VENDIMIA - Capítulo 19

Capítulo 19 — Tienes que atenderme


Al día siguiente, pasada la hora del desayuno, comencé a darle vueltas a la forma en que podría abordar a la Señora para pedirle salir. Alejandro y yo habíamos planeado bajar a la puebla juntos y pasar allí el día. Quedamos en que vendría a buscarme con una moto sobre las diez y aún quedaba una hora y media, pero no sabía muy bien de qué forma escabullirme. Me justifiqué diciendo que ya lo pensaría y sin embargo no lo había aún abordado. Ramona no me necesitaría en toda la mañana, y el resto apenas notarían mi ausencia. Pero ahora que atendía personalmente a la Señora necesitaba al menos su permiso para escaparme. La idea de dejar a Alejandro plantado me pareció inconcebible y menos después de que él se tomase la molestia de llevarme consigo. Como no encontraba una forma mejor que usar mi labia subí a su despacho a llevarle un té frío y fue en ese momento cuando intenté abordarla.

Como no se me da bien irme por las ramas y ella parecía bastante ocupada con unos papeles en las manos, se lo pregunté directamente.

—Hoy tenía pensado bajar al pueblo. ¿Puedo tomarme le día libre? —Aquella pregunta quedó largo tiempo en el aire. Ella pareció que me había ignorado, o mucho peor, que no me había siquiera oído. A los segundos pareció reaccionar. Cuando yo ya me había puesto suficientemente tensa.

—¿Cómo? ¿Hoy?

—Sí. Es domingo, y teóricamente es mi día libre. Un amigo viene a buscarme para bajar al pueblo y pasar allí el día. Llegaré a la hora de cenar, más o menos. —Su expresó no me dio buena espina. Parecía contrariada y confundida. Creí que tal vez no se acordaba de que el resto de las chicas habían pasado la noche fuera, o incluso puede que no lo supiese. Pero aquella baza me la reservaría hasta que lo considerase necesario.

—¿Al pueblo? Todo el día… —Musitó, con una ceja en alto. Parecía que tenía la mente en otro lado y yo la había sacado a empujones de allí.

—Tal vez debería haberle preguntado a Agnes, y no a usted. —Me disculpé, bajando la mirada—. Pero como ahora la estoy sirviendo directamente…

—Has hecho bien. —Dijo, y yo asentí sonriendo. Pero como se me quedó mirando sin decir nada supuse que tendría algo más que decirme y permanecí allí de pie.

—¿Y bien?

—¿Y bien qué? No vas a ir a ningún lado.

Aquellas palabras me dejaron de piedra. Creí que me estaba gastando una broma o jugando conmigo, como solía hacer, pero su expresión era más agria que otras veces y pareció perder pronto el interés en mí, devolviendo su atención a los papeles que tenía delante. Pero rápido los apartó con un manotazo y cruzó las manos sobre la mesa, mirándome con insistencia.

—¿Qué haces aún ahí? —Como se me había quedado la garganta seca y comenzaron a temblarme las manos no me atreví a decir nada. Estaba allí plantada con la expresión descompuesta—. ¿No me has oído? Tú lo has dicho, me atiendes personalmente. No puedo pedirle a otra de las trabajadoras que haga tus labores. Sería injusto. Supongo que no te importará hacer este pequeño esfuerzo, por mí.

En mi mente sus palabras parecían tener algo de valor, pero me sentía tan contrariada que no era capaz de encajarlas de la forma adecuada. El interior de mi mente parecía una colmena de abejas en pleno ajetreo.

—Pero… pero es mi día libre.

—Sí, cuando te contraté para cocinera. Pero las circunstancias han cambiado.

—Así es, usted se ha recuperado y no parece que necesite más ayuda de la que cualquiera pueda proporcionarle… —Aquellas palabras debían tener algún carácter violento o amenazador que a mí se me escapó pero ella captó a la primera, porque su ceño se frunció y sus ojos se agrandaron, sorprendidos. Heridos, casi ofendidos. Yo cogí aire y me preparé para una reprimenda como nunca había visto.

—¿Cómo te atreves a hablarme así? El tema queda zanjado. No hay más de qué hablar. —Yo me agarré el largo de mi vestido con temor.

—Ayer… las chicas salieron. —No debí decir aquello—. Se pasaron la noche fuera. ¿Yo no puedo…?

—No estás en la misma situación que ellas. Además, ellas se fueron cuando su trabajo había terminado. —Yo aparté la mirada. No sabía que le estaba pasando a la Señora por la cabeza pero estaba dándome mensajes contradictorios e incluso ella misma se estaba dando cuenta.

—¿No quiere que me marche por algo en concreto? —Le pregunté pero ella pareció aún más furiosa.

—Tienes que atenderme. —Sentenció—. ¿Qué clase de trabajo te crees que tienes? Estarás aquí cuando se te diga y para lo que se te ordene. —Comenzó a formárseme un nudo en la garganta por la impotencia. Me sentí tan endeble que podría partirme como a una ramita. Pero saqué fortalezas de donde no debí buscar.

—¿Cómo me habla de esta manera? —Le pregunté, intentando que mi tono fuese lastimero. Pero pareció demasiado busco—. Creí que me había ganado su respeto. O por lo menos su confianza, dado que me ha confiado su cuidado cuando se encontraba inútil incluso para meterse en el baño. —Al decir aquello enmudecí de inmediato. A punto estuve de llevarme las manos a la boca, pero en vez de eso retiré la mirada—. Lo siento…

—¿Crees que puedes tomarte ese tipo de confianzas conmigo? —Preguntó, con toda la calma del mundo. Aquello era ridículo—. Eres mi empleada

—Sí, lo sé. —Asentí, tomando aire y aguantándome las lágrimas—. Por eso mismo pido que se respeten mis días libres. Los que se me prometieron al entrar aquí.

—Tú tendrás los días libres que yo quiera. —Aquella determinación me hizo dar un respingo.

—No me necesita para nada. —Repetí, intentando retomar la conversación por su cauce normal—. Ya no está convaleciente y el personal que queda puede suplir mi ausencia. Le parezca o no justo.

—¿Acaso te crees mejor que el resto por algún motivo? —Aquella pregunta me pilló por sorpresa, aun más por el tono altivo con el que lo preguntó—. No eres mejor que ninguna de mis trabajadoras en ningún aspecto. No para mí.

Aquella sentencia fue el colmo. Sentí como todo mi cuerpo se deshacía en pedazos delante de ella. Creo que incluso pudo ver en mi rostro como aquella determinación me había hundido en la miseria. No era nada, para ella. Sentí que perdía cada pequeña parte de mi cuerpo como si se las llevase una brisa. Si ella no me veía, mi existencia había perdido todo sentido y estuve a punto de salir corriendo de la habitación pero mis pies se habían quedado clavados en el suelo. Todo el cuerpo me tembló y mi barbilla se arrugó, a punto de hacerme llorar. Me dolieron intensamente los brazos, las piernas y sobre todo los pulmones. Me quedaba sin aire y al mismo tiempo sentía que el espacio alrededor me aplastaría hasta hacerme papilla. Qué estúpida me sentí en ese momento, allí plantada delante de ella. Es como si hubiese convertido toda mi persona, con tan solo un par de palabras, en una fantasmal ilusión, un ser de fantasía. Me robó toda identidad y sentido.

—En ningún momento he pretendido… insinuar nada semejante. Por supuesto que no lo soy… —Intenté verbalizar pero ella zanjó la conversación.

—No irás a ninguna parte.

No quise darle más motivos para que me destrozase más. Era masoquista pero no hasta ese punto. Ya no tenía sentido seguir hablando más con ella así que salí de su despacho y mientras me acercaba a las escaleras podía sentir como todo el cuerpo me pedía que me detuviese y llorase. Hice lo que me pidió y me arrinconé al comienzo de las escaleras conteniendo el llanto y mordiéndome el brazo por encima de la manga. Me tapé bien la cara para gritar y que no se oyese. Parecía un perro rabioso y por poco no desfallezco de la tensión acumulada. Lloré amargamente mientras me aseguraba de que nadie me estaba viendo. Me sentí como una muñeca que ha sido zarandeada y despedazada por las fauces de algún sabueso.

Me levanté, limpiándome las lágrimas e intentando recuperar el color de la piel. No estaba decidida a resignarme aunque perdiese el trabajo. Luché por lo que me pareció justo, aunque si lo pienso ahora las cosas podrían haber salido mucho peor de lo que acontecieron. Cuando bajé las escaleras y salí al recibidor me encontré allí, como esperaba, a Agnes atendiendo una llamada de teléfono. Colgó al poco rato de verme y me preguntó qué quería.

—Hoy es mi día libre, y esperaba que me diese permiso para poder bajar al pueblo con un amigo. Volvería antes de la hora de cenar.

—¿Al pueblo? —Preguntó con algo de curiosidad.

—Sí, las chicas me dijeron que estuvieron allí anoche y se lo pasaron genial. Como a mí no me gusta mucho la fiesta y el jaleo he decidido salir hoy. Pasaré el día con un amigo. —Intenté buscar la forma más dulce de convencerla. Ella sin embargo no parecía dispuesta a negármelo. Jamás había salido de la casona en el tiempo que llevaba allí.

—Claro, no hay problema. —Dijo sonriente—. Te vendrá bien un domingo libre. ¿Cierto? Ramona me ha dicho que trabajas mucho. —Yo asentí soltando un suspiro—. ¿Se lo has preguntado a la señora?

—No. —Mentí. Ella se encogió de hombros.

—Supongo que no pasa nada. Otra podrá llevarle la comida. ¿Verdad?

—Muchas gracias. —Dije, con una sonrisa sincera—. ¿Hay algún sitio del pueblo que me recomiende visitar? Nunca he estado.

—¡Oh! —Pareció mucho más animada—. Tienes que ir a una pastelería que hay cerca de la plaza central. Hacen unas creps con fresas muy buenas. Y también hay una tienda de música con buenos precios en los vinilos. ¡Si vas allí tienes que fijarte bien! Hay vinilos también muy antiguos. Siempre a muy buen precio porque suelen ser algunos de segunda mano o esas cosas.

—Está bien. —Le dije mientras intentaba mantener una sonrisa agradable, a pesar de que el cuerpo aún me temblase por dentro—. Me apunto esos sitios.

...

Después de asearme y secarme me comencé a maquillar a prisa. Apenas había traído un delineador y un pintalabios de color oscuro. Pero me pareció casi demasiado. Hacía tiempo que no me veía maquillada y la verdad es que no solía hacerlo, pero por momento desee ser otra persona, completamente diferente. Mirarme al espejo y pensar que nadie me había destruido por completo y que había tenido que recoger los pedazos que quedaban de mí y pintarlos un poco para aparentar que me había recompuesto. Saqué la poca ropa que traje de calle y me puse unos pantalones negros, una camisa gris y una corbata negra. Sobre todo ello puse un jersey negro. Ya habían bajado bastante las temperaturas y si tenía calor siempre podría quitármelo. Sustraje también de la maleta la única chaqueta, —una de cuero negro—, que había traído conmigo. Con el pelo suelto y los tacones que traje el primer día me sentí otra persona diferente y aunque algo gané en autoestima, al notarlo me embargó la vergüenza del autoengaño.

Cuando fue la hora esperé fuera, cerca de las escaleras con la esperanza de que si Agnes hablaba con la Señora fuese cuando yo ya me hubiera marchado. Solo Maurice pasó por la entrada y me encontró con una expresión de sorpresa por su presencia. Se acercó a mí con cautela y me sonrió divertido.

—Pareces otra persona diferente. —Me dijo y yo le sonreí sin muchas ganas de hablar con nadie—. ¿Vienen a buscarte?

—Sí. —Suspiré—. No digas nada de que me he marchado. —Me miró sorprendido—. No quiero que hablen de más. ¿Entiendes?

A los pocos minutos Alejando llegó con la moto y nos marchamos. Él también dijo algo de mi apariencia pero yo solo pensaba en desparecer de allí cuanto antes. Si me quedaba más tiempo a punto estaría de volver dentro y ponerme a llorar.

...

 El pueblo era precioso. Recuerdo que me quedaba absorta mirando las casas y aquella peculiar forma de construcción. Por un momento sentí que me transportaba a algún pueblo alejado al norte de Europa, hacia Dinamarca o Bélgica. Nada más llegar supe que desearía comprar una postal para mi antiguo jefe, dado que lo primero en lo que pensé fue que desearía estar allí con él, en vez con Alejandro. La sensación transmitida era de calidad y hogareña bienvenida. No era un pueblo muy grande pero a mí me pareció inmenso, como cualquier lugar al que se llega por primera vez y del que no se tienen referencias anteriores. Supongo que aquellas arquitecturas estarían influenciadas por la estética alemana, dado que no estábamos muy lejos de la frontera. Pero aquel colorido tan llamativo en las paredes de las casas supuso toda una sorpresa para mí. Sin embargo no pude evitar pensar en Venecia al ver aquellos canales por los que transitaban algunas góndolas. Parecía Ámsterdam, me dije, ¿cómo dos ciudades tan alejadas podían parecerse tanto? Sin embargo, el hecho de estar en una ciudad de nuevo, rodeada de edificios y con la multitud yendo de un lado a otro me transportó a casa, de forma inevitable. Lo agradecí profundamente y por un instante creí que podría llegar a desconectar de la casona.

Lo primero que hicimos fue dejar la moto en un aparcamiento y comenzar a caminar entre las calles de un lado a otro, disfrutando de la brisa que revolvía mi pelo y olor de las terrazas y los bares de alrededor. A pesar de que estuviese a punto de comenzar el otoño los balcones estaban llenos de flores y algunos puestos de fruta y verdura aún mostraban los mejores manjares a la vista de todos los paseantes. No pude evitar detenerme delante de todo lo que me llamase la atención. Alejandro también parecía un poco absorto y fuera de lugar pero me llevó camino adelante mientras yo me dejaba llevar. A través de las calles vimos algunos carteles promocionales, como los de una obra de teatro que se estrenaba la semana siguiente, de lo que me pareció entender una vanguardista representación de la ópera Don Giovanni, así como una exposición de pintura danesa, cuyo último día para visitar era aquel domingo.

Cuando nos cansamos de pasear nos sentamos en una terraza cerca de una plazoleta con una fuente. Ni recuerdo el nombre ni recuerdo lo que pedimos. Solo recuerdo que me senté allí y estuve un rato mirando hacia el vacío con un nudo en el estómago. Él me preguntó en varias ocasiones si yo estaba bien, si estaba decaída por algún motivo o si me había pasado algo en el trabajo.

—Estoy bien. —Le dije por toda respuesta—. Solo tengo muchas cosas en la cabeza.

Después de aquella terraza caminamos un rato y me enseñó algunas de las tiendas que a él más le gustaban. Me di cuenta de que los caminos que escogía eran calles por las que él ya había transitado y no se atrevía a tomar atajos o dar rodeos. Tampoco a llevarme a lugares que no conociese. Seguro que nos perderíamos en un santiamén. La primera tienda que visitamos fue una tienda de discos, y aún hoy en día me pregunto se sería la misma que Agnes me recomendó aquella misma mañana. Él se perdió por los estantes buscando algo que le llamase la atención y yo me distraje mirando las carátulas de algunos vinilos con los bordes de cartón algo desgastados. Estaban de oferta. Me quedé con las ganas de comprar alguno de música de los años 20 pero me contuve porque no había llevado mucho dinero y tampoco tenía un tocadiscos donde escucharlo.

Después de allí nos desplazamos a la tienda que me había hablado donde se compraba las revistas aquellas que tanto me prestaba. Allí compré dos revistas, una sobre arqueología con un especial en las pinturas descubiertas en Pompeya y Herculano así como otra sobre literatura, con un especial en literatura representada en el arte. En la portada aparecía un fragmento del cuadro Fantasía sobre Fausto del pintor Fortuny*. Durante aquella salida Alejandro ojeó las revistas aquellas más que yo. Creyó que yo tendría tiempo después de echarles un vistazo. El se compró una sobre naturaleza. No me fijé bien.

Cuando salimos ya era hora de comer y nos condujimos a una hamburguesería con platos combinados y ese tipo de servicio. Yo recuerdo que me pedí una hamburguesa con patatas y él unos huevos fritos con beicon y patatas.

—Eso es casi un desayuno. —Le dije señalando con la mirada el plato pero él se rió. Seguro que para él no lo era.

La verdad es que podría seguir hablando de todas las cosas que hicimos y de los sitios que visitamos. Podría hacer una detallada descripción turística de la ciudad, pero ni tengo ánimo de escribir acerca de ello ni recuerdo mucho más de aquella salida que la sensación de angustia que durante todo el viaje me acompañó. Es más, cuando pasadas las nueve cenamos por ahí, después tomamos unas cuantas copas hasta que sentí mi cuerpo mucho más liviano y desentumecido. La sensación de ansiedad había desaparecido en parte y aunque aún quedaba un tanto por ciento de ella rondando por alguna parte, se me hizo muy fácil ignorarla. Reímos cantidad y me contó anécdotas muy divertidas que le habían pasado. Cuando le pregunté cómo se había hecho la cicatriz que tenía en el cuello se rió a carcajadas.

—No creo que quieras saberlo.

—¡Claro que sí!

—Me caí de una moto, hace año y medio.

—¡De una moto! —Me sorprendí, y casi estuve a punto de ponerme en pie del susto. No había querido decírmelo porque aún tenía que llevarme de regreso a la finca en la moto. Yo le miré con una ceja en alto y se desternilló.

 

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Mariano Fortuny y Marsal (Reus, 11 de junio de 1838-Roma, 21 de noviembre de 1874) fue un pintor, acuarelista y grabador español, considerado junto a Eduardo Rosales uno de los pintores españoles más importantes del siglo XIX, después de Goya.


 

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