TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 15
Capítulo 15
“Una deuda de honor”
1658. Francia.
Rivera
del río VIENNÉ, en dirección a CHINON.
Nuestro protagonista Armad siguió por
la ribera del río hasta bien entrada la tarde. Se distrajo observando las
variedades de paisajes que se iban reflejando en el agua a medida que avanzaba.
Se entretenía hablándole a al caballo mientras distinguía como el caudal y el
grosor del río variaba dependiendo del recorrido. Cuando sentía la tentación de
mirar en derredor suyo esperando que Louÿe apareciese se contenía soltando un
resoplido, y cuando perdió la cuenta de sus quejidos acabó cediendo y mirando
hacia su espalda para no ver nada más que el camino vacío. Aquella imagen fue
demoledora, y más el darse cuenta que aún le esperaba, que le deseaba de vuelta
y que la idea de que había hecho lo corrector marchándose por su cuenta no
estaba tan sólidamente cimentada como había pensado al principio.
No estaba seguro de por qué le quería
de vuelta. No quería ponerle en peligro, y tampoco deseaba que ninguno de los
dos fuese un lastre para el otro, pero la idea de tener al lado le había
reconfortado más de lo que era capaz de reconocerse y tras muchos años de
completa soledad y falta de confianza en alguien aquél mosquetero se había
ganado todo su amor en menos de un día. Era incapaz de seguir un paso más sin
no regresaba y le encontraba, pero por suerte no era él el que caminaba sino el
caballo sobre el que montaba y este seguía adelante, a pesar de la incertidumbre
de su amo.
Siguiendo la rivera del rió se topó
con un afluente de este, el Vienné, que le cortó el paso hacia el suroeste, en
dirección a La Rochelle. Quedó dubitativo porque cruzar ese afluente que se
había interpuesto entre él y su destino estaba descartado. No había ningún
puente o camino a la vista para cruzarlo y el caudal era lo suficientemente
amplio como para no atreverse a sumergirse allí con el caballo. Optó por
desviarse al este ascendiendo por la rivera del río Vienné hasta encontrar un
camino para cruzarlo o una ciudad donde pasar la noche, lo que primero
sucediese.
Ya estaba oscureciendo, pero aún quedaban
un par de horas de sol. El camino había sido denso y a ratos algo lluvioso,
pero sobre todo silencioso y solitario. Se había cruzado con varios
agricultores y con un grupo de mujeres de algún
pueblecillo cercano que se inclinaban sobre la ladera del río para lavar
las ropas. Colgadas de unas ramas cercanas estaban sus chales que se habían llevado
para protegerse de la lluvia que por entonces había amainado. Todas se
volvieron con una sonrisa de extrañeza hacia el joven que les saludó con un
gesto de su sombrero calándoselo lo suficiente como para dejar su rostro en
sombras. Después de que pasase todas se rieron y murmuraron avergonzadas.
En otros tiempos se habría detenido a
su lado y les habría proporcionado algo de conversación. Se habría dejado mimar
por ellas, por las más jóvenes y por las más ancianas, y habría hundido los
pies en el agua simplemente para acompañarlas, para deleitarse con sus mejillas
sonrosadas y sus brazos blanquecinos y castos. Se habría divertido contándoles
de donde venía y hacia donde se dirigía, siempre había sido alguien
extrovertido y agradable, incluso podría haberlas ayudado con la colada, o a
tender las sábanas en ramas de árboles, como estaban sus chales. Pero desde la
muerte de su madre toda mujer le recordaba a ella y al dolor que le producía su
muerte. Ya no veía en ninguna dama más que el asesinato de su madre y en cada
hombre, la maldad de su padre por arrebatársela.
La rivera de este río era mucho menos
escarpada y en algunos tramos era incluso de vista muy agradable. Podía ver al
otro lado campos enteros de maíz, y trigo. Algunos girasoles y si estuviera en
época veraniega los árboles estarían llenos de frutos. Recorridos cuatro
kilómetros al paso aparecieron de frente, como salidos de un recodo del camino
dos caballos cabalgados por dos mosqueteros del cardenal. Por la expresión de
estos parecía que le habían estado esperando en algún punto del camino y que al
verle salían a detenerle. El joven hizo detener al caballo con un tirón de las
riendas y estuvo a punto de hacerle y poner pies en polvorosa, pues no solo no
tenía espada con la que defenderse tampoco parecía estar de ánimo de enfrentarles
pues le sorprendieron lo suficiente como para detener al caballo pero nada más.
Tenía el mosquete, pero debía sacar tiempo para cargarlo.
—¡Identificaos! —Gritó uno de ellos
que avanzaba por delante del otro con la mano puesta en el pomo de la espada y
la mirada fija en el joven. Estaba casi seguro de que le habían reconocido y
solo estaban intentando hacer las cosas por los procedimientos legales.
—Sois vos quien me está asaltando a mí
en el camino. —El joven intentó disuadirlos—. Si queréis mis pertenencias bien
podéis registrarme. No tengo ni espada ni dinero. Ni siquiera comida. Un escudo
es lo que me queda. Si lo queréis es vuestro, pero apiadaros, es mi cena.
—No somos ladrones ni forajidos. —Dijo
el segundo que se adelantó deteniendo el caballo delante de Armand. Este sujetó
con fuerza las riendas pero se retiró el sombrero hacia atrás y sonrió con
confianza—. ¿No ves que somos mosqueteros…?
—¡Oh! Vaya, han de dispensarme. ¡Qué
cabeza la mía! —Dijo el joven golpeándose la frente—. Si puedo ayudarles en
algo…
—He dicho que os identifiquéis.
—Repitió el primero, esta vez con un tono más autoritario.
—Soy Matheo. Hijo de un agricultor de
estas tierras. Dos kilómetro más atrás están los terrenos de mi padre. Parecen
mares de trigo. —Ninguno de los mosqueteros se creyó aquello a pesar de que era
una mentira a la que había debido recurrir bastante en el último mes.
—¿Y cómo es que el hijo de un
agricultor tiene un caballo tan bien puesto? ¿Y ese mosquete? ¿A quién se lo
habéis robado? —Preguntó el primero mientras rodeaba a su caballo al trote en
el suyo. El joven intentó no mostrarse tenso—. El caballo es demasiado bueno,
ni siquiera es un caballo de tiro. No creo que lo uséis para arar el campo con
él. —Palmeó uno de los cuartos traseros del caballo con una mano enguantada en
cuero.
—No, ciertamente. Es una herencia de
un familiar que se dedicaba a la cría de caballos. Nos dejó varios a su muerte
y me dirijo a la ciudad más cercana a venderlo, a ver qué me dan por él. Hasta
la recogida del trigo no tenemos mucho dinero…
—¿A qué ciudad decís que os dirigís?
—Preguntó el segundo con una mueca de satisfacción ante la expresión de pasmo
del joven. Si era cierto que era de la comarca debería conocerse los pueblos y
ciudades más cercanas, pero Armad se quedó en silencio.
—Creo que este interrogatorio está
durando demasiado. Y si quiero volver a casa antes de que se haga de noche
cerrada tengo que seguir adelante.
El primero de los mosqueteros que se
había dado una vuelta alrededor del joven se quedó a un costado de él, y el
joven le miraba por el rabillo del ojo sin parecer preocupado o alarmado, pero
podía sentir que de un momento a otro podía clavarle la espada en un costado y
dejarle en el sitio. Sin embargo el mosquetero sonrió tranquilo y relajó su
expresión.
—Está bien, no nos cebemos con el
joven. Si es cierto lo que nos cuenta tiene tarea por hacer. Su madre debe
estar esperándole en casa… —Cuando se hubo estirado en su caballo hasta el
joven le puso una mano en el hombro, como gesto de cordialidad y amistad, que
el joven no rehusó. Pero la mano del mosquetero descendió paulatinamente hasta
su costado y sin saber muy bien donde, apretó allí, cerniendo sus dedos
alrededor de sus costillas. La punzada de dolor que sintió el joven fue
suficiente como para sobresaltarse, soltar un alarido e incluso sujetarse a la
mano que se hundía en su costado. Cuando el mosquetero hubo al fin retirado la
mano lo hizo con la palma parcialmente manchada de sangre.
El joven se llevó la mano para
sujetarse costado y observó como la cuera se había mojado de su sangre, de su
herida recién reabierta. Ese agudo dolor fue suficiente para hacerle reaccionar
y dio la vuelta rápido a su caballo para poner pies en polvorosa. Sabía que
iban a perseguirle, estaba convencido de que le alcanzarían, pero no estaba del
todo seguro si le matarían o se limitarían a dejarle malherido. Mientras daba
la vuelta sacó su puñal, único arma que tenía al alcance y le rezó a Dios, a su
madre y a todos aquellos que le observasen desde el cielo porque le ayudasen a
salir de aquella. Oía como a su espalda cargaban un mosquete y lanzaban un tiro
que no le alcanzó. Estalló en una rama cercana por donde él pasaba. Se le puso
la piel de gallina y todo su cuerpo sufrió un vértigo que a poco estuvo de
tirarle del caballo.
Uno de los mosqueteros se acercaba por
su flanco izquierdo. El otro seguía detrás, cargando nuevamente el mosquete.
Cuando el segundo tiro pasó casi rozando su cabeza se dispuso a guardarse el
puñal y alcanzar le mosquete. Del cinto extrajo un recipiente con un poco de
pólvora y lo vertió por la boquilla, después una bala y antes siquiera de poder
sostenerlo el mosquetero que tenía a su izquierda hirió en la pata trasera a su
caballo haciendo que este se detuviesen de inmediato y cayese al suelo, de
bruces. Lo mismo le ocurrió al joven que salió volando por los aires, rodando
por el suelo, lanzando por los aires el mosquete y su sombrero y por poco no se
parte el cuello.
Antes siquiera de orientarse ya estaba
gateando por el suelo en busca de su mosquete, pero ante la idea de haberlo
perdido y la sombra del caballo de uno de los mosqueteros que se cernía sobre
él, no lo quedó otra que recuperar el puñal y retroceder a gatas. La imagen del
joven debía ser lo bastante humillante para el mosquetero como para rebajarse a
bajarse del caballo y jugar con él, con su estado y su paciencia. La espada del
mosquetero ensangrentada brillaba en la penumbra que se iba cerniendo.
—¿Y tú tienes a toda Francia
aguantando la respiración? —Se rió y miró al otro mosquetero que le esperaba no
muy lejos, subido a su caballo. El joven apartó la espada del mosquetero con un
gesto de su puñal y el hombre le miró con desgana—. ¿Cuánto nos dan por él?
¿Nos recompensarán mejor si lo llevamos vivo?
—No. —Dijo el otro, tajantemente—. Con
su cabeza es suficiente. Ni siquiera tenermos que llevarnos el cuerpo entero.
—¡Vaya que bien suena!
Armand se intentó poner en pie pero la
espada del mosquetero cayó sobre su pecho, atravesando la cuera y rozando su
piel, podía sentir la quemazón y el frío del acero. Estaba seguro de que si no
sujetaba el filo le atravesaría de parte en parte así que cernió su mano sobre
el filo de la espada y lo contuvo apretando los dientes.
—Pienso tomarme un festín a tu salud
cuando me den la recompensa.
—No habrá más cerdo que tú a la mesa,
escoria. —Soltó el joven escupiéndole y el mayor no dudó en apretar el agarre
de su espada y retroceder para tomar impulso y atravesarle. Antes siquiera de
que pudiera sentir la presión ejercida a través de la espada un disparo quebró
el instante. El hombre frente a Armand cayó de espaldas como impulsado por un
férreo golpe en el pecho. No estaba muerto, pero se retorcía como si le
hubiesen agujerado. El joven se deshizo de su espada y temiendo que alguien más
luchase por su cabeza se volvió en la dirección de que procedía el disparo. Un
hombre, ataviado con un mosquete se preparaba para otro disparo, al galope en
su caballo.
El segundo mosquetero del cardenal ya
estaba apuntando en dirección al desconocido que se aproximaba y Armand tomó
ventaja de la situación, haciéndose con el puñal y lanzándolo hacia aquél,
clavándolo acertadamente en su pecho. No lo derribó del caballo, pero si le
hizo soltar el mosquete, ante el impacto. Ese instante fue aprovechado por el
desconocido que disparando esta vez sí lo tiró del caballo y quedó muerto al
instante. Armand sin embargo aún veía retorcerse a aquel que le había tenido
con la espada sobre el corazón. Gimoteaba y aullaba de dolor, y en otra
situación habría tenido incluso compasión, pero no se lo pensó dos veces cuando
con la propia espada del mosquetero la clavó certera sobre el corazón,
retorciéndola para acortar la agonía. A los segundos ya no se movía. La quietud
solo se omitía por el sonido del agua y el movimiento de los caballos. El
desconocido llegó a su altura y se bajó de un caballo agotado y casi moribundo
de agotamiento.
El joven, aún mirando a sus agresores
se sujetó el costado sintiendo poco a poco la falta de adrenalina que el
abandonaba y el mareo del cansancio por el momento. Tenía sueño, hambre y
dolor. No podía creerse que hubiese vuelto a la misma situación que un día
antes. Su cuerpo no soportaría tantos vaivenes. Se tambaleó unos instantes y se
volvió al desconocido que se acercaba a él con el mosquete aún en las manos,
echando humo y apestando a pólvora.
—Está claro que no puedo dejaros solo.
Apenas unas horas y casi conseguís que os maten. —Decía Louÿe descubriéndose
tras el sombrero. No era necesario, pues se habían reconocido desde la
distancia—. ¿Y si llego a tardar unos minutos más? ¿Hum? ¿Tendría que haber
rescatado vuestra cabeza de un saco? —Su tono era de un enfado casi propio. No
quedaba muy claro con quien estaba enfadado—. Estos bastardos han estado a
punto de matarte, por tu cabezonería. Si hubieses aguardado en la posada, nada
de esto hubiera pasado.
Louÿe miró alrededor visualizando el
panorama con una mueca de desagrado. El caballo de Armand agonizaba en el suelo
y el suyo no estaba muy diferente. Los dos mosqueteros no eran más que cuerpos
tendidos y ensangrentados. Varios mosquetes por el suelo, dos espadas. El botín
era tentador pero Louÿe no veía nada más que una desgracia que se había evitado
por muy poco.
—Esconderemos los cuerpos en la
maleza. No me atrevo a tirarlos al río, aunque para cuando alguien los saque de
él puede que ya ni se reconozcan.
Armand pensó en la historia del lobo y
los siete corderos, donde la madre de estos abría el vientre del lobo, lo
llenaba de piedras y lo tiraba al río para que no flotase. Pero no dijo nada
porque seguía tan tembloroso que apenas sí sabía si podía respirar con
regularidad.
—Podemos llenarles los pantalones de
piedras, y tirarlos al rio. —Dijo entonces Louÿe llamando la atención del joven
que por primera vez se dignaba a mirarle a los ojos. Esto suavizó la expresión
de ambos pero fue el mayor el que primero volvió a su ensimismamiento—. Nos quedaremos
sus caballos y sus cosas. Las que necesitemos. Tampoco quiero ir llamando la
atención.
Como el joven no decía nada, el mayor
se volvió a él con más rotundidad.
—¡Está todo infestado de mosqueteros
buscándote! Ya no es seguro ir a ciudades, ni por caminos concurridos, y menos
por ahí solo con solo un puñal y un mosquete descargado. ¡Nuestro general nos
ha enviado a buscarte! ¡Ahora no solo el cardenal es un peligro! Cualquiera que
tenga ojos y te reconozca esta autorizado para reclamar la recompensa. ¡A mí me
han enviado aquí a buscarte! Saben que debes estar por aquí.
—¿Vas a cobrar la recompensa?
—Preguntó el joven rompiendo su silencio asustado por las palabras del mayor
pero altivo y orgulloso de que él estuviese allí tras confesar que le han
enviado para buscarle.
El mosquetero se volvió a él más
ofendido que sorprendido y se limitó a soltar un bufido como respuesta. Se
acercó a uno de los mosqueteros del Cardenal y le despojó de la espada clavada
en su pecho y el mosquete. Le llenó los pantalones de piedras y poco a poco lo
arrastró hasta la ladera. Lo soltó en el agua y vio como se mantenía a flote
unos segundos y después se sumergía poco a poco siendo arrastrado un poco por
la corriente. Al segundo mosquetero le quitó el mosquete y la espada, pero
también la cuera y la camisa. Todo ello lo puso en un montón y repitió el
proceso, esta vez algo menos dubitativo. Lo lanzó al río mucho menos cuidadoso
que con el primero y reunió a los dos caballos útiles ataviándolo con las
nuevas pertenencias y las suyas anteriores. El agua, el macuto, su propia
espada, y todas sus pertenencias. La cuera y la camisa las guardó dentro de su
macuto y cuando hubo terminado se quedó mirando como el joven comenzaba a
imitarle, haciéndose con uno de los dos caballos y ataviándolo con sus pocas
pertenencias. Se hizo con el mosquete de uno de los dos atacantes porque no
quería ponerse a buscar el suyo, una de las espadas, y pasó sus pocas
pertenencias al nuevo caballo, ajustándolas al cinto de este. Las manos le
habían empezado a temblar después de la adrenalina y por poco no se desvanecía
en aquél instante. El mayor apareció por su lado, apretándole la correa del
macuto a su caballo y el joven se apartó algo temeroso. El mayor le devolvió el
puñal que había extraído de uno de los dos cuerpos.
—Buena puntería. —Soltó el mayor con
media sonrisa amarga y el joven estaba a punto de decir algo pero se contuvo,
asegurándose de que todo estaba en el caballo y que no se olvidaba de nada—.
¿Estás muy herido? —Le preguntó el mosquetero rozándole el costado
ensangrentado. El joven negó con el rostro en rotundo y el mayor se dio por
vencido. Volvió sobre sus pasos y recató el sombrero de Armand del suelo. Se lo
extendió al chico y este lo cogió con la cabeza abotagada—. Debemos evitar las
ciudades. Buscaremos algún lugar donde pasar la noche por esta zona. Si es
necesario dormir a cielo raso, lo haremos. —El joven estuvo a punto de decir
algo pero el mayor le sostuvo por el brazo y lo zarandeó, haciéndole volver en
sí—. ¡Y ni si te ocurra decir que me marche, que puedes continuar solo, o que
solo lo haces para protegerme! No pienso alejarme de ti nunca más. ¿Me oyes?
Armad coló su mano, sujeto el brazo
por Louÿe, por la espalda del mayor y lo atrajo hacia sí. Primero despacio,
para que el mayor no se sobresaltase y después más firmemente cuando se hubo
abrazado a él. Sintió que si deseaba desfallecer ya podía hacerlo, si le
fallaban las piernas, podría dejarse llevar porque él le recogería. En su
abrazo el miedo parecía mucho más frugal y el dolor desaparecía por completo.
Entre sus brazos encontraba el hogar al que había pertenecido siempre pero que
no había encontrado hasta ese momento. Escondió el rostro en su pecho y su
frente bajo la barbilla del mayor. Lloró amargamente durante unos instantes,
temblando y sufriendo espasmos. El mayor no pudo sino corresponderle el abrazo
y sostenerle con fuerza.
—No me dejéis nunca más. —Musitaba el
joven entre lágrimas—. No volváis a abandonarme.
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