VENDIMIA - Capítulo 32

 Capítulo 32 — Suplemento por el sexo


Los últimos días de mi estancia allí en la casona, o al menos los últimos que figuraban en mi contrato, los pasé entre los fogones de la cocina, las sábanas limpias y la cama de la señora. Ni una sola de aquellas últimas noches me soltó, desesperadas como estábamos por la pronta despedida que nos separaría definitivamente. Aquel último fin de semana me las había ingeniado para escabullirme todo lo que pude y molestar a la Señora con mi presencia, o bien en su despacho o en su dormitorio. Era mi día libre pero no me despegué de ella un solo instante. También yo la echaría en falta y me vi seducida por su pena y desesperación. Allí en su despacho nos dimos castos besos escondidas como ratoncillos en la madriguera, rezando porque nadie apareciese, y al mismo tiempo excitadas ante la posibilidad.

Entre medias de aquellos besos se decidió a regalarme un par de libros de su vasta colección. Al contrario de lo que había imaginado, no fueron novelas lo que me regaló, sino dos libros de pintura. El primero era una colección de grabados y dibujos anatómicos de da Vinci, con el texto en alemán y en francés. El segundo un estudio sobre paisajismo del siglo XIX en Inglaterra en cuya portada se distinguía La carreta de heno de John Constable*. Yo los acepté de buen grado pero algo turbada porque fue un regalo tan inesperado para mí como para ella. Parecía que por un impulso se había acordado de que poseía aquellos dos libros y se desprendió de ellos como bien podría habérselos dado a un perro para que los destrozase a bocados.

Para mí los libros son algo sagrado. —Me hubiera gustado decirle, pero no dije nada. No entendí como podría desprenderse de ellos con esa facilidad. Y tal vez vislumbró mi pasmo, a través de mi expresión, porque me lo aclaró.

—Eran de mi marido. —Dijo, encogiéndose de hombros—. Era más entendido de pintura que yo. Y le gustaba leer de vez en cuando sobre ello.

Cuando abrí la portada del libro sobre pintura paisajística descubrí en una de las primeras páginas un exlibris* con el símbolo de un ciervo, o tal vez un reno, enmarcado en una corona de hojas de laurel y su inicial con el primer apellido. La Señora señaló es marca impresa en tinta azul con su índice. Ese era su marido, la impronta que él había dejado en ese libro.

—Puedes quedártelos, seguro que tú podrás hacer mejor uso de ellos que yo, que los tengo por ahí, acumulando polvo.

—Los tendré a buen recaudo. —Me contuve para no ojearlos delante de ella, pues los libros ocuparían el cien por ciento de mi atención.

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El resto de los trabajadores ya sabían que el martes era mi último día como trabajadora de aquella casona, y que el miércoles mi padre vendría a recogerme. Ya había fantaseado cientos de veces con la idea de ver aparecer el Peugeot 504 azul de mi padre entre la humareda del camino, y cada vez que me lo imaginaba me embargaban nuevas y desconocidas sensaciones. Desde la angustia más profunda hasta el alivio más humilde. Ni deseaba quedarme ni deseaba marchar de regreso a casa de mis padres. La sola idea me resultaba horrorosa y pensar en que poco a poco se acerca el final de mi estancia allí me iba recorriendo un progresivo dolor de cabeza. Mi cuerpo se tensaba y notaba que cada noche dormía peor, menos y con más presencia de desvelos. Dormir al lado de la Señora me hizo sentir algo más aliviada porque cuando despertaba y podía acurrucarme entre sus cabellos parecía que todos los problemas del mundo pasaban a un segundo plano, y bajo su cuidado, nada malo podría sucederme. Ella me protegería e intercedería por mí, incluso frente al diablo si hiciera falta. Pero yo solo pensaba en huir de ella. Aquella incoherencia me desarmaba.

Ramona no tuvo un trato diferente conmigo los últimos días, es más, parecía que ni siquiera se acordaba de que me marcharía y eso me tranquilizaba, porque yo también podía fingir que nada ocurría y todo seguía como había estado los últimos meses. ¡Los últimos meses! Ni siquiera hacía tres meses que había llegado a la casa y para mí había sido tanto tiempo transcurrido, tantas nuevas caras, experiencias, tantas conversaciones y conflictos. Ahora podía verlo con perspectiva y me sentía muy sorprendida de todo lo que había conseguido y perdido en tan poco tiempo. Como unas vacaciones, reía yo, o como un mal sueño. Belmont tampoco pareció afectado por la idea de que me marchaba, pero sí que noté en su mirada una expresión apenada o tal vez una forma de despedida velada. Un “Adiós, seguro que en algún tiempo volvemos a vernos por ahí, en alguna parte”.

Por el contrario Cosette, Ana y María no podían hablar de otra cosa, porque al igual que yo me marchaba para ellas también acababa la temporada y volvían a sus respectivos hogares. Inevitablemente yo entraba en aquellas charlas llenas de nuevos planes y lacrimosas despedidas. De vez en cuando me incluían en sus afirmaciones. “Las cuatro volvemos a nuestras casa”. “Tenemos que montar una fiesta de despedida, ya no volveremos a vernos hasta el año que viene”. Cosette era incluso más despreciable, recordándome que yo me despedía para siempre, y con mucha alegría, lo reafirmaba con cínica rotundidad. “Tú ya no volverás, tal vez vuelvas a hacernos una visita cuando te hayas convertido en una pintora famosa”. Yo me limitaba a sonreír sin gracia a sus comentarios, porque de haber dicho algo, solo habría iniciado una discusión, y era lo último que yo deseaba en aquellas circunstancias.

Maurice es el que más pena me daba, en este respecto. Lo echaría de menos, por su compañerismo y su fidelidad. Echaría de menos ese hombro sobre el que apoyarme o el pecho sobre el que quedarme dormida. Las risas y sus miradas pícaras. Aún me quedaban sus retratos, pero su recuerdo no se podía plasmar a papel sin dejar muchas cosas en el tintero. Le sugerí un día que se hiciese una bola y se metiese en mi maleta. Le prometí que le llevaría conmigo y le alimentaría bien, pero me dijo que en todo caso era yo la que debía quedarme allí, donde realmente tenía un sitio. Su rotundidad me destrozó y preferí no bromear más con aquello. Estaba seriamente dolido con mi pérdida, o tal vez con mí determinación a marcharme, y no regresar más.

—Volveremos a vernos. —Dije, con firmeza—. No me cabe la menor duda. Tal vez de aquí a unos años, cuando a ti te haya salido ya una buena barba y tendrás que detenerme en medio de la calle para recordarme quién eres. Te estrecharé con fuerza y te diré que te he echado mucho de menos.

—No quiero que pase tanto tiempo. —Dijo con media sonrisa—. Y tampoco quiero que te olvides de mí tan rápido. Te escribiré, para que sepas que aun sigues teniéndome.

Agnes parecía ser la más alegre de mi marcha. Me lo recordó el domingo a última hora como una buena secretaria, con una radiante sonrisa, y me advirtió que había llamado a mi padre para que el miércoles a primera hora de la mañana pasase a buscarme. Ya me habían ingresado el dinero en la cuenta y mi contrato quedaba terminado el martes a última hora, como el de mis otras compañeras. Parecía incluso complacida ante la idea de no tenerme más tiempo pululando por la casa, metiéndola en problemas y espantándola con miradas desdeñosas. Sin embargo llena de hipocresía me comunicó que la Señora estaba encantada con mi trato y que si al verano siguiente estaba disponible, tendría preferencia frente a otras candidatas.

—Ya lo sé. —Contesté llena de orgullo pero eso le hizo fruncir el ceño.

—La idea de las toallas es muy buena. —Me dijo la Señora limpiándose con una de ellas la mano.

El lunes a última hora, cuando la mayoría de los trabajadores de la casona dormían yo había subido a acostar a la señora, y nuevamente habíamos tenido relaciones. Le pedí, le supliqué que pusiese toallas en la cama porque estaba cansada de tener que lidiar con sus sábanas sucias y ella aceptó a regañadientes, pero acabó por beneficiarnos aquella tontería. Yo seguía con el periodo y aunque no fuese lo más limpio yo tenía el lívido por las nubes y a la Señora parecía gustarle hacerlo con mi sangre de por medio.

—Así te ves más vulnerable. —Me dijo en una ocasión—. No está mal verte así, para variar.

Las toallas las lavábamos junto con nosotras en la ducha y tras escurrirlas bien las dejábamos secar en el propio servicio, de forma que no tuviese que llamar la atención de nadie en el patio. Después de darnos una ducha yo me puse ropa interior con una compresa y me metí en la cama a su lado. Me acurruqué y me hice una bola, con la mejilla apoyada en uno de sus senos.

—Mañana me parece que es tu último día con nosotros. —Dijo la Señora con una emoción fingida. Parecía que me estaba casi compadeciendo.

—Así es.

—Me parece que han montado una fiesta a la hora de la cena en las cocinas. ¿Es eso así?

—Dicen que lo hacen todos los años. —Me excusé, pues yo no sabía si realmente lo tenían permitido.

—Sí. —Asintió ella—. Pero no tienes que preocuparte, es solo una buena cena, con un poco más vino de la cuenta y algún pastel que compre Ramona. Nada más. No es para tanto.

—Ya lo imaginaba. Esas cosas no son muy de mi agrado, pero supongo que lo hacen con buena intención.

—Sí.

—Yo preferiría quedarme todo el día de mañana aquí en la cama, contigo. —Y al decir esto me encogí más sobre ella. Sonrió y me rodeó los hombros con su brazo. Comenzó a hacerme caricias por la mejilla y a retirarme los cabellos. Después a darme besos por la frente y la nariz. Era tan suave y delicada que podría haberme dormido en ese mismo instante si ella no hubiera seguido hablando.

—Podrías quedarte aquí todas las noches que quisieses, si trabajases de continuo. —Aquella velada puñalada me hizo abrir los ojos.

—Aunque así fuera, ya nos hemos arriesgado demasiado. Acabarían por saberlo y eso sería un desastre. Para todos.

—¿No te gustaría? Podrías dormir conmigo todas las noches que quisieses. Yo no te ofrezco solo un trabajo de sirvienta, podría también pintar para mí si quisieses. Haría traer tus materiales y podrías pintar. —Aquello era ponerme la miel sobre los labios.

—¿Podría? —Pregunté, casi esperanzada pero rápido negué con el rostro, completamente aturdida—. Eso es una tontería. ¿Qué clase de trabajo es ese? Cuando me venga bien me pongo a pintar y cuando me venga en gana limpio los retretes. Y por las noches me acuesto con la Señora de la casa. No, nada de eso.

—No es muy diferente a lo que haces ahora. —Dijo, y yo levanté la mirada, con una ceja en alto. Ella se rió.

—¿Cobraría más por los cuadros que hiciese?

—Claro. —Dijo, encogiéndose de hombros.

—¿Y tendría suplemento por el sexo?

—Sí... ¡no! —Dijo, con los ojos como platos—. ¡Claro que no! ¡No me confundas!

—Ah, solo quería saber. —Aquello nos hizo reír a las dos, unos minutos. Después, un largo suspiro de su parte llenó la habitación.

—Puedes tener el trabajo que quieras, a mi lado. Yo puedo proporcionártelo. —Aquello sí que era demasiado—. O simplemente podemos seguir como estamos. Sé que no es lo más ideal, sé que no es lo que tú desearías tener. El trabajo de tus sueños… Aún eres joven para ver ese sueño cumplido, ¿no crees? Aun tienes tiempo de vivir algunos años más aquí, aprendiendo conmigo, trabajando duro, invirtiendo tu tiempo con nosotros…

—No estoy segura. —Dije, no muy convencida.

—¿Cuál es la alternativa? ¿Volver con tus padres? ¿Eres feliz con ellos?

—En absoluto.

—¿Entonces? Aquí al menos estás conmigo, y con tus compañeros. Piensa que si te quedas todo este año, Cosette, Ana y María no estarán. ¿Te llevas bien con Ramona, Belmont y Maurice, no es cierto? —Asentí—. Pues bien, podrás hacer el papel de hermana mayor para Maurice, y como en invierno hay mucho tiempo libre para los trabajadores puedes invertir el tiempo en pintar lo que te venga en gana. Haré que te traigan tus materiales de pintura, o te compraré yo unos nuevos si lo necesitas.

—La idea… no es del todo desagradable. —Dije algo esperanzada en aquella panorámica. Su voz, su tono, era tan calmo y humilde que bien podría estar desfigurando mi realidad, sin darme yo cuenta. Pero no era tan idiota como para dejar pasar aquella oportunidad sin planteármela, si quiera. Era cierto que todo lo que me espantaba de la casa, o al menos la mayor parte, desaparecía con la marcha de Cosette, y que poseedora del favor de la señora, todo se simplificaba y endulzaba.

—Tendrás la biblioteca a tu disposición, así como todas las áreas de la casa. Bajaremos al pueblo a menudo. Puedo llevarte al teatro, a exposiciones de pintura, a charlas…

—No me tientes más. —Dije, a medida que su mirada se volvía más maquiavélica. Me erguí sobre ella a su lado y la miré con profundidad.

—Puedo darte todo lo que desees. —Dijo, casi exagerando con una mirada suplicante—. Todo lo que quieras. Solo tienes que pedírmelo y prometerme que te quedarás a mi lado.

—No supliques. —Le pedí, arrugando la nariz—. No te ves atractiva así.

—Lo digo en serio.

—¿Todo lo que yo quiera? —Pregunté, planteándome soltarle una barbaridad, con la idea de que me rechazase—. ¡Incluso poner toda esta casona a mi nombre!

—¡Toda para ti!

—¡Debes estar loca! —Dije, y estallé en carcajadas, pero en medio del sonido de mi risa la puerta se abrió de golpe y el cuerpo de Cosette se asomó desde fuera con la mirada turbada por algún pensamiento que verbalizó unos instantes.

—¿Se encuentra aquí Mendoza? Ramona la llama y… —Aquel silencio fue producto de la imagen que vio. Una imagen que tenía delante de ella, a poco más de cuatro pasos. Rápido me cubrí con las sábanas el pecho y la Señora se incorporó, también con pasmo, para fulminar con la mirada a Cosette. Yo no pude sin embargo ser tan cruel. Era culpa nuestra aquella expresión de sorpresa y ya me la esperaba yo. Mucho habíamos jugado con el dios del equilibrio en la cuerda floja. Cosette y yo cruzamos una mirada llena de espanto y sorpresa que me heló la sangre y pude distinguir entre sus facciones todas y cada una de las sensaciones que debían estar cruzando por su cuerpo. Desde la comprensión hasta la rabia y la impotencia. Pero también la suma alegría de haber descubierto tamaño secreto—. ¡Lo siento, lo siento! —Se disculpó casi como un impulso y retrocedió hasta cerrar la muerta detrás de ella.

Yo salté de la cama como si me hubiese clavado un alfiler en el trasero y me puse la primera camisa que vi por el suelo tirada mientras salía de la habitación. Sin abotonarla me deslicé escaleras abajo y encontré a Cosette a punto de descender el último escalón. No quería llamarla porque su nombre a voces alertaría a los demás de lo que estaba sucediendo. Me limité a sujetarla de la muñeca y voltearla a mí. En ese momento no sabía si esperaba de ella una reprimenda, si era yo quien debía dársela o si debía suplicarle, y ponerme de rodillas, para que no dijese nada. Lo primero que salió por mi boca, porque ella no dijo una sola palabra, fue un taco.

—¡Mierda, Cosette!

—¿Con que era eso? —Dijo, con una sonrisa maléfica—. Ahora entiendo todas las preferencias y el buen trato que te ha dado… —Como no fui capaz de negar aquello solté su muñeca con un ademán y la miré directamente a los ojos.

—No se te ocurra decir nada. —Le advertí, señalándola con un dedo.

—¿O qué?

—Es por tu propio bien. —Sonreí—. Yo me marcho en dos días, pero tú vuelves el año que viene. ¿O no? Eso depende de ti. Si la Señora se entera que has ido diciendo…

—Por eso me relegó a la cocina. —Seguía sacando conclusiones, como si no me estuviese escuchando—. ¡Ah! Y la ópera… Claro. ¡Qué tontos hemos sido, Dios…!

—¿Y bien?

—¿Cobras un extra por el sexo? —Aquella pregunta no me hizo sino reírme y ella no entendió a que venía mi risa. Pareció más enfadada que antes—. ¿Qué pensará Maurice si se lo cuento...?

—He dicho que me trae sin cuidado. Mañana ya será el último día que os vea a todos vosotros. ¿Crees que me va a importar lo que penséis o lo que digáis de mí?

—Aprovecharse de una viuda… sola y confundida… —Según lo dijo yo levanté una ceja con sorpresa y a los segundos su expresión se volvió lívida para mirar algo por encima de nosotras en las escaleras. Me volví para ver a la Señora de nuevo vestida y bajando las escaleras hasta ponerse unos escalones por encima nuestra.

—Anabella, no seas brusca con ella. —Dijo, en un tono calmo que me pareció admirable. Yo me retiré y me puse detrás de la señora. Cosette pareció recomponerse y bajó un poco la mirada—. Cosette, eres una chica lista, y has sido mi trabajadora por muchos años.

—Así es. —Dijo ella, orgullosa. Pero cuando la Señora posó una mano sobre su hombro, dio un respingo, asustada.

—Pues bien, confío en tu discreción con el resto de tus compañeros. Lo que has visto en el cuarto esta fuera de tus obligaciones como mi empleada, y dado que tu historial en mi casona no es del todo limpio te prometo que al mínimo chisme que oiga sobre lo sucedido tienes tus maletas en la puerta y me aseguraré de que ninguna casona de la provincia contrate tus servicios.

Agnes apareció por la puerta de la entrada con las llaves de su coche y su maletín lista para partir cuando se quedó pasmada, mirando lo sucedido. De seguro iba a marcharse cuando escuchó el jaleo que Cosette y yo armábamos. Yo me sobresalté y me abotoné la camisa con un rápido y avergonzado ademán. La Señora hizo como si no estuviese allí y Agnes se mantuvo expectante, en silencio y sin intervenir.

—¿Me prometes que no dirás nada? —Preguntó la señora, retirando su mano del hombro de Cosette. Esta asintió con una mueca de disgusto pero conforme con aquella amenaza. Era seria y tajante—. Pues bien, márchate a tu dormitorio, es tarde y no deberías estar despierta.

Cosette se volvió y se dirigió hacia los dormitorios no sin antes lanzarme una mirada cargada de odio y repugnancia. Yo tragué en seco.

—Ramona te llama a la cocina. Ve. —Me dijo, como despedida. Yo asentí y cuando la Señora se volvió a mi no pude evitar disimular mi vergüenza. Estaba a punto de llorar de la impotencia pero ella pasó un pulgar por mi mejilla, delineando uno de mis ojos. Me levantó el mentón con candidez.

—Ya te dije yo que se acabaría sabiendo. —Intervino Agnes, acercándose a nosotras pero dirigiéndose solo a la señora. Esta se mantuvo erguida y con el rostro calmo.

—Bueno, ya lo sabía yo también. Y la muchacha también lo había vaticinado. —Lo dijo, mirándome—. Pero hemos decidido arriesgarnos.

Agnes no parecía contenta con aquella respuesta y frunció su ceño como esperando algo más, pero la Señora se volvió a ella con toda la calma de la que disponía y cruzó una mirada cargada de pesar.

—Bueno, al menos en un día se marcha, esta criatura. —Musitó Agnes, casi para sí misma. La Señora no dijo nada y yo bajé la mirada. Ante el silencio de la señora, Agnes se sintió contrariada—. ¿No es así? —Y entonces con su mirada suplicante nos interrogó a las dos, y su expresión se volvió lívida cuando nos vio a mí y a la Señora cruzar una mirada de complicidad. Yo sin embargo no pude por menos que romper aquella incertidumbre.

—No se preocupe Agnes. Marcho el miércoles, como habíamos acordado. —La Señora bajó la mirada disgustada pero Agnes soltó un suspiro lleno de alivio—. Nada turbará mis planes en Dijon.

—Bueno, me alegra oír eso. Me voy más tranquila. —Zarandeo las llaves en su mano—. Me marcho, hasta mañana.

Cuando la Señora y yo nos quedamos a solas en las escaleras, nos miramos la una a la otra con media sonrisa de pena. Estábamos cara a cara porque yo estaba unos escalones por encima de ella.

—No puedo convencerte. —Afirmó, con rotundidad.

—Lo hago por las dos. —Dije, aunque soné mucho más fatalista de lo que pretendía—. Por tu reputación, y por mi propia ambición.

Después de aquellas dos palabras regresamos al dormitorio donde me vestí por completo y bajé a la cocina donde Ramona me demandaba. Para entonces ya no necesitaba de mi ayuda.

—¿Dónde te has metido? He mandado a Cosette a buscarte.

—Estaba acostando a la señora. Quería darse una ducha y yo he aprovechando para ordenar los armarios.

—He oído alboroto fuera. —Me dijo. Estaba claro que no me había creído—. ¿No tendrías nada que ver con eso?

—Solo Cosette, con sus cosas. Y Agnes recordándome que mañana es mi último día.

Se volvió a mí con una mirada apenada, como si se compadeciese de mí por tener que mentirla y yo le sonreí con desgana, como si no quisiese aceptar esa pena que me profesaba pero tampoco la rechazase del todo, porque era su forma maternal de suplicarme que no la mintiese más. Tal vez si me fuese a quedar con ellos más tiempo me hubiera sonsacado la verdad. Pero para el poco tiempo que me quedaba con ella, ¿qué más le daba? Dejaba pasar la mentira porque ya no volvería a verme, y no le importaría quedarse con aquella duda, mientras la mentira no se prolongase mucho más. Mentira que ella seguro ya conocía.

 

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John Constable (East Bergholt, Suffolk, Inglaterra, 11 de junio de 1776 - 31 de marzo de 1837) fue un pintor inglés especializado en paisajes. El tema preferido de sus obras fue la región de Suffolk, más concretamente el Valle de Dedham, por ello dicha área es conocida como «el país de Constable». Su obra más famosa es El carro de heno (1821).

Exlibris​ o ex libris (locución latina que significa, literalmente, «de entre los libros») es una marca de propiedad que normalmente consiste en una estampa (grabado), una etiqueta o un sello que suele colocarse en el reverso de la cubierta o tapa de un libro o en su primera hoja en blanco (por ejemplo, en la página del título), y que contiene el nombre del dueño del ejemplar o de la biblioteca propietaria. El nombre del poseedor va precedido usualmente de la expresión latina ex libris (o también, frecuentemente, ex bibliotheca o e-libris), aunque se pueden encontrar variantes (por ejemplo, «soy de...» o similares).

 

 

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