IDENTIDADES [PARTE III] - Capítulo 29
CAPÍTULO 29
Jimin
POV:
Lo peor, aunque o no me creas, vino al día siguiente. La adrenalina del momento había dejado de lado parte del dolor evidente que debía sentir, y durante toda la noche cuando tuve tiempo de sobre a descansar y a dejar que el efecto de la pastilla se pasase, era toda una odisea moverme un solo milímetro sobre el colchón. Me levanté varias veces en medio de la noche, sediento de agua, mareado, con fiebre por el dolor y la pérdida de sangre. No me tomé ninguna pastilla más porque la anestesia aun corría por mis venas y no me habían entrenado para drogarme. Tenía miedo de pasarme y no despertar. Tenía miedo de provocarme daños cerebrales. Tenía miedo de no sobrevivir a los cortes pero cuando me levanté a las cinco de la mañana me vi que los cortes habían dejado de sangrar y que en mi espalda no había un solo cristal del que quejarme. Tumbarme en la cama se me hacía muy difícil porque no encontraba una sola postura en la que no me doliesen al menos dos extremidades a la vez.
Desistí del intento de conciliar el sueño y a las siete me levanté, cambié todos mis vendajes y dejé los sucios por el baño. Aun no me sentía en ánimo de limpiarlo, lo cual me suponía un gran esfuerzo físico del que no disponía. Me senté a duras penas, sujetándome el vientre, en una silla en el salón y me bebí un vaso de agua de una de las garrafas de la nevera. Necesitado de más, me bebí otros dos y a pesar de sentirme hambriento, comer algo no estaba dentro de mis intenciones. Solo necesitaba beber, para recuperar los líquidos producidos por la pérdida de sangre. Ni siquiera tenía fuerzas para beber, apenas podría ponerme a cocinar nada.
Dejé pasar el tiempo, poco a poco comenzaba a salir el sol por algunos resquicios de las ventanas rotas y a medida que la leve claridad iba iluminando la estancia, el dolor corporal iba aumentando. Me dolían lugares en los que ni siquiera recordaba haberme golpeado. Busqué rápido un espejo y miré mi rostro maltratado. Uno de mis pómulos estaba amoratado, mi labio, horriblemente hinchado y cortado. Algunos cortes, producidos por pequeños cristales, bañaban mi cara y mis manos de forma salteada. En mi vientre había grandes moretones, en mis costillas igual. A parte de evidentes cortes, había lesiones mucho más llamativas. No podría ir a trabajar, era una realidad. Por lo que cuando dieron las ocho decidí llamarte a tu móvil para avisarte de que no iría. La excusa más factible era que me encontraba enfermo. Me aseguraba que estaría un par de días en cama y que tú no te acercarías, no solo por miedo a contagiarte, sino también porque tenías una responsabilidad en la empresa.
Mandaste esa responsabilidad a la mierda en el momento en el que antepusiste los sentimientos a tu criterio y viniste corriendo con comida y una gran sonrisa solidaria que me hizo sentir asqueado. Me había supuesto que mis negativas no servirían para nada y busqué desesperadamente algo de maquillaje que había comprado de antemano, siendo previsor, para cubrirme los cortes visibles con él. Me puse una camiseta de tirantes limpia, de las pocas que tenía, y me cubrí el cuerpo con una pequeña manta, intentando ocultar todo lo posible mi cuerpo. Cuando llegaste no conseguí disuadirte de que te fueras, pero de todas formas, traías una deliciosa comida a la que no me podía negar. Eran fideos instantáneos, lo mismo que había estado comiendo esos días, pero me parecieron sabrosos y deliciosos. Cualquier comida era, sin duda, de agradecer.
Lo que más difícil me resultó fue, no presentarme ante ti en aquel deplorable estado, no sentarme frente a ti a comer como si nada intentando mostrarme fuerte e indoloro, sino mirarte después de que analizaras con ojos curiosos toda mi casa de arriba abajo. Solo ver la expresión en tu rostro nada más entrar dentro, me sentí avergonzado. El poco rubor que podía permitirme en mis pálidas mejillas era por tu mirada de pena y condescendencia. Tus palabras fueron convirtiéndose de preocupadas a caritativas, y eso, dolía demasiado. Nunca había tenido que suplicarle a nadie por mi vida, nunca había tenido que rogar por agua ni misericordia, ni comida. Pero no podía negarme a lo que tú me ofrecías, un poco de cariño y compañía. Intenté alejarte, suplicarte que te fueras. No porque me vieras medio mutilado, sino porque de saber lo sucedido, ambos estaríamos en gran peligro y yo podía asumir el riesgo, pero tú no. Me habría gustado ser franco y decirte: Jeon, corres un gran peligro estando a mi lado. Perderás tu casa. Tu trabajo. La empresa va a quebrar de un momento a otro. Corre. Huye. ¿Me habrías obedecido? No. ¿Verdad?
Me tomé a las ocho de la mañana una pastilla. Pasada una hora, cuando tú estabas en mi casa, seguía sin hacerme efecto y el dolor era tan profundo, tan irritante, tan perturbador, que decidí tomarme una segunda a pesar de que sabía que caería dormido en cualquier momento. Eso me aseguraría también que te fueras, y no dudé un solo instante en tomármela. Poco a poco comencé a sentir un cansancio muscular, después una anestesia general, y por último, un mareo y una espesa niebla recorriendo mi mente. Hablé demasiado, lloré sin querer. Recuerdo trozos de ese instante. Recuerdo que me recogiste en tus brazos, me cargaste hasta la cama y me dejaste sobre ella con el máximo cuidado posible. Aun despierto comencé a divagar hasta caer rendido sobre el colchón y aferrado con furia a mi manta.
Recuerdo estar como flotando sobre una nube durante segundos, minutos, tal vez horas. No recuerdo muy bien aquel instante, ni siquiera sé qué dije o qué pude mostrarte. Solo recuerdo unos dedos fríos recorrerme el rostro unos instantes. Mis labios, doloridos. Quise fruncir el ceño pero mis músculos faciales estaban drogados. Embotados. Recuerdo ese frío recorrer mis brazos, mi veinte. Esos dedos acariciarme. Unos pasos alejarse. De nuevo ese calor febril. Me levanté asustado, excitado. Unos ruidos sonaban al final del pasillo en la entrada y yo solo podía imaginarme lo peor. Lo siguiente que recuerdo es verte arrodillado en el suelo frente a la lista de armas ocultas, y después, nada.
Después de aquello desperté en plena noche, dolorido, sudado, mareado, desorientado. El dolor había regresado pero tu presencia había desaparecido. Los recuerdos quedaron como pesadillas olvidadas en mi memoria y prefería pensar que verte al pie de mis armas había sido solo un mal sueño. Me cambié el vendaje, me desinfecté las heridas pero las de mi espalda estaban abiertas, latentes aun. Me eché alcohol etílico en mi espalda y me quebré por el dolor soltando un grito sordo al aire. Me sentí mareado, frustrado. Me vendé nuevamente y me decidí a tomarme otra pastilla, otro vaso de agua e internarme bajo las sábanas para conciliar nuevamente un sueño que me hiciera despertar en un mejor estado.
Así me pasé al menos tres o cuatro días. He de reconocerte que perdí la cuenta y antes de ser consciente me acordé de que debía regresar al empresa. Que estaba allí en Seúl por algo y que iba a conseguirlo, aunque me llevarse la vida en ello. Me arreglé aquella mañana. Me puse uno de mis trajes favoritos, me puse maquillaje por el rostro en donde me viese en la necesidad de cubrir algunos golpes, me vendé a conciencia el pecho y la espalda para evitarme sorpresas y me tomé media pastilla, lo que me garantizaba estar alerta pero que el dolor disminuyera considerablemente. Cuando salí de mi casa, el aire exterior me hizo sentir feliz y renovado. Me llené los pulmones y me encaramé al bus sentándome en el asiento más alejado del conductor. No era el mismo que me trajo aquella vez a casa, pero no quería que reconociera mis muecas de malestar y dolor en el retrovisor. Cuando llegué a la empresa la secretaria me preguntó que dónde me había metido. Que había intentado contactar conmigo pero me quedé en shock. No había pensado en tener que dar explicaciones y cuando aquella mujer me miró de aquella suplicante forma entendí que tú no le habías dicho a nadie lo sucedido.
—He estado enfermo, con gripe estos días. ¿El señor Jeon no le ha dicho nada? –Ella me miró por una parte aliviada de mi respuesta, pero por otra, confusa.
—¿El señor Jeon? Señor Park, el señor Jeon ha faltado los mismos días que usted. Comenzábamos a pensar que les habría pasado algo. –Fruncí el ceño.
—¿Dónde está el señor Jeon? –Pregunté angustiado. ¿Sabes? La información es poder y tú habías descubierto muchas cosas de golpe, o al menos, te intuías la mayoría, por lo que me preocupé seriamente de que alguien como yo, con otro nombre y dirección, te hubiera encontrado de camino a la empresa y te hubiera cortado el cuello. O que mientras durmieses, te hubiesen ahogado. Estaba casi seguro de que las probabilidades de ello eran bastante altas porque yo soy el verdugo de esta historia, pero siempre hay un juez que me vigila y otro verdugo que se encargará de ponerme a mí bajo la guillotina si no trabajo tal como se me pide, y liberó a un condenado de su castigo.
—¿No lo sabe usted? –Me preguntó ella.
—¿Yo?
—Usted. –Fruncí el ceño por su respuesta—. No lo sé, señor. Disculpe, señor Park.
Sin contestar nada más me conduje a mi despacho y sin pasar una sola mirada por mis trabajadores me encerré entre aquellas cuatro paredes y marqué tu número desde el teléfono de mi despacho. Me mordí el labio magullado, me revolví en mi asiento. Miré fuera, miré alrededor. Miré el mapa a mi espalda. Al fin descolgaste.
—¿DÓNDE ESTÁS, JUNGKOOK? –Grité con el puño izquierdo cerrado sobre la mesa, a punto de aporrearla—. Llegas tres horas tarde.
—No he ido en días.
—¿Cómo? –La frialdad de tus palabras y tu sinceridad me dejaron desconcertado.
—Como oyes, no me he presentado.
—Ven aquí, ahora mismo.
—No, antes me tienes que dar una explicación de…
—Ven y hablamos. Si no lo haces te despediré por tu incompetencia. –Cuando colgué respiré aliviado de que siguieras con vida y me dejé caer sobre el asiento girándome para mirar el mapa. Miré mi país, angustiado. Cuando regresaste intenté darte todas las explicaciones que pude sin traspasar ninguna línea, sin hablar demasiado, pero tú insistías tanto, preguntabas tantas cosas… habías visto demasiado, mi amor. Yo ya no tenía palabras con las que persuadirte y lo único que pude hacer era largarte de mi despacho apelando a mi autoridad para hacerlo. Con cada día que pasaba me dabas más pena. Un extraño presentimiento me decía que estabas metiendo demasiado profundo tu hocico en mi madriguera, y yo te estaba dejando el camino abierto con mucha facilidad.
Los telediarios comenzaron a mostrar las imágenes del crimen. Dieron explicaciones de lo sucedido pero a pesar de que encontraron mi sangre, no mencionaron nada al respecto. Las instituciones sabían que ese hombre estaba inmerso en un asunto demasiado turbio como para que los medios de comunicación dijeran más de la cuenta. Lo dejaron correr como si nada y mientras pasaban los días, yo poco a poco me recomponía exceptuando los cortes en mi espalda. Algunos comenzaron a sangrar de nuevo, pues al no estar cosidos, al mover los músculos se movían, se habrían, y no se cicatrizaban. Tenía que coserlos de alguna manera y tus manos eran las más manchadas de sangre, después de las mías.
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