VENDIMIA - Capítulo 22
Capítulo 22 — Trato hecho
Después de la cena todo se quedó tranquilo en la casa. Ya no se oían las
risas ahogadas por las paredes ni el estruendo de copas y vasos de un lado a
otro. La Señora subió rápidamente al dormitorio y me avisó de que se daría un
baño. Mientras ella se duchaba yo ordené su cuarto como bien pude para que ella
se acostase después. Dejé la ropa de cambio doblada sobre la cama y nada más
aparecer ella le extendí el peine y el secador. Volvió a encerrarse en el baño
y yo me quedé allí de pie, mirando las formas que dibujaban los bordados del
pijama.
Cuando salió se sorprendió de verme allí plantada.
—¿Qué haces aún aquí?
—Desearía hablar con usted. —Le pedí y ella no parecía muy dispuesta a
hablar de nada. Tenía la mirada cansada y los hombros caídos. Sin embargo se
encogió de hombros y mientras se quitaba el albornoz y se ponía el pijama me
pidió que hablase, rápido—. Vio que el hombre tocó a Cosette.
—Sí, lo vi. —Dijo, con naturalidad. Yo me mordí el interior del carrillo.
—Y a mí me quitó el delantal.
—Sí, también vi eso. ¿Te hizo sentir incómoda? —Me preguntó. Su curiosidad
fue más fría que maternal.
—Sí, así es. —Asentí con media sonrisa.
—Muy bien. A mí me hiciste sentir incómoda tú, con tus tonterías. ¿Qué le
hablas a un hombre de marcas de whiskey o de tus gustos en bebidas? Dio la
sensación de que eres una alcohólica. —No me esperaba aquella respuesta y por
un segundo sentí que me quedaba sin aire. Miré a todas partes sin saber qué
decir y a los segundos volvió a despacharme con un gesto de su mano. Comenzaba
a odiar esa forma que tenía de pedir que me largase.
—¿No debió usted decir algo?
—Sí, debí pedir que te callases y te marchases nada más mencionar…
—No. Hablo de lo de Cosette. —Aquello fue el colmo y ella me ignoró. Con un
resoplido de su nariz me dio la espalda y comenzó a abotonarse el pijama.
Estaba a punto de meterse en la cama pero no lo haría, lo sabía, si yo seguía
allí—. No se me dan bien estas cosas. Así que esperaba una explicación por su
parte.
—¿Qué no se te da bien?
—Fingir que soy inferior. Que estoy por debajo, en la escala social o como
quiera usted llamarlo. Agachar la cabeza y dejarme pisotear. Esa no soy yo.
—No tienes que fingir. —Dijo, arrugando la nariz—. Eres inferior. —Yo me
quedé helada unos segundos allí parada, pero como no continuó deduje que no
tenía nada más que decir al respecto. Creyó haberlo dejado claro pero como yo
no me moví se vio obligada a insistir—. Frente a esos hombres no eres mejor que
un chucho. Les debo mucho y si quieren acariciarte o darte las migas de la
cena, tú aceptas con una sonrisa y mueves el rabo. ¿Entendido?
—No puede estar hablando en serio. —Murmuré, y dudé que realmente me
hubiese oído. Tal vez hizo oídos sordos. Ella acabó suspirando, tal vez algo
avergonzada de lo que había dicho y se volvió a mí con media sonrisa
conciliadora.
—Vivimos en un mundo de hombres y cuando son ellos los que tienen el dinero
y el poder, no se puede hacer nada más que agachar la cabeza y asentir. En tu
situación, yo no haría otra cosa.
—Ese será su mundo. —Dije, frunciendo el ceño—. En mi mundo solo gobierno
yo. Y si no deseo agachar la cabeza, sé que recibiré pisotones, pero no me importa.
Se vive bien con la fortuna de un hombre muerto, ¿verdad? —Ella me miró
suspicaz—. Con esos aires de gran dama. No creo que usted haya ganado nunca
nada por sí misma. —Miré hacia mis pies—. Ya no le tengo respeto. Solo me da
pena. —Creo que no fueron tanto mis palabras como mi tono lo que le hizo dar un
respingo. Ella avanzó un paso, y yo ya estaba preparada para que me golpease de
nuevo. Quería, en el fondo, provocarla para que me volviese a golpear y sin
embargo no lo hizo. Me cogió de un brazo y me arrastró fuera del dormitorio.
Cerró al soltarme y yo me quedé allí plantada, mirando la puerta con una
expresión turbada.
…
Por suerte, mis palabras cayeron en saco roto. Digo suerte porque no me
reprendió al día siguiente ni tampoco creo que hubiera podido ponerme más
tareas de las que ya tenía asignadas. Se limitó a ignorarme como de costumbre y
a hablarme con ese tono de superioridad que estaba aprendiendo a odiar. Aunque
en el fondo he de reconocer que me hubiera gustado ver signos de cambio en ella,
a causa de mis palabras. Mi orgullo no me permitía pensar que estaba equivocada
en cuanto a lo que había dicho porque había defendido mis ideas y mis valores
delante de ella. Pero a veces me recordaba a mi misma que aquello no era mi
casa, ni mi ciudad, y que estaba trabajando para alguien más al que debía tener
en alta estima. Me engañaba pensando que los sentimientos que había tenido por
ella permanecerían ahí, conmigo, impasibles. Pero su comportamiento me
decepcionaba día a día y mis sentimientos se estancaban y anegaban como un agua
mal drenada. Casi agradecí aquello porque, ¿qué hubiera hecho si mis
sentimientos se hubiesen intensificado? No era capaz ya de ver más allá de su
mal carácter y sus esfuerzos por ignorarme.
Sin embargo todas las tareas que tenía por realizar no me dejaban el tiempo
suficiente como para pensar en ello con detenimiento. El jueves a primera hora
cuando la Señora se había ido al pueblo con el coche aprovechamos María y yo y
limpiamos su despacho. Al contrario que los dormitorios, el despacho de la
Señora solo lo limpiábamos una vez a la semana porque cuando ella estaba en
casa se pasaba la mayor parte del tiempo allí metida y temíamos desordenar
todos los papeles y documentos que hubiese por las mesas. Ella más o menos acomodaba
la estancia para dejarnos limpiar y nos avisaba de que ya podíamos entrar a
hacerlo.
Mientras que María se limitaba a limpiar las estanterías con libros y los
marcos de los cuadros yo terminé por bordear el escritorio y limpié la mesa por
encima. Así como la lamparita que tenía allí, la silla sobre la que se
recostaba y fregué el suelo. María abrió las ventanas y dejó entrar algo de
brisa que se llevase esa sensación de cerrado que invadía la estancia.
Aprovechó aquello para limpiar también las vidrieras. Después fregué los
pequeños balcones y la balaustrada. Por último mientras yo terminaba por
recolocar de nuevo los muebles que había movido para fregar y los utensilios de
la mesa, María vació la papelera que tenía debajo de la mesa y vertió el contenido
en un cubo de basura mucho más grande que habíamos dejado fuera, en el pasillo.
Ambas salimos del despacho cerrando detrás de nosotras y cogimos el cubo entre
las dos con un asa cada una. No pude evitar quedarme mirando el contenido de la
papelera. Entre papeles rotos, algunos pañuelos de papel y un par de cartuchos
de pluma, había varios trozos de cartulina vistosa, en colores ocres y rojos,
con pinceladas azules.
“…ntura danes…” Alcancé a leer en uno de ellos.
Cuando bajamos las escaleras y nos condujimos a la cocina yo le pedí que me
dejase a mí tirar el contenido a uno de los contenedores que había al lado del
cobertizo. Como ya estábamos en la plata baja podría arrastrar el cubo con las
ruedas así que ella accedió sin decir nada y la distraje pidiéndole que le
preguntase a Ramona si tendría que necesitar ayuda.
Una vez en el exterior, atravesé el huerto y doblé la esquina,
barruntándome una tenebrosa idea. No fue hasta que no llegué al lado del
cobertizo que no me detuve y miré hacia todas partes rezando porque nadie me
fuese a ver. Sería extraño sin duda, que alguno de los trabajadores de la casa
me sorprendiese hurgando en el cubo de la basura, pero no me quedó otro
remedio. Rescaté todos los trozos de papel que correspondiese a aquella
cartulina colorida que había visto arriba. No llegué a encontrar todos los
trozos pero conseguí casi recomponer dos entradas enteras, cada una dividida en
cuatro fragmentos. No quise arriesgarme a recomponerlas allí mismo y me guardé
los trozos velozmente en el bolsillo de mi delantal. Volqué el contenido de la
basura en el contenedor y regresé con el cubo vacío.
En la cocina no había nadie. Ramona estaba recogiendo unas cebollas del
huerto y María había desaparecido. Aproveché ese momento para sentarme en la
mesa de la cocina y sacar los trozos de papel del bolsillo de mi delantal. Me
quemaban allí donde los dejase, incluso en mis manos me herían. La idea que me
barruntaba me estaba empezando a ahogar como si tuviese una soga al cuello y
alguien tirase más y más hasta cortarme el aliento. Creo incluso que lo
contuve, mientras vertía los papeles sobre la mesa y los recomponía más o
menos, para hacerme una idea de lo que eran. O más bien para asegurarme de que
sabía lo que eran: Dos entradas para el 18 de septiembre, en la Exposición de
Pintura Danesa que se cerraba aquel día en Colmar. Recordé haber visto carteles
publicitarios con aquello el domingo anterior. Todo se sedimentó en mi mente y
como si pudiese hacerme una idea general de lo que había ocurrido me llevé una
mano a la frente mientras con la otra volvía a recolectar los trozos y los
vertía en el bolsillo del delantal.
—Mierda. Joder. —Musité para mí. Por eso había pedido que le devolviesen el
coche en domingo. Por eso se enfadó cuando le dije que tenía planes el domingo.
Por eso no me dejó ir. No creía que sus formas de hacerlo fuesen las correctas,
pero al fin había encontrado la causa por la que estaba tan enfadada conmigo.
Había querido llevarme a aquella exposición.
Me pregunté si aquella idea no sería demasiado egocéntrica. Pero no se me
ocurrió nada mejor que lo justificase.
…
Durante el resto del día me planteé seriamente cómo abordar el tema. Lo
primero era decidir si realmente valía la pena arriesgarme y comentárselo a la
Señora o dejarlo pasar. Podía olvidarme de que había encontrado las entradas y
rezar porque la señora me perdonase de alguna manera, o bien podía enseñárselas
y pedirle perdón, pero no sabía cómo aquello podría resultar, dado que lo que
parecería es que había estado hurgando en su basura. Además, ¿y si me estaba
equivocando y aquellas entradas no tenían el significado que yo les había dado?
Metería la pata y quedaría como una estúpida egocéntrica. Cuanto más pensaba en
ello más irreal me resultaba la idea de que hubiese comprado dos entradas, para
ella y para mí, para una exposición de pintura. A la mente me venían todas las
vejaciones que me había estado profiriendo estos últimos días y recordando que
mi lugar era por debajo del escombro que ella pisaba, me daba cuenta de que
solo estaba fantaseando con una idea absurda. Podría haberlas comprado con
cualquier otra excusa. Pero volvía a ver la fecha señalada en las entradas y se
me agujereaba el corazón.
Cuando llegó la hora de la cena Agnes nos informó de que la Señora no
estaría entonces y que llegaría pasadas las once. Yo me sentí algo más calmada
sabiendo que no debía enfrentarla hasta entonces, pero al mismo tiempo deseaba
quitármelo de encima. Lo había pensado detenidamente y lo había repetido en mi
mente unas cuantas veces. Le preguntaría sin tapujos: ¿Estas son entradas para
que ambas fuéramos a la exposición? Y cerraría los ojos con la cara vuelta a un
lado esperando la bofetada. No, cuanto más lo pensaba más cobarde me volvía
ante aquella idea. No sería capaz de pronunciar palabra porque no encontraría
las palabras necesarias.
Pasadas las once y media la Señora aún no había llegado. Yo subí a su
dormitorio a expensas de su ausencia y comencé a abrir la cama. Me pregunté si
desearía un baño antes de dormir o si vendría en condiciones de quitarse sola
la ropa. No era capaz de imaginármela ebria pero pocas noches cenaba fuera.
Encima de la cama había dejado varias prendas de ropa que seguramente se habría
puesto y descartado. Una blusa negra con unas gruyas dibujada en una tonalidad
de negro más brillante. También una falda de tubo negra y un abrigo de pelo de color gris, casi
parduzco. Me recordaba al color de una tierra sin trabajar, con betas de roca y
sedimentos. Doblé y recogí la blusa y la falda y cuando estaba a punto de coger
el abrigo mis dedos dudaron si debía o no tocarlo. Parecía pelo de verdad, era
sin duda una prenda muy costosa. Y estaba allí tirada sin ningún cuidado.
Cuando hundí mi mano sobre la superficie del pelaje me sentí reconfirmada por
la suavidad del tejido. Lo acaricié como si estuviese acariciando al animal que
fue alguna vez, esperando que la prenda diese coletazos y se revolviese bajo el
movimiento de mi mano.
—Es piel de Finn Raccoon. —Dijo la señora, desde la puerta, haciéndome dar
un respingo allí donde estaba acariciando el abrigo. Rápido recogí la mano,
ocultándola detrás de mi espalda—. Piel de mapache. —Aclaró ella ante mi
expresión confusa—. Me lo trajeron de Norteamérica.
—Lo iba a guardar. —Dije, como excusa, y antes de que pudiese decirme nada
más doblé el corto abrigo como pude y me acerqué al armario. Primero coloqué
los pantalones y después la blusa y el abrigo en sus perchas correspondientes.
Lo hice en el mayor silencio que pude mientras oía detrás de mí a la señora
descalzándose y dejando el abrigo y el bolso por algún lado tirados.
—No me gusta encontrarte en mi dormitorio mientras yo no estoy en casa.
—Soltó, casi como si hablase con el aire, y su tono no me pareció un reproche.
Más parecía una anotación. No parecía ebria, pero sí tenía la expresión
cansada.
—La estaba esperando. Agnes me dijo que regresaría sobre las… —Cuando volví
el rostro recibí una mirada severa. No esperaba una justificación por mi parte,
así que enmudecí. Yo solté un largo suspiró y asentí, conforme con mantenerme
en silencio. Me acerqué a ella y le ayudé a colocar el abrigo que acababa de
quitarse dentro del armario y los tacones los dejé en el zapatero. Quise
preguntarle por el estado del coche pero me contuve. También desee saber si su
tarde había sido agradable o tenía algo de lo que quería hablar. Pero
rápidamente me di cuenta de que ni se esperaba eso de mí ni a mi realmente me
interesaba recibir otra regañina por su parte. A medida que pasaban los
segundos perdía toda esperanza de comentarle el tema de las entradas y mientras
ella se desabotonaba la camisa acabé por perder todo interés en buscar una
respuesta. Las cosas entre ella y yo no se solucionarían sacando a colación que
había estado hurgando en su basura.
—Si la señora no desea nada más, puedo marcharme.
—Voy un momento al baño. Espérame aquí. —Me dijo, sin mirarme—. Quiero que
te lleves abajo la ropa que llevo puesta. Creo que he manchado la ropa interior
y el pantalón de sangre —Me miró con algo de suspicacia pero yo bajé la
mirada—. Desearía que quitases la mancha cuanto antes. —Sus pantalones eran
negros, así que no podía ver la mancha.
Cuando se encerró en el baño y me quedé allí unos minutos a solas
comenzaron a temblarme las manos y el labio inferior. El peso de los papeles
rotos en el bolsillo de mi delantal me quemaban, como si se hubieran prendido
fuego y estuviesen consumiendo mi ropa y derritiendo mi piel. La señora parecía
que tardaba una eternidad en regresar pero sé que solo era un efecto de mi percepción
del tiempo. Me senté en el borde de la cama porque las piernas me flaquearon.
Fui consciente de que nuestra relación se había roto irremediablemente y todo
lo que yo hiciese no sería sino para empeorar las cosas. La señora estaba
decidida a cortar todo lazo conmigo, toda unión que alguna vez creí formada.
Recordé cuando había llorando abrazada a ella y se me formó un nudo en la
garganta, ante la perspectiva de que aquello podría no haber sido más que un
sueño, una fantasía que había repetido tanto en mi mente que se hubiese
materializándose de alguna manera, concienciándome de que fue algo que
realmente pasó. ¿Ocurrió realmente? Ya no estaba segura. Ella no daba indicio
de que alguna vez me hubiese abrazado en medio del llanto.
Aquel recuerdo de la sensación del llanto me hizo llorar de nuevo. Agradecí
que me encontrase sola en su dormitorio porque de lo contrario me hubiera
vuelto loca y habría salido corriendo de allí. Me pasé varias veces el dorso de
la mano por los ojos evitando que se me resbalasen las lágrimas por las
mejillas y me concentré en aguantar cualquier sonido que quisiese salir de mi
garganta. Tragué el nudo que tenía allí formado, algo que me costó bastante, y
me cubrí los ojos con una mano, intentando controlar mi turbación. La puerta
del baño se abrió de repente y me levanté de la cama con un respingo que más
bien podría haber parecido que me había sentado sorbe una chincheta. Me limpie
las mejillas con disimulo mientras que con otra mano agarraba los papeles
hechos trizas sorbe el bolsillo de mi mandil. Bajé la cabeza, no quería ver a
la señora y mucho menos que ella me mirase a mí.
Sin embargo aquel silencio que se estableció me hizo dar un vuelco al
estómago. Ella me estaba mirando, lo sabía. Ni siquiera había apagado la luz del
baño cuando se aproximó hacia mí con pasos lentos pero decisivos. Estaba a
medio palmo de mí cuando su mano se cernió sobre mi barbilla y me levantó el
mentón, mirándome directamente a los ojos. Creo que se me escapó una lágrima
por el rabillo de un ojo, que ella siguió con una mirada turbada y apenada.
Pero rápidamente su pesar dio paso a una expresión de enfado. Miró la mano que
cernía sobre mi bolsillo y se alejó un paso de mí con cautela.
—Estás llorando. —Dijo, sin entonación de pregunta. No lo era. Sin embargo
yo negué con el rostro—. Ahí. —Me señaló la mano—. ¿Qué tienes ahí?
—Nada. Un paño de cocina. —Dije, palpando el bolsillo del mandil, pero
sonaron los papeles entrechocando entre ellos.
—Me has robado algo. —Dijo ella, con tal seguridad que yo sufrí un espasmo.
La miré directamente a los ojos con una llamada de auxilio en ellos pero ella
me ignoró—. ¿Has cogido dinero de mi bolso? —Yo volví a negar y con las manos
temblorosas me alejé un paso de ella hacia atrás, cayendo sobre el borde de la
cama. Ella esperó allí de pie, pacientemente hasta que me decidí a meter las
manos dentro del bolsillo del mandil—. Enséñame qué tienes ahí, ladrona.
Cuando saqué los trozos de las entradas y las expuse sobre mis palmas
abiertas estaba convencida de que ella me cruzaría el rostro con una bofetada y
que ya nada tenía que perder. Ni siquiera confiaba en mí, había perdido todo lo
que deseaba de ella y yo no era más que escoria a sus ojos. Me sentí en el
escalón más bajo al que pudiera haber aspirado. Estaba muy por debajo de la
tierra y de la grava que ella pisaba. Me había condenado al subsuelo con una
palabra.
Mis manos temblaban con aquellos trozos de papel sobre ellas. Yo comencé a
llorar en silencio nuevamente, y mientras mis ojos se llenaban de lágrimas y me
temblaba el labio inferior dejé caer los trozos de papel sobre mi regazo,
encima del mandil. Estaba segura de que ella reconocería aquellos pedazos pero
no pude evitar rejuntar los fragmentos para reconstruir al menos una de las
entradas. Lo hice con la mirada baja, con las lágrimas cayendo de mis mejillas
sobre mis manos laboriosas. Apenas acerqué un par de fragmentos el resto se
revolvían en mi regazo. Llena de angustia y pavor reuní todos los pedazos con
mis manos y los aplasté contra ellas, arrugándolos y estrujándolos entre mis
dedos, con las falanges temblorosas. Las manos de la Señora cayeron sobre las
mías con una delicadeza que me hizo estremecer. Sus manos eran suaves y cálidas
y su tacto tan dulce que no pude evitar mirarla. Estaba arrodillada delante de
mí, en bata, con una mirada tan compungida que yo misma tuve que apartar la mía
para no gimotear dentro del llanto. Había dejado su ropa a un lado en el suelo
y me sujetó las manos, intentando que mi rabia no me devorase. Me recondujo de
nuevo hacia la quietud. Con sus dedos extendidos a través del dorso de mis
manos las abrió para ver de nuevo su contenido y allí yacían, como pétalos
muertos, los trozos de papel arrugados. Ella misma sujetó uno de ellos e
intentó leer a través de él, sonriéndose con una amarga expresión entristecida.
—Has hurgado en mi papelera. —Dijo con una expresión risueña, casi
divertida. Pero en su mirada se denotaba una profunda tristeza, no sabía si por
el estado en que yo me encontraba, por el descubrimiento de las entradas o por
ambas cosas.
—Para que vea, las bajezas a las que estoy dispuesta a llegar. —Le dije, en
un murmullo. Apenas sí me creí que de verdad me hubiese salido aquél hilo de
voz.
—¿Para llegar a donde?
—A usted. —Suspiré y de mi pecho se liberó una oscura opresión que me había
estado amargando el ánimo. Ya estaba, se lo había dicho. Ahora ella podía hacer
lo que le viniese en gana.
—Oh, mi niña. —Murmuró mientras me quitaba los papeles de las manos. Los
dejó a un lado en el suelo y se arrodilló delante de mí, volviendo a coger mis
manos entre las suyas. Me miró con dulzura y concordia. Yo aparté el rostro y
le limpié la mejilla con mi hombro. No deseaba que me mirase así. A ella no
parecía importarle. Seguro que tenía las mejillas rojas, porque las sentía
ardiendo y los ojos inyectados en sangre y lagrimosos. Para mi sorpresa me besó
las manos y dejó allí unos segundos su rostro. Yo no me moví. Deseé tocarle las
mejillas, hundir mis dedos en su rostro, pero no era capaz de hacer ya nada. Si
me seducía la idea de tomar la iniciativa el miedo de verla enfadada de nuevo o
tentarla a insultarme, me hacían retroceder. Me dejé hacer, tanto como si
quería ser dulce como grosera conmigo.
—Siento haber hurgado en la papelera. No era mi intención, pero las vi,
allí. Un pedazo de ellas...
—Ya imagino lo que sucedió.
—No se lo imagina. —Dije, negando con el rostro. Me sentí muy pequeña, a su
lado. Muy joven e inexperta. Me sentí como una niña de párvulos justificándome
ante una profesora—. Me sentí de repente tan culpable. ¿Cómo no me dijo nada?
Podría habérmelo comentado antes.
—Quería que fuera una sorpresa. —Al parecer ella confirmaba mis sospechas
acerca de las entradas.
—¿Y por qué se enfadó conmigo después? Yo no sabía nada de las entradas.
—Me enfadé conmigo misma. ¡En qué estaría pensando! Invitar a una
exposición de pintura a una de mis empleadas estaba fuera de lugar. Me hiciste
ver la realidad. —Sus palabras sonaron amables pero no lo eran en absoluto.
Hice el amago de levantarme y soltarme de sus manos pero su agarre me lo
impidió—. Lo siento, por pagarlo injustamente consigo. Pensé que no serías tan
orgullosa como para enfrentarme pero no has dejado de hacerlo. ¡Además mentiste
a Agnes y te escabulliste!
—No creí que fuera justa su negativa. Era mi día libre.
—Lo sé. —Suspiró y bajó el rostro de nuevo hacia mis manos. Las estrujó
entre las suyas pero yo las aparté, sintiendo que el contacto se había
prologando demasiado y me pregunté si me dejaría marchar de su dormitorio. Ya
tenía una disculpa, ya conocía el significado de las entradas. Más allá de eso
estaba totalmente fuera de mi proyección y me aterraba la idea de que ella
continuase.
—Siento las palabras que le he dirigido estos últimos días.
—No lo sientas. Solo el tono fue incorrecto. Fueron verdades, a mi parecer.
—Entonces, —murmuré—, ¿podemos volver a como estábamos antes?
—¿Cómo estábamos antes? —Me preguntó. Cambió de postura en el suelo. No
parecía muy cómoda allí arrodillada.
—Yo con mis tareas, usted con sus mandatos. Nada de palabras gruesas o
miradas de desprecio. Prometo no ser irrespetuosa pero vuelva a tenerme en alta
estima. No soporto imaginar que no soy más que polvo en el suelo.
—No eres polvo en el suelo. —Dijo, con una expresión triste.
—Deseo ser su mano derecha, de nuevo. Quiero dejar de ser un chucho al que
apalear.
—Trato hecho. —Dijo mientras me extendía una de sus manos. Yo la estreché y
la sacudí. En mis labios se esbozó una sonrisa sincera como hacía días que no
me permitía. Ella al verme sonreír me imitó y se levantó. Yo hice lo propio y
la ayudé a meterse en la cama. Cuando se acostó y salí de la habitación
llevándome conmigo la ropa sucia, solté una intensa bocanada de aire, como si
la hubiera estado guardando durante horas. Me dolió al soltarla y sentí que las
lágrimas se me agolpaban de nuevo en los ojos.
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