IDENTIDADES [PARTE III] - Capítulo 30
CAPÍTULO 30
Jimin
POV:
Aquél día desperté levemente mareado y aturdido como si la fiebre por los cortes me hubiera vuelto tras días de haberme recuperado. Estando tumbado en la cama era terriblemente doloroso e imposible de conciliar el sueño. Ponerse boca abajo resultaba incómodo, y de lado, los músculos en mi espalda se estiraban o se tensaban produciéndome un dolor mucho más agónico. Me tomé una pastilla para el dolor alrededor de las ocho de la mañana cuando desperté empapado en sudor. Me tumbé nuevamente sobre el colchón y desperté alrededor de la una y media.
Tengo el recuerdo vívido de una escena que se me ha quedado grabada en la mente. No es más que un insulso momento de decisión en que me reconozco sentado en una silla en medio de la cocina, con mi teléfono móvil de la mano y una expresión cansada y derrotada en el rostro. Una mano sujetando mi cabeza, con el rostro dormido y mi cabello cayendo por mi frente. Recuerdo pisar varias veces el suelo como un compás, intentando con ello aclarar mis sentimientos, mis decisiones, mis prioridades.
Marqué tu número de teléfono y me llevé el dispositivo a la oreja. Suspiré varias veces pensando en la seria posibilidad de que no descolgases o bien que me rechazaras la llamada. Sabía que no me había portado bien contigo en esos días y que no querrías saber nada de tu jefe en un día festivo, pero recé porque me contestases.
—¿Señor Park? –Tu voz, extrañamente, me reconfortó.
—¿Estás ocupado, Jeon? –Mordí mis labios al escuchar mi propia voz, me sonó demasiado antinatural, como si fuera otra persona la que hablara.
—Sí, iba a comer. ¿Qué ocurre?
—Necesito que me hagas un favor. Es algo… —Suspiré. No podría explicarlo por teléfono. Tendrías que verlo con tus propios ojos para comprender la intensidad de mi preocupación.
—¿Qué es?
—Necesito que me ayudes porque debo curarme una heridas en la espalda y yo solo no puedo. Si no lo hago ahora se me infectarán y son algo graves. –Abrevié como pude. Dudaste al otro lado y me preguntaste lo que era lógico pero en lo que yo no había caído. Era demasiado arriesgado.
—¿Por qué no vas al hospital?
—No puedo, Jeon.
—Lo siento pero yo no debo intervenir en tu vida privada. –Tus palabras me sonaron altivas y recelosas. Rencorosas por mí.
—Jeon, —suspiré—, eres el único que sabe esto. Ayúdame.
—Que bien, el señor Park suplicando por mi cariño. –De nuevo ese tono.
—No seas así, Jeon.
—Ven a mi casa, anda. –Dijiste subordinado. Yo sonreí como un idiota en la semioscuridad de mi hogar.
—¡Gracias!
—¿Quieres que vaya a buscarte?
—No gracias. Guárdame algo de lo que vayas a comer, estoy hambriento. –Dije casi como un impulso, me arrepentí al instante de decirlo pero ya había cortado la llamada y no me paré a pensar que sonase demasiado maleducado o atrevido. Una comida caliente, aunque fuera hecha por un chiquillo torpe, sería de agradecer.
Me puse algo de ropa, salí de casa y me encaramé al bus con una tonta sonrisa en la cara. Me sentía despejado, aireado, liberado de una gran presión aunque lo que estuviera haciendo no fuera más que una estúpida y arriesgada tontería. Cuando llegué a casa me sorprendiste en ropa informal y desaliñada, lo cual me resultaba confuso pero tremendamente lógico, estabas en tu casa. Borré mi sonrisa al instante y volví a esa malhumorada y cruel personalidad que había construido para ti. Para la empresa en general pero para ti en especial. No debía salirme para nada del papel y convertirme en el hombre que realmente soy, pero fue difícil soportar la careta todo el tiempo mientras me cosías la espalda.
Cuando nos pusimos a comer los platos llenaban la mesa y el olor me drogó momentáneamente llevándome a un dulce éxtasis de satisfacción. Estaba francamente impresionado y hablé demasiado en un extraño momento de debilidad.
—¡Esto es genial! –Grite mientras recorría toda la mesa con la mirada y la mandíbula desencajada—. Una comida por fin típicamente coreana.
—¿Cansado de pizza?
—Cansado de comida en bote. –Cogí un par de palillos de metal y me adjudiqué uno de los cuencos de comida. El calor de este en la palma de mi mano me hizo sentir cálido por dentro—. Por fin comida casera.
—¿No deberíamos curarte primero lo de la espalda…?
—Me muero de hambre… —Hice un puchero. Antes necesitaba llenar mi estómago que llevaba días doliendo. Devoré todo lo que estaba a mi alcance con un hambre animal. Ni siquiera quise tomarme tiempo a respirar, cocinaste demasiado bien.
—¿Cuánto llevas sin comer? –Me preguntaste con una sonrisa sarcástica. La pregunta era, obviamente, retórica. Pero yo contesté, nublado por la comida.
—Dos días. –Te quedaste pensativo.
—¿Estás de broma?
—No. –Contesté sincero.
Cuando llegó el final de la comida te apoyaste sin querer en uno de mis hombros provocando que abrieses una de las heridas que no había podido coser. El dolor no fue intenso, pero si fue impactante la imagen de mi camisa blanca empapándose poco a poco de sangre. Subí al baño y cuando llegué, encendí los halógenos que iluminaban mucho mejor de lo que habría imaginado. Me miré en el espejo y me sentí extraño. Hacía días que no me reflejaba en una imagen nítida y con luz. Mis mejillas estaban coloreadas por la saciedad de la comida y la vergüenza de verme sangrando delante de ti. Mis labios estaban húmedos por mi saliva, mis manos, un tanto nerviosas. Estaba sintiéndome extraño en un lugar desconocido pero al mismo tiempo intenté concienciarme de que este baño era el mismo que el de mi piso, que el de aquella gasolinera en Tokio, o el de mi propia casa en Pyongyang. Un retrete, un lavabo, una ducha… todo estaba igual y de todas formas ya había estado aquí curándome.
Me deshice de mi camisa y la dejé sobre el retrete y me apoyé sobre el lavabo para verte aparecer por la puerta, quedándote un tanto paralizado al ver mi cuerpo de aquella forma. Cuando te pusiste de cara a mi espalda, tu rostro palideció. Como podías ver el corte que tanto sangraba era uno que a medias había intentado coser, con esfuerzo y dificultad, sobre uno de mis hombros. Pero en el resto de la espalda se repartían otros tantos ocultos bajo vendas que no había sido capaz de curar bien. Comenzaste a temblar y titubear. Tus manos se veían nerviosas.
—No sé qué debo hacer. –Susurraste.
—Es fácil. Quita las vendas. Lávame la espalda con agua oxigenada, alcohol, vino, lo que sea. Cose las heridas y tápalas de nuevo. –Yo ya comenzaba a pensar en si había sido buena idea.
—¿Co—coser? –Tartamudeaste.
—Sí. Antes de que se me infecten más.
—En el botiquín tengo aguja y sedal. Pero va a doler. ¡Para eso era la aguja con anestesia! –Genio.
—¿Me queda otro remedio? –Pregunté mirándote desde el reflejo en el espejo y tú me devolviste la mirada, triste.
—¿No tienes más de esas?
—No. Hazlo ya, Jeon. –Rebuscaste en un cajón del baño un botiquín y comenzaste a rebuscar dentro siguiendo mis pasos todo lo mejor que pudiste. Primero quitaste las vendas de mi espalda dejando al aire todos los cortes. Quise gemir porque la sangre seca se había adherido a las vendas y al tirar, me hacías daño, pero aguanté lo mejor que pude. Quedaba mucho dolor por delante, me dije, ya tendrías tiempo de verme débil—.
—Dame conversación, Jimin. –Te miré, extrañado. Debía ser yo quien pidiera conversación para distraerme del dolor, pero tú estabas tremendamente asustado.
—¿Qué quieres que diga?
—Podrías empezar explicándome como te has hecho esto. –Suspiré internamente. Sabía que había sido un error pero estaba lúcido e intenté escoger cuidadosamente todas y cada una de mis palabras.
—Los espejos de pared son muy traicioneros.
—¿Te empujaron contra uno?
—No. El espejo se ha despegado de la pared y se ha tirado sobre mi espalda. –Dije sarcástico—. Claro que sí.
—¿Quién fue?
—Un hombre.
—¿Y por qué lo hizo?
—Tenía algo que era mío y solo estaba defendiéndolo. –Te vi fruncir el ceño, pensativo.
—¿Y qué es eso tan preciado por lo que te juegas tu integridad?
—No te interesa. –Estuviste unos segundos en completo silencio, como masticando unas palabras que no terminabas por atreverte a soltar.
—¿Qué se siente al sacarle un ojo a alguien? –Tus palabras fueron tan inesperadas que tensé todo mi cuerpo.
—¿Qué tontería es esa?
—Habría sido mejor hacerlo de vivo. Así aunque lo mutilases no habrías tenido que matarlo. –Te miré serio desde el reflejo en el espejo y pude ver cómo me devolvías la mirada, con confianza de tenerme tan débil frente a ti.
—No sé qué diablos dices, pero para, me estas asustando. –Supliqué esperando que creyeses en mi desvalida apariencia. Te limitaste a dejarlo de lado. Habías sido valiente por demasiado tiempo y no querías enfrentarte a una realidad que tú bien intuías. Sabias demasiado y con tus sutiles demostraciones solo pretendías hacerme consciente de que eras lo suficientemente listo como para saber qué pasaba. Y aun así no te alejaste de mí. Aun no entiendo por qué.
Comenzaste a coser las heridas al rato, cuando yo esparcí alcohol por mi espalda, y el dolor, era mucho peor de lo que recordaba. Tu inexperiencia junto con la falta de anestesia o pastillas era agónica. Tus manos en mi piel quemaban, tu aliento en mi cuello era demasiado aterrador. Intenté aguantar las lágrimas todo el tiempo que pude, pero mi expresión era demasiado triste y me partiste el corazón con tus palabras, para más dolor en mi alma.
—Mírate, te ves tan débil. Sé fuerte por HyeGun. –Su nombre de tus labios sonaba como amortiguado por una mampara de cristal. Como si los pronunciaras desde otra habitación, desde otro mundo. Una voz tan abstracta pronunciando un nombre tan mítico en mi mente. Mordí mis labios y comencé a recordarla en sus mejores momentos. Recordé su olor, su rostro. La forma en que me miraba la forma en la que hablaba. Su voz. La mía cantando una canción de cuna.
Mírame. Y después cierra tus ojos.
Prometo estar aquí cuando despiertes.
Y también si sueñas pesadillas.
Mírame, y cierra tus ojos
porque ahora ya puedes confiar en mí.
Solo llámame y cuidaré de ti,
abrázame y no me iré jamás
porque no eres la única que necesita de
amor.
Seguí cantando por mucho rato, incluso algunas estrofas que yo había inventado para ella, pero no recuerdo bien en qué momento el dolor superó mi capacidad de hablar y comencé a gemir, dolorido. El dolor sucumbió al llanto y antes de darme cuenta estaba llorando amargamente. Acababa de perder tu respeto y seguiste preguntándome por el resto de cortes, por mi salud, por mi alimentación. Me sugeriste a quedarme aquella noche. ¿Cómo negarme? Yo solo quería conseguir esos papeles de una vez y largarme de este estúpido país.
…
Las horas pasaron y ambos nos quedamos dormidos, yo por el cansancio del dolor y el efecto de las pastillas, y tú, por el esfuerzo mental de coser a alguien, seguramente. Tal vez mi cuerpo en tu regazo te pareció reconfortante o tal vez la película fue demasiado aburrida. Cuando ambos despertamos era ya de noche y me miraste con ternura. El dolor en mi cuerpo había disminuido levemente o tal vez, simplemente estuvieran los nervios dormidos, a la espera de acribillarme al llegar a casa.
No sé, en qué momento, comenzaste a coquetear conmigo. Me pareció incluso divertido al principio pero seguirte el juego no fue más que un error, porque tu desvergüenza te hizo besarme. De un momento a otro tuve tus labios sobre los míos, moviéndose tranquilamente, como acariciándome. El contacto era sobre todo extraño, pero no desagradable. Me sentía levemente aturdido porque recién había despertado y aun no podía comprender hasta qué punto estabas involucrándote conmigo. Cuando me tumbaste de estadas en el sofá, todo el dolor regresó de golpe y mi cuerpo se tensó al instante, apartándote de mí con violencia. Sentí como el dolor se colaba por mi espina dorsal y recorría el resto de mi cuerpo con una electricidad y una quemazón propias de una descarga. Comencé a gritarte. Error.
—¡¿Qué diablos has hecho?!
—Besarte. –Dijiste como si nada. Eso me hacía sentí más enfadado aún.
—¡Qué asco! –Me limpié los labios.
—Lo siento. Pero no es para tanto.
—¿Cómo se te ocurre? –Me levanté de un salto, temiendo más contacto en mi espalda y recorrí la casa buscando mis cosas con nerviosidad. Era muy tarde, yo solo deseaba regresar a casa—. ¡Te dije que no te encariñaras conmigo!
—Pero yo…
—Eres un estúpido. Me gustan las mujeres, por el amor de dios. –Te recordé, recordando a mi esposa.
—Solo ha sido un beso.
—¡Pervertido! Estás despedido. Eso ni lo dudes.
—¡No puedes despedirme! No eres mi jefe hoy ¿recuerdas?
—¡Voy a matarte! –Salí por la puerta, aturdido—. ¿Cómo diablos has tenido los huevos de hacerme esto?
—¡No te vayas, Jimin! Déjame llevarte a casa.
—¡Para que me violes en el coche! ¡Sodomita! ¡Maricón!
Seguí insultándote a medida que bajaba las escaleras. Podía sentir como mis manos temblaban y como todo mi cuerpo estaba en un extraño estado de somnolencia y dolor permanente. Mi espalda aun me torturaba y a medida que llegaba al final de las escaleras me iba arrepintiendo poco a poco del estúpido numerito que acababa de montar por nada. Yo sabía que este momento llegaría. Tú cederías a tus necesidades, y yo debía haberlo aprovechado, pero no podía olvidar todos los recuerdos, todas las personas que, antes que tú, había seducido para después matarlas. A ti no sería necesario matarte, pero tenía que, al menos, pasar una noche contigo.
Me cercioré de que había sido una horrible idea salir así como si nada de tu casa en cuanto puse un pie fuera. Comenzaba a llover y si se me mojaban los vendajes podría no poder cambiármelos. Miré alrededor. Me sentí mareado, aturdido. Estaba necesitado de abrigo y me convencí de que ya era demasiado tarde y tu orgullo demasiado grande como para perdonarme. El mío era enorme, como para volver. Caminé hasta la parada del bus de regreso a mi casa, pero era tarde y ya no pasaría. Había perdido el último de vuelta y tendría que esperar hasta las seis y media de la mañana para coger el siguiente. Deambulé de camino a pie pero a mitad de camino ya estaba empapado, con los pies doloridos, helado por el frio y con unas terribles e incomprensibles ganas de llorar. Pensaba en tus labios y no me parecían una mala alternativa a pasar la noche.
Supongo que el resto ya lo conoces, ¿no? regresé a tu casa y me recibiste con una expresión extraña. No esperabas verme allí y menos empapado y con el pelo chorreando.
—¿Qué haces aquí? Son las cuatro de la mañana. –Me preguntaste tremendamente confuso. Estabas dormido, lo supe en cuanto vi tu mirada adormecida, que despertaba poco a poco mientras me analizaba.
—Lo sé. Yo… —No había pensado en una excusa convincente para que me dejases entrar y pasar la noche contigo. No había esperado siquiera que me hubieras abierto.
—¿Quieres pasar? –Me preguntaste y yo sonreí esperanzado, pero te interpusiste en el camino que me dejaste—. ¿Después de cómo te fuiste antes? No creo que quieras estar con un sodomita. –Poco a poco cerrabas la puerta, te despedías con la mirada y tu orgullo era mucho más rencoroso de lo que esperaba—. Adiós.
—No. –Me interpuse e intenté sujetar la puerta con las manos. Cambié mi tono de voz a uno mucho más débil y sumiso. Estaba dispuesto a arrastrarme para que me dejaras entrar—. No puedo volver a casa. Y está lloviendo.
—¿Y? No es mi problema.
—Jungkookie… —Gimoteé—. Lo siento. No reaccioné bien.
—No voy a dejarte entrar. Eres un asesino. –Negaste con el rostro, decidido, pero yo me interpuse aún más entre la puerta, y me escabullí dentro ante tu atenta mirada. Me golpearías en cualquier momento, pero estaba dispuesto a arriesgarme. De todas formas no me daba miedo que me golpearas, solo me daba miedo que me dejaras fuera. Habría dormido en el felpudo por miedo de pasar una noche bajo la lluvia. Asumí el papel de coquetear contigo y de un momento a otro me vi acariciando tu ropa ante tu sonrisa desquiciada. Pensé en ti como en uno más. Como alguien más a quien engañar. Esto, no era más que una nueva forma de engaño: la completa sumisión.
—Sé que se te pone dura al pensar en mí de esa manera. Te gusta el riesgo de poder morir en mis manos.
—¿Vas a matarme? –Acerqué mi rostro al tuyo. ¿Qué contestarte? Ni yo mismo sabía cómo íbamos a terminar en aquel juego, ambos estábamos, de una forma y otra, condenado.
—De la manera en la que tú prefieras.
—Solo se me ocurre una manera.
—¿Y cómo es eso?
—Debajo de ti mientras me embistes con todas tus fuerzas.
Mis mejillas ardieron. Mis piernas flaquearon y con tu olor invadiendo mis fosas nasales me alzaste en tus brazos rodeando tu cintura con mis piernas. Me daba la sensación de que yo debía de oler a perro mojado y que mi ropa era todo un estorbo. Me daba la sensación de pesar el doble por la humedad en mi cuerpo y todo mi ser se revolvía en el dolor por los cortes en mi espalda. Si me retorcía podría sentir como los hilos agarrando mi piel se tensaban y aumentaban el dolor. Mis manos se sentían torpes a inexpertas. Nunca antes había besado a un hombre y menos le había tocado. De todas formas no parecías estar desconforme y subiste al cuarto conmigo en tu regazo. La sensación de verme tan débil en los brazos de alguien se me hacía muy extraño, y más cuando yo estaba devorando su cuello marcándolo como a una presa.
Cuando llegamos arriba me liberé de ti y antes de que me besaras en los labios te pedí que me desvistieras. Me sentía extraño no teniendo yo el control y deseaba hacer algo para sentirme con la autoridad de controlar la situación. Pero no me daba cuenta de que no importaba cuanto yo te mandara, siempre que estuviera en tus manos, me sentiría débil y sumiso a tus actos. Las yemas de tus dedos tratándome con tanta delicadeza tal vez se debieran a las vendas por mi pecho y abdomen, o tal vez porque me veía tan débil e inseguro que ni tú mismo te atrevías a continuar. He de reconocer, por mucho que me lo hubiera negado en aquel momento, que me excitaba la forma en la que a la par que me mirabas con lujuria, mostrándome que en cualquier momento saltarías para devorarme, tus manos me acariciaban con parsimonia y tranquilidad. Dando a mi mente un choque de adrenalina y a mi cuerpo el sosiego que tanto necesitaba.
Cuando nos encontramos en medio de la cama y unimos nuestros labios, el beso ya no era tan desagradable como me había obcecado en creer. Era tranquilo, sedoso, amable. Tus labios se ajustaban a los míos y tu lengua se divertía en un inocente juego con la mía. Comencé a sentir las mejillas arder y mis manos temblaban, aferrándome a ti con temor. Mi mente, de laguna forma, intentaba pensar de manera lógica y advertirme de que necesitaría un esfuerzo psicológico para satisfacernos, pero mi cuerpo iba por libre, buscando cada vez más contacto y, cuando no lo encontraba, se desesperaba por ello. Antes de darme cuenta tenía una dolorosa erección, mucho más dura que la que recordaba en años.
Cuando, libremente y con experiencia, me chupaste allí, fue maravilloso. Me perdí completamente en tu boca. Dejé la máscara a un lado, ya no podía sostenerla por más tiempo. Era demasiado pesada y mis manos estaban centradas en ocultar mis gemidos y sostenerme en tus hombros. No era doloso, no era desagradable. Mi esposa ya me lo había hecho antes pero tú sabías muy bien como provocarme un éxtasis dulce y armonioso. Mis gemidos comenzaron a embadurnar la habitación y tú solo te limitabas a cuidar de mí y satisfacerme.
Poco después me tocó tomar a mí el control de la situación. Sé que hubieras preferido ser tu quien lo controlara, pero eras gentil y comprendiste el miedo que sentí al ver tu cuerpo recubierto de perforaciones. No eran algo que me resultara excitante pero yo ya me había venido una vez en tu boca y esto ya no se podía parar. Ambos estábamos ya perdidos.
Cuando tuve que controlar la situación no me vi perdido. No más de lo que me esperaba. Volviste a formarme una dolorosa erección, entré con cuidado dentro de ti, pero como no era ni por asomo tu primera vez, no necesité tener paciencia para prepararte. Tú mismo me ayudaste a marcar un ritmo y cuando hube pedido el control, fue cuando realmente más comenzamos a disfrutar del momento. ¿Pensabas que ya no me acordaba de estos detalles? Los recuerdo como si hubiera sucedido ayer. Siempre que busco inspiración en la soledad, recuerdo aquel rostro desencajado por el placer. Recuerdo tus manos recorriéndome. Recuerdo tu expresión al correrte. Ambos nos vinimos a la vez y caímos en la cama exhaustos. Me recogiste en tus brazos y me acunaste un segundo, alcanzando el sueño.
Tú te dormirías pero yo solo pensaba en modular el ritmo de mi respiración y el de los latidos de mi corazón. Era demasiado complicado, yo aun me sentía tembloroso y débil. Estaba al borde del sueño pero no podía permitírmelo. Tenía que permanecer despierto. Apenas había realizado la mitad de la misión.
Pasadas varias horas, cuando la tormenta estaba en pleno auge y yo, fuera de tu abrazo, me levanté muy lentamente sin que la cama hiciera ningún ruido y sin que el colchón se moviese demasiado para que no notases la falta de mi presencia a tu lado. Recé para que no te despertaras y cuando salí del cuarto me quedé frente a la estantería mirando alrededor. Ya sabía donde se encontraban exactamente los papeles importantes de la última vez que estuve allí así que solo tuve que abrir un archivador, sacar todo lo que había en él y comenzar a meter en este, poco a poco, la lista de folios que se me pedía. Tardé alrededor de diez minutos en casi completar la tarea, pero tu voz me hizo dar un respingo involuntario y me incorporé dejando caer los papeles de mis manos. Tu figura era mucho más imponente de lo que recordaba.
—¿Jimin? ¿Qué haces? –Tus ojos me miraban, con conocimiento de causa. Eso fue lo que más miedo me daba, que no te sorprendía lo que estaba haciendo. Más bien, parecía que lo estabas esperando.
—Iba al baño y choqué con la estantería. –Sonreí avergonzado. La excusa en mi mente sonaba mucho más convincente, pero tal vez el tono de mi voz no fuera el correcto, o tal vez estando en ropa interior, no se me pudiera tomar en serio.
—Es por el otro lado. –Señalaste el otro extremo del pasillo y yo me quedé atontado unos segundos, sintiendo como mi vergüenza aumentaba.
—Vaya, es que soy tan torpe…
—Jimin. ¿Buscabas algo ahí? –Señalaste el archivador con la mirada. Yo solo negué con el rostro, ofendido.
—¡No! –Recogí los papeles por el suelo—. ¿Por quién me tomas?
—Dime quien eres y te diré con quién andas. –Fruncí el ceño.
—Eso es al revés. –Sonreí disimulando mi miedo.
—En este caso me temo que no.
—¡No soy un ladrón Kookie! Te prometo que ha sido un accidente. –Al fin me incorporé y te miré serio, esperando que, aunque no me creyeses, lo dejases aparte, pero recordándome que estábamos en tu casa, en plena noche y acabamos de acostarnos, la escena se salía de los parámetros de la realidad lógica de la situación.
—¿Eso pasó la última vez que estuviste aquí?
—¿Cómo? –Te vi suspirar, cansado.
—Nada. Vuelve a la cama
Ambos volvimos y me sentí aliviado de que lo dejaras a un lado. No quería tener que decírtelo pero era lo mejor para los dos. La empresa quebraría de todas formas, y yo solo quería cumplir mi misión. Ambos estábamos condenados.
Comentarios
Publicar un comentario