VENDIMIA - Capítulo 33

 Capítulo 33 — Quieres morir matando

 

El martes pareció el día más largo de entre todos los que estuve viviendo en la casona. Aquella noche el sueño me había sido esquivo y durante las horas de labor tuve los nervios a flor de piel. Estuve atenta a cada conversación que escuchaba, me llegaban todos los murmullos y cuchicheos. Me quedaba en silencio detrás de las esquinas con la esperanza de escuchar algo sobre mí. Pero no hubo nada. Cosette, por extraño que parezca, mantuvo su palabra y no dijo nada durante aquella mañana, que debió parecerle tan extenuante como a mí. Las labores eran las mismas pero nos las tomamos todos con un cariz diferente al sabernos libres al día siguiente. Las pocas veces que me la crucé en la cocina o por los pasillos me lanzaba fugaces miradas cargadas de odio e impotencia, como si tuviese un bozal invisible que no le dejase saltar a mi yugular. La tensión llegó a ser tal que hubiera deseado que realmente se lanzase contra mí para abrir una brecha en aquella tirantez. 

Tras aquellas horas de paranoia comencé a imaginar que todo el mundo ya lo sabía, y que todos fingían guardar el secreto como Cosette, con resignación laboral, y mientras, matándome con miradas asesinas. Veía esas expresiones en los rostros de todos, esas miradas de pena y compasión, mezcladas con repugnancia y espanto. Llegué incluso a verlas en los ojos de Maurice, que jamás me había recriminado nada, y sabía que no lo haría, pero todo estaba en mi mente. Para la hora de la cena me había cansado tanto de auto compadecerme que tomé la iniciativa de tomármelo a broma, y pensar que si ya lo sabía todo el mundo lo único que me quedaba por hacer era llenarme el estomago con comida y vino por última vez y despedirme de todos ellos con la cabeza bien alta. 

Sin embargo, la teoría era muy buena como metáfora, como ilusión utópica. Pero fui incapaz de levantar el mentón en todo lo que restó de noche. Incluso ayudando a preparar la cena me sentí completamente decaída. Cuando me interrogaban lo achacaba a mi despedida, pero en realidad estaba acobardada de que alguien me echase algo en cara. Podría luchar contra Cosette, o contra Ana o María, pero si todos los presentes saltaban contra mí me desesperaría. Fingí estar ocupada con la cena para no tener que lidiar con nadie y mientras cenábamos me concentré en comer, aunque no tuviese apetito. Las miradas de Cosette al otro lado de la mesa preferí ignorarlas y temí lo que pudiese salir de su boca con un poco de demás de vino. Pero mientras tanto, la conversación que había sobre la mesa era tranquila y alegre, a pesar del ánimo decaído de la mayoría por la marcha del día siguiente. Cuando terminamos de cenar y nos sirvieron unos pastelitos de chocolate a cada uno mi mente comenzó a distanciarse de la realidad. No paré de darle vueltas a una conversación que la Señora y yo habíamos tenido en mis horas de descanso aquella tarde, en su despacho. 

—Cosette no tendría que haber entrado así en el dormitorio…

—No acuse a Cosette. —Le advertí con la mirada sobre el escritorio—. No lo haga para hacerme sentir mejor. No estoy mal. Era algo que podría haber sucedido antes o después. 

—Supongo que sí. —Yo no quería decir nada a pesar de que sintiese que teníamos una conversación pendiente. Para eso me había hecho llamar en mi hora libre. Teníamos que despedirnos y decirnos unas últimas palabras. Teníamos que cerrarlo de alguna manera, o sino ambas nos llevaríamos un amargo sabor de aquella despedida—. No volveré a ofrecerte que te quedes conmigo. —Me dijo, de forma tajante. No supe si realmente lo decía en serio o solo era una forma de suplicarme que yo le pidiese quedarme. 

—Volvería a negarme. —Dije, adelantándome a ella—. Y después de lo de ayer queda demostrado que este no es mi lugar. 

—¿A pesar de que Cosette se fuese…?

—A pesar de ello. No, este no es mi lugar. Esto queda zanjado aquí. Ya sabré cómo apañármelas en Dijon. Pero debo regresar. 

—¿Estás segura de que esta es tu forma de seguir tu camino en la vida? Aquí tienes una oportunidad, diferente a lo que hubieras imaginado, pero diferente no significa peor. Hay que avanzar, Anabella. Aunque el camino no parezca agradable, o nos confunda el horizonte y creamos que nos lleva lejos de nuestro destino. Nunca sabes las sorpresas que puede depararte el tiempo. 

Su filosofía era buena, pero yo negué en rotundo, a lo que ella pareció sorprenda. 

—A veces avanzar a ciegas es una imprudencia. No pasa nada por retroceder un poco y dar un paso atrás, para redirigirse a donde realmente se quiere llegar. Para mirar el camino con perspectiva cuando uno se encuentra perdido. No hay que avergonzarse de ello. Y este siento que no es mi camino. Hay muy buenas personas que podrían acompañarme hacia delante, pero no es lo que yo necesito. —Solté un largo suspiro tras haber dicho aquello porque notaba un nudo creciendo en mi garganta, taponándome los oídos y humedeciéndome los ojos—. A pesar de eso me alegro mucho de haberla conocido. 

—Yo también me alegro de haberme encontrado contigo en este camino. Aunque haya sido fugazmente. 

—La echaré de menos. —Suspiré y ella me extendió la mano para que yo uniese la mía a la suya, pero en vez de eso sujeté su mano con cuidado y llevé su dorso a mis labios. La besé con suavidad. 

—No te dejaré escapar tan fácilmente. —Me advirtió con una mirada cargada de intensidad. Sus ojos de color miel nunca me parecieron tan dolidos como en ese momento y con sus dedos sobre la palma de mi mano, trazando escuetos dibujos, yo le aparté la mirada, incapaz de sostenérsela. 

—¿Verdad Mendoza? —Me llamó Maurice, haciéndome salir de mis pensamientos. De vuelta en la cocina me sentí desubicada y tuve que mirar alrededor un momento, antes de poder atender por completo a Maurice que me sujetaba la mueca con su mano. Al parecer con su llamada intentaba introducirme en una conversación en la que debía colaborar, pero aunque Maurice siguió hablando yo no conseguí concentrarme en lo que estaba diciendo. Tal vez me había pasado con el vino, o tal vez estaba agotada. 

Estábamos levemente iluminados con velas sobre la mesa. La puerta de la cocina la habían cerrado a cal y canto para que no pudiese entrar una sola brisa de frío. Estábamos rodeados de cestos con castañas y cascaras de estas por todas partes, una cesta con higos y nueces adornaba el centro de la tabla y los restos de los pastelitos llenaban de migas cada rincón de la mesa. Me serví otra copa de vino tinto y me llené los carrillos de un solo trago. La mano de Maurice seguía sobre mi brazo y divertido, como estaban todos, animaba la velada con alguna anécdota. Yo fui incapaz de centrarme en nada de lo que decían. Pasaron al menos unos minutos hasta que conseguí hilar lo que estaban hablando. 

—Antes había muchos. Teníamos incluso uno de color pardo que se paseaba por la cocina como si estuviese en su casa. —Hablaban de los gatos que antes pululaban por la zona de la finca—. Los demás eran más reservados y solo andaban por ahí y maullaban de vez en cuando. Pero aquel gato pardo entraba en la cocina y se servía de la comida como si fuese el rey. 

—Le llamábamos Simbad el Marino, porque de vez en cuando se iba a la poza y se daba un chapuzón. ¡Jamás había visto a un gato en el agua! —Exclamó Maurice—. Pues este no tenía miedo de nada. Le dabas con la escoba pero al día siguiente lo tenías de nuevo en la cocina llevándose alguna raspa de pescado o algún mendrugo de pan. 

—Vaya ladronzuelo estaba hecho. —Dijo Belmont. 

—¡Tú no te quejes, Maurice! —Exclamó divertida Ramona—. Eras tú quien le daba tazones con leche a primera hora y le llamabas con tus pss, pss cuando te aburrías. Le acariciabas por horas. Normal que no se despegase de la cocina. ¡Maldito gato! Era bien listo.

—Seguro que tú no le dabas alguna caricia… —Ironizó Belmont con una pérfida sonrisa hacia su esposa. Esta miró hacia otro lado, orgullosa. Todos rieron. Yo reí porque lo hicieron los demás. 

—Bueno, ¿y qué planes tenéis este nuevo año? —Les preguntó a las jóvenes María. No me sentí incluida en aquella pregunta pero me di cuenta de que algunos me miraron directamente. María por el contario se adelantó a cualquier explicación que yo debiese dar—. Yo vuelvo a casa con mis padres y en cuanto empiece noviembre me contratarán en el Ópalo para atender mesas. 

—Yo lo de siempre. —Dijo Cosette, encogiéndose de hombros—. A cuidar viejitos y limpiar casas. ¡Estoy tan harta de esas casas que huelen a polvo y naftalina! Y los viejos, son tan maniáticos y desagradables… 

—¡Tú algún día serás vieja también! —Dijo Maurice—. Trata con más respeto a la gente. —Cosette le sacó la lengua por toda respuesta. 

—¿Y tú, Ana?

—También lo de siempre. La escuela me espera. ¿Y tú, Mendoza?

—Supongo que buscaré algún empleo acorde con mi profesión. —Dije, e incluso sonó más responsable de lo que yo me imaginaba. Como no tenía pensado dar más explicaciones las miradas se apartaron de mí, excepto la de Cosette que seguía fulminándome con recelo. 

—¿No me dirás que no te lo has pasado bien aquí con nosotros? —Preguntó María, con toda la buena voluntad del mundo pero Cosette no pudo evitar soltar una carcajada que me dejó en evidencia. Yo sonreí con pavor. 

—Me lo he pasado de miedo. —Dije, y la sonrisa de Cosette se volvió algo más discreta. 

—¿Te llevas un buen recuerdo nuestro? —Volvió a preguntar. 

—Por supuesto. —Sonreí—. De algunos mejor que de otros. 

—¿Eso no irá por mí? —Preguntó Cosette con inquina y yo negué con ironía. 

—Tu recuerdo se me quedará grabado a fuego en la piel. —Suspiré y ella no supo cómo interpretar aquello. Sin embargo, yo, pronosticando una discusión me levanté, retirando la copa de vino de mi lado y me disculpé—. Mejor me voy a dormir. Ha sido una velada muy agradable. Mañana en el desayuno me despediré de todos. 

—No te vayas aun. —Suplicó Maurice sujetándome de la muñeca pero yo le aparté la mano delicadamente. 

—Eso, no te vayas aun. —Insistió Cosette. Supe que se proponía desvelar lo que había visto el día anterior, o por lo menos hacérmelo confesar para no cargarse la culpa sobre sus hombros. Como poco, quería provocarme. Así que me senté de nuevo y me dejé seducir por sus provocaciones, para ver hasta qué punto estaba dispuesta a llegar. 

—Estoy cansada, y no he colaborado mucho en la conversación…

—Puedes colaborar ahora…

—¿Y de qué quieres que os hable?

—No lo sé. —Dijo, disimulando malamente—. ¿Sabes? Tú y yo tenemos mucho en común. Y me va a dar pena que te marches. —Se levantó de su sitio y se sentó ente Maurice y yo, quedando a mi derecha, con el vértice de la mesa entre ambas. Maurice estaba tan sorprendido como yo, pero a mí me gusto aquella cercanía con ella. Me sonrió agradable e incluso pude llegar a pensar que querría hacer las paces conmigo. Pero era de esas personas que prefería morir matando. 

—¿Lo dices enserio?

—Sí, me va a dar pena que no estés el año que viene. Le das vida a esta casa. —Yo sonreí con ironía—. Además, te lo digo enserio, nos parecemos mucho. ¿No crees? Las dos tenemos carácter y somos muy cabezotas con lo que queremos. 

—No puedo quitarte la razón. —Sonreí, esta vez espantada. 

—Además, la Señora debe haberlo visto, como lo veo yo. Por eso somos las únicas que la han servido de cerca. —Miró a María—. María no lo hace bien y Ana no sirve para estar delante de la señora, le tiemblan hasta los dientes. Pero tú y yo tenemos carácter y sabemos afrontar una buena reprimenda. 

—Así es. —Dije, sorprendida de sus palabras. Sin embargo me daba pavor ver el camino por el que quería conducir su conversación. Ramona también pudo vislumbra aquel baile de palabras. Maurice aun seguía asimilando que lo hubiese apartado como a un perro de mi lado. 

—Cosette. —Le llamó la atención Ramona, llena de miedo—. Deja de jugar que nos conocemos. Sé amable, aunque sea solo un día. 

—¡Incluso un día me propuso que posase desnuda para ella! —Dijo, y me pasó el brazo por mi hombro, y estalló en carcajadas—. Si que tienes coraje, chica. 

María y Ana se rieron porque era gracioso, pero el resto esbozaron una modesta sonrisa. 

—Debo tener más coraje que tú, porque te negaste. —Le recordé, mirándola con humildad. 

—No me van esas cosas raras, no como a ti. —Dijo y el doble sentido se oyó hasta en los viñedos. Yo tragué en seco y la miré, mordiéndome la lengua. 

—Según Platón “las mujeres descendientes de las mujeres primitivas no tienen gran gusto por los hombres: ellas prefieren a otras mujeres”. 

—Platón… —Dijo ella, saboreando el nombre como si le hubiese importado un bledo que hubiese mentado a un filósofo, a un político o a un escarabajo—. Solo digo que es un gusto extraño. 

—Cosette. —Le llamó Maurice pero ambas le ignoramos. 

—Tú que has entrado en el despacho de la señora, sabrás de ese cuadro de las tres gordas restregándose entre ellas. ¿No te parece eso desagradable a la vista?

—Cuidado con lo que dices de ese cuadro. —Le dije, con un tono brusco y seco, que la hizo dar un respingo—. Que yo lo he pintado. 

Todos los que estaban allí habían entrado alguna vez en el despacho de la señora, y sabían bien de qué lienzo hablaba Cosette pero ninguno se esperó aquella respuesta por mi parte y volvieron los rostros, silenciosos y de ojos atentos. Maurice retrocedió un palmo, confuso y Cosette se me quedó mirando sin creer lo que le estaba diciendo. Soltó una carcajada pero yo le retiré el brazo que tenía sobre mis hombros de un manotazo. 

—¿De qué te ríes?

—Ya claro, y también has construido esta casa y has plantado los árboles que hay fuera. ¿Hum?

—Si no me crees, me trae sin cuidado. —Hice un ademán de incorporarme pero ella me retuvo—. ¿No vas a dejarme marchar?

—¿Y si voy a preguntarle a la señora? ¿Ella te dará la razón? ¡Qué tontería! —Dijo, golpeándose la frente—. Claro que te dará la razón aunque mientas. Si te estás acostando con ella…

—¡Cosette! —Gritó Ramona con estupefacción y yo me senté despacio sobre mi asiento, aun con el brazo asido por ella—. Es suficiente. ¡Lárgate de la cocina! No dices más que tonterías… —Entonces lo supe, Ramona lo sabía, y me estaba defendiendo. 

—¡Pero si es la verdad! Ayer las pillé en la cama. Estaban desnudas.

Belmont nos miró atónito a Cosette y a mí, alternativamente. Maurice bajó la mirada hacia sus manos juntas en la mesa, se estaba rascando una postilla que tenía en una de sus manos. María y Ana intercalaron exclamaciones con suspiros ahogados. Yo palidecí pero intenté que no se me notase. Fingí la misma serenidad de la Señora y sonreí, amargamente. 

—Sí. —Asentí y todos se quedaron mudos unos instantes—. Es tan cierto como que yo he pintado la mayoría de lienzos que tiene en su despacho. 

Como pareció una mentira sarcástica nadie supo cómo tomarse aquello. Si resultaba ser verdad, era una verdad deslumbrante y si mentía, no sería más que otra de las artimañas de Cosette. La decisión fue unánime, nadie quiso darle importancia. Yo sonreí, victoriosa al ver como cada uno ignoraba cómo podía la declaración que Cosette y yo habíamos hecho y volvieron a su conversación y quehaceres, desacreditándonos a las dos como si lo que había sucedido no le importase a nadie. Incluso María y Ana se vieron tan sorprendías que no se lo creyeron. Se rieron de Cosette y Maurice hizo todo lo posible por cambiar de tema y contar alguna anécdota que nos entretuviese a todos. A los minutos, pareció que no había sucedido nada. Cosette se decepcionó porque aquel desvelo no la satisfizo y yo me sentí aliviada, porque la mayoría que ya se lo intuían no le tomaron demasiada importancia. Cuando en plena anécdota todos se rieron a carcajadas me volví hacia Cosette. 

—Quieres morir matando. —Le susurré, y ella se volvió hacia mí con una mirada atenta—. Pero me he adelantado, porque a mí no me importa suicidarme. 

—De verdad que te echaré de menos el año que viene. —Dijo, esta vez en serio pero con una sonrisa malvada—. ¿Con quién me divertiré ahora?

—Te advierto de que como me entere que vuelves a jugársela a Maurice, vendré hasta aquí y te haré tragar todo un bote de pintura. —Ella se rió, pero supo que lo dije en serio—. El año que viene tendrás a tu Señora para ti, toda para ti. 

—Eso me temo. —Musitó—. Dios me proteja. 



A la mañana siguiente cuando terminamos de desayunar mi padre ya me esperaba con su coche fuera en la puerta. Todos me salieron a despedir a la entrada de la casona y la Señora se asomó por la puerta cuando estaba a punto de arrancar el coche. La saludé con un ademán de la mano y desde lejos ella me lo devolvió. Prometí escribirla, prometí recordarla y pensar en ella. Todas mis cosas estaban en el maletero, toda la vida que había construido aquellos últimos meses se desvanecía a medida que el coche se alejaba de la casona y mientras las ruedas levantaban un denso polvo a nuestra espalada se desdibujaban mis recuerdos como si saliese de un profundo sueño. Cuando pensaba en los rostros que dejaba atrás, en las voces, en las historias, me daba cuenta de que quedarían gravados sobre mi piel como una fea cicatriz que me gustaría mostrar a todo el mundo, con la certeza de que me pedirían que contase aquella extraña anécdota. Alejandro con sus revistas, Maurice con sus quehaceres, Ramona con su mandil siempre sucio y Belmont con su mirada atenta y su silencio especulador. Y la señora. Ese cuento no lo narraría. Me lo quedaría para mí, como un secreto que podría no haber existido y que algún día podría llegar a pensar que fue todo una ilusión mía. 

—¿Te lo has pasado bien? —Me preguntó mi padre al poco tiempo de perder de vista la casona, como si me hubiese ido de vacaciones o de campamento. Yo sonreí con un ademán triste que él no vio. 

—Sí, ha sido una buena experiencia. 

—¿Viste? Ya te dije yo que no sería tan terrible como te imaginabas. ¿Hum? —Se volvió a mí y me compadecí de toda su inocencia. Le sonreí de vuelta—. ¿Querrás venir el año que viene? Nos vendría muy bien el dinero…

—Aún queda mucho para la siguiente temporada de vendimia. —Suspiré. 

—Sí. Bueno, es verdad. Te lo has pasado bien, que es lo importante. Y has aprendido mucho. ¿Viste lo que es el trabajo duro? Nada que ver con pintar, ¿cierto?

—Nada que ver. —Asentí, solo por complacerle, y apoyé mi barbilla sobre mi palma, mirando hacia la carreta.

—¡Me dijeron que la Señora quedó encantada contigo! Así que tuviste trato con ella, ¿no es cierto? ¡Tuvo un accidente! ¿La cuidaste bien?

—La cuidé bien. —Asentí de nuevo—. No es mala persona. —Le dije para quitarte esa idea de la mente, cosa que le sorprendió—. Solo tiene carácter, como yo. 

—Que feo que una mujer tan elegante tenga un mal carácter…

—A mi me parece que el carácter la hace ver más elegante aún. 

—Tú que sabrás… —Murmuró. 

—Sí… Yo no sé nada.  

 

 


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