VENDIMIA - Capítulo 20

 Capítulo 20 — ¿Debería despedirte?


Cuando la moto frenó a la entrada de la casona sentí que el corazón me daba un vuelco. Agnes me esperaba con los brazos cruzados justo en la entrada. Debió salir al oír la moto llegar y cuando su vista cayó sobre mí, mi estómago me provocó un vacío con el que incluso pude llegar a marearme. Alejandro me ayudó a bajar de la moto y con un susurro me pregunto: 

—¿Te has metido en un lío? 

—Es lo más probable. —Murmuré con una media sonrisa y lo despedí con un gesto de la mano. Cuando desapareció detrás de una gran nube de polvo Agnes me llamó a su encuentro con la señal de un dedo. Cuando llegué arriba de las escaleras me cogió de un brazo y me llevó dentro de la casa con apremio. Yo aun estaba un poco borracha y podía sentir como el camino avanzaba hacia delante, pero estaba tan entumecida que no sentía que estuviese realmente allí moviéndome. 

—La has liado buena, mentirosa. Reza para que no te mande a la calle esta misma noche. Dormirás en el huerto. —Me dijo Agnes mientras caminábamos hacia el despacho de la señora. Yo sentí que las revistas se caían de mis manos pero allí permanecieron en realidad. La que se estaba desmoronando era yo, mi yo interno. La cáscara que formaba mi exterior estaba intacta, siendo arrastrada escaleras arriba. Una vez frente al despacho de la Señora, Agnes me empujó dentro como un cachorro al que no quieres pululando por la casa mientras pasas la escoba. 

Cuando la puerta se cerró detrás de mí yo me encogí un poco por el golpe y después me dirigí al frente del escritorio de ella. Pero la Señora se incorporó y alejó la silla de detrás de ella con determinación. Me erguí y bajé la mirada para que no detectase que estaba ebria. Con una mano sujeté fuertemente las revistas hechas un rulo y la otra la metí dentro del bolsillo de la chaqueta. Me temblaba. Su primera reacción fue mirarme de arriba abajo, y por un momento me gustó pensar que no me reconoció dentro de aquella ropa, pero no era tan estúpida. 

—Bueno, bueno. —Dijo. Aquello fue lo peor que pudo decirme porque en su tono no noté ni disgusto no excitación. No había nada. Le había dado tiempo a pensarse un castigo a la altura de mi falta y a aplicármelo con total frialdad. Yo solté una larga bocanada de aire—. Así que después de que yo te prohibiese salir, mentiste a Agnes para que te diese el permiso… 

—Sí. —Asentí. No tenía pensado enredar más la mentira y mi mente no funcionaba correctamente como para maniobrar con más mentiras. 

—Bien. ¿Qué debería hacer contigo? —Como no esperé que me preguntase yo tampoco tenía una respuesta pensada. Me limité a encogerme de hombros. 

Después de aquellas eternas horas de remordimientos no podía sino adaptarme al castigo que ella creyese adecuado. No me hubiera importado si me hubiese despedido al instante. No me daría miedo dormir por ahí en medio de la nada. Enfrentarme a ella era lo que más me aterraba. Ella se había levantado y había rodeado la mesa. Estaba posada en ella, delante de mí. 

—¿Debería despedirte? —Me preguntó con la misma frialdad. Pero al oírlo supe con certeza que no lo haría. Si realmente me quisiese fuera de su finca, ya me habría sacado las maletas fuera—. Por desgracia aun eres imprescindible porque tenemos el personal justo, sobre todo ahora en la época de vendimia. ¿Tendré que buscar a estas alturas una sustituta para tu empelo? —No me había planteado aquella posibilidad pero de nuevo pensé que no lo haría, dado que me estaba comentando el problema—. ¿Eres consciente del problema en que me estas metiendo? Escapándote como una quinceañera. Mintiéndome. ¿Acaso te crees que soy tu madre para tener que reprenderte por esto? —La idea de que se comparase con mi madre me hizo sentir mucho más joven de lo que yo era. Nunca le había tenido que dar a mi madre explicaciones de con quién iba o a las horas que regresaba. Si me había escabullido aquel día era porque lo consideraba justo, dado mi empleo. Aquella situación escapaba a toda mi comprensión. Podía oír la voz de mi padre recordándome que yo no era más que una trabajadora al servicio de alguien superior. Pero jamás me había sentido así, a pesar de haber trabajado durante más de seis años en un taller—. Te has metido en un problema. 

—Problema. —Repetí, como si la palabra no me hubiese llegado en su sentido completo. Fruncí el ceño. Debía de verme realmente abstraída.

—Sí, así es. 

—¿Qué problema? —Mi tono sonó mucho más grave y denso del que hubiera deseado. En realidad era yo misma, aguantando el enfado que me salía por los poros.

—Tu comportamiento no es el adecuado. Me da que llevas causando problemas desde el primer momento en que estás aquí. ¿Crees que no sé lo que pasa?

—No lo creo. —Dije, completamente aturdía ante su confesión. Abrió realmente los ojos sorprendida de aquella insinuación. Mi negativa le asustó. 

—¿A no? Bueno. Lo dejas muy claro. —El cuerpo me tembló—. Mañana mismo habré tomado una resolución al respecto. Puedes marcharte. Tal vez sea la última noche que estás aquí. 

—Si va a despedirme hágalo ahora. —Me sentí con demasiada autoridad. Deseé que me castigase ya, que me impusiese el castigo necesario. No quería pasar una noche agónica a solas con mis remordimientos. Menos en la casona—. No entiendo su comportamiento. ¿Acaso no es capaz de ver que es injusto? ¿La ha tomado conmigo otra vez sin motivo? Se está pasando…

Mis palabras se detuvieron en el aire porque ella avanzó hasta mí y su mano se extendió hacia mi rostro. Retiró un mechón del cabello que caía por encima de mi mejilla y lo colocó detrás de mi oreja. Yo enrojecí al instante, conteniéndome para no dar un paso atrás. Pero sin verlo venir me golpeo la mejilla con fuerza, haciéndome volver el rostro a un lado con las lágrimas a punto de desbordarse de mis ojos. Se me formó un nudo en la garganta con la misma velocidad que la mejilla comenzó a picarme. Mi estado de embriaguez desapareció casi de golpe, y el dolor fue real. Ya no estaba anestesiada. Retrocedí incluso un paso, aturdida por lo que acababa de suceder y como si para ella no fuera la gran cosa volvió a retroceder y se cruzó de brazos apoyándose contra la mesa. Yo tardé en volver el rostro hacia ella, pero no pareció gustarle lo que encontró en él, porque se tensó. 

—¿Sabe? —Le pregunté, más al aire que a ella. Si no quería escucharme no me importaba—. Es la primera vez que alguien me da una bofetada. —A mi mejilla subió el sonrojo, no solo del golpe, sino de la rabia. Se me nubló la vista por culpa de la impotencia, metamorfoseada en lágrimas. Apreté la mandíbula.

—Tal vez ya iba siendo hora de que te la diesen. —Aquello me pareció el colmo y solté un gran bufido por la nariz. Esbocé media sonrisa y tragué el nudo que se había instalado en mi garganta. 

—No tengo porqué aguantar este comportamiento de usted, por muy señora, marquesa o dama que sea. Estoy llena de virtudes pero tengo un gran defecto y es que no me gusta que jueguen con mi orgullo. —Estuve a punto de tocarme la mejilla donde me había golpeado pero me contuve—. Le ahorraré el tener que pensar en una resolución para el problema que soy. Me marcho.

Ella me siguió con la mirada hasta la puerta y lo hizo con una expresión más asustada que enfadada u ofendida. Bajé las escaleras a toda prisa, sintiendo como a mi cuerpo regresaban el tacto de su mano y el dolor. Ya no sentía que el espacio avanzas fuera de mi alcance, sino que yo me devoraba el espacio alrededor allá donde me dirigiese. Cuando llegué al pasillo de los dormitorios no me sorprendió encontrarlos a todos allí reunidos, hablando en evidentes susurros sobre mí, y lo que había pasado. Los esquivé a todos y a algunos los aparté con empujones o manotazos. 

—¿Qué ha pasado? —Preguntaban algunos. Ramona entre ellos intentaba calmarlos a todos y mandarlos a sus correspondientes dormitorios. 

—¿Te ha despedido? —Creí oír a Cosette, en un tono divertido. 

—¡Despedido! —Se sorprendió Maurice con algo de miedo. 

Yo me limité a esconderme dentro de mi dormitorio y me planteé muy concienzudamente todas las opciones que tenía, pero el enfado era mayor que cualquier razonamiento coherente y si a ello le sumamos el alcohol, es un cóctel molotov. Saqué la maleta de debajo de la cama y vertí sobre ella toda la ropa que había dentro del armario. Metí todas mis pertenencias como bien pude y me las vi y deseé para cerrarla. Me colgué la bolsa de viaje al hombro y cuando salí de la habitación lo hice encabritada, con la vista al frente y dirigiéndome hacia la salida. Ellos me detuvieron cortándome el camino. 

—¡No me ha despedido! —Dije, con evidente frustración—. Me marcho yo. Le pueden dar a ella y a esta maldita casa. —Me intenté hacer un hueco entre María y Ramona que me pedían explicaciones por mi comportamiento. Era evidente que estaba algo ebria pero de seguro estaban más asustadas por mi enfado que por aquello. 

—Espera, espera no te vayas. Hablemos de lo que ha pasado. 

—¡Qué mierdas os importa lo que haya pasado! —Grité, mirándolos a todos por igual—. Desde que he llegado aquí no habéis parado de indagar y rebuscar… ¿No tenéis nada mejor en lo que meteros? No me habéis dejado ni un momento de respiro. —Entonces miré a Cosette con toda la furia que me cabía dentro—. Enhorabuena, me marcho. ¿Estarás contenta? No has parado hasta que no lo has conseguido.

—Yo no he hecho nada esta vez. —Dijo ella, con toda la razón del mundo. 

—No has hecho nada. Pero no has parado desde que he llegado. ¡Por fin está en mi contra! 

—¿Te ha golpeado? —Me preguntó Ana, cogiéndome del rostro y mirando mi mejilla con algo de espanto. Incluso Cosette palideció. Yo le aparté el rostro y la empujé para que me dejara espacio. 

—Me marcho. —Sentencié y como no me dejaron paso hacia el interior de la casa di media vuelta y me conduje hacia el porche. 

—Si no te ha despedido no puedes irte. —Me dijo Ramona—. ¿A dónde vas a ir a estas horas? Son más de las once. 

—Qué me importa. —De vez en cuando alguien me sujetaba por un brazo o por el asa de la maleta. Aquello aumentaba mi enfado porque me sentía mucho más impotente. No conseguía avanzar ni si quiera unos metros hasta que consiguieron hacerme caer al suelo entre todos y allí arrodilla me cubrí el rostro con las palmas de las manos. En cualquier otro momento me habría dado mucha vergüenza llorar delante de todos ellos pero entre el enfado y el alcohol que aun seguía en mi sangre me pareció incluso la única salida que le quedaba a mi enfado, el desahogo a través de las lágrimas. Maurice fue el único que se arrodillo a mi lado y me rodeó con los brazos. Me murmuró amables lisonjas al oído mientras que con una mano intentaba hacer que el resto desapareciese. 

Me pude dar cuenta de que Cosette parecía incluso agradecida de no haber sido ella la que recibiese el enfado de la señora, y al mismo tiempo se compadeció de mí por haber recaído en mí aquel castigo. Pude ver en su mirada una especie de disculpa, o tal vez la promesa de una breve tregua que aplacase el mal ánimo que había entre ambas, solo por ser consciente de que otros enemigos me habían ganado en la casona. Otros mucho más peligrosos. También creí ver en ella la misma turbación que me había invadido a mí al ser objeto del enfado de la señora de una forma tan inexplicable cuando unos días antes me hubiera defendido de cualquiera. 

—Marchaos, marchaos dejadnos solos… —Suplicaba Maurice mientras me acunaba en su abrazo. Las maletas habían caído a nuestro lado y yo solo tuve que dejarme abrazar. Entre el llanto y la embriaguez era incapaz de sentir en el cuerpo nada más que un cosquilleo. Poco a poco las personas fueron cediendo y se despejó el pasillo. Algunos se marcharon a las cocinas y otros se escondieron en sus dormitorios sin dejar de poner la oreja en la puerta, a la espera de escuchar algo más. Pero mi garganta se puso realmente seca y todo lo que pude decir fue que quería levantarme y marcharme, pero Maurice me lo prohibió. 

En vez de eso me llevó las maletas de nuevo a la habitación y después me llevó con él. Me quitó la ropa delicadamente como no había hecho nadie jamás conmigo, mirándome constantemente a los ojos, pidiéndome permiso o buscando un signo que le hiciese parar. Cuando me tuvo en ropa interior pensé que se aprovecharía de mí en mi vulnerabilidad, y yo le habría dejado hacer gustosa de no tener que colaborar en nada, pero en vez de eso me tumbó en la cama y él se tumbó a mi lado, recogiéndome en un abrazo y acariciándome el caballo mientras intentaba consolarme con esperanzadoras palabras. Me quedé dormida en su abrazo con una amarga sensación en la boca del estómago y un frecuente pinchazo que me aturdía momentáneamente dentro de mi cabeza. 



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