VENDIMIA - Capítulo 31

 Capítulo 31 — En un mundo de mentirosos


La cena comenzó a eso de las ocho y media. Habíamos hecho un solomillo de cerdo con verduras de acompañamiento y unas patatas asadas. Servimos en cada una de las copas uno de los vinos que la finca producía, a recomendación de la señora. Los hombres que aparecieron aquella noche no eran los mismos de la última reunión, y el cambio sin duda fue para mejor porque fueron educados con el servicio y agradecieron la comida sin alternar whiskys entre plato y plato. Cuando les servimos el café después de la cena se notaba que estaban en plena disertación sobre economía porque apenas entendí una palabra de lo que decían. Yo interrumpí la charla con el sonido de las tazas de porcelana sobre la mesa, y vertí en ellas lo que me fueron reclamando. Dos de los hombres tomaron café solo. Uno de ellos con leche, y la Señora tan solo un manchado, con un terrón de azúcar. Me regaló una mirada muy cándida cuando le acerqué la taza sobre su platito con el extremo de mis dedos. Yo le sonreí de vuelta y regresé a la cocina hasta que me reclamasen para pedir más café o para recoger la mesa, lo que antes sucediese. 

—Odio las conversaciones sobre dinero. —Dije mientras dejaba la bandeja sobre la mesa. Ramona se acercó la tetera y se sirvió un poco del café que había dentro y había sobrado sobre una pequeña tacita. La mayoría de los trabajadores se habían marchado de la cocina ya porque o bien habían cenado, o no estaban ya de servicio. Solo quedamos María, Belmont, Ramona, Maurice y yo. La cena se había alargado y parecía que aquellos señores no querían marcharse. 

—Son las conversaciones más interesantes. —Rió Belmont divertido pero yo arrugué la nariz. 

—Supongo. Pero a mí no me parecen nada estimulantes. Siempre me pongo tensa. No tiene nada de elegante hablar sobre dinero. 

—Al contrario. —Volvió a negar—. Es todo un arte el de negociar, manteniendo las apariencias y disimulando al monstruo de la avaricia que lucha por revolverse a través de las palabras. 

—Tal vez sea eso. Ni tengo paciencia ni ansias por la avaricia. 

—Tal vez seas joven. —Se encogió de hombros, y yo no tuve argumentos para negárselo así que imité su gesto y le quité hierro al asunto. 

—Tal vez deberías preparar más café. —Miré a Ramona—. No sé si se tomarán otra taza pero no tienen intención de marcharse pronto. Parecen bien entretenidos. 

—Parecían a punto de sacar las cartas y jugar una partida —Me preguntó María.

—Parece más ese momento en que de una conversación profesional se pasa a hablar sobre uno mismo y a contar anécdotas de la infancia. ¡Doy gracias que no les he servido una sola copa de licor, o podrían haber empezado hace horas!

—Déjalos hablar. Eso no hace daño. —Rió Maurice y yo asentí, sentándome a su lado y apoyándome en su hombro, para descansar la tensión de mi propia espalda. 

—Que los tratos importantes tengan que hacerse así de velados, escondidos bajo una cena elegante y una conversación divertida. Cuatro horas, para firmar un acuerdo que puede pactarse en menos de veinte minutos. 

—Es una forma de quitarle importancia al asunto, de entablar una amistad con la persona al otro lado del contrato. —Dijo Belmont—. Es la manera que conocemos los humanos de llegar a acuerdos, desde siempre, con una comida sabrosa, con un poco de licor para destensar el asunto y con unas risas que relajen el ambiente. Seguro que a ninguno de ellos les apetece pasar por esto, y perder una noche que bien podrían estar con sus familias o amigos. Pero así son esta clase de convencionalidades. Claro que el acuerdo es lo más importante, pero abrirles las puertas de tu casa a tus clientes y ofrecerles una buena cena es una forma muy elegante y hogareña de abrirles los brazos. Y también podemos extrapolarlo al contrato. Es una forma de extenderles el acuerdo y mostrarles una sonrisa. 

—Es todo una forma de aparentar. —Continuó Ramona—. Así es como se hacen las cosas. Firmar un acuerdo en un despacho sin conocer de forma más cercana a la otra persona… es muy frío. Y siempre deja un regusto de intranquilidad y desconfianza. ¿No lo crees así? —Me preguntó—. Las personas a veces tenemos que vernos cara a cara, para poder confiar. La palabra de una persona a veces vale más que los papeles. 

—Cada vez menos. —Dijo Belmont con un mohín—. Pero así es. 

—Supongo que así es. —Dije yo con desgana y cerrando los ojos, abrazada al brazo de Maurice—. En un mundo de mentirosos, el sincero es el que siempre pierde. 

Cuando los hombres se fueron, María y yo los despedimos con una inclinación de cabeza, la una al lado de la otra a la entrada del salón. La Señora los acompañó hasta la puerta y cuando desaparecieron de ella María y yo recogimos la mesa. Cosette debería haber ocupado su lugar pero se encontraba indispuesta y María estuvo de ánimo para sustituirla. De seguro Cosette se encontraba en buen estado pero no quería repetir la desagradable experiencia que vivió en la última reunión que tuvo la señora. El cambio fue de mi agrado porque María era ordenada y tajante con sus órdenes. Tenía experiencia sirviendo una mesa, y antes de cada aparición en el salón me aconsejaba con dulzura. 

—El vino siempre se sirve desde la derecha del comensal. Y no sobrepases la mitad de la copa. Rellénala de vez en cuando, si la ves vacía. Pero solo hasta la mitad. Si piden otro vino, entonces también tenemos que cambiar las copas. ¿Entendiste? Los platos que han de retirarse, se retiran desde la derecha del comensal, pero los platos nuevos se ponen desde la izquierda. El pan de cada comensal es el que se coloca a la izquierda de este. Procura poner cubiertos específicos si colocas una ensalada o salsas. Que los comensales no tengan que usar sus propios cubiertos para coger salsa o remover una ensalada…

Ante una mirada de curiosidad que le lancé, ella satisfizo mi ansia.

—Antes de trabajar aquí solía servir mesas en el restaurante de un hotel de lujo. Soy esbelta, les gustó como me desenvolvía entre las mesas. Allí me enseñaron cierto protocolo de etiqueta para servir en el comedor. 

—¿Y con eso, como es que no estás siendo tú quien sirva a la Señora de continuo? Tú deberías hacer de doncella. 

—Lo fui un tiempo, hasta que llegó Cosette a la casona hace unos años. Creo que a la Señora le incomoda tanta rigidez de trato, en lo personal. Cuando Cosette se va yo y Agnes nos repartimos el atenderla. 

Sin embargo aquella noche la Señora estuvo radiante y una sonrisa cruzaba siempre su semblante llena de amabilidad y dulzura, como una madre mirando el buen trabajo que hacían sus hijas. Me gustaría pensar que fue por ver que seguíamos, como bien podíamos, un protocolo de etiqueta en aquella cena que nada tenía que ver con un restaurante de cinco estrellas. Tal vez solo estaba contenta de cerrar un trato comercial o puede que fuera el vino, que le sentó de maravilla. Pero siempre me hace ilusión pensar que con mi trabajo colaboré a mejorar su ánimo. 

—Los clientes se han quedado encantados con la cena. —Nos dijo a María y a mí mientras recogíamos en una bandeja todas las tazas de café y copas de vino vacías—. Informad en la cocina. Los platos estaban deliciosos. 

—Así lo haremos. —Asintió con una mirada baja María, levemente sonrojada por el alago, que aunque con algo de rigidez, había sido como un abrazo después de un largo esfuerzo.

—Cuando termines con tus labores en la cocina, sube a mi despacho. —Me dijo a mí con la misma entonación y yo asentí con resignación. 

Una vez en la cocina, con la mesa del salón recogida y limpia, María me quitó un trapo de las manos y yo me limpié la humedad de las manos con el mandil. 

—Ve, sube. —Me dijo—. Ramona y yo nos ocupamos del resto aquí. 

Maurice y Belmont ya se habían ido a acostar y yo estaba agotada y con las rodillas temblorosas después de la presencia de aquellos hombres en la casona. Después de largas horas de tensión y de escuchar una conversación llena de risotadas desde el salón solo deseaba meterme en la cama y acostarme. Cerrar los ojos y fundirme con las sábanas. Solo de pensarlo todo mi cuerpo clamaba por el calor de las mantas. 

Cuando llegué al despacho de la Señora lo encontré vacío y a oscuras, pero desde su dormitorio salía una rendija de luz amarillenta. Resoplé y llamé varias veces antes de que ella contestase, debía estar en el baño. 

—Adelante. —Dijo ella y yo entré, para seguir el sonido de su voz hasta el baño. La encontré envuelta en una bata de seda azul oscura sentada al borde de la bañera. El grifo estaba abierto y manaba todo un torrente de agua dentro de la cerámica. En el fondo de ella burbujeaba una espuma rosácea. Todo el baño olía a sales con aroma a fresas. Del agua ascendía una neblina de vaho que caldeaba el baño con una temperatura agradable. Ella se inclinó sobre el borde de la bañera y hundió su mano dentro del agua, para removerla con los dedos y probablemente tomarle la temperatura. 

—No estaba en su despacho, así que…

—Llamarte a mi despacho es mucho más elegante. —Dijo con media sonrisa—. Voy a darme un baño. Tengo los hombros tensos. 

—Me imagino. —Dije yo con media sonrisa—. Nosotros en la cocina también hemos estado tensos. 

—¿Quieres meterte conmigo? —Me preguntó y yo di un respingo llena de apocamiento. 

—No. —Negué en rotundo y ella se limitó a encogerse de hombros y desembarazarse del albornoz. Me apresuré a sujetarla por un brazo para que entrase más fácilmente en la pica y se sentó soltando un resoplido. Yo recogí la bata y la doblé, para llevarla de  nuevo al dormitorio. Ella no había sacado ni un pijama ni se había acercado el albornoz, por lo que comencé a prepararlo todo sobre el borde de la cama. Ella cerró el grifo y comenzó a tararear, como si el silencio que se hubiera establecido le resultase extraño. Lo único que se oían eran mis pasos yendo de un lado a otro dentro del dormitorio. Entrando y saliendo del baño de vez en cuando. 

En una de estas me extendió una esponja llena de espuma. Yo me senté al borde de la bañera y comencé a enjabonarle el brazo y después la espalda. Sabía que lo único que deseaba es que la tocase así que le masajeé los hombros y las manos. Estuvimos así al menos diez minutos y cuando me sugirió que le masajease las piernas me incorporé y le advertí que llevaba ya mucho tiempo en la bañera y era tarde. Ella cazó la indirecta con precisión y se incorporó exigiéndome con una mano que le acercase el albornoz. 

Después de acompañarla a la cama ordené el baño y limpié la bañera de los restos de espuma que habían quedado. Los brazos me fallaban y las piernas me temblaban. Tenía el cuerpo molido y cuando salí del baño esperando que la Señora se hubiera dormido estaba esperándome con la mirada asesina de un jaguar. Yo temblé de pies a cabeza. Me pidió que me acercase con el gesto de una mano y yo la obedecí, hincando las rodillas al pie de la cama y posando mis manos sobe el colchón, suplicante. Ella se tumbó sobre el almohadón y me observó desde allí unos instantes. Me extendió la mano y lo ya estreché entre las dos mías. Jugué unos segundos con sus dedos y ella me devolvió el gesto con dulzura. Después su mano se dirigió a mi rostro, acarició mis facciones como si estuviese pintándome el rostro. Después me sostuvo la barbilla y me condujo hacia ella. Me besó, tiernamente y yo solté una bocanada de aire por la nariz, cálida, que se entremezcló con su aliento. Sentí sus pestañas sobre mis mejillas cosquillearme la piel. 

Cuando nos separamos ella se hizo a un lado en la cama, apartando las sábanas para dejarme entrar a su lado pero yo negué con el rostro. Eso pareció sorprenderla. 

—Quédate a dormir conmigo esta noche. —Me pidió. Y yo negué de nuevo. 

—Estoy agotada, y no quiero meterme en un lío. 

—No te meterás en ningún lio. Duerme conmigo, al menos. Quiero abrazarte. 

—Ha sido un día muy largo. —Volví a negarme y me intenté incorporar pero ella me sujetó por la muñeca, con determinación. 

—Por eso mismo. Ven, ven a mi lado. 

—En otro momento. —Sentencié y me solté de su mano con una expresión agria. Ella pareció más sorprendida que ofendida y resoplando me dejó marchar, llena de vergüenza y pánico. 

Una vez fuera sin pensarlo me encaminé hasta las habitaciones y una vez allí comencé a pensar en lo que había hecho. Le di vueltas hasta que la mente se me llenó de ella y lo que más me asustó fue pensar en la idea de haber estado yo en su lugar. Si le hubiera suplicado como ella había hecho conmigo y me hubiera rechazado. Me aterró la idea de que ella tuviese tanto orgullo como podría tener yo, incluso que tomase a mal mi negativa. Pero mañana sería otro día, pensé, no tan cansado. 

Estaba equivocada. Cuando me desperté lo hice llena de dolores e incomodidad. Con sofocos y nauseas. Aún faltaban veinte minutos para que sonase mi despertador y en eso que quise darme la vuelta en la cama sentí mis muslos y mi ingle humedecidas con una textura caliente y viscosa. Hundí mis dedos en mi entrepierna y cuando los saqué de las sábanas y los mostré a la luz de la luna los descubrí oscuros, como si estuviesen húmedos de sangre. Solté un resoplido y me incorporé, aturdida y con un sudor frío recorriéndome la espina dorsal. Una vez sentada con la espalda en el cabecero de la cama retiré de mis piernas las mantas para descubrir una pequeña mancha de sangre.

Cargándome de paciencia me levanté como bien pude y me quité el pijama. Me sequé como pude la entrepierna con las sábanas y me puse una camisa encima. Sin nada más. Cargué con las sábanas manchadas hasta el patio y las lancé a la pica para meterme sobre ellas y lavarme la vulva, la ingle y las piernas. Rezaba para que nadie saliese pero por desgracia Ramona apareció por el pasillo de la habitación, alarmada por el sonido del agua cayendo a plomo sobre la pica. Yo me cubrí como pude con la camisa que había traído conmigo y a ella no le hizo falta más. Me trajo una toalla y me escondí en mi habitación para cambiarme mientras ella lavaba mis sábanas. Cuando salí le ayudé a aclararlas y tenderlas, junto con unos manteles que había allí colgados. Aún no había amanecido y se nos hizo muy difícil asegurarnos de que las manchas de sangre habían desaparecido pero una vez amanecía, volví a salir al patio para echarles un ojo. Estaban bien limpias. 

Después de la hora de comer, tras haber ayudado en la cocina, en el huerto y haber servido a la señora, me sentí completamente exhausta. Durante mis dos horas de descanso no pude levantarme del banco de la cocina. Me preparé una infusión de cúrcuma con canela y me calentaron una bolsa de agua caliente que me puse sobre el vientre. Me había tomado un antiinflamatorio antes de comer pero aun no me había hecho efecto. Con la cabeza apoyada sobre la mesa y las manos sujetando la bolsa sobre mis piernas fui objeto de preocupación durante un rato. Luego comenzaron a ignorarme. Yo casi que lo preferí, porque ni tenía ánimos de ir hasta mi dormitorio ni ganas de hablar con nadie. Me quedé allí las dos horas que duró mi descanso y cuando terminó, algo más animada, me puse en pie y me paseé por la finca en busca de algo que hacer, con objeto de distraerme. Recogí las sábanas que ya se habían secado y las doblé. Rehíce mi cama y recogí los manteles que también estaban secos, y los guardé en un cajón de la cocina. Regué los limoneros y recogí algunos que se habían caído al suelo. Todos estaban podridos o llenos de insectos, así que los dejé donde estaban y recogí algunos bien maduros que colgaban de las ramas. Los lleve a la cocina y los exprimí. Los junté con varios cubitos de hielo, azúcar y hierbabuena en una jarra y le serví un vaso de limonada a Belmont que estaba trabajando en la choza y otro a Maurice que limpiaba de malas hierbas la parte delantera de la casona. 

Después de la hora de la cena cuando todo el mundo ya estaba parlamentado casi por obligación en la sobremesa la Señora me hizo llamar a su despacho. Muchos de los que estaban en la cocina aprovecharon mi salida para excusarse y marcharse a sus dormitorios y dormir hasta el día siguiente. Yo me conduje directa al dormitorio de la señora, porque sabía que no me había hecho llamar sino para que la acostase. Ya estaba desvistiéndose cuando llegué y mientras ella se quietaba prenda por prenda yo la iba guardando en el armario, a no ser que ella especificase que era ropa para lavar. Se quitó todo, incluso la ropa interior y se cubrió con la bata azul. Después se sentó en el borde de la cama y me esperó, hasta que volviese a su habitación después de haber llevado la ropa para lavar al cesto de la ropa sucia y los zapatos a la cocina, para limpiarlos al día siguiente. Estaban llenos de polvo y la suela con piedrecitas de la grava de afuera. 

Cuando regresé al dormitorio ella estaba tal como la había dejado, pero había apagado las luces a excepción de la pequeña lamparita de su mesilla. Con esa luz ella parecía mucho más exótica y mientras que yo terminé por deshacer la cama para que ella entrase, la Señora no se movió un solo milímetro. Me dificultaba la apertura de las sábanas y aquello terminó por hacerme entrar en razón. Me separé de ella y la despedí con una inclinación de cabeza. Pero volvió a cogerme de la muñeca, como la noche anterior. 

—¿Me rechazarás dos veces?

—Aún no te he rechazado. —Dije, y solté una risa—. “Me negaréis tres veces” —Repetí con un tono apocalíptico. Ella rió también, pero con una mueca más seria que la mía. 

—Si no estás de ánimo, está bien. —Dijo—. Pero no me digas que es un error. En esta casa gobierno yo, y a mí no me parece una equivocación. 

—No quiero causar problemas. —Dije, pero me dejé arrastrar por ella y me puse de pie con mis piernas rozando sus rodillas—. Bastantes he causado ya. 

—Si no causases problemas, no serías tan atractiva. 

Aquellas palabras me dejaron pensativa unos instantes, y me hubiera gustado que mis padres o mis antiguos amigos las hubiesen oído pronunciar con tanto aplomo. Tal vez aun así no las hubiesen entendido, pero a mí me parecieron muy agradables al oído. La Señora se entretuvo, durante mis cavilaciones, en deshacer el nudo del delantal y dejarlo caer a un lado en el suelo. Después se inclinó y a través del borde del vestido sujetó mis piernas y ascendió con sus manos hasta los muslos. Yo la detuve ahí pero ella se vio contrariada. 

—Tengo el periodo. —Musité pero no pareció importarle lo más mínimo. Con una de sus manos llegó hasta mi ropa interior para despegarla de mi piel y con la otra metió de golpe dos de sus dedos dentro de mi vagina. Yo di un respingo y abrí las piernas como reflejo. Meneó los dedos dentro de mí, haciendo que todo mi tronco se moviese con el gesto y me miró directamente a los ojos.

—¿Te duele?

—No mucho. —Musité, con el ceño frunció y las manos sujetando el bajo de mi vestido. Con su pulgar rozó mi clítoris y mis rodillas temblaron. 

—¿No crees que la sangre tiene un sentido muy erótico? 

—Ese es un pensamiento muy macabro. —Dije, con la respiración entrecortada y entrecerrando un ojo, por la molestia de sus dedos dentro de mí. Cuando los sacó me dejó una extraña sensación de vacío dentro, que clamaba por volverlos a tragar. La Señora se quedo mirando sus dos dedos ensangrentados igual que yo había hecho esa misma mañana con los míos. Restregó su pulgar sobre las yemas de ellos como si comprobase la textura o el color. Yo sustituí el espacio que habían tendido sus dedos dentro de mí con los míos propios y comencé  a moverlos como ella había hecho. Disfrutó largo rato de esa escena que tenía delante de ella y procuró no limpiarse los dedos con nada. La sangre comenzaba a secarse entre sus uñas. Para provocarme se desabrochó la bata y con las piernas abiertas se introdujo sus dedos manchados de mi sangre dentro de ella. 

Tardé poco en que me fallasen las piernas y me senté sobre ella. Al rato intercambiamos las manos y después nos tumbamos para frotar nuestras entrepiernas. En un momento todo se llenó de sangre. Su bata, sus sábanas, mi vestido y su almohadón. Tras una hora de sexo nos quedamos dormidas, yo con el vestido puesto y ella con el cuerpo manchado de sangre. 

Cuando desperté al día siguiente el susto fue peor incluso que la primera vez. La sangre se había secado allí donde se había depositado y no me quedó más remedio que despertarla y pedirle que me ayudase a quitar las sábanas. Aún no había amanecido y pensé que podría lavarlas en la pica, pero el día anterior ya me descubrieron, y era demasiado arriesgado jugármela de nuevo. Lavé las sábanas en la bañera de la señora, así como mi vestido y el albornoz. Cambié mi compresa y me di allí mismo una ducha con la señora. Rápida, con el agua templada y con mis mejías ardiendo. Cuando bajé me cambié el vestido y me puse el mandil del día anterior. Despeinada y con el susto aún en la cara tendí las sábanas de la Señora a toda prisa y me escondí en mi cuarto hasta que sonase mi despertador. 

Cuando salí para preparar el desayuno de la Señora y también incorporarme a los comensales que devoraban las tostadas con huevos fritos, Ramona le preguntó a María:

—¿Cuándo hiciste la colada de la ropa de cama de la señora? 

—¿El qué? —Preguntó esta, aún dormida. 

—En el patio, están tendías las sábanas de la señora. Anoche no estaban cuando me fui a la cama. 

Ambas se miraron la una a la otra con la misma expresión de pasmo. Si no intervenía en ese mismo instante acabarían pillándome de cualquier manera y entonces no habría salida. 

—Yo las lavé, a primera hora. 

—¿Por qué hiciste eso?

—Anoche, cuando fui a acostar a la Señora se le cayó un bote de crema sobre las sábanas. Me pidió que las cambiase. Las he lavado hace un rato. 

—¡Que torpe es! —Se quejó María—. Se las cambié yo hace dos días. 

—Sí. —Asentí, pero Ramona no me quitó el ojo de encima. Tragué en seco y cuando pasó por mi lado para servir sobre la bandeja del desayuno de la Señora el café en taza yo le sonreí como una bobalicona. No me había creído, pero tampoco me pediría explicaciones. 

—Ayer tus sábanas, hoy las de la señora. No gastamos para detergente. —Dijo con malicia, pero en un susurro que solo yo pudiese oír. 

—Sí. —Asentí—. Es una auténtica desgracia. 

—En un mundo de mentirosos… —Musitó ella, con el ceño fruncido y una maquiavélica sonrisa. Yo salí espantada de la cocina con la bandeja temblando en mis manos. 

 


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