TRANSMUTACIÓN [Parte I] - Capítulo 12

 

Capítulo 12

“Una deuda de honor”

1658. Francia.

 

Posada “LAS COLMENAS”. TOURS.

 

Un par de golpes en la puerta sobresaltaron a ambos hombres que despertaban precipitadamente entre sábanas revueltas y el murmullo del eco de los golpes pululando aún por la habitación. Ninguno de los dos, incorporados ya, estaba seguro de que los golpes hubiesen sido del todo reales o incluso que se hubiesen producido en la puerta de su habitación. El sobresalto hizo que el joven mirase directo a donde tenía su mosquete y su puñal, ambos demasiado lejos si una horda de mosqueteros entraba precipitadamente por la puerta. El mayor sin embargo se sujetó la cabeza por el mareo y bajó los pies de la cama, preguntando bien alto.

—¿Quién es? —Ante su pregunta, con un claro carraspeo, una dulce voz sonó al otro lado. Ambos la conocieron inmediatamente como la voz de la posadera joven.

—Les traigo el desayuno, como bien me pidieron ayer.

El mosquetero se bajó de la cama y le hizo un gesto al muchacho para que se volviese de espaldas a la puerta y fingiese dormir. No sabía aún cuantas personas esperaban al otro lado o si algún mosquetero del cardenal podría pasar por delante de su puerta como por casualidad y fijar la mirada en el interior. Armand obedeció completamente exhausto y volviendo a caer sobre el almohadón. El mosquetero se lo quedó mirando unos instantes antes de acercarse a la puerta y abrir esta con tranquilidad mientras se frotaba los ojos y el cabello, muestras evidentes de que acababa de despertar. Sin embargo aún le temblaban las rodillas por el sobresalto.

—Buenos días. —Dijo la joven sujetando una bandeja como la del día anterior mientras hacía el amago de entrar en la habitación pero Louÿe se lo impidió interponiendo su cuerpo en medio, fingió hacerlo de forma despistada y lo disimuló con la cortesía de sujetarle él la bandeja, pero ella no pudo evitar mirar hacia el interior con una curiosidad que no pensó ni en disimular. Descubrió al joven tumbado de espaldas a ella. Él tenía los ojos abiertos y el oído bien agudizado, pero a ella no le importó ser indiscreta.

—¿Ha dormido vuestro sirviente en la cama?

—Sí. —Dijo él con media sonrisa, quitándole la bandeja de las manos y colocándola en el suelo, a la par que rescataba la de la noche anterior y se la extendía a ella, que no le quitaba los ojos al chico—. Tiene una herida en el costado. Se la hicieron ayer. Es preciso que descanse en una cama cómoda. Al menos por un noche hasta que haya cicatrizado bien… 

—¿Y le cedéis vuestra cama? Sois demasiado considerado con él, ya os lo dije. Más os valdría darle más con el cinto antes de que os tome las riendas él a vos. —El muchacho frunció el ceño pero no fue visto. El mayor evitó igualar el gesto.

—Ya sabéis que mi profesión es mi pérdida.

—Antes sanaríais a un hombre que desea asesinaros que salvar vuestra propia vida. —Dijo con una mueca de disgusto y el joven se contuvo la risa. El mayor tuvo oportunidad de disuadirla para que se marchase y ella acabó accediendo y cuando cerraron la puerta tras su salida todo se quedó en silencio unos segundos hasta que el joven se volvió dentro del revoltijo de sábanas y ambos se miraron con media sonrisa de incomodidad. Después ambas miradas se dirigieron al desayuno que había en la bandeja apoyada en el suelo y no pudieron evitar volverse a mirar con entusiasmo y ánimo.

—Gachas, un panecillo y naranjas. —Dijo el mayor con media sonrisa y se acercó la bandeja hasta que quedó sentado de nuevo en el colchón del suelo. Puso la bandeja entre él y la cama y el joven se inclinó en el borde para hacerse con el cuenco de gachas y una cucharita. Las devoró al instante—. Antes de irnos debéis dejarme que os cambie el vendaje y os cure de nuevo la herida. Si va a infectarse ya lo estará. Y si está limpia, se curará rápido. ¿Os molesta? —El chico negó con el rostro mientras tenía los carrillos llenos—. ¿Habéis dormido bien? Me ha parecido que os he podido incomodar.

—En absoluto. —Dijo el joven mientras se inclinaba para mordisquear el panecillo.

—Apetito tenéis, desde luego.

—No sé cuándo será la próxima vez que coma. Por lo que he de consumir todo lo que pueda.

—Mientras esté yo con vos no os faltará la comida. Os lo prometo.

—Entonces me retracto. —Dijo el joven—. No sé cuándo os perderé, por lo que he de aprovechar todo el tiempo que pase con vos.

Ninguno de los dos dijo nada en todo el tiempo que hubo comida sobre la bandeja. Cuando se hubo acabado se retiró del colchón y el mayor retuvo al joven un poco más en la cama con un gesto de su mano. El joven quedó al principio algo confundido pero después se deshizo poco a poco del vendaje que le cubría el costado. El nudo se deshizo con facilidad, pues después del día anterior se había debilitado, y la gasa se de la camisa rota se había dado de sí, pero aún así la parte de la tela que pegaba con la gasa superficial de la herida estaba adherida a esta, y sin levantar la gasa la camisa parecía no querer salir.

—Dejadme a mí. Sois muy brusco. —Dijo el mayor mientas se arrodillaba delante del muchacho que se sentaba justo en el borde de la cama—. Levantad los brazos. —Ordenó el mayor mientras el joven colocaba ambas manos en su cabeza, levantando los brazos lo suficiente como para darle un amplio espacio de acción al mayor. Ambos notaban entre sí una mayor cercanía tras toda la charla del día anterior, pero aún así cuando cruzaban miradas ambos no podían evitar apartarlas.

—¿Está infectada? —Preguntó Armand mientras miraba a todas partes de la habitación y se humedecía los labios sintiendo el sabor de los gajos de naranja.

El mayor levantó poco a poco la gasa, despegándola de la piel con sangre seca y pus pegajoso. El suspiro del mayor hizo que el joven resoplase a la par. Se había entendido con aquellas nimias expresiones y ninguno dijo nada más.

—¿Cómo es posible que no os duela?

—Me duele. —Dijo el joven—. Pero he tenido tajos peores.

—Lo entiendo, pero habéis estado desnutrido mucho tiempo y es normal que vuestro cuerpo no haya podido defenderse igual a este corte. Esperemos que si coméis bien a partir de ahora, abundantemente y con cantidad de agua, sane bien. —El médico meditó para sí mismo mientras observaba la herida unos instantes—. Le pediré a Catherine que me llene la cantimplora de vino y en el próximo alto que hagamos os desinfectaré la herida. Por lo pronto no pienso haceros más cura. —Resoplando el mayor volvió a anudar la camisa y apoyó las manos a cada lado del cuerpo del muchacho en la cama. En su mirada se percibió la angustia y el arrepentimiento de ser el causante de tal herida. Armand alcanzó sus manos y las sostuvo en su regazo. Jugueteó con ellas unos instantes y se presupuso que no tardaría el mayor en retiraras pero no lo hizo. Su mirada abatida apenas podía contemplar sus propias manos. El joven entonces se las llevó a los labios y las besó. Louÿe sí que reaccionó esbozando una sonrisa confusa.

—Sois mi salvador. No os dejéis llevar por el remordimiento.

—Vos mismo sois vuestro propio salvador. Habéis sobrevivido a vuestro padre, a mosqueteros, a mí. Ojalá sobrevivíais a este País y lleguéis pronto a vuestro destino. —Diciendo esto se levantó y se contorsionó para estirar todas las articulaciones del cuerpo. El joven deseó poder hacer lo mismo pero no se lo habría permitido por tener el costado dañado. Después ambos comenzaron a vestirse con las prendas que habían dejado por la habitación, por suerte para el joven, su camisa estaba seca y pudo al fin vestirse con todas las prendas de las que disponía.

Cuando ambos estuvieron alistados se preguntaron si sería demasiado pronto para salir o si por el contrario se estaban retrasando. En comparación con el día anterior no se oía un alma por la posada desde hacía al menos una hora y no podían demorarse demasiado así que ambos se calaron el sombrero y se hicieron con los mosquetes fuera de la habitación. El mayor iba delante y el joven le seguía paso a paso hasta que alcanzaron el vestíbulo y en el mostrador la jovencita apareció para recibirles a ambos con una sonrisa. Puso las manos sobre el mostrador y con una mueca le indicó al muchachito que estaba sentado en la mesita de centro del recibidor que trajera los caballos de ambos hombres.

—¿Podrías llenar una de mis cantimploras con vino? Y la otra con agua. —Le dijo al chico que desaparecía por la puerta—. El vino más barato que tengas. —El chico asintió y salió corriendo en dirección al establo.

—¿Vino barato? ¿Para hacerle curas a vuestro sirviente?

—Así es. ¿Qué te debo por las cantimploras y el desayuno?

—Un real. —Dijo ella, elevando un tanto le precio pero el mosquetero no dijo nada en absoluto. Se lo entregó y la chica lo miró un tanto dubitativa.

—¿Hacia dónde os dirigís?

—Hacia… —Dudó el mosquetero en si decir su dirección, pero ella le pareció de confianza y no había gente alrededor. La taberna estaba tan solo ocupada con clientes habituales—. …hacia Amboise.

El joven miró la mosquetero con una mueca de terror, temiendo que estuviese descubriendo sus planes pero la chica no pareció tomarle demasiada importancia. Siguió mirando la moneda que hacía rodar en su mano.

—¿Tenéis planes allí o solo pasaréis por allí hacia un destino más lejano?

—Sabéis que a mí siempre me llevan los planes de trabajo. Pero después me dirijo al sur, hacia Châtellerault. —El muchacho le tiró disimuladamente de la cuera al mayor, pero fue un detalle que la muchacha no pasó desapercibido.

—Yo me desharía de esa idea. —Dijo ella, frunciendo el ceño y con un leve bajón en el tono de voz.

—¿Y eso por qué? Mi general me reclama en Amboise en unas horas.

—Vos sabréis. Pero Amboise está atestado a estas horas de Mosqueteros de su excelentísima. —Ella se mordió los labios, haciéndose la interesante y provocando en sus dos clientes una palidez mortal. —La mayoría de los hombres que estuvieron aquí se dirigían a primera hora hacia allá. Uf, y no quiero ni mencionar el camino a Châtellerault, debe estarlo otro tanto…

—¿Cómo es eso posible? —Le preguntó el mosquetero mientras miraba de reojo como el joven a su lado temblaba de arriba abajo.

—Al parecer hubo una reyerta en un pueblo a mitad de camino entre ambos dos lugares. ¿Loches, puede ser? Al parecer buscan a alguien, y han aprovechando que por esta zona se estaban haciendo algunas prácticas de batalla para conducir allá a todos los mosqueteros posibles. —Cuando terminó sus palabras el chico ya aparecía por la puerta con ambos caballos—. Si queréis mi consejo, seguid el Loira hasta Saumur. Después desviaros hacia el sur. Es un rodeo corto y puede evitaros muchos problemas. —El silencio que se estableció entre los tres pudo alcanzar la menos un minuto. El muchacho estaba paralizado, el mayor pensativo y la joven impaciente de que alguno de los dos reaccionase. Siendo ella la que tomó las riendas se hizo con un papel y una pluma y se la entregó al mosquetero—. Escribid aquí a vuestro general. Excusaos si lo creéis oportuno. O asistid solo a Amboise y yo me encargaré de que a vuestro sirviente no le falte de nada en vuestra ausencia.

Ambos hombres se miraron unos segundos y el joven estaba impaciente porque el mosquetero saltase a su caballo y se marchase pero en vez de ello se lanzó a la pluma y se puso a escribir unas escuetas palabras y una breve disculpa.

—¿Estáis loco? —Le interceptó el joven cuando ya cerraba la carta—. Os harán matar…

—Solo le he escrito que me he indispuesto y que no he podido asistir por ello. Una cena en mal estado.

—¿Pensáis acaso volver mañana?

—Mañana no me necesitarán. —Dijo el mosquetero.

—Eso no lo sabréis, no sabéis ni siquiera si…

—No me discutas. —Dijo el mayor mientras cerraba la carta y la sellaba para entregársela a la joven. —Haced que llegue a la taberna “Bosquejo”. Allí es donde tengo entendido que se reunirán unos compañeros con mi general.

—Sabrán que estáis desobedeciendo. —Dijo el joven más para sí que para el mayor que apenas le escuchaba—. Estoy por saltar sobre mi caballo y dirigirme de cabeza a Amboise, solo para que me corten la cabeza y dejar de ser una molestia para vos.

—No sabes cuánto te lo agradezco, milady. —Le dijo él, besando la mano de la muchacha que recogía la carta y los besos llegaron casi hasta el codo—. Sois la mujer más inteligente de este país, y si no estuviese casado con mi trabajo y mi mosquete, os aseguro que vos seríais la primera a la que desposaría.

—Podéis tenerme como amante, en vez de esposa. —Sugirió divertida.

—Jamás os faltaría al honor de semejante manera. Pero mi vida ha quedado en vuestras manos y la habéis salvado. Y eso no hay casamiento que compense vuestra bondad.

—Salvado. —Murmuró el chico para sí—. Ha condenado vuestro puesto entre los mosqueteros. Y con suerte se os concederá una muerte rápida e indolora.

—¿No vais a agradecerle a la señorita su intromisión? —Le dijo el médico al joven y este se levantó el sombrero, mirando por primera vez al rostro de la joven. Esta le devolvió una mirada encantada.

—Al parecer todo el mundo se empeña en matarme o salvarme, y cada vez que se interviene, dejamos heridos por el camino. —Lanzó una mirada al mosquetero—. Me estáis ofendiendo si no acudís a vuestra cita. ¿No os dais cuenta? Hemos retrocedido hasta aquí solo por vuestro compromiso, en vez de seguir avanzando hacia el sur. ¿Y ahora me decís que ha sido en vano? No es un paso inteligente, aparte de que estáis condenando vuestro historial en los mosqueteros. Y puede que vuestro honor y vuestra vida.

—Es realmente orgulloso. —Dijo el mayor a la joven que se sonreía para sí ante las palabras del médico. El muchacho enrojeció de cólera—. No habríais desayunado y cenado tan bien si hubiésemos tenido que hacer noche en una asquerosa posada de Châtellerault.

—Está bien. —Dijo el joven, cortando el aire con una mano en tajante indicación—. Hasta aquí llega mi permisión con vos, mosquetero. Os agradezco todo lo que habéis hecho por mí pero esto es suficiente. Me habéis ayudado, me habéis resguardado del frío y curado. Es suficiente. —El joven se hizo con la carta que tenía la muchacha aún en las manos y la rompió en cientos de trozos. Después las colocó todas sobre el mostrador y ella se quedó pasmada del susto.

—Para ser noble tenéis muy mal proceder. Y muy mal carácter. —Soltó ella.

—Orgulloso como un noble, me temo. —Dijo el mayor sin llegar a tomarse en serio las palabras del muchacho.

—La vida me ha curtido, señorita. Y el miedo. Ya han muerto muchas personas, Louÿe. —Suspiró el joven, intentando suavizar su tono de voz—. Estoy cansado de arrastrar cadáveres conmigo y a cada hora que pasáis a mi lado más condenáis vuestra alma. No deseo haceros daño con mis palabras, pero hasta aquí puedo seguir con vos. Soy terco, lo reconozco, pero desde el momento en que ayer me mirasteis habéis hecho conmigo lo que os ha dado la gana e incluso me habéis hecho retroceder en mis pasos, poniendo en juego nuestras vidas. No puedo tolerarlo más. Haremos lo siguiente. —Ante sus palabras se detuvo y miró a la joven al otro lado del mostrador preguntándose qué hacía ella aún allí y ella caló sus intenciones. Se disculpó con una mueca y se marchó al interior de las cocinas. Una vez a solas el joven no pudo por menos que tranquilizarse y el mosquetero se vio obligado a prestarle toda la atención de la que disponía—. No sé si esto es un juego para vos. Si me estáis llevando directo al matadero o si realmente tenéis alguna buena voluntad de salvarme. Pero después de que mi propio padre me haya intentado matar ya no puedo confiar en nadie. ¿Lo comprendéis? Os deseo el mejor futuro y la mejor vida, pero veo que estáis dispuesto a tirarlo todo por la borda. Desconozco los motivos, pero esa parece vuestra principal misión.

—Id al grano. ¿Qué es lo que proponéis?

—Algo muy simple. Vos iréis de inmediato a Amboise y cumpliréis con vuestros planes de mosquetero. Y yo me desviaré por el camino del Loira en dirección sur. Punto.

—¿Y después? ¿Cuándo yo haya terminado?

—Después nada. Vos fingiréis que no me habéis conocido, y el resto de vuestra vida no seré más que un recuerdo que os quede para vuestra intimidad. Yo me iré a España y os pensaré desde allí, deseándoos los mejores deseos de los que soy capaz de proporcionaros.

—No. —Dijo el mayor, negando con el rostro en una tajante muestra de inconformidad.

—Vos no tenéis decisión en esta ocasión. No me importa si sois mayor, si estáis más instruido o si os debo nada en absoluto. —El mosquetero frunció el ceño—. ¿Es eso? ¿Deseáis que os devuelva lo que habéis invertido en mí? Bien os habéis garantizado una fortuna vendiendo mis pertenencias. Quedaos también el mosquete, y el puñal. Solo deseo deshacerme de vos.

El mosquetero retrocedió ante la tentativa del joven de extenderle el mosquete por lo que el Armand se lo volvió a colgar al hombro y parecía que la conversación llegaba a su fin cuando el joven volvió a intervenir.

—Es lo mejor para ambos.

—No tenéis un solo escudo para comprar el billete del barco.

—Me colaré si es necesario. —Sentenció el joven—. Ese ya es problema mío. Vos no debéis preocuparos por ello. Marchemos cada uno por nuestro lado. —Dijo el muchacho mientras se acercaban ambos a los caballos y cada uno se hacía con las riendas del suyo propio. Pero ninguno de ellos se atrevió a montar. Una fuerza superior a ellos les prohibía separarse y el mayor no osó siquiera plantearse la idea de marchar a ninguna parte. Y ojalá hubiera visto la obcecación en el rostro del joven, pero titubeó al verlo sostener las riendas.

—Encontrémonos a mitad de camino. —Musitó el mayor pero el joven negó.

—Nada de detenerse. Nada de retroceder o perder el tiempo. Si salgo ya, estaré en Saumur al medio día. Y después continuaré al sur.

—Si me decís eso pensaré que iréis por otro lugar para que yo no os persiga.

—Sois inteligente. Pero no demasiado. —Dijo el joven apartándole la mirada al mayor y peinando la crin de su caballo—. Aquí me despido. He de rogaros que no me sigáis, por el bien de ambos. He de continuar solo. —Soltó un inmenso suspiro—. Habéis sido una pequeña luz en medio de años de oscuridad. Ojalá no corriese el riesgo de quemarme. —El joven se volvió al mayor con una sonrisa más similar a la añoranza que a la alegría—. Dadme vuestro cuaderno. —Le pidió el joven señalando su pecho, sabiendo que estaba allí oculto. El mayor no dudó un instante en entregárselo y este lo abrió por la última página escrita. Había un poema a medio terminar, y allí depositó la ramita de lavanda que había vuelto a clocar en su cuera. Estaba algo reseca, pero cerró el cuaderno y allí quedó sellado—. Para que os acordéis de mí cuando ya me haya ido a España. Terminad vuestro poema y leédmelo en vuestras plegarias. Dios me lo hará llegar.

El joven se subió a su caballo con determinación y estuvo a punto de espolear al caballo cuando el mayor sujetó sus riendas un instante, como un último impulso para evitar que se marchase.

—Dios no os protegerá tan bien como puedo hacerlo yo. —Murmuró y el joven le sonrió, lleno de confianza.

—Por desgracia yo no puedo protegeros a vos tanto como podría hacerlo Dios en mi lugar. Y si muero, le hablaré a mi madre de vos. Y ella os protegerá desde el cielo. Buen viaje Louÿe. Y gracias, nunca os lo habré agradecido lo suficiente. Es vuestro todo mi amor.

El joven espoleó al fin al caballo y se puso en camino. No osó mirar atrás recordando lo que estaban abandonando en el camino, pero el mosquetero no le apartó la vista hasta que no hubo desaparecido y entonces sí se hizo con su caballo y marchó directo a Amboise, poniendo distancia entre ambos.

 

 


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