IDENTIDADES [PARTE III] - Capítulo 28
CAPÍTULO 28
Jimin
POV:
Los días pasan. Son días violentos, nerviosos, preocupantes. Llegar a la empresa y recibir con el estómago vacío una notificación de la denuncia impuesta por el departamento de márquetin hacia mí fue un duro golpe. No me importaba en absoluto el dinero que reclamaran o incluso que me pudieran meter en la cárcel. Que mis datos cayesen en manos de la policía habría supuesto una investigación al instante de mi expediente y al no encontrarlo, me habría visto obligado a regresar al norte, si no es que me deportaban. El castigo por haber fallado en la misión era matar a mi hija, como bien sabes. Pero si tenía el valor, o la poca autoridad para regresar, yo también caería presa de la misma bala. Estaba en una encrucijada y soy una persona que bajo presión fuera de mi alcance, como son los procesos jurídicos y burocráticos, pierdo la paciencia y comencé a imaginarme miles de escenarios posibles para salir ileso con mi hija. En ninguna acabábamos bien.
Gracias a tus buenos contactos encontramos a un abogado, Yoongi, que me aseguraste, nos podría sacar de aquella. Yo no buscaba realmente salir de aquel embrollo, sino alargar el juicio o lo que fuera que nos fuera a suceder, para que me diera tiempo a recabar la información que necesitaba de ti. Tu mismo aquella mañana me aseguraste que la información secreta de la empresa la guardabas en tu casa, pero de camino al despacho de YoonGi al día siguientes, me acusaste de haber estado hurgando en tus cosas, después de preocuparte porque no hubiera dormido bien. ¿Cómo diablos hacerlo?
—Jimin, si hay algo que no me hayas contado, algo que creas que pueda interferir en el juicio, deberías decirlo ahora. –Yo miraba por la ventana de tu coche. Tal vez fuera que aquella noche no dormí nada en absoluto por la preocupación. O tal vez porque estuve dándole vueltas al caso que NamJoon me había asignado y que esa misma noche me mandó por mensaje la información de la persona en cuestión, pero tu coche se sentía un lugar confortable e incluso estaba a punto de echarme una cabezada.
—No hay nada. –Dije cansado.
—Entonces no entiendo que no hayas dormido. Mírate, creo que estás enfermo. –Fruncí los labios.
—No lo estoy. Conduce, y cállate.
—Sé que hay algo. Sé que aquella noche que dormiste en mi casa rebuscaste en mis documentos. En la estantería. –Todos mis músculos se tensaron. Era una situación extraña que no había vivido hasta entonces, estar sentado al lado de la persona a la que debía engañar, y mantener una conversación como si nada. Y esta, recriminándome algo que no debía haber sido evidente. Negué con el rostro, convencido de que no podía haberlo notado en absoluto.
—¿Qué dices muchacho? No me acuses de nada en absoluto.
—Sé que es así. Yo no toco esas cosas y estaban caídas y descolocadas.
—Yo… —Miré a todos lados buscando en lo más profundo de mis recuerdos alguna excusa con la que salir del paso—. Yo soy…
—¿Qué pasa…?
—Sonámbulo. –Dije de repente como iluminado.
—¿Eso es cierto? –Asentí seguro—. ¿No tomas pastillas?
—No me gusta drogarme de esa manera. –La conversación terminó ahí pero incluso al salir del coche tras un montón de palabras más sentía las piernas temblorosas y las manos húmedas del sudor naciendo de mis poros. Pero antes de eso, te advertí de algo que no quisiste hacer. Te pedí que no te enamoraras de mí. Maldita sea Jeon.
—Hablando en serio. ¿Yo te gusto? –Te pregunté porque comenzaba a sospechar que tu comportamiento para conmigo, tu actitud, la forma en la que me mirabas, en la que me hablabas, era de una infantil atracción sexual. Y eso podía respetarlo, incluso entenderlo, pero no podía permitir que fuera a más. Ya había hecho daño a muchas personas en mi vida pero nunca a nadie le había roto el corazón y no quería que tú fueras el primero. De un día a otro desaparecería de tu vida como si nada. Sin dejar una nota de papel, sin una llamada. Sin una despedida. Tal vez me mataran en pleno día y verías mi rostro pixelado en las noticias de la tarde. O tal vez, simplemente, me convirtiese en polvo.
—Claro. Eres muy buen jefe y además…
—Sabes de lo que hablo. Dijiste que me enamoraría de ti. –Sonreíste avergonzado por recordarte aquellas palabras—. ¿Qué pasa si nunca me enamoro de ti? –No era una posibilidad, más bien era una imposición.
—Nada, supongo.
—¿Y qué pasa si tú te enamoras de mí? –Pregunté curioso.
—No entiendo a que viene esto.
—No te enamores de mí. –Te advertí. Sé que recordarías, tiempo después, estas palabras con una sonrisa cínica y otras veces, graciosa. Pero sé que hoy lloras al recordarlo. Yo al menos, sí.
—No puedes pedirme eso. Yo no controlo…
—Empieza a controlarlo ahora. Pídeme que me comporte como la persona que más odias. Seré cruel contigo, si quieres, pero no esperes de mí ningún extraño sentimiento. No serás correspondido.
—No seas condescendiente. Jimin. Soy adulto y me han roto el corazón muchas veces ya.
—El corazón… —Repetí para mí. Tal vez eso fuera lo mejor que podría sucederte, solo el corazón roto. A mí me degollarían frente a mi hija si les dijese que me enamoraba de un surcoreano que, además, era el chico al que tendría que estafar.
Cuando llegamos al despacho del abogado que me recomendaste me demostraste que aún quedan personas de la vieja escuela y si sigue allí el Seúl, mándale mis agradecimientos por esforzarse en intentar salvarme pero yo ya no tenía salvación ninguna. Fue como prometerme con un ángel que no caería de nuevo al infierno cuando yo portaba unos grandes cuernos rojos como el fuego sobre la cabeza. Aun recuerdo la forma tan fría y distante en cómo te trataba y como tú le mirabas con reproche. Como intentaste mediar entre ambos pues los dos teníamos un carácter parecido y como te pisoteaba en el intento. Yo me perdí en el momento en que mencionó que estaba casado. ¿Quién no lo estaba a su edad?
Es decir, había millones de hombres adultos casados en Saúl pero encontrarme con uno de ellos es como ver una estrella en una noche de Seúl, con el cielo contaminado por la luz de la ciudad. No me pude contener y él me enseñó una foto de ella. Era tan hermosa, Jeon, pero yo no veía a su esposa en la foto sino a mi mujer. Yo tenía una foto parecida de ella en mi casa, en Pyongyang, y era el único recuerdo que aún conservaba. Quise ponerme a llorar al instante pero cuando mencionó que ella estaba embarazada, ya no pude soportarlo por más tiempo. La ciudad entera, el país al completo se me vino encima y solo deseé salir de allí cuanto antes. Volver a la pequeña cueva que representaba mi hogar en Pyongyang y encerrarme buscando una demoledora soledad que terminase por derrumbarme.
Cuando regresé a casa me dispuse a tomar algo de comer, necesitado de alimento en mi estómago y de fuerza para la misión que me esperaba por delante. Me preparé unos fideos de ramen instantáneos y al saborearlos, me sentí el hombre más afortunado del mundo. Me vestí con unos vaqueros negros, una camiseta de manga corta negra y una sudadera negra. Debajo de esta, amarrado con un cinturón, una pistola, un pequeño cuchillo, una cuerda y mis pequeños y personales instrumentos para forzar cerraduras. No creí que necesitase más. La misión era simple: “Entra, coge la información de la caja fuerte, y mata al propietario”.
Esperé a que se hiciera de noche. El hombre era un mero funcionario del gobierno, a pesar de ello, un alto cargo de la policía y recé en cierto modo para que no estuviera en casa a la hora en la que yo pretendía entrar, pero era necesario que estuviera, obviamente, para matarle. De todas formas, a pesar de necesitar la confrontación con él, no podía llamar a la puerta de su casa, presentarme y pedirle que me dejara entrar como si nada. Podría haberlo intentado, pero el hombre no era idiota y estaba avisado de que trabajar en la investigación a nuestro país conllevaba un riesgo no escrito.
Entré con disimulo en el portal de su edificio. Él vivía en la planta más alta, en un bloque de pisos bastante grande pero que se camuflaba con el resto. No tenía escalera de incendios, lo que habría sido toda una ayuda, por lo que me vi obligado a subir hasta la azotea, colarme allí arriba y dedicarme un segundo a contemplar el horizonte de los edificios, iluminados como pequeñas velas que se iban fundiendo en una única luz en el horizontes. Las ventanas de los bloques contiguos estaban la mitad cerradas y la otra, iluminadas con las cortinas descorridas. Nadie podía verme, entre la oscuridad y mis ropas negras, tan solo se veía una mera sombra vagar por la superficie del edificio. Las luces del resto de bloques a mi alrededor tapaban toda mi presencia.
Agarrando con fuerza uno de los extremos de la cuerda en una tubería del aire, naciente en la azotea, me deslicé por la pared hasta quedar justo al lado de la ventana del hombre al que venía asesinar. La miré completamente decepcionado, estaba abierta. Suspiré largamente mientras miraba alrededor procurando que nadie me hubiera visto y al mirar abajo me sentí un vuelco en el estómago. Estaba a más de treinta pisos de altura y probablemente la caída fuera más que mortal. Esparciría mis restos por el pavimento y si caía de cara, no se me reconocerían. Me identificarían por el ADN de mi sangre colándose por los baldosines adosados del suelo.
Borré esa imagen de mi mente y me colé por la ventana desenganchando la cuerda de mi cintura. Salté de la ventana a un escritorio que había debajo y de este, al suelo, con un sigilo felino. Me quedé un segundo mirando alrededor en un cuarto oscuro de la habitación en donde se encontraba la caja fuerte. Todos los pisos de este bloque habían sido construido con los mismos planos y todos constaban de tres habitaciones, lo cual a este hombre, soltero y de mediana edad, le sobraban dos. Uno sería su dormitorio y otro lo habría convertido en una habitación de invitados. Uno de esos dos que no usaba debía ser su despacho, y dada la orientación, este es el que mejor luz tenía. No había cama por ninguna parte. Solo un escritorio, varias estanterías, y una horrible copia de un Rubens que en mi opinión dejaba mucho que desear de un Rubens original.
Me acerqué con cuidado y quité el cuadro dejándolo apoyado en el suelo. La puerta del cuarto estaba abierta de par en par y cerrarla habría supuesto arriesgarme a un ruido innecesario, por lo que me limité a obrar mirando constantemente de reojo, por si acaso. Cuando descubrí la caja fuerte me sorprendí de que no tuviera una sola rueda. Ni botones, ni números. Una pantalla. Nada más. Pulsé esta con mi dedo y se iluminó con unas letras que ponía:
“Pulse de nuevo para el reconocimiento ocular”
Me quedé pensativo al no reconocer el modelo de la caja fuerte, al ser la primera vez que forzaba algo parecido. Me limité a pulsar de nuevo y un pequeño escáner apareció de un punto sobre la pantalla. Una luz roja fue directa a mi ojo derecho e incluso pensé que me dejaría ciego por lo que me retiré al instante y en la pantalla apareció un nuevo mensaje.
“Reconocimiento no válido”
Me mordí el labio inferior y me acerqué a la pantalla con unas ganas intensas de hacer volar la caja fuerte por los aires, pero una voz, al fondo del pasillo al que daba la puerta del cuarto, me hizo dar un respingo.
—¡Ya tardabais, cerdos, en venir a buscarme! –Gritó aquél señor que probablemente rondaba los cuarenta años, apuntándome con una pistola. Tuve el tiempo justo para esconderme tras el escritorio, pero el sonido de las balas impactando a mi lado resonaron por toda la casa, y de seguro que se habían oído en los pisos contiguos. No fue hasta que no estuve caído en el suelo que no noté el punzante dolor en mi brazo. La bala me había rozado y me había desgarrado la sudadera y de esa hendidura salía la sangre. No era nada que yo no hubiera sufrido ya, pero el dolor nubló momentáneamente mis pensamientos. Cuando me levanté lo hice con la pistola de la mano pero el hombre había desaparecido. Ya no estaba y miré alrededor. Necesitaba matarle. Le necesitaba para conseguir la información. Salí al pasillo sin dudarlo un solo instante con mi mano derecha encañonando cualquier sombra sospechosa frente a mí y con mi mano izquierda aferrada al puñal. Me revolví varias veces trescientos sesenta grados para no perderme un solo detalle de lo que estuviera aconteciendo alrededor.
Cuando salí al salón me sorprendió la soledad, pero no por mucho tiempo. Unos brazos aparecieron por mi espalda y me rodearon el cuello. Perdí el aire por unos segundos y después, el puñal fue directo a una de sus manos cortándola, y haciéndole retroceder. Cuando me giré, me golpeó la cara con la culata de la pistola y rompió mis labios en el gesto. Mi boca se inundaba de sangre pero yo le apuñalé uno de sus hombros mientras dirigía mi pistola a su rostro. Se deshizo de ella con un golpe de su mano haciéndome soltarla y con mi mano libre, le golpeé varias veces el rostro.
A veces se me olvidaba que estaba peleando con personas que al igual que yo, habían sido adiestradas para matar, y este se deshizo del cuchillo en su hombro y me hizo un corte en el vientre. Intenté alejarme, pero la hoja me perforó un par de centímetros la carne. Lo suficiente como para hacerme retroceder y darle unos segundos de aire. Yo me vi desarmado y sus manos se condujeron a mi pechera para hacerme retroceder y empotrar mi espalda contra un espejo. Sentí como se quebraba por mi peso y como los cristales se clavaban en mi espalda. Pude sentir como toda la fuerza de sus brazos me hacía hundirme más en los cristales y al soltarme, caí al suelo exhausto. El sonido de los cristales cayendo al suelo y el crujido al ser pisados se quedó en mi mente en unos instantes en los que no quise escuchar nada más.
Con uno de los cristales en el suelo atravesé con fuerza uno de sus pies y corté su tobillo. El hombre cayó al suelo desequilibrado y me encaramé sobre él. Cada gesto que hacía sentía los cristales desprenderse de mi espalda o bien revolverse dentro de mi carne. El dolor era insoportable no por la profundidad, sino porque estaban repartidos por todas partes en mi cuerpo. El hombre se revolvió unos segundos debajo de mí intentando recoger él también algunos cristales del suelo, pero antes de que pudiera hacerlo, le rebané el cuello. Me ensañé con él con varias puñaladas más y cuando me sentí satisfecho me levanté y fui a recoger mis armas.
Al regresar, me ayudé del pequeño puñal y saqué uno de sus ojos. Rezaba por que fuera suficiente y mientras caminaba con una mano sujetándome el vientre hasta la caja fuerte, volví a presionar la pantalla y de nuevo, esa luz roja en la que puse el ojo. Escaneó durante unos segundos y cuando se abrió, pude al fin soltar aquel órgano tan desagradable que había dejado una extraña sensación gelatinosa en la yema de mis dedos. Lo dejé por ahí, entre las gotas de mi sangre pululando por la moqueta. Ya no me preocupaba que encontraran mi ADN en la casa. Me preocupaba no desangrarme de camino a mi casa.
Recogí un pendrive, escondido en una pequeña caja de plástico y me lo metí en uno de los bolsillos de mis vaqueros. Me conduje al baño y me miré en el espejo unos segundos analizando la gravedad de los cortes. No eran tan profundos, y sin duda sabría curarlos, pero el camino de regreso a casa me preocupaba más que otra cosa, ensangrentado y cubierto de motas de sangre. Me limpié el rostro, las manos, me quité la sudadera rota y manchada y la metí en una bolsa de plástico negra de basura. Busqué una parecida que tuviera aquel hombre en su armario y encontré una azul marino que me quedaba bien. Para no mancharla también me vendé rápido y lo mejor que pude, el vientre, el brazo y a duras penas, la espalda. Mientras lo hacía, sentía algunos cristales aun encaramados a mi piel, pero de eso ya me preocuparía más tarde.
Me encaramé de nuevo a la ventana y ya escuchaba a lo lejos unos coches de policía. Tal vez no viniesen en esta dirección, pero de haber sido algún vecino, no me hubiera extrañado que viniesen aquí cuanto antes. Volví a engancharme a la cuerda y sujetando la bolsa de basura con la boca, escalé hasta la azotea y me quedé allí unos segundos retorciéndome de un dolor naciente en mi vientre. Sabía que la herida estaba siendo forzada y con el ejercicio se habría poco a poco. Me vi obligado a salir de allí y adentrarme en el tumulto de las personas de la calle. Cuando hube caminado lo suficiente me senté en la parada del bus a la que solía aguardar al salir del trabajo y me quedé allí agarrándome disimuladamente el vientre. Mi brazo dolía, mi vientre quemaba. Mi espalda me estaba recordando a los latigazos cuando tuve trece años. Todo estaba haciéndome delirar, pero el dolor me mantenía despierto y alerta.
Cuando hubo venido el bus me subí en él y me recosté sobre uno de los asientos más atrás. Estábamos solo yo y otro chico joven en el bus. Era su última ruta antes de que dejase de circular y mientras conducía, yo me iba alejando progresivamente de la escena del crimen pero no del dolor, lo cual me resultaba frustrante. El chico se bajó en la tercera parada después de que yo me subiera, pero yo tuve que esperar a que el bus saliera del centro y me condujera a la urbanización donde yo residía. Me puse en pie mientras le di al botón de parada antes de llegar a mi parada. Me encaramé al lado de una de las puertas de salida y el señor conductor me habló con voz cansada.
—¿A casa? –Me preguntó—. Se le ve cansado.
—Sí, ha sido un día muy largo. –Reconocí. Me parecía que había pasado al menos una semana desde que habíamos ido a ver a YoonGi, pero apenas habían transcurrido doce horas.
—Que pase buena noche. –Me dijo y paró al lado de la puerta de mi casa. Yo me bajé y caminé mientras le veía alejarse. No fue hasta que no le perdí de vista que dejé de fingir rompiendo mi expresión en una de agónico dolor y me arrastré como pude hacia mi edificio, bloque arriba, mientras sorteaba a alguno de los drogadictos que habían ocupado el piso inferior. El hombre me saludó con aire desganado mientras calentaba algo en una cucharilla de metal. En su mano había una goma elástica de color verde y en el suelo, junto a una cajetilla de metal oxidado, una jeringuilla. Yo susurré un “hum” y seguí subiendo.
Cuando llegué a casa lo primero que hice, y lo recuerdo como un vivido momento, fue dejar caer la bolsa de basura con mi sudadera dentro y arrodillarme en el suelo del cuarto de baño, exhausto. La sangre había comenzado a traspasar las vendas y había creado un cerco más oscuro en mi brazo y en mi vientre. El color de la tela y la oscuridad de la noche no lo habían hecho público. Miedo me daba darme la espalda en el espejo por lo que preferí tomar aire profundamente e intentar recordar, con todos mis esfuerzos, como recomponerme de una situación así.
Primero me quité la sudadera que ese hombre me había prestado tan amablemente. Nótese el sarcasmo, o el ácido humor que me gasto. Luego me quité los pantalones manchados de sangre y guardé el pendrive en un lugar seguro, junto el que tú me diste. Caminé de regreso al baño y me quité la venda del brazo. Me mordí el labio al darme cuenta de que el balazo me había hecho un corte demasiado profundo y necesitaba coserlo cuanto antes. Al ser consciente de ese hecho, de que con una tirita y un poco de alcohol o mercromina*, no me curaría, mis manos comenzaron a temblar. Como siempre que tenía que hacer algo parecido me sucedía. Tenía las manos manchadas de sangre de un momento a otro y del vientre también me mana sangre. La imagen sola me asfixiaba y necesitaba limpiarme de sangre, lo primero, para poder ver bien el corte y poder coser con retórica facilidad.
Me quedé en ropa interior y me metí en la escueta ducha que había y me acompañé de una de las garrafas de agua que había comprado recientemente. Me destrozaba tener que malgastarla de esa forma pero no tenía alternativa. Apenas me cayeron dos gotas de agua, pude ver estrellas bombardeando mi visión. Quise gritar pero oírme hacerlo solo sería peor. Me aguanté mientras me mordía el labio, pero este también estaba roto y me limité a gimotear mientras me recorría el cuerpo con el río de agua cayendo de la boca de la botella. En mi vientre me descubrí un par de cortes más, pero sin importancia, producidos al caer de boca contra los cristales rotos del suelo. El agua a mis pies era de un intenso rojo que me asustaba. La pérdida de sangre era la muerte más segura que se me presentaba y necesitaba detener la hemorragia, pero para eso, tenía que coserme las heridas.
Cuando salí de la ducha me puse sobre la sudadera en el suelo para no resbalar con la humedad y saqué, con mis manos temblorosas, el botiquín que había en la casa. Busqué hilo y una aguja médica de coser con la longitud doblada para facilitar la costura en la piel. Intenté coserme el brazo a sangre fría, motivado por las gotas de sangre que resbalaban del corte, pero fui incapaz y rebusqué en el botiquín anestesia. Encontré una inyección y sentí como mis ojos se inundaban de lágrimas. Me inyecté casi la mitad en el brazo y cuando, pasados unos segundos, se me comenzaba a adormecer la zona, me cosí con el ceño constantemente fruncido. Solo cuando terminé me sentí aliviado y estaba motivado a hacer el mismo proceso con mi vientre.
Cuando terminé con este, me miré la espalda en el reflejo y me cercioré de que el agua se hubiera llevado todos los cristales adheridos a mi piel. Había algunos cortes graves pero se me hacía imposible coserme, por lo que desistí de la idea y me puse una gasa en el brazo,, y lo mismo con mi vientre. Con mi espalda ya pensaría qué hacer. No sangraban los cortes, y me limité a vendarlos y echarles alcohol. El dolor ya era demasiado y me sobrevino una sensación de cansancio y mareo que me obligó a caminar hasta la habitación y tumbarme dolorido en la cama. La pérdida de sangre había sido demasiada, el estrés, me había llevado al límite. La sensación de sangre manchando mis manos aún permanecía. Me tomé una pastilla para el dolor y no me preocupé si quiera de limpiar el baño. Eran las tres de la mañana cuando me quedé dormido. No pensaba que al día siguiente tuviera que darte explicaciones de lo que me había sucedido.
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Mercromina: Líquido, generalmente de color rojo, compuesto de alcohol y mercurio que se usa para desinfectar heridas.
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