IDENTIDADES [PARTE III] - Capítulo 27
CAPÍTULO 27
Jimin
POV:
¿Recuerdas el resto de aquél día? Me llevaste a comer una pizza y durante todo el trayecto a la pizzería me acribillaste a gritos y alaridos sobre qué es lo que yo debía haber hecho y qué no. estabas aturdido por mi extravagante desfile de habilidades, estabas convulsionado por el golpe y sin duda, nervioso. Porque no eras capaz de asimilar aun lo ocurrido. Yo había golpeado a seis hombres por ti. ¿No es sencillo de entender? Tú esperabas que fuera tan solo un arrebato de mi mal genio, pero debía protegerte y el estrés del momento me pudo. No voy a pedir perdón por ello, pero a medida que nos acercábamos a la pizzería sugeriste que no podías entender cómo había yo llegado a ocupar un puesto como aquél. ¿Cómo? Ni yo mismo lo sabía y tus palabras me resultaron más dolorosas de lo que puedas creer. Cuanto deseaba que me encontrasen, que me detuvieran, que me reconocieran, para acabar con la farsa de una vez. Necesitaba salir de allí.
Cuando llegamos al local divisé por mi ventanilla un coche de policía aparcado cerca y desde la cristalera del local pude divisar a dos agentes de policía. Seguramente no pasaba nada por entrar, pasar desapercibido pidiendo la pizza y salir como si nada. Pero no quería arriesgarme y no mantener contacto con un solo policía era una de las normas que se nos imponen para este tipo de misiones. Cuando estamos en misiones largas, de meses, se produce un flujo de llamadas, una extraña conexión que a los agentes de seguridad no le pasa desapercibido, por eso NamJoon no me llamaba cada día y por eso, no me mandaba dinero, ni tampoco alimento o armas. Una vez que se infiltran en ese flujo de información consiguen una fotografía de ti y de ahí en adelante, solo es cuestión de repartir tu rostro por todas partes hasta dar contigo.
Intenté persuadirte para que no entrásemos pero ni enseñándote mis nudillos magullados conseguiste hacerme caso y una vez dentro, nada podía ser peor que uno de ellos te reconociera. Me sentí atrapado como un animalillo a punto de caer en una trampa con un jugoso cebo. No podía quedarme ahí parado esperando a que sus ojos analizaran mi rostro y se quedasen con mis facciones para reconocerlas en un futuro. Me limité a ir a pedir nuestras pizzas y salir de allí cuanto antes pero no podía comportarme tan evasivo. Sería sospechoso, por lo que me limité a aparecer a tu lado.
—¡Eh tu! –Me dijo el policía que te conocía haciéndome dar un respingo. Sus ojos felinos me miraron con una curiosidad extrema—. ¿Eres el jefe de mi conejito? –Tuve que deducir que tú eras “su conejito” y mucho peor, tuve que recordarme que yo era tu jefe. Fruncí el ceño y tardé unos segundos en reaccionar cuando se levantó a mí para estrecharme la mano. Yo me limité a retroceder y tú te escusaste por mí.
—Es algo antisocial.
—No tienes que responder por mí. –Te dije.
—Soy Tae, amigo de la infancia del conejo.
—Deja de llamarme así. –Dijiste.
—Encantado, soy… —titubeé. No estaba dispuesto a dar mi nombre aunque pensé que tal vez ya se lo habrías dado tú—, el jefe de Kook. Y si vuelvo a oírte llamarle conejo no respondo de…
—¿No tuviste suficiente por hoy? –Me preguntaste. Estaba empezando a exasperarme y no soportaba por más tiempo tener el rostro de TaeHyung mirándome con esa expresión disgustada, fingiendo amabilidad. Fui a pedir la pizza y cuando regresé colé mi mano por tu chaqueta, donde sabía que escondías un paquete de tabaco, y salí al exterior sin decir ni media palabra. No la necesitaba. Cuando el aire y el ruido me golpearon por igual fuera de la pizzería, saqué un pequeño cigarrillo del paquete y estaba a punto de fingir que fumaba pero ya me había llevado el filtro a los labios y no pensaba devolverlo al paquete. Me podías ver desde el interior y preferí matarme un poco mientras el humo se colaba en mis pulmones antes de arriesgarme a una deportación y una muerte segura al tiro de una pistola.
…
Volver a estar en tu casa era una cálida sensación de recogimiento y nostalgia. El olor, la temperatura, todo se adecuaba perfectamente a las sensaciones que mi cerebro recordaba de una impresión lejana. Apenas dejamos las pizzas sobre la mesa subimos al baño, para curarte el ojo, y para curarme las manos con rasguños. Primero me encargué de encontrar cualquier cosa que bajase la hinchazón de tu pómulo y lo único que se me ocurrió fue rebuscar en el congelador un par de cubitos de hielo y una bayeta o una bolsa donde poder cubrirlos. Después comencé a curarme yo remangándome y vertiendo sobre las heridas de mis manos el alcohol etílico que guardabas por ahí. Después, poco a poco, me vendé las manos desde las muñecas, pasando por la palma hasta cubrir los nudillos pasando por entre los dedos. El mero gesto me recordó a otras veces que tuve que hacerlo. Ya me había lastimado los nudillos antes, y aprendí desde joven a hacer vendajes similares. Tal vez la práctica sea una cualidad evidente, y sin duda tu caíste en ello.
—No es la primera vez que haces esto, ¿verdad? –Sonreí casi como un acto reflejo alabando en silencio tu inteligencia. Al parecer no eras tan estúpido.
—Sin duda es mucho mejor que la última vez.
—¿En qué?
—Esto, —señalé el alcohol etílico—, era soju. Esto, —las vendas en mis manos—, trozos de mi camisa.
—Wow. –Te asombras, pero en la sonrisa de tu rostro se reflejaba tu escepticismo. No me creíste.
—La compañía también es mejor esta vez. —Te miré sonriendo.
—¿Sí?
—Eres algo mejor que un cadáver desangrado en el suelo. –Sonreí y te mostraste ofendido.
—¿Algo mejor? –Remarcaste la palabra “algo”.
—Tampoco hay mucha diferencia. Al menos aquella vez era una prostituta que antes de morir me hizo un servicio. –Exageré buscando en tu rostro alguna expresión pero parecías haberse quedado hierático.
—Yo también puedo hacerte un servicio si pagas bien. –Un escalofrío me recorrió la espalda.
—Seguro que me lo harías gratis. –Terminé con mi trabajo y comencé a guardarlo todo de nuevo en el botiquín. A medida que lo hacía, comenzaba a arrepentirme de haberte dicho nada pues la información podría haber sido demasiada. Si se buscaba en los periódicos de Tokio al menos en los meses anteriores se podrían encontrar varias noticias de una prostituta hallada muerta en los servicios de una gasolinera acompañada de dos botellas de soju vacías y de sangre que no pertenecía al cadáver. Era muy remota la posibilidad de que esa información acabase en tus manos, pero haberla, la había.
—Idiota. –Me tiraste la bolsa y la retuve en mis manos regresándola de nuevo a tu ojo, acuclillándome frente a ti.
—Era broma, estúpido. –Dije, levemente nervioso—. No era más que un simple traficante.
—Es perturbador de todas maneras.
—Olvídalo.
—¿Cómo acabaste en esa situación? –Solté un suspiro internamente.
—Olvídalo te he dicho.
—Está muy frio, Jimin. –Te quejaste por el hielo sobre tu rostro pero yo apreté más la fuerza ahí. Hiciste un puchero y retiré el hielo comprobando la zona amoratada. Mis manos estaban frías y no podía comprobar la temperatura de tu rostro por lo que acerqué mis labios a tu ojo para comprobarlo, como hacía con mi hija cuando esta tenía fiebre. El simple gesto me resultó demoledor. Pero tú no contribuiste para ayudarme—. Papá Jimin sabrá cuidar de mí.
El dolor vino como una punzada en el pecho que me hizo incorporar al instante. Casi como por un acto reflejo que me obligó a alejarme de tu rostro, de tu voz. De la realidad y de mi propia situación. Las imágenes vinieron a mi memoria mucho más rápido de lo que solían hacer cuando intentaba recordarlas. Surgieron acompañadas de sensaciones, de olores, de sonidos. La voz de mi hija regresaba a mí tan rápida y violenta que me golpeó el rostro haciéndome saltar las lágrimas. Mordí mis labios, apreté mis puños ya sin la bolsa de hielo. Me sentí mareado, dolido, frustrado. Sentí como poco a poco la máscara sobre mi rostro se resbalaba por mi piel hasta caer a mis pies. Se golpea, se parte, se hace pedazos y solo quedan mis lágrimas rodando por mis mejillas mientras intento por todos los medios y ya sin fuerza reconstruir el rostro que me proporciona la seguridad del anonimato.
—Ji—Jimin. –Intentaste sujetarme las manos. Te veías visiblemente nervioso pero yo solo pensaba en regresar a mi casa, al cálido abrazo de las manos de mi hija. Me aparté de ti—. Lo siento. ¿Qué he dicho?
—¿Qué estoy haciendo? –El aire me era esquivo, todo comenzó a darme vueltas y me vi obligado a sentarme donde tú antes estabas e inclinar mi rostro sujetando mi cabeza entre mis manos.
—¿Jimin? –Te hice salir del baño.
—¡Fuera! ¡Déjame solo! –El pánico por la situación te pudo y asumiste que sería mejor dejarme solo. Te marchaste tan sumisamente que no pude gritar por más tiempo y cuanto me hubiera gustado hacerlo. Gritarte, golpearle, matarte. Cualquier cosa que aliviara el dolor de mi interior. Cualquier cosa que saciara mi odio y me diera la oportunidad de regresar junto con mi hija. Comencé a sollozar su nombre vociferando en tu casa.
—HyeGun…
Dentro del dolor, una pequeña y frágil voz me afirmaba, no, me aseguraba que no volvería a ver a mi hija por muchos trabajos que hiciera. Por mucho tiempo que estuviera al servicio de un país. Tenía la lúgubre sensación de que a mis padres les prometieron, igual que a mí, reunirse conmigo y eso me hacía pensar que la siguiente vez que viera a mi hija, ella estaría con una pistola de la mano y yo estaría arrodillado frente a ella esperando una apacible y silenciosa muerte a sus manos.
…
Cuando pasó el tiempo y me atreví a salir del baño lo hice con sumo cuidado y con la vergüenza subiendo por mis mejillas. Pensé que no volvería a sentir pudor ni angustia, ni vergüenza, ni miedo a opiniones ajenas, pero estaba temeroso de tu reacción por mi recaída y por mi extraño comportamiento. Estaba ansioso por explicarte todo pero al mismo tiempo me oprimía la realidad más inhumana que ha vivido nadie. Cuando llegué al salón hiciste un gran esfuerzo por no hablar de lo sucedido y realmente lo agradecí. Hablamos sobre el logotipo que dibujabas en un papel en sucio, de tus cuadros, de tu puesto en la empresa y como no habías hecho nada para ganarlo, lo cual me hizo despedirte en un divertido juego que tú creíste real por mi perfecta actuación de actor profesional. Te enfadaste y acabaste preguntándome por la persona de cuyo nombre yo me había hartado de repetir en el cuarto de baño.
El recuerdo era vívido en mi mente y te la describí dándote escuetos detalles que fueron suficientes para confundirte y hacerte creer que era una hermosa mujer de la que hablaba y no mi hija. ¿Cómo explicarte que tenía una hija sin hablarte de que no estaba aquí conmigo, de que su madre había muerto y de que llevaba mucho tiempo sin verlas a ambas? Era una situación complicada y escogí con cuidado todas y cada una de las palabras para hacerte sentir confuso pero satisfecho a la vez, lo suficiente como para que no preguntaras más.
Hablamos de política y me mostraste la cara más amable del capitalismo consumista que los americanos habían implantado en vuestras mentes. Me hiciste ver lo fácil que era la vida sumisa al consumismo desmesurado y lo ciegos que estabais. Eras el perfecto sujeto de hombre occidental, solo que a varios kilómetros de una frontera que separaba dos puntos de vista radicales y yo te hice ver el mío sin dejarme nada en el tintero. Pero también me hiciste ver la cara más amarga de esta parte de la moneda y como el racismo te había anegado el cerebro. Erais lo mejor y me mirabas como si yo comprendiese que la raza coreana era superior a cualquiera. En cierto modo, podía comprenderte. Pero por otro lado, jamás podría decirte que tenías razón. Ayudándome de la metáfora que he usado hace tan solo un instante, volveré a repetirte que ambos somos parte de la misma moneda, pero cada uno somos una cara diferente, alejados por la realidad, unidos por el destino.
Yo, que he viajado a Rusia, a Japón, a Estados Unidos, he podido ver con mis propios ojos cómo la realidad se modifica a través de una pantalla de televisión, porque cuando estás con los pies en el suelo de un país, todo se ve desde la misma altura, con los mismos ojos. Solo cambian los olores, las temperaturas. Las palabras siempre son las mismas desgastadas y malhabladas lenguas. Siempre son las mismas monótonas expresiones sucumbidas a un trabajo insatisfactorio. Todos son los mismos rostros, las mismas expresiones, los mismos humanos. Todos tenemos las mismas debilidades, alcohol, drogas, sexo, familia, amigos, trabajo. Punto. Y no hay más. La política siempre está ahí pero nunca es parte de nosotros. Siempre forma parte de un universo paralelo en el que, por mucho que remarquen la palabra democracia, no formamos parte de ese juego.
Recuerdo bien un fragmento de esa conversación que más tarde te recordaría de camino al norte cuando fuéramos en busca de nuestro hijo. Me gustaría remarcarla ahora, porque no sabes el daño que me hiciste con tus palabras.
—¿Norcoreanos? –Te pregunté para que me dieses tu opinión al respecto pero me arrepentí al instante porque te limitaste a encogerte de hombros y a escupir un par de palabras que me resultaron extrañas en tus labios. Como si las hubieras pronunciado antes refiriéndote al mismo sujeto.
—Son monstruos. Crueles. Inhumanos. –Repasé mentalmente esa lista de palabras y dentro de mí sentí algo romperse, como un hermano que desprecia la sangre el suyo propio.
—¿De dónde sacas ese racismo?
—Me han educado así. –De nuevo esa expresión desinteresada.
—¿Alguna vez has conocido a uno? –Pregunté.
—No pero mi abuelo murió en la guerra de corea y jamás les perdonaré eso. –Algo dentro de mí, se iluminó.
—El mío también murió así.
—Ves… nos une el odio. –Terminaste la conversación justo en ese mismo instante—. ¿Mi consejo de hoy, señor Park?
—“Por ello digo conoced al enemigo como a vosotros mismos. Si así lo hacéis, incluso en un centenar de batallas no os encontrareis nunca en peligro. Si no conocéis al enemigo pero sí a vosotros mismos, vuestras posibilidades de vencer serán iguales a las de ser vencidos. Si no os conocéis a vosotros mismos, ni al enemigo, toda batalla acarreará un alto riesgo”.
¿Sabes? Mi abuelo murió en 1952 en Seúl, justo donde yo me encontraba. En una ofensiva que hicieron en la ciudad cuando los ejércitos del norte intentaron tomar el control de la capital del sur. Fue al norte de la ciudad, apenas llegaron, los americanos ya esperaban ese movimiento y hubo un cruce de fuegos en el que a mi abuelo, con tan solo 26 años, le dispararon varias veces en el vientre y le dejaron agonizando mientras se desangraba hasta que, finalmente y abandonado en medio de un descampado, murió a la intemperie del sol donde las alimañas se alimentaron de su carne y los huesos quedaron allí. Al ser identificado el cadáver fue trasladado al norte después de la guerra y sus últimos restos descansan en una tumba junto a la que ocuparía años después mi abuela. Ella, sola en Pyongyang y embarazada de mi padre, se vio abandonada, sola y desolada con la obligación de sacar adelante una familia bajo el mando de un país abandonado a su suerte y en años de posguerra. Muchas veces he pensado que podría haber sido tu abuelo uno de los hombres que estuvieran con esa partida de americanos y matase a mi abuelo. Cada vez que caminaba por las calles de Seúl me lo preguntaba de todas las personas que se cruzaban a mi paso y, lo que más me sobreponía, es que ellos habían dejado la guerra muy atrás y posiblemente muchos ni siquiera supieran de ella aún porque en la escuela no la hubieran impartido aun.
Cuando me dijiste que tu abuelo murió allí, me pregunto, si no fue el mío quién lo mató antes de morir disparado, y viceversa porque, ¿Quién sabe de quién eran las doce balas que encontraron entre sus restos o en donde estaban las que faltaban de su fusil? El pasado es pasado, y tú entonces eras mi presente. Lo sigues siendo a pesar de que no estés a mi lado. Pienso en ti cada día y eso te convierte en parte de mí, al fin y al cabo. Si hubiéramos vivido en otros tiempos, y en algún momento, me hubiera visto en un fuego cruzado contigo, habría sido un honor morir en tus manos. Muero por ti, de todas formas.
Comentarios
Publicar un comentario