VENDIMIA - Capítulo 34 [FINAL]
Capítulo 34 — FINAL.
Cuatro
meses después.
El sonido del timbre reverberó por todo el
piso. Pude oír desde el exterior como rebotaba el pequeño pitido por cada una
de las paredes de cada estancia con una insistencia demoníaca. El timbre era un
pequeño botoncito redondo sobre un marco de florituras redondeado, todo de
hierro. Parecía un pezón de metal. Mientras esperaba en ese agónico silencio
miré hacia las escaleras de donde había venido, barandilla abajo solo había una
tenebrosa oscuridad, a pesar de que pasaba del medio día. Más que la oscuridad era
la altura lo que me estaba asombrando, aún estaba yo sudando por tener que
haber subido cargada de maletas.
—¡No soy protestante ni católico! —Gritó una
voz ronca desde dentro. Una voz que llevaba mucho tiempo fumando—. No quiero
enciclopedias ni tengo dinero para los pobres.
Algo me dijo que lo había despertado. Como no
oí pasos acercarse ni nada que me indicase que se acercaba a abrirme volví a
pulsar el timbre. Repetidas veces y con insistencia, hasta hacerme a mí sentir
incómoda.
—¡No quiero nada! ¡Márchese! —Siguió gritando,
pero yo seguí llamando. No paré incluso cuando oí los torpes pasos
arrastrándose hasta la puerta. Cuando sentí como la mano al otro lado se
sostenía en el pomo no pude evitar que mi estómago diese un vuelco y aparté la
mano del timbre. El hombre al otro lado apareció enarbolando una revista
enrollada para darle forma cilíndrica. La alzó en el aire y antes de
estrellarla contra mi cara yo le hice a un lado, arrastrando las cosas que
traía conmigo dentro de la casa.
—Vaya formas de abrir. —Le dije, mirándole de
arriba abajo. Tenía puestos unos calzones y una camisa de tirantes ocultos bajo
una bata azul cielo medio desabrochada. Los pelos revueltos y la cara marcada
por dos grandes ojeras que le caían hasta las mejillas. Parecía recién sacado
de una viñeta humorística—. ¡Mira que tiene escaleras este edificio, te has
tenido que mudar al último piso!
Solté la carga que traía conmigo en el primer
rincón que encontré. Una maleta, una bolsa de viaje, un estuche de madera con
mis enseres de pintura, los pocos que había podido traer, y una mochila con un
par de libros y lo más básico que necesitase. Ya me traería el resto de Dijon.
Visser aun seguía ahí pasmado, quieto como un maniquí con el brazo en alto y la
cara lívida por el susto al pie de la puerta. No fue hasta que no me lo quedé
mirando durante un buen rato con los brazos en jarra que no reaccionó. Primero
bajó la revista y después la estrujó unos segundos entre sus manos, pensativo y
con una inocente e incipiente sonrisa saliendo de entre sus comisuras.
—¿Qué, no te alegras de verme?
—¡Que tonterías! ¿¡Qué demonios haces aquí!?
—Dijo, ahora riendo a carcajadas y cerrando la puerta. Yo mientras, me quité el
abrigo y la bufanda que me hacían seguir sudando—. ¡Qué importa! Vamos, haré
café. —Él se adelantó a mí y comenzó a caminar hacia algún punto de la casa.
Era un piso diminuto pero con una luz maravillosa. Una sola ventana ocupaba
parte de la pared opuesta a la puerta pero por ella entraba esa luz tamizada,
grisácea y densa que a él siempre le ha gustado para pintar, y para
representar. Justo donde la luz caía había un caballete con un lienzo a medio
empezar con unos trazos a carboncillo de algún retrato de alguien desconocido
para mí. Con semblante oscuro pero facciones dulcificadas por la juventud. Un
muchacho. En el pollo de la ventana se agrupaban diferentes tarros de cristal,
de alturas y anchuras variadas donde los pinceles reposaban. Largos, oscuros,
de cerdas suaves, limpios y sucios. Bocetos y acuarelas sobre papel colgaban
por todas partes y entre un pequeño cúmulo que se situaba bajo la ventana
distinguí el rostro de Maurice acuarelado con un vestido rosa. Los pocos
taburetes o mesas ocupados por paletas de madera o cristal, moletas y tarros
cerrados de pigmentos al oleo. Libros abiertos y apilados amontonados en el
suelo, también sobre una pequeña consola. Pequeños tubos por allí, algunos
botecitos con pigmentos. El aceite de linaza por un lado, el aguarrás por otro,
trapos sucios por doquier. Aspiré profundamente toda aquella mezcla química. Al
fin en casa.
Por una puerta a la derecha de la estancia
apareció Visser con dos tazas repletas de café con leche. Uno de ellos a
rebosar de azúcar, el mío. Despejó a medias una mesa llena de paletas de
cristal y acercó un taburete para él, pero yo no me senté. Me paseé por la
estancia haciéndome al olor, al color, al frío y a la humedad. Aspiré
profundamente de nuevo, junto con el olor del café todo se volvió mucho más
hogareño, si era posible. Solo me faltaba el sonido de alguna pieza clásica.
Entonces podría llorar. Cuando me volví al viejo él me miraba con una mano
sobre su mentón y este brazo apoyado sobre la mesa, con una sonrisa soñadora.
Seguro que no se creía que estuviese allí.
Aun con la taza de la mano me acerqué, con mis
pisadas resonando por el parqué, a una pila de libros que se amontonaban en un
pequeño mueble, al otro extremo de la sala. Pintura japonesa de finales del
siglo XVIII y finales del XIX, La casa de las bellas durmientes de Yasunari
Kawabata, Hokusai, el genio de la escuela Ukiyo—e. Hiroshige, colección
completa. Dazai Osamu, Indigno de ser humano. Colección completa de poemas de
Nakahara Chuuya.
—¿Cuándo has llegado? ¿Por qué no me has dicho
nada? Podría haberte ido a buscar al aeropuerto.
—No quería molestar. Además, esperaba que fuese
una sorpresa. Así no podrías impedirme vivir aquí. Ahora ya no podrías echarme,
no al menos por una temporada. —Le dije, volviéndome a él con una sonrisa
pícara y él negó con una expresión risueña, queriendo decir “esta muchacha no
tiene remedio”. Me volví al poemario de Nakahara Chuuya y lo abrí por donde el
marcapáginas se había quedado anclado. Leí en silencio un cuarteto de un poema
llamado Vagabundeando.
No me
apetece comer nada
ni
tengo un destino definido,
El
andén húmedo de la estación
es…
todo cuanto ansío.
Después de cerrar el libro de Nakahara Chuuya
arranqué de la montaña de libros el de Dazai Osamu y se lo enseñé desde la
distancia, con una ceja en alto.
—Cuando te obsesionas con un tema, eres
imparable.
—Ya me conoces, para la lectura nunca hay
fondo. ¡Además, era un libro que llevaba tiempo deseando leer!
Volví a dejar el libro en su sitio y de un
tirón abrí la mochila que había traído conmigo y que descansaba en el suelo.
Saqué de ella dos libros, uno de pintores paisajistas del XIX y otro de bocetos
de da Vinci y los puse junto una pila de libros que crecía desde el suelo
formando su propia edificación. Le di un sorbo al café después de soplar sobre
la superficie de la taza.
—Te he despertado.
—Sí, estaba durmiendo. —Dijo pero después negó
con una mano—. Pero no tiene importancia. ¡Qué guapa estás! —Me dijo aun con
ojos soñadores.
Yo me quedé mirando el lienzo que estaba puesto
sobre el caballete, el retrato a medio trazar. Él se excusó con un ademán de la
cabeza.
—No es un encargo. Es un retrato que estoy
haciendo por placer. ¡Es Rembrandt! De joven…
—Puedo ayudarte con él. —Dije con una mirada
apenada pero él se encogió de hombros con resinación. Entonces yo le sonreí con
una dulce expresión de serenidad—. Pero tendrá que ser en otro momento. —Saqué
una carta que traía doblada en el bolsillo trasero de los pantalones y se la
extendí—. Tenemos trabajo.
—¡Cómo! —Exclamó y se aferró a la taza de café
con pasmo. Después la soltó precipitadamente para alcanzar el sobre y extendió
la carta para leerla con una mirada agitada. La leyó en alto.
Mi
querida Anabella Mendoza.
Estos
últimos meses han sido muy tristes sin tu persona en mi casa. Todos los que nos
hemos quedado te extrañamos, incluso Agnes te ha mencionado en un par de
ocasiones. Yo también te extraño y a veces me pregunto si tú también pensarás
en mí, de la misma forma en que yo te añoro. A veces me parece que puedo oír el
sonido de tu voz, y me creo que seguimos en la época de la vendimia. Pero ya
han pasado meses.
No sé
si ya habrás retrocedido lo suficiente como para reencontrar el camino por el
que debes continuar, pero me aterra pensar que en ese camino por el que
transites no esté yo para cuidar de ti, para acompañarte y aprender juntas. Te
advertí que me negaba a dejarte escapar tan fácilmente. Si en algo puedo
contribuir a tu progreso, y ser dueña de tu providencia, aquí te va una buena
oferta. Mi despacho está plagado de cuadros en los que has colaborado, pero mi
dormitorio está vacío, y es el lugar en donde más te extraño. He pensado que
tal vez sobre mi cabecero habría hueco para un lienzo de unos 150 x 120 cm. Eso
lo dejo a tu elección. No sé si conocerás las obras de George Hare, Victoria de
la fe o Le sommeil de Courbet. La temáticas es parecida pero las composiciones
son tan dispares que no me puedo decidir por uno. Esto también lo dejo a tu
elección. Lo único que te pido es que lleve tu firma y pongas todo tu empeño y
pasión en realizar un trabajo que sé que tanto adoras.
Adjunto
con esta carta un cheque por valor de 4.500 francos para solventar gastos
durante el proceso de creación, con el compromiso de pagar otros 2.000 a la
entrega del cuadro. Solo pongo una condición a este contrato, y es que seas tú
quien me traiga el cuadro a Colman. Yo corro con los gastos del viaje y el
traslado.
Como
espero que de ahora en adelante las cosas te vayan mucho mejor y consigas un
lugar donde establecerte y unos ayudantes que puedan echarte una mano, te he
recomendado a todos mis conocidos con algo de gusto por la pintura y estoy
segura de que en poco tiempo recibirás más encargos como el que yo te propongo.
Espero
tu contestación para confirmar que aceptas mi encargo. Tienes todo el tiempo
del mundo para realizar la pintura, por el plazo no tienes que preocuparte en
absoluto.
Un
saludo, y muchos recuerdos.
Madame
X
Pd.
Cuando supieron que iba a escribirte, Maurice me suplicó que te informase de
que un pequeño gato gris se ha dejado ver por los alrededores a los pocos días
de tu partida y han sido incapaces de echarlo de la casa. Maurice le ha puesto
tu nombre. Yo tampoco seré capaz de mandar que lo echen.
Cuando Visser terminó de leer la carta buscó
dentro del sobre el cheque pero yo sonreí desde el otro extremo de la mesa,
indicándole que ya lo habían ingresado en mi cuenta y que con él viviríamos los
dos. Volvió a releer la carta esta vez en silencio y cuando estuvo satisfecho
la dejó sobre la mesa, exhausto.
—No se te ocurra decirme nada. —Le advertí
cuando entreví una sonrisa pervertida entre la comisura de sus labios—. No hay
nada malintencionado en mandar pintar una obra como la de Courbert.
—¡No he dicho nada! —Exclamó levantando las
manos con inocencia.
—¿Y bien? —Le pregunté, en un murmullo y con la
mirada baja, concentrándome en las ondas que hacía la cuchara dentro de la taza
de café—. ¿Te animas?
—¡Que si me animo! —Se levantó de golpe, de
forma que casi tira su café—. ¡Quita ese lienzo de Rembrandt del caballete!
Tíralo por ahí. ¡Busca tela y unos buenos mástiles de madera! ¡Tal vez
tendremos que bajar a comprar un bastidor de las medidas! ¡Ah! Bocetos, ¿has
elegido qué cuadro quieres hacer? Ponte a ello, haz mil bocetos antes, como te
he enseñado…
Se levantó y se fue de un lado a otro
removiendo todo, como si espantase los fantasmas de un letargo en el que
hubiera quedado su cuerpo durante un periodo del que despertaba lleno de energía
e ilusión. Movió los muebles, los botes llenos de pinceles, las paletas, de un
lado a otro.
—Ponte ropa de trabajo. —Dijo, señalándome—.
Una buena camisa de esas viejas tres tallas más grandes que tenías, y recógete
el pelo. ¡Vamos a mancharnos las manos!
Mientras él iba de un lado a otro yo le abracé
desde la espalda y él cubrió mis brazos con los dos suyos. Apoyé mi mejilla en
su omoplato y lagrimeé. Él se rió con cariño y me palmeó el antebrazo con una
mano.
—Yo también te he echado de menos. Bienvenida,
mi niña. Esta es tu casa.
FIN
———.———
Yasunari
Kawabata (Osaka, 11 de junio
de 1899-Zushi, 16 de abril de 1972) fue un escritor japonés, destacado junto a
otros maestros nipones del siglo XX, como Ryūnosuke Akutagawa, Jun'ichirō
Tanizaki, Osamu Dazai o Yukio Mishima, de quien fue amigo y mentor, Kawabata fue el primer japonés que obtuvo el
premio Nobel de Literatura 1968, y el
segundo asiático tras Rabindranath Tagore.
Utagawa
Hiroshige (Edo, actual Tokio,
1797-ibídem, 1858), fue un pintor japonés. Perteneció a la Escuela Utagawa, una
de las más reputadas del estilo ukiyo-e. Hiroshige fue uno de los principales
exponentes del paisajismo japonés, llevando esta disciplina a un nivel
artístico y de estilo de gran calidad.
Osamu
Dazai (Kanagi, Prefectura de
Aomori, Japón, 19 de junio de 1909 - Tokio, Japón, 13 de junio de 1948), nacido
bajo el nombre de Shūji Tsushima, fue un novelista japonés, considerado uno de
los escritores del siglo XX más apreciados de Japón. Algunas de sus obras más
populares, tales como El ocaso (Shayō) e Indigno de ser humano (Ningen
Shikkaku).
Chūya
Nakahara (Yamaguchi, 29 de
abril de 1907 - Prefectura de Kanagawa, 22 de octubre de 1937) fue un escritor
y poeta japonés, activo durante los primeros inicios de la era Shōwa. Nakahara
nació en Yamaguchi como el hijo mayor de un médico del ejército y se esperaba
que él también siguiera dicha profesión. Sin embargo, la muerte de su hermano
menor cuando tenía ocho años despertó su interés en la literatura,
principalmente en la poesía. Nakahara murió a la temprana edad de 30 años,
dejando atrás más de 350 versos de poesía que escribió a lo largo de su corta
vida.
Rembrandt
Harmenszoon van Rijn (Leiden,
15 de julio de 1606-Ámsterdam, 4 de octubre de 1669), más conocido como
Rembrandt, fue un pintor y grabador neerlandés. La historia del arte lo
considera uno de los mayores maestros barrocos de la pintura y el grabado, el
artista más importante de la historia de los Países Bajos. Su aporte a la pintura coincide con lo que
los historiadores llaman la edad de oro neerlandesa, el momento cumbre de su
cultura, ciencia, comercio, poderío e influencia política.
Saint
George Hare (nacido el 5 de
julio de 1857 en Limerick, Irlanda, 1933) fue un artista irlandés. Era hijo de
George Frederick Hare, un dentista de Ipswich, y su esposa, Ella, del condado
de Wexford. Fue educado formalmente en arte en la Escuela de Arte de Limerick,
donde pasó tres años bajo la tutela de Nicholas Brophy. En 1875, recibió una
beca y se mudó a Londres para estudiar durante siete años en la National Art
Training School, South Kensington. Ganó una medalla de oro por su pintura de
historia La muerte de Guillermo el Conquistador, que se exhibió en la Real
Academia en 1886. Complementó sus ingresos de la pintura con la docencia.
Gustave
Courbet (Ornans, Francia, 10
de junio de 1819-La Tour-de-Peilz, Suiza, 31 de diciembre de 1877) fue un
pintor francés, fundador y máximo representante del realismo, y comprometido
activista republicano, cercano al socialismo revolucionario. Estudió en la
Academia Suiza la obra de los principales representantes de las escuelas
flamenca, veneciana y holandesa de los siglos XVI y XVII.
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