigiréis a Rillé, Tours,
Chenonoceaux, toda la zona norte desde aquí y alrededores. Y vosotros dos,
—dijo, dirigiéndose a Carld y Louÿe—, id al oeste, siguiendo el río.
Louÿe volvió a sentir un escalofrío
pero esta vez se contuvo mirando a su compañero.
—¿No es mejor ir a Châtellerault?
—Preguntó el rubio.
—No. Allí ya peinan la zona los
mosqueteros del cardenal. Lo último que quiero es que tengáis escaramuzas con
ellos. Seguid el río. Si sigue vivo necesitará agua potable, y con suerte se lo
habrá llevado la corriente…
—Al oeste entonces. —Dijo Carld. Y
pareció que ese convencimiento y decisión finalizó la conversación. El general
palmeó la mesa, se hizo con la copa de vino y la apuntó hasta dejarla seca
sobre la mesa. El resto le imitaron y se levantaron todos menos Louÿe que
seguía calculando mentalmente todo lo que acaban de decirle y todo lo que
estaba previniendo en un futuro muy breve. Cuando se sintió obligado a
levantarse lo hizo dubitativo y algo incómodo. Su compañero ya se adelantaba a
la salida y el general le seguía iluminado por su entusiasmo.
Cuando todos estuvieron ya fuera cada
uno se acercaba a su caballo, hablando entre ellos y riendo, sonriéndose,
despidiéndose y saludándose con el sombrero. El general salió el primero
seguido de sus acompañantes que al rato se separaron de él y continuaron cada
uno por su camino. Cuando Carld estaba a punto de auparse para montar el
caballo Louÿe le retuvo sujetándole de la cuera y haciéndole volverse, mirando
a todas partes con la sensación de que estaba perdiendo el control de la
situación y se aferraba a los últimos resquicios de serenidad y valor.
—¿Qué ocurre? —Le preguntó el mayor
mientras se recolocaba la cuera, disgustado y sorprendido.
—Escúchame atentamente. Yo seguiré en
dirección al río. Necesito que tú te dirijas inmediatamente a Paris.
—¿A París? —Preguntó el hombre, más
extrañado que sorprendido o preocupado—. ¿Estás demente? Está a dos días de
aquí. ¿Qué quieres que haga allí? Además, no podemos desobedecer a nuestro
general. —Sentenció y volvió a darle la espalda a Louÿe con intención de
subirse al caballo, posando un pie en uno de los estribos, pero Louÿe le retuvo
nuevamente tirando de su cuera.
—Necesito que me hagas un favor. Es
muy importante. —El mayor se le quedó mirando y ante la idea de que al fin iba
a enterarse de lo que le estaba rondando la mente a su compañero decidió
aguardar unos instantes por si el tema merecía la pena—. Necesito que vayas
aprisa, y consigas del coronel Treville una carta firmada que contenga un
permiso para subir a un barco.
—¿Qué? —Preguntó el mayor no muy
seguro de qué era lo que le estaba pidiendo.
—Lo que te acabo de decir. Tienes que
pedirle una carta firmada por él para que el portante tenga permiso para
embarcar en un barco. —Le extendió un saquito con la mayor parte del dinero que
poseía—. Aquí tienes suficiente para pagarlo.
—¿En alguno en concreto? ¿Para montar
en él o también para timonearlo? —Se jactó el mayor pero el joven le cogió de
la pechera con la intención de hacerle salir de su ensoñación.
—Lo necesito para dentro de tres días.
Ve a París, antes de apearte del caballo ya tienes que estar en el despacho del
coronel. Pídele una carta, tal como te he explicado, y envíamela en correo
urgente a La Rochelle. A la Posada “Virgen de los Mares”.
—Con suerte estaré en París dentro de
dos días por la mañana. Y como muy pronto la carta te llegará dos días después.
—Ya me las apañaré. Tú haz que llegue
a esa posada cuanto antes. —Las palabras sonaron demasiado dolorosas.
—¿A dónde vas, compañero? —Le preguntó
mientras se deshacía de la mano de este sobre su pechera con cuidado y cariño.
Casi con miedo—. ¿Vas a huir? No me digas que nos abandonas…
—No es para mí. —Dijo el rubio y el
otro pareció entenderlo todo repentinamente. Quedó unos segundos en mutis y
tras una breve expresión de terror volvió a mirar al joven.
—Ya no le alcanzarás. No sabemos por
donde ha ido. Seguro que tan malherido como lo dejaste no llegó a salir de
Loches. —El rubio no dijo nada, miró en dirección al camino por el que había
llegado a aquella taberna y deseaba tomarlo cuanto antes—. ¿Cuál es tu plan?
¿Conducirlo a La Rochell, montarle en un barco a sabe Dios donde y jugarte el
cuello y el puesto por un desconocido? Ni te dará las gracias… ¿Por qué no se
compra él su propio billete de barco?
—Seguro que no lleva documentación. Y
si la llevase y la mostrase, sería detenido al instante. Seguro que hay
controles muy estrictos en las fronteras. Por eso necesito una carta del
coronel. Nadie se cuestionará su autoridad.
—¿Por qué no le compras tú el billete
y que sea él el que se haga pasar por ti?
—Ese es mi plan B. Pero mi plan A es
más seguro.
—Y más complicado. —Añadió el mayor—.
Estás cometiendo un error, te lo aseguro. En lo que lo encuentres y lo
convenzas, si es que ocurren estas cosas, ya os habrán cazado. ¿Estás seguro de
lo que estás haciendo…? ¡Oh dios mío! —Musitó con una gran sonrisa, pícara y
maquiavélica—. Ya sabes dónde está… Él es la musa con la que has pasado la
noche. ¿Me equivoco?
El rubio se alejó de él mirando a
todas partes esperando que nadie le hubiese oído, pero nadie parecía realmente
interesado en aquella conversación. Louÿe le lanzó una mirada de confianza y se
subió a su caballo. Del interior de la cuera extrajo varias monedas y se las
entregó.
—Compra todos los caballos de cambio
que necesites, llega pronto a París, convence al coronel. Sé que te debe unos
cuantos favores. Tu esfuerzo hace un año en aquella reyerta aún es de admirar.
Recuérdasela.
—Me estás poniendo en un compromiso.
Lo sabes, ¿cierto?
—Tú no sabes nada. —Dijo el joven para
intentar quitarle culpa—. Yo te he amenazado, te he obligado a esto.
—Tendré que mentirle al coronel.
—Esperaré la carta. —Dijo el joven
mientras daba la vuelta a su caballo y ya se encaminaba en dirección al río—.
Te debo mi vida. Eres el mejor compañero del mundo.
—¡Vuestras musas os acabarán matando!
—Le dijo el mayor viendo como se marchaba y este le hizo un gesto de despedida
con el sombrero mientras ponía a su caballo al galope y desaparecía tras una
nube de humo—. Nos matarán a ambos.
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