IDENTIDADES [PARTE III] - Capítulo 33
CAPÍTULO 33
Jimin
POV:
Pasado un tiempo, apenas un par de días, me ofreciste que me fuera a vivir contigo. Recuerdo la tonalidad de tus palabras y tu expresión en la mirada. Desde luego que no era nada serio y formal. Algo de lo que debiera preocuparme. No ibas a casarte conmigo al día siguiente y no íbamos a ser padres de nadie, simplemente mis condiciones ambientales en el piso donde vivía y la distancia de este a mi trabajo me impedían muchas facilidades de una vida rutinaria. A ti no te importó compartir tu cama y un plato en tu mesa, y yo intenté, por todos los medios, medir mis palabras para no mentirte una sola vez más. No te merecías una sola mentira.
Recuerdo cuando estuvimos en aquel piso recogiendo la mayor parte de mis pertenencias, básicas para subsistir un par de días en tu casa, y me vi en la obligación de llevarme conmigo unas cuantas armas de las que guardaba bajo el suelo. Recuerdo tus palabras. Recuerdo mi contestación.
—Vamos a mi casa, no a la guerra.
—Todo es una guerra, Kookie. Ojalá pudiera quitarme la guerra de mis hombros que tanto pesa, llevo una bandera en mis hombros y debo soportarla. Es mi deber.
Un deber que me costaría demasiado. En esta larga carta lo explico, en todo este relato te narro qué bandera es la que porto, cuánto mide y cuanto pesa. Por qué la llevo y por qué, en un momento determinado, decido deshacerme de ella. Y claro está, porque después la recojo del suelo, me cubro con ella los hombros y me acurruco en el suelo llorando por ti, por nuestros hijos, por un pasado que no regresa por mucho que me esfuerce.
Pasados unos días nos llamaron a comisaría para que fuéramos a buscar una documentación relacionada con la denuncia que me habían impuesto. Yo me quedé a solas en tu casa y tú marchaste en busca de la información. Cuando me quedé a solas revoloteé alrededor, cogí una lata de refresco y acabé sentado en el sofá mientras me quedaba absorto mirando la televisión en un programa infantil. En un principio pretendía dejar la mente en blanco pero me resultaba del todo imposible y empecé a darle vueltas a la idea de que era estúpido ir a recoger lo que sea que nos requería en la comisaria, pues posiblemente el juicio se celebrase tres o cuatro meses después y mi máxima intención era no estar ahí por entonces.
Me negaba a pensar en ti después, en qué te diría o en cómo reaccionarias ante la noticia. Seguro que tú también lo pensabas. Que no iba a estar ahí de por vida. Me preocupaba que la empresa quebrase por el flujo de información y que tú te quedaras sin trabajo. Me preocupaba que no me dejases marchar por un sentimiento de egoísmo y posesividad. Eso nos mataría a ambos y no quería sopesar una muerte más sobre mis hombros. Es una estupidez, lo sé, pero cada muerte se me hacía más difícil y dura que la anterior en el momento de asumir que esto tenía un fin. ¿En verdad las muertes eran justas? ¿En verdad solucionaban algo? ¿Alguien ganaba con ello? Yo desde luego que no.
No pensé, aunque debí hacerlo, que estando en la comisaria podrías encontrarte un papel con mi rostro tintado y una recompensa por mi cabeza. Aquello me pasó por alto pero en cierto modo, me amoldé lo mejor que pude a la situación. Sabía que en algún momento alguien se iría de la lengua, —alguien como yo—, o que en la televisión aparecería mi rostro con un “Se busca” bien grande para ponerle precio a mi cabeza. Siempre pensaba que de algún momento a otro te enterarías y me reconocerías que eras conocedor de la información. Me imaginaba una escena tranquila, sosegada. Desde luego que tensa y oscura, pero la imagen de verte entrar dando voces con el cartel de la mano, me pilló por sorpresa. Tal vez fuera que realmente no sabías nada de lo que estaba ocurriendo a tu alrededor, o que sí intuyeses aquello pero no quisieras afrontarlo. Tal vez fuera el hecho de que estabas ofendido porque me arrastrase tan sumisamente dentro de tu casa y pusiera tu vida en peligro ahora que la policía me estaba buscando. Ver mi rostro en aquel papel no me hizo sentir sobresaltado.
—¡JIMIN! –Oigo tu voz en el momento en el que estaba en el baño orinando. Acababa de terminar y bajé corriendo las escaleras. Solo el tono de voz me hizo sentir sobresaltado y me decía que no era alegría o cortesía lo que te hacía gritar de esa forma. Había odio dentro de ese grito. Odio e ira. Qué combinación tan peligrosa.
—¿Qué ocurre Kookie? –Intenté sujetarte para calmar tus nervios pero te deshiciste de mi agarre con violencia, haciéndome sentir por primera vez débil ante un golpe de ese calibre. No te habría golpeado, aunque me hubieras pegado una paliza. Tu estado de nervios me resultaba del todo incomprensible pero tus facciones mostraban una mezcla confusa de emociones que me presagiaban lo sucedido.
—¡Maldito hijo de puta! ¿Se puede saber qué es esto? –Me golpeaste con el papel impreso en el pecho y verme como el reflejo en un espejo me enmudeció momentáneamente. Palidecí, de seguro. Me sentí mareado y con vértigo de la situación que se me planteaba. ¿Qué decir? No podría decirte que no era cierto, tampoco tenía el valor para confesarlo todo contigo en ese estado de nervios. Me vi obligado a intervenir en tu flujo de adrenalina para detener la corriente.
—¿De dónde has sacado esto?
—¡De la comisaría! ¿Y ahora qué? ¿Me dirás que no es verdad? ¡Miénteme otra vez e iré corriendo a la policía!
—Puedo explicarlo…
—¡Qué sorpresa! Al fin el señor Park Jimin, suponiendo que te llames así, me explicará toda la verdad. ¡Pues ya no quiero escuchar más mentiras! –Caí en el sofá por uno de tus empujones.
—Es más difícil de lo que parece, Jungkook.
—¡No eres más que una mentira! ¡Me has usado para conseguir información de la empresa!
—Sí. –Dije, conciso. Mi sobriedad en vocabulario te dejó pasmado.
—¿Sí? –Preguntaste, yo intenté acercarme de nuevo a ti, pero retrocediste—. ¡No me toques, animal!
—¡No me llames animal! –Grité, no debí hacerlo.
—¡Eso eres! Asesino, monstruo. Eres lo peor de la sociedad. Tú y todos los tuyos, podéis pudriros bajo tierra. –Tus palabras dolieron mucho más de lo que cualquier castigo en la escuela me hubiera dañado. Más que todos los balazos y cuchilladas que recibí. No importaba cuán alto lo gritaras, era la pura verdad y eso me hacía sentir tan humillado, tan indefenso, tan sucio y asqueado. Me dolía por mí y por toda mi nación. Me dolía por mis amigos, por mis vecinos, pero sobre todo por mi hija. Ella no era un monstruo.
—¡Basta!
—Más te valdría haber dejado que te mataran porque alguien como tú no merece vivir.
—Jungkook… —Susurré, tembloroso. El dolor sobrepasaba la ira, era algo más fuerte que me impedía reaccionar.
—¡No tenéis sentimientos! Matarías a tus padres si te lo pidieran. –Mis ojos se encharcaron porque me vieras capaz de hacer algo semejante. Lo era, pero fuera de contexto me veía como un monstruo. Por esto, y por mucho más, te escribo este relato. Para que puedas contextualizar mis obras, mis sentimientos y también, tus palabras—. Iré a la policía, no voy a consentir… —No terminaste tus palabras, pues puse mi mano en tu hombro acallándolas. No podía permitirte marchar, pero aún menos quería seguir escuchándote hablar. Quemaban como el infierno.
El peso muerto de tu cuerpo golpeó el suelo con un ruido que retumbó por el resto de la casa. Primero en el salón y luego reverberó por las habitaciones. Tu cabello se esparció por el piso y tu rostro relajado me transmitió una sensación de bienestar que poco a poco me iba invadiendo. El silencio alrededor era profundamente reconfortante después de tus duras palabras y me quedé ahí de pie, un par de segundos, deleitándome en tu cuerpo tumbado en el suelo.
Pasado ese tiempo en que me di espacio a respirar, te cargué a mis hombros y te llevé a la parte superior del piso y te tiré en la cama. Te veías a la par que tranquilo, bastante inquietante. Me daba la sensación de que aunque despertases, saltarías sobre mi cuello para matarme y me aterrorizaba la idea de tener que enfrentarme a ti, porque aparte de que no tenías nada que hacer, yo no podía arriesgarme a perder el poco cariño que me habías cogido y perderte para caer en las manos de la policía. No me arriesgaría y te até una de las muñecas a la cama y me senté en el borde de ésta a que despertaras y me dieras la oportunidad de hablarte de mí. Durante un buen rato estuve dándole vueltas a las cosas que te diría, a lo que podría y no podría contarte, a los detalles que omitiría para no asustarte, para no hacer que me odiases tan pronto. Sabía que ese era el momento de sincerarme y que lo que no te contase en ese instante, ya no podría hacerlo más tarde. Entiéndeme, no puedo plantarme un día cualquiera, ya casados y con un hijo en casa, y decirte que asesiné a mis amigos de la infancia. Tú no habrías sabido que responderme y yo no podría haberte tenido más como refugio a mis pesadillas.
…
No importa lo que te dijera, o cómo reaccionaras. Mis sentimientos hacia ti no habían cambiado y no lo harían. No me quitaría una máscara invisible del rostro porque hacía días que no la portaba. Pero tú si cambiaste conmigo. Estabas distante, frío, condescendiente y temeroso. Me mirabas con el rabillo del ojo controlando mis movimientos, me mirabas enfadado. Tu voz estaba anulada de sentimientos, y eso me entristecía pero me intenté mostrar tranquilo y confiado, asegurándome de que no perdieses la confianza que te había ganado. Al día siguiente fuiste a trabajar y yo me tomé la voluntad de quedarme en la cama. No estaba acostumbrado a mantener una rutina laboral y el ambiente en la empresa me pasaba factura como a un niño después de la primera semana de clase después de unas largas vacaciones de verano. Me recordé a mi mismo que yo no estaba allí para ser un jefe y se me escabulleron todas las ganas de levantarme.
El silencio en la casa al instante de que te fueras me hizo sentir tranquilo y sosegado. Volvía a caer en los brazos de Morfeo* con una suculenta necesidad. La cama era agradable, caliente, me dormí al instante. Cuando desperté pasaban de las doce del medio día y me levanté más necesitado de orinar que por voluntad propia. Cuando lo hice se me hacía ya muy pesado volver al sueño y bajé al salón a desayunar cualquier tontería que hubiera por ahí suelta. Me agradaba sentirme tan libre en aquella casa. Era grande, luminosa, cualquier cosa que hubiera soñado. Tenía la última tecnología y estaba siempre con una temperatura adecuada. Era un pequeño refugio mental que me consolaba. Me hacía a la ilusión, mientras paseaba, de que era mi hogar y que no estaba ahí por caridad. Me sentaba en el sofá con un quejido, me levantaba con otro, y entre paseo y paseo comía alguna galleta u orinaba en el baño escuchando el sonido de la orina rebotar contra la cerámica.
En la hora de comer, te esperé pero no regresaste por lo que entendí que trabajarías tu jornada completa. Cociné, aprovechando la variedad de ingredientes en la nevera, un poco de sushi y pechuga de pollo con salsa picante. Sentir nuevamente el estómago lleno se sentía cada vez menos extraño pero sabía que no debía acostumbrar a mi estómago a comidas tan copiosas, porque de verme en la necesidad de volver a pasar hambre, me costaría mucho más. No pensaba en ello mientras comía, claro estaba, el sabor y el olor de las comidas obnubilaba todos mis sentidos.
Pasadas las seis de la tarde, mi teléfono sonó. Mi primer pensamiento fue que tú me llamabas porque me echabas de menos o requerían de mi presencia en la empresa. Me hacía bien sentir que era la primera opción, así que subí por las escaleras hasta el cuarto y cuando encontré el teléfono, me sorprendí al ver el nombre de NamJoon en la pantalla. Era un sentimiento de nostalgia junto con uno de preocupación. Mi estómago dio un vuelco.
—NamJoon. –Dije, animado, mientras bajaba las escaleras para regresar al piso de la planta inferior. Esperaba una respuesta más amable, más natural, pero me respondió su voz como mecanizada, libre de todo sentimiento excepto el de decepción. Ese nunca lo perdía.
—Park Jimin, debo informarte de que se ha estado investigando sobre ti en Seúl. –Sus palabras me dejaron un tanto paralizado—. No solo se te ha descubierto en una de tus misiones, alguien ha indagado en información secreta, privada del gobierno norcoreano y ha accedido a archivos de tus misiones en Estados Unidos y Japón.
—Nam… NamJoon… —Fue lo único que alcancé a decir en un perdido lapso de tiempo en que él cogía aire.
—Me veo en la obligación de suspenderte de toda misión que estés realizando en Corea de Sur y te recomiendo que regreses cuanto antes a Pyongyang, por la seguridad de todos…
—¿Quién me ha investigado? –Pregunté cortando el flujo de sus palabras. Él me respondió, resignado.
—Nadie que tenga relación directa contigo. –Contestó, conciso. Mis ojos ya se habían encharcado sin permiso y mis manos temblaban. Sentí un sudor frío recorrerme al pensar en mi hija y no pude por menos que preguntar por ella.
—¿HyeGun…?
—Lo siento, Jimin. Es mejor así…
—…Así… ¿Así cómo? –Pregunté. Un par de lágrimas cayeron de mis ojos empapando mis mejillas. Me sentí mareado y me vi rodeado de una niebla que emborronaba todo a mí alrededor. Mi pulso nunca había sido tan rápido. Mis ojos jamás habían picado tanto. Me sentí incapaz de decir nada más porque un nudo en la garganta había aparecido de la nada haciendo acto de presencia.
—Lo siento mucho, pero no has cumplido tu misión con las expectativas que nos esperábamos. Hemos tenido que interceptar el flujo de información y detener a la persona que estaba investigándote. Es de un alto rango de la policía y ha sabido recular a tiempo, por eso no nos inmiscuiremos personalmente en el asunto, pero en respecto a ti, me temo que nos has defraudado.
—¿Do—dónde está HyeGun?
—Jimin, lo siento. –Repitió, como si no fuera capaz de pronunciar tales palabras condenatorias—. Regresa cuanto antes, un avión saldrá en un par de días.
La llamada finalizó de la nada y me quedé varios segundos escuchando un intermitente pitido a gran velocidad. Me paré ahí, en medio del salón, con el pecho acongojado y la mirada perdida mientras lloraba desconsoladamente. Cuando tuve el valor de retirarme el teléfono de la oreja, un mensaje llegó con un documento de imagen. El mensaje era claro y conciso. “misión fallida”. Unas palabras tan grandes y duras que cayeron como losas sobre mis hombros. Me quedé aturdido unos segundos y deslicé la pantalla para ver el documento de imagen. Todo el mundo cayó ahora sí, sobre mis hombros. Todo se vino abajo en un solo instante. Una imagen, un rostro. Aquello detonó mi llanto y desesperación. Regresé atrás en el documento, incapaz de ver de nuevo la imagen de mi hija muerta, y me llevé las manos a la cabeza, soltando el móvil sobre la mesa del salón. Me cubrí el rostro, el pecho, tiré de mi pelo y me rodeé con mis brazos. El dolor me sobrepasaba en límites que no conocía. El miedo me sobrecogía, la angustia me paralizaba. El pánico era inmenso. Nada se puede comparar al dolor de una imagen semejante.
Todo se volvía oscuro con los segundos, mis manos temblaban. Mi primer instinto fue llamarte. Una, dos, tres veces pero tú no contestaste. No deseaba pedirte que me acogieras en tus brazos, ni tampoco pensaba despedirme por teléfono. No estaba seguro de qué decirte si descolgabas pero a medida que tú no me contestabas empezaba a verlo algo estúpido e inútil, y desistí de contractar contigo. No quería sumarte una preocupación, no pensaba tampoco con claridad. Solo quería que el dolor se detuviera, que dejaran mis ojos de llorar y que mis manos no temblasen. Al mirarlas me pareció ver sangre pero no era más que el reflejo de la consecuencia de mis actos.
Subí al cuarto casi como una necesidad, como un instinto irrefrenable. No pensaba en otra cosa que en las armas bajo la cama. Se veían tan tentadoras, tan dulces, acabarían con el amargo dolor que estaba anegando mi alma. Un denso petróleo comenzó a correr por mis venas. Pesado como el plomo, tóxico como tal. Me sentí mareado, alienado, confuso y desorientado. Caí al pie de la cama y cogí una pistola en mis manos. El tacto era cálido, aterciopelado. Dulce, sinuoso. Era tentador, familiar, como una extensión de mí, una prolongación de mi brazo. Llevarla a mi sien fue fácil. Lo difícil fue mantenerla allí cuando apareciste por la puerta. Frente a tu rostro, no tenía el valor para matarme. Lo habría hecho si me hubieras dejado a solas de nuevo, o tal vez ya no. No lo sé. Solo recuerdo el tacto de tus manos y tu sangre fría al sujetar mi mano y, con firmeza, retirarla de cualquiera de nosotros dos. Recuerdo la calidez de tus brazos, tus reconfortantes palabras, el impacto de la foto de mi hija que se reflejaba en tu faz.
La depresión me sobrevino como una gran sombra después de una dura guerra. Los edificios derruidos, las piedras por el suelo, los muertos desangrándose, el fuego alejándose. Me sentí derruido, como un gran bloque de edificios reducido a cenizas. Sin cimientos, sin estructura. Una masa de nada, sosteniéndose en nada, con el único apoyo del suelo bajo mis pies. Tu presencia incansable, tus cuidados diarios, la calidez de tus brazos y tus besos me reconfortaron como para sobrellevar los momentos más duros. Soy una persona que ha sabido afrontar todo lo que se le ha puesto delante y suicidarme no ha entrado jamás dentro de mis planes. Descartada esa idea, lo único que me quedaba era seguir adelante. Tú aun me mirabas, receloso, cada vez que tenías que dejarme a solas pero no comprendías que mi forma de analizar el dolor era sumergirme en la inmensidad de la soledad a mi alrededor.
No tengo más que decir en respecto al dolor que sentía, tú mismo pudiste ver en qué estado me encontraba y lo difícil que resultaba salir de ese trance. Jamás he podido compensarte todo lo que me ayudaste pero ahora que sé hasta qué punto estabas involucrado en la supuesta muerte de mi hija, tal vez no lo hicieras porque me apreciaras, sino por la culpabilidad que te carcomía por dentro. De cualquier forma, tu gesto me hizo superar el dolor, me hizo ser más fuerte y sostenerme en ti fue la mejor decisión. Nunca me he arrepentido. Matarme habría supuesto perder los mejores años de mi vida, que aún quedaban por llegar.
Pero los acontecimientos se precipitarían. Paseando por Seúl descubrí en la portada de un periódico mi rostro. Me buscaban y no estaba dispuesto a ser deportado. Ya nada me esperaba en Pyongyang y al decidir no regresar me había convertido en un prófugo, lo que mi deportación supondría la muerte, segura. Lo demás no hace falta que te lo explique, ¿no? huida al aeropuerto, vuelo a Barcelona y BOM, una vida nueva de la nada.
Pero empezar de cero nunca es sencillo, y menos, cuando empiezas desde menos diez y con espías siguiendo tus pasos.
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