VENDIMIA - Capítulo 30

Capítulo 30 — Qué crueldad

 

—Cada vez hace peor tiempo. —Me dijo como forma de saludo Alejandro, desde lejos, saludándome con una mano en movimiento.

De nuevos nos reunimos aquel miércoles en los poyos donde solíamos quedar. La vista se había vuelto diferente en comparación con la primera vez que estuve allí. El color verdoso del paisaje se sustituía poco a poco por un ocre aun con tonalidades de vida en él. Parecía que había sido ayer cuando pisaba aquellas tierras, y en verdad habían pasado más de dos meses. Incluso el paisaje reflejaba ese tiempo transcurrido.

—Es normal. —Dije, sentándome a su lado en vez de frente a él. Él se sorprendió de aquel cambio y yo saqué varios cigarrillos del bolsillo del delantal. Fumamos en silencio unos segundos observando el paisaje y sus peculiares cambios.

—He venido a despedirme. —Me dijo con toda naturalidad. Yo asentí, sabiendo que pocas otras ocasiones tendríamos para hablar—. El domingo recogemos nuestras cosas y el lunes a primera hora partimos.

—Ya lo imaginaba. —Dije, con media sonrisa triste—. Hemos intercambiado direcciones. Espero que me escribas.

—Te escribiré. —Dijo con tal certeza que supe que no dejaría pasar la oportunidad para hacerlo. Yo sin embargo estaba algo más temerosa. Él sabía a dónde iba, pero yo ni siquiera estaba segura aún de si me quedaría allí. Después de lo ocurrido con la señora, mis ganas de marcharme habían disminuido considerablemente. Pero aun así, la idea de quedarme me espantaba.

—Eso espero.

—¿Tú te quedas aquí? Supongo que te marcharás, como se ha acabado la temporada…

—Aun no lo sé. —Dije, y él pareció algo confundido.

—¿Cómo es eso? Creí que me dijiste que era un trabajo temporal, por la época de la vendimia.

—Y así era. Pero la Señora me ha ofrecido quedarme todo el año. —Cuando lo pronuncié en alto me sonó incluso más liviano de lo que sonaba en mi interior. Alejandro pareció reflexionar sobre ello e incluso dejó escapar una mirada esperanza.

—Si te quedas todo un año tal vez volvamos a vernos el año que viene.

—Supongo. —Dije, no muy convencida—. Aun tengo que pensarlo.

—¿Pensarlo? —Preguntó—. ¿No te hace feliz este trabajo?

—No demasiado. —Dije, aunque reflexioné—. Tiene sus cosas buenas, claro está. Pero las cosas malas son desquiciantes. No estoy hecha para un trabajo como este. —Él asintió, y parecía llegar a entenderme, pero yo fruncí el ceño en su dirección—. Igual que tampoco creo que el trabajo de recolector sea algo que te pegue a ti.

—¿No lo crees? —Me preguntó, con una sonrisa pícara—. ¿Acaso cada persona está destinada a realizar un trabajo concreto? ¿Todos tenemos un papel que representar en la vida? ¿Acaso no puedo hacer lo que me venga en gana, así como optar por las oportunidades que me van saliendo sin encasillarme en un trabajo fijo?

—Solo quiero decir, que yo esperaría algo más de ti que esto… —Mis palabras no le sentaron del todo bien.

—Alguien tiene que recolectar las uvas que otros beben. Alguien tiene que recolectar las olivas que otros comen. Creo que soy tan capaz de hacerlo como cualquiera.

—Tal vez. —Dije, bajando la mirada con una expresión de disgusto. No deseaba enfadarle así que me limité a permanecer en silencio un rato. Cuando tiró la colilla de su cigarrillo al suelo se volvió a mí, con una expresión conciliadora.

—Este trabajo no me hace infeliz. Y el sueldo es bueno. —Suspiró—. Tal vez mi problema en la vida sea la falta de aspiraciones. Me gusta el trabajo duro, me gusta la sensación de mi cuerpo fatigado. Y con esto soy feliz. No es un trabajo para cualquiera. Y eso me hace sentir orgulloso. Deberías limitarte a buscar un trabajo que te haga feliz y sentir orgullo de ti misma, aunque sea difícil encontrarlo. —Me señaló el delantal—. Si no te hace feliz, déjalo ya. Pero el trabajo ideal no existe. Todo tiene sus pros, y sus contras. Tampoco podemos limitarnos a dejar pasar oportunidades sin más, solo porque parezcan lejanas a nuestro ideal…

—¿A dónde irás después de que te vayas de Alsace?

—Pasaré una semana en España, con mi familia. Y después partiré a Italia, para la temporada de recolección de olivas. Ya me esperan, como el año pasado. ¿Y tú? Si decides marchar…

—A mi casa en Dijon, con mi familia. —Suspiré—. Aunque no sé qué es peor. Tal vez vaya a ver a un viejo amigo a Holanda.

—¡Wow! Holanda, eso queda tan lejos… —Meditó—. Bueno, no tanto... ¿Y qué harás en Holanda?

—Pintar, supongo.

—Ah, cierto, que eras pintora. —Se rió entre dientes—. Nunca me has hecho un retrato. —Se quejó, aunque para mi sorpresa yo deseé hacérselo.

—¡No te muevas de aquí! —Dije y partí hacia la casona. En menos de diez minutos regresé con las acuarelas y varios papeles en blanco. Le pedí que se bajase del poyo y se sentase con la espalda apoyada en este. Le pedí varias poses y cuando capté la forma en que yo le recordaría siempre, le supliqué que no se moviese. Le hice tres bocetos y en uno de ellos añadí más detalles que en los anteriores. Las sombras se profundizaron y su rostro quedó mucho más definido. Este fue el único que firmé y se lo entregué con una mezcla de miedo por la opinión que tendría de mi dibujo y de felicidad por haber podido quedarme con al menos dos bocetos de él. Ya me imaginaba de aquí a unos años haciendo una serie de cuadros inspirados en aquel verano del 83. Hasta el día de hoy no he hecho nada parecido.

—¡Vaya! —Dijo al verlo. Se quedó largo tiempo mirándose a sí mismo en el dibujo y parecía incluso que no se reconocía en él—. Me has hecho más guapo de lo que soy…

—¡Qué va! —Sonreí—. Solo plasmo lo que veo. Nada más.

—¿Me lo quedo?

—Puedes quedártelo y hacer con él lo que te venga en gana.

—¡Gracias! —Pareció por un momento un niño pequeño al que le han regalado un juguete muy preciado.

Durante todo el tiempo que nos quedamos allí hablando y riendo se preocupó además en no estropear el dibujo, en no mancharlo o doblarlo de manera que se dañase el papel. Era un papel bastante grueso y aunque soplase un poco de viento no lo doblaría fácilmente.

—No te lo he preguntado hasta ahora. —Dijo—. ¿Tienes pareja?

—No, no tengo pareja. ¿Tú?

—Sí, tengo novia. —Dijo, a lo que yo sentí una cierta punzada de celos, a la par que me consolaba pensando que una mujer muy afortunada tenía la oportunidad de vivir con él—. Pero es una relación complicada porque como ya ves, estoy casi medio año fuera del hogar. Por suerte, ambos somos muy despegados y podemos hacer vida lejos el uno del otro. No somos celosos, aunque a veces me preocupa que todo este tiempo separados nos pase factura. La llamo a veces, y nos escribiros a menudo.

—¿De qué trabaja?

—Es veterinaria. Trabaja en una clínica allí en mi ciudad. Nuestros padres son conocidos, así entablamos amistad hace años.

—Ya veo. —Dije, meditabunda—. Es algo que no me habías preguntado hasta ahora. ¿Por qué? ¿No sentías curiosidad?

—Sí, pero pensé que no necesitaba saberlo. Sin embargo, en este momento me ha ganado la curiosidad. Tú tampoco me lo preguntaste.

—Supuse que si querías decírmelo, siempre habías sido libre de hacerlo. Aunque no es algo que necesitase realmente saber.  —Él asintió, dándome la razón—. Tener o no pareja, no nos define. No considero que tener pareja te ligue a esa persona de manera que sea tu segundo nombre en una presentación, o una especie de alegría que debas mencionar antes de ir a un restaurante. Somos personas separadas, que tienen vidas diferentes, y al igual que la relación sentimental se establece bajo diferentes enlaces y uniones de nexos comunes, así se crean el resto de relaciones sociales que mantenemos. Unas con más cercanía, otras con más intimidad, otras con más pasión o algunas solamente con conexiones de intelectualidad. La diferencia está en que algunas veces decidimos cortar esos lazos comunes y otras no. Las relaciones que tienen intimidad física las llamamos amor y las que solo tienen diversión las llamamos amistad. Qué crueldad.

—¿Y esos lazos se pueden tender o nacen sin más?

—Pueden tenderse y nacer de la nada. Igual que a veces se rompen y otras los rompemos. Siempre son más fuertes los lazos que nacen por ambos extremos y mantenemos firmes para que perduren.

—¿Qué lazos nos unen a nosotros dos?

—La amistad, la intelectualidad y la soledad. A partir de hoy también el recuerdo y el cariño.

Cuando llegó el momento de despedirnos volvió a prometerme que me escribiría a Dijon y yo le pedí que no se olvidase de su promesa. Nos dimos un fuerte abrazo del que no quisimos despegarnos y mientras apoyaba mi cabeza en su clavícula miraba directamente la cicatriz que tenía sobre el cuello. Si nos hubiese unido también el lazo de la sensualidad le habría dado un beso allí, pero me pareció que aquella piel no me pertenecía y dejé pasar la oportunidad. Él sin embargo tendió aquel puente y me besó repetidas veces la frente. Me acunó unos instantes en sus brazos y nos despedimos sin cruzar miradas al alejarnos.

Una vez en la casona pasé por delante del porche donde María y Ana tendían unas sábanas y Cosette se daba un baño. Pasé de largo y me conduje por debajo del balcón de la Señora hasta doblar la esquina y encontrar a Maurice y Ramona hurgando en el huerto. Estaban sembrando unas acelgas y ya habían terminado de plantar cebollas y rábanos.

—¿Necesitáis ayuda? —Pregunté a lo que me señalaron un cesto lleno de lechugas.

—Lleva eso adentro. —Contestó Ramona—. Estamos ya terminado.

Ya se les había pasado el enfado de los días anteriores y como al final tenían la cabeza llena de tareas en pocas horas parecían olvidar lo que había pasado. Nos volvían a hablar con naturalidad, pues al final éramos trabajadoras como ella y no había otro remedio que seguir con la rutina diaria. Cuando entré dentro de la cocina me sorprendió Belmont pelando un melocotón para comérselo. Se volvió a mí con una sonrisa y cuando dejé la cesta de las lechugas en el suelo me senté a su lado y le quité una de las rebanadas del melocotón que estaba cortando para sí. Me lo llevé a la boca y él me sonrió paternalmente. El bigote que tenía sobre los labios estaba parcialmente canoso pero mostró una expresión tan dulce que rejuveneció veinte años.

—Luego desmontaré el caballete que tengo en el cuarto y regresaré los maderos al chamizo.

—No es necesario que lo hagas. Déjamelo tal cual. —Yo le miré frunciendo el ceño—. Hiciste un buen trabajo y tal vez lo quieras para el año que viene…

—No sé si volveré el año que viene. —Reconocí a lo que él no pareció sorprendido de mi confesión.

—Entonces tal vez venga algún otro artista y quiera aprovecharlo. Tú no lo desmontes.

—Bien.

Ramona y Maurice entraron en la cocina cargados de cestas vacías. Las dejaron por ahí y mientras Maurice se sentaba con estruendo a mi lado y le quitaba otro trozo de melocotón a Belmont, recibiendo de este un resoplido ofendido, Ramona comenzó a escoger y limpiar las lechugas.

—La Señora recibirá visita esta noche. Tiene una cena con los representantes de la fábrica que embotella el mosto.

—Bien. —Dije, a lo que me levanté de la mesa. Eso significaba que deseaba ayuda de inmediato para preparar la cena.

—Ya se acaba la temporada… —Suspiró Ramona y con ese tono bien podía haber dicho que se acababa el año, o que se acababa la jornada laboral.

 


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