TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 13

 

Capítulo 13

“Una deuda de honor”

1658. Francia.

 

Rivera del río  LOIRA. En direcci SAUMUR.

 

La mañana había amanecido algo más fresca que el día anterior, y estar trotando por la rivera del río hacía de ello un clima mucho más frío. Por el sur, muy al sur, se podían notar unos nubarrones que amenazaban con cubrir el cielo y esto siempre emocionaba a nuestro protagonista que era amante de los días lluviosos. No se oían destellos de tormenta ni tampoco lluvias precipitadas, pero sí que se oscurecía el cielo a medida que avanzaba el horizonte, con unas nubes grisáceas y algo malintencionadas. Durante la mayor parte del camino pudo seguir de cerca al río por un tramo ya acomodado en el terreno. De vez en cuando se desviaba, otras se acercaba a la corriente para dejar que el caballo bebiese, pero en ningún momento detuvo al caballo para retroceder ni miró hacia la tierra que ya había pisado su montura. No se atrevió siquiera a pensar en aquello.

Un gran alivio le había invadido nada más que se había deshecho del mosquetero, como si hubiese llevado a un huérfano a un buen convento en vez de dejarlo a mercede de la noche y la bruma. Se sentía reconciliado consigo mismo y en principio pensó que era la costumbre de estar solo a la que ya se había hecho, pero era plenamente consciente de que así eran mejor las cosas, así era como debían de haber sucedido desde el primer momento y al fin alejaba de sí la culpa de cargar con una víctima más.

En un alto que hizo en el camino para que su caballo bebiese en una zona del río mucho más baja y llana se planteó como habrían sucedido las cosas si se hubiese comportado de otra manera. Tal vez desde el primer momento debía de haberle vendido el caballo y su mosquete, junto con su espada y todas las otras pertenencias que el mosquetero tuviese a bien comprarle. Le habría garantizado un buen dinero y muy probablemente no habría tenido que cargar con la presencia del mosquetero durante un día entero. Por no hablar del tajo que se habría ahorrado. También pensó que lo mejor que hubiera podido hacer era haber evitado aquella taberna y haberse limitado a pasar de largo o ir a otro lugar a tomar un refrigerio. Cualquier cosa menos haber coincidido con aquél mosquetero, que desde el momento en que posó la mirada en él no podía deshacerse de esa sensación punzante, de esa quemazón que le provocaba el recuerdo de aquella mirada.

Aprovechando que estaban parados se quitó la cuera y se levantó la camiseta, deshaciéndose de la venda que le cubría el costado. El río portaba agua limpia, y eso le pareció suficiente como para limpiarse la herida. Se retiró la gasa que cubría la herida y la limpió como pudo en el agua del río. La humedeció bien y después se la pasó por el corte. Se sobresaltó y al mismo tiempo le recorrió por el cuerpo un sentimiento agradable junto con el dolor, pues le recordaba al tacto de las manos del mayor sobre su cuerpo. Cuando la herida estuvo limpia estuvo largo rato pasándose la yema de los dedos por encima de los puntos, de la herida, por el costado y después por el pecho. Una punzada de nostalgia le atravesó el pecho, y se vio obligado por primera vez a mirar hacia el camino por el que venía. Sintió el deseo de tentarse imaginándose la idea de que apareciese el mosquetero, de repente, como había hecho cuando se proponía salir de Loches. Pero nadie apareció.

—Al fin se ha cansado de perseguirme. —Le dijo el joven con una sonrisa divertida al caballo que pastaba alrededor. Se quitó el sombrero, empezaba a pegar algo más el sol pero le gustó sentir un poco la luz en el rostro. Respiró tranquilo y se vanaglorió de la soledad que había conseguido—. Estorbaba. ¿No crees? Y yo también era un lastre para él. ¡Vendió mi caballo! El muy desagradecido…

Si el caballo hubiera hablado no le habría dicho más de lo que expresó con un resoplido y meneó la cabeza, retirándose las crines y volviendo a bajar el morro para pastar y beber agua. Un pequeño gorrión se precipitó hacia el pasto, graznó un par de veces y volviendo la cabeza a varias partes de forma automática alzó el vuelo nuevamente, todo ello seguido de la mirada de Armand. El sonido del rio era suficiente para que le joven se acomodase mejor en el suelo y soltase un resoplido, imitando al caballo.

—Quién me mandaría detenerme en aquella taberna. Nido de víboras. Por poco no me sacan allí las tripas. Muy caro me ha costado mi mal genio. Tendré que tener cuidado de ahora en adelante. —Como el caballo parecía ignorarle, el joven frunció el ceño—. Más te vale que vayas terminando, porque quiero llegar al medio día, no cuando comience a oscurecer.

 

 

Taberna “BOSQUEJO”. ABOISE.

El caballo de Louÿe llegó a la puerta de la taberna y se bajó de él aún con el ceño fruncido, apesadumbrado y malhumorado. Había estado todo el camino dirigiendo su mirada al terreno que dejaba atrás esperanzado de que el joven se hubiese arrepentido de sus palabras y le siguiese galopando a su caballo, pero no tuvo esa suerte. Cuando llegó a Amboise todas sus esperanzas se desvanecieron y solo pudo resignarse a la decisión tomada por el joven.

—Llegas pronto. —Le dijo una voz conocida que salía en ese mismo momento de la taberna. Era el mismo mosquetero con el que había quedado allí el día anterior y este se apoyó en el umbral de la puerta con una mueca pensativa—. Tienes a tu caballo fatigado. ¿Vienes de muy lejos?

—No mucho. Pero le he apurado en el último tramo.

—¿Con qué motivo? El general aún no ha venido. —El mosquetero rubio rodó los ojos con un suspiro ya que no se esperaba otra cosa de su general pero le desanimaba la idea de que se malgastase más tiempo. Se pasó la mano por la frente y se quitó el sombrero mientras miraba a todas partes en derredor de la taberna. El camino estaba más o menos atestado de personas que iban y venían, se paraban a hablar o a contemplar la nada, como hacía él—. No has hecho noche aquí. —Dedujo el mosquetero moreno.

—No, Carld.

—¿En Tours, tal vez? Sí que te gusta esa ciudad. Yo no le encuentro el encanto pero es sin duda un buen refugio para ti. ¿La posada de siempre?

—La posada de siempre.

—¿La misma mujer? ¡Pero qué digo! ¿Musa? Tal vez hayas tenido suerte esta noche y las musas te hayan iluminado en un momento de soledad…

—No aparecieron. —Dijo el rubio con media sonrisa triste y el otro se le quedó mirando con un leve fruncir de ceño que denotaba más pensamientos de los que estaba a punto de soltar cuando el rubio le frenó—. ¿Sabes para qué nos reclama el general? Espero que sea algo realmente grave, o de lo contrario me habré arrepentido de venir.

—No sé si me preocupa más lo que nos vaya a decir el general o lo que te haya sucedido a ti, compadre. —El moreno le pasó un brazo por el hombro y le acompañó al interior de la taberna—. Vamos tómate una copa de vino y me cuentas todo.

—No hay nada que contar. —Dijo el otro deshaciéndose de su agarre mientras entraba por sí mismo al interior.

—¿No? Después de la reyerta que tuviste ayer no me extrañaría que te hayas corrido una buena juerga esta noche. No he visto la espada ni el caballo de ese muchacho contigo. ¿Las has vendido?

—Así es. —Dijo el rubio con una mueca de desagrado y él otro no pudo evitar sonreírse.

—¡Entonces al vino invitas tú! —Dijo mientras alzaba el brazo al posadero que le miró desde el otro lado de la barra. Ambos se sentaron donde ya estaba el mayor acomodado y el camarero les trajo dos copas de vino.

—Si parezco fatigado es por el camino. Ha sido largo.

—¿Largo? —Dijo el moreno mientras chasqueaba la lengua—. ¿Tantos años juntos, al servicio de su majestad, y aún piensas que no te conozco?

—Si me conoces entonces confía en mí que no deseas saber nada. Nada más que el camino ha sido eterno y que no tengo deseos de permanecer aquí demasiado tiempo.

—¿Os llaman en alguna parte? —Dijo, repentinamente con un tono formal—. ¿Debéis marcharos porque una dama os llama? ¿O son las musas las que os reclaman en otra parte?

—El deber moral. —Dijo el rubio, dejando al moreno algo confundido. Estuvo a punto de decir algo más pero se detuvo y bebió del vino saciando sus ansias de confesión.

—Si no me lo quieres contar, adelante. Pero recuerda que cuando nos conocimos te salvé la vida. Recibí un balazo por ti y…

—…y yo os cosí la herida. No lo saques siempre a coalición. Acabará perdiendo su valor anecdótico. —Louÿe torció el gesto y acabó negando con el rostro, intentando eliminar toda expresión melancólica de su faz. Se deshizo de sus pensamientos e intentó no llamar más la atención—. No se hable más de eso. Por favor. ¿Qué ha sido de ti desde ayer? ¿Estuviste hasta tarde en aquella taberna?

—No. Desde que aquel muchacho desapareció por el horizonte malherido y a rastras yo me fui de allí y vine a Amboise. No me fiaba mucho de mí mismo y quería estar en la ciudad antes de emborracharme, por si me desmayaba y no recobraba el conocimiento hasta bien entrada la mañana.

—¡Que previsor! —Dijo el rubio con sarcasmo—. ¿Hubo buen ambiente?

—No, en realidad. Pero toda taberna queda abierta aunque un solo cliente quiera vino.

—Señor mío, como médico he de deciros que si el vino no os mata lo hará un descuido en plena embriaguez—. Dijo el rubio con media sonrisa y mientas decía esto no paraba de arañar una astilla suelta de la madera de la mesa. Carld era un borracho pero nada ingenuo. Ignoró aquello a pesar de su curiosidad.

—Por suerte solo el vino se llevó mi dinero. Como apenas había clientes no me jugué nada. —Se encogió de hombros y en lo que duró aquél gesto dos mosqueteros del cardenal se dejaron ver por la puerta de la taberna. Apenas entraron y echaron una ojeada alrededor desistieron de seguir indagando. Louÿe los siguió con la mirada desde le momento en que asomaron los rostros dentro y coincidieron con el suyo hasta que se estancaron como dos postes en la entrada, mirando los caballos y ojeando las pertenecías de estos. Carld siguió con su mirada la de su compañero y frunció el ceño de la misma manera en que habría hecho cualquiera por aquel extraño comportamiento de los mosqueteros del cardenal, pero el rostro de Louÿe era más bien de pasmo y vértigo que de confusión.

Ha sido buena idea no traerle conmigo, al fin y al cabo. —Se dijo astillando un poco más la mesa con la uña.

—¿Qué crees que hacen aquí?

—No lo sé. —Dijo apresuradamente el rubio haciendo que el contrario le lanzase una mirada cargada de resentimiento y curiosidad—. No me mires así. Tal vez busquen a alguien.

—Claro está que buscan a alguien, pero lo que me extraña es que es la tercera vez en lo que llevo aquí que unos mosqueteros de su excelentísima asoman por aquí. Si están buscando a alguien lo están haciendo a fondo. —El rubio se encogió de hombros, bajando la mirada a su copa de vino y apurándola—. Si no te conociese diría, por la cara de susto que tienes, que es a ti a quien buscan.

—Estas demente. —Le dijo el rubio mientras se sacaba la libretilla de la cuera y la ponía sobre la mesa—. Me conoces de sobra, sabes que soy un hombre honrado.

—También que no sabes mentir. —El moreno le arrebató la libreta de las manos y la sostuvo en su palma, abriéndose esta por la página donde la ramita de lavanda descansaba algo aplastada. El mosquetero más joven intentó arrebatársela al primer intento pero después comprobó que sería sospechoso y una tontería. Ya estaba leyendo para cuando quiso recuperarla—. Una tarde de poniente. —Alzó la mirada hacia el rubio y comenzó a leer el poema.

 

Una tarde de poniente

Una noche de solsticio

La luna escapa lúgubre

Y la bruja pide auxilio

 

El fuego en su mirada

Resplandece la mañana

El corazón clama de amor

Ella parece lejana.

 

El silencio se ha agotado

La madera cruje, llora.

No confieso mis pecados

A Satanás no le importa.

 

Lleno el rostro de lunares

Cristales llenos de ranas

Huesos bajo las cenizas

Dos corazones en llamas.

 

Cuando termina Carld levanta la mirada y con media sonrisa amarga vuelve el rostro al cuaderno. Levanta una ceja, medita.

—Sabes que yo no soy muy fan de la poesía, porque no la entiendo y porque me resulta compleja, pero siempre he admirado tu afán por escribir y leer…

—No está terminada. —Dijo Louÿe excusándose pero al mayor no pareció molestarle aquello.

—Diría que estas enamorado. —Dijo el otro acercándose el cuaderno al rostro para oler la lavanda—. Pero odias la lavanda y este poema no se parece en nada a las pomposidades que solíais escribir antes. ¿Dónde están los besos? ¿Dónde han quedado el rubor y las caricias?

—No es un poema de amor. —Dijo el joven.

—¿Y de qué sirve la poesía sino para hablar de amor? Eso es lo que me has dicho en cientos de ocasiones. Así te justificas cuando escribes hasta pasadas las dos de la mañana. Eso es lo que le dices a las muchachas y posaderas que conocemos en nuestras aventuras. ¿Esto qué es? 

—No lo sé. —Dijo el otro mientras le arrebataba y recuperaba el cuaderno. Colocó con cuidado la ramita de lavanda en su lugar y cerró con cuidado la tapa, volviéndolo a guardar dentro de su cuera y meditando en su propio poema, que había quedado suspendido en el aire gracias a las palabras de Carld.

—Yo te diré qué es. Es de todo menos amor.

—Puede ser.

—Ya no estoy tan seguro de querer conocer los pensamientos que cruzan tu mente. Pueden ser peligrosos, para ambos. No sé en qué clase de lio andas metido, pero eres un hombre razonable, no dejes que las brujas o las ranas te lleven por mal camino. —Antes de que pudiera decir una sola palabra más el general de ambos apareció por la puerta acompañado de otros tantos mosqueteros.

 



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