VENDIMIA - Capítulo 18

Capítulo 18 — La estratega del amor


La tarde del sábado, 17 de septiembre creo recordar, fue una tarde llena de ajetreo. Las tres muchachas que había en la casa le pidieron permiso a la señora, en verdad solo se lo consultaron a Agnes, para poder bajar al pueblo. En la forma en que se lo preguntaron no me pareció algo realmente extraño o alarmante, dado que apenas conocía las costumbres que tuvieran en la casa, pero Agnes pareció dudar un poco en responder. Al parecer aquel fin de semana eran las fiestas del pueblo y habría algunos músicos en la plaza y algunos puestos de comida por las calles. Ellas eran jóvenes y tenían conocidos en el pueblo así que no podían dejar pasar la oportunidad. Nosotros estábamos cenando cuando le pidieron permiso a Agnes, a la que habían hecho llamar a la cocina.

—Mis primos vienen a buscarnos. —Dijo María con una sonrisa tranquilizadora. Era mayor que yo pero le quedaba muy bien el papel de adolescente—. Vienen en coche y nos traerán mañana a primera hora, lo prometemos.

Al parecer todos los años hacían lo mismo, y sin embargo también era costumbre lidiar con Agnes para obtener el permiso. Dudé en si la Señora lo sabría de antemano o si ella estaba de acuerdo con ello. No entendí porqué no lo estaría, y Agnes tampoco. Les concedió el permiso después soltarles, como una madre, un buen discurso sobre el cuidado en la carretera, el consumo de bebidas alcohólicas y demás tipo de precauciones.

El resto de la cena se la pasaron hablando de las cosas que harían, del tiempo que pasarían juntas y de todas las cosas que esperaban encontrar en el pueblo. Hablaban de los músicos que habría así como de algunos conocidos con los que coincidirían. Yo no podía evitar pensar que al día siguiente le había prometido a Alejandro bajar con él al pueblo y puesto que era mi día libre podía disponer de él a mi antojo. Sin embargo no estaba segura que después de que la situación se hubiese troncado de aquella manera, con el accidente de la señora y mi cambio de puesto, mi situación laboral me permitiese aquella escapada. No pensé demasiado en ello sin embargo, puesto que confiaba en que encontraría la manera de escabullirme sin armar demasiado revuelto. Por lo pronto me alegraba saber que por una noche las chicas no estarían y yo podría disponer de la tranquilidad que me proporcionaba su ausencia.

Cuando terminé de cenar regresé al salón y recogí la bandeja de la señora. Ella ya no llevaba puesto el cabestrillo y su brazo había vuelto a la normalidad, al igual que su pierna. Sin embargo no me pidió que volviese a mi trabajo habitual a pesar de que yo lo estaba esperando. Tampoco me necesitaba para desvestirla ni bañarla. Eso me apenó sobremanera porque me había acostumbrado a esa clase de intimidad con ella, por lo que me pasaba algunas horas perdida y sin saber que hacer desde que terminaba de cenar y me acostaba. Al igual que antes de su accidente.

Cuando terminamos de recoger la cocina Maurice y yo nos sentamos en el porche para apreciar como la poca luz del día se disolvía en la negrura de la noche y hablar abiertamente. Nos ilusionó a ambos la idea de que pasaríamos la noche sin ellas aunque eso no significase realmente nada relevante. Llena de curiosidad me apoyé en su brazo y le miré inquisidora. Le pedí que cuando se marchasen me contase lo que le sucedió con Cosette. Al principio se hizo el loco fingiendo que no sabía de qué le estaba hablando pero después acabó resignándose.

—No quiero hablar de ello. Me da vergüenza.

—¿Te hizo sentir mal por algo que dijo? Puede ser muy cruel a veces, por lo que he visto.

—No. No fue nada que dijese. En verdad… —Se quedó mudo, pensando en cómo expresarlo pero en verdad parecía que no era capaz de hablar de ello. Creo que temía que nos oyesen desde las habitaciones pero como yo ya había sacado el tema era imposible retroceder. Apoyó su mandíbula en mi hombro y me habló desde aquella corta distancia entre susurros.

—Hace un par de años, cuando ella empezó a trabajar aquí. —Contextualizó—. Nada más llegar la tomó conmigo. Igual que ha hecho contigo. La verdad es que no sé muy bien por qué, pero supuse que porque era menor que ella. O porque era hombre. No tengo idea. Un día me harté y le grité todo tipo de cosas. Fue a decirle a Agnes lo que había pasado pero como yo jamás me había portado mal con nadie y llevaba aquí en esta casa desde que era pequeño, Agnes se puso de mi lado y a ella le pidió que dejase de importunarme.

—¿Solo eso? —Le pregunté pero él negó con el rostro.

—Después de aquello ella se empeñó en querer echarme de la casa. Como si pudiese decidir eso… Me hizo la vida imposible y me metió en toda clase de problemas. Deshacía los trabajos que yo acababa de realizar, ensuciaba lo que yo limpiaba… esas cosas. Pero un día se fue de las manos, y engañado, me llevó a su dormitorio. Me retuvo allí algún tiempo y cuando parecía que estaba disculpándose por lo que había hecho conmigo me besó y me quiso, bueno, tocar… —Retiró el rostro de mi hombro para mirar por encima de nosotros por si alguien pudiera estar escuchándonos—. Yo me negué al principio pero luego, no sé que me pasó, continué y cuando yo ya me había acostumbrado a ella salió corriendo del cuarto a medio vestir gritando y diciendo que yo la había forzado.

Yo me volví a él con una expresión de horror. Él cerró los ojos y se dejó caer sobre mi hombro, soltando un denso suspiro.

—¿Y qué pasó después?

—Te puedes imaginar que con una situación así y dos versiones completamente contrarias ni Agnes ni la Señora supieron qué hacer al respecto. Ramona y el capataz me creyeron a mí, porque me habían criado como su propio hijo, pero Agnes no estaba segura de lo que hubiera podido pasar realmente. Cosette exigió a Agnes que me echase de la casa y como Ramona y el capataz se negaron a trabajar si yo me marchaba, la cosa se quedó así. Les debo mucho a ellos dos por creerme, pero a veces pienso que en el fondo de ellos siempre quedará la duda de saber qué pudo pasar realmente. Yo tenía quince años, tal vez se pensaron que solo estaba sobrepasándome como haría cualquiera con esa edad. Pero yo prometo que no…

—Te creo. —Suspiré y él me miró con una media sonrisa llena de gratitud. Yo se la devolví. Rodeé sus hombros con mi brazo y le mecí unos segundos, besando su cabeza.

Cuando faltaba media hora para que las chicas se fueran, se escondieron en sus dormitorios para vestirse pero al rato el ruido que producían en sus dormitorios llegaba hasta nosotros con claridad. Estaban probándose ropa e intercambiando prendas entre ellas llenas de risas y jolgorio. De vez en cuando alguna de ellas soltaba un grito infantil o una risa escandalosa y nosotros reíamos con ella, divertidos por su entusiasmo a la par que algo preocupados porque estuviesen tramando alguna travesura.

En algún momento comenzaron a salir al porche donde nosotros estábamos sentados para mostrarnos los vestidos que se habían puesto. Paseaban delante de nosotros y nos pedían una opinión objetiva sobre su aspecto. No parecían muy abiertas a recibir nuestras críticas pero todo era una excusa para pasearse frente a nosotros y presumir de sus prendas. María apreció primero con una falda larga de color blanco y después se la quitó para ponerse un vestido algo más corto de color azul marino. Como no parecía conforme creo que se cambió antes de salir de la casa sin decirnos nada. Ana se decidió a la primera, con una minifalda vaquera y unas botas bien altas, por encima de la rodilla. Era delgada y aquellas prendas le sentaban como un guante. Sin embargo Cosette estuvo llamando la atención de todos continuamente. Primero se puso un vestido con vuelo de flores pero algunos de nosotros le dijimos que parecía una campesina y rápido fue a cambiarse. Sacó unos vaqueros claros pero María le dijo que si ellas dos iban a ir con falda o vestido ella también debía vestirse igual. Yo no lo entendí pero parecía algo propio de ellas, así que no me entrometí.

Al final sacó de la mano un vestido que puso sobre su cuerpo para dejar traslucir sus pechos por encima de la tela e intentar convencernos de cómo le quedaría, sin tener que meterse dentro.

—Es un vestido que me compró mi madre para grandes eventos. —Dijo ella mientras el bajo del vestido se mecía con la brisa. Era un vestido de raso de color rosa que a la luz de aquella noche aparecía una piel alienígena con brillo celestial. El cuello era recto y las mangas cortas. Se ceñía en la cintura y en el pecho la tela estaba llena de pliegues.

—¿Cómo vas a ponerte eso para ir al pueblo? —Le preguntó María, con el tono de una madre que se preocupa por el cuidado de la ropa—. Lo destrozarás. Además es un vestido muy bonito. ¿Por qué lo trajiste?

—Mi madre me dijo que lo trajese. —Se excusó, pero yo estaba más que segura de que lo habría traído por cuenta propia aunque fuera solo para enseñarlo—. Por si encontraba la ocasión para ponérmelo.

—Esta no es una buena ocasión. —Sentenció Ana—. Además, ponte algo ya, antes de que vengan a buscarnos. No queremos hacerlos esperar.

Aquella prisa acabó por convencer a Cosette de que no se pusiese el vestido. Volvió dentro del dormitorio y creo que debió dejarse puesto lo que entonces traía porque no tardaron demasiado en coger sus pertenencias y salir por la puerta principal. No las vimos marchar y tampoco se despidieron de nosotros. Cuando me aseguré de que se habían ido comencé a reírme y Maurice se asustó a mi lado, algo turbado por aquella repentina carcajada. Solo podía imaginarme lo que haríamos a continuación.

—Así que tienes una cuenta pendiente con ella, ¿no? —Él asintió, algo inseguro—. ¿Conoces el relato de La estratega del amor, del Marqués de Sade*? —Cuando negó con el rostro yo redoblé mis carcajadas—. Esta noche vamos a divertirnos.

.

Después de asegurarnos de que las chicas hubiesen desaparecido de la casona le pedí a Maurice que se escondiese en mi habitación y en menos de un minuto yo regresé con algo oculto a mi espalda. Él me miraba emocionado pero se entremezclaban la curiosidad y el temor dentro de su mirada, aunque intentó mantenerse a mi altura. Cerré después de entrar yo sin dejar que él descubriese lo que tenía detrás y aunque se levantó e intentó luchar contra mí para descubrir aquello yo escondía, manteniéndome alejada de él. Le miraba como un lobo miraría a un pequeño corderito y aquella expresión parecía gustarle más que asustarle.

—¿Entonces no conoces la historia de La estratega de amor? —Él negó con el rostro, divertido, y se sentó en la cama para escucharme—. Es la morbosa historia de Agustina y Franville, una mujer lesbiana, que odia a los hombres y su pretendiente que estaría dispuesto a hacer por ella lo indecible con tal de casarse con ella. En una fiesta de carnaval donde ella se viste de hombre él se viste de mujer e intenta conquistarla. Lo consigue y acaban a solas en un dormitorio, donde, entre manos y piernas descubre que es un hombre quien se esconde bajo el vestido. Pero ya se ha enamorado y tras una discusión donde él finge que no sabía que debajo del disfraz de hombre había una mujer y cientos de reproches más, ella acaba por comprometerse a que se casará con él.

—¿Qué clase de historia es esa? —Preguntó algo perturbado. Se rió al principio y me había seguido la historia con los oídos bien abiertos, pero tras indagar en la expresión de mi sonrisa descubrió qué era lo que yo tenía a mi espalda. Era un chico listo. Lo supe porque su rostro se volvió ligeramente más lívido. Su sonrisa se desvanecía poco a poco.

Yo lancé el vestido rosa que le habíamos visto a Cosette a su lado en la cama. Se lo quedó mirando al principio como si le hubiese lanzado un arma, o un cuerpo muerto cuya responsabilidad caería en ambos. Luego su expresión se suavizó y pareció incluso divertido con la idea de poseerlo unos segundos.

—¿Qué haremos con él? —Preguntó, imbuido por una excitación temeraria—. Si lo rompemos o lo manchamos sabrán que hemos sido nosotros. No son tan idiotas. Saben que nos quedamos aquí.

—No vamos a hacerle nada. —Me encogí de hombros—. ¿Acaso no has escuchado mi historia? ¿No te haces una idea de lo que haremos?

—¿Vas a ponértelo?

—No. —Sonreí de una forma maquiavélica—. Te lo vas a poner tú.

Él pareció entender, asimilando la historia, pero a los segundos se negó en rotundo terriblemente avergonzado. Supe desde el primer momento que no era porque temiese dañar el vestido de Cosette ni mucho menos. El hecho de ponerse un vestido era lo que le avergonzaba, pero yo me negué en rotundo ante su negativa.

—Si no quieres hacerlo, no pasa nada. No hay problema. Márchate. Me las apañaré yo sola. —Ante aquello se quedó dubitativo, viendo como yo sacaba los enseres de pintura.

—¿Qué vas a hacer con él?

—Pintarlo. —Aquella confesión pareció helarle la sangre.

—¡Pintarlo! Dijiste que no lo mancharías…

—Quiero decir que lo pintaré en un dibujo, no que vaya a pintar sobre la tela… -La aclaración le tranquilizó sobremanera—. Pero me gustaría tener un modelo dentro del vestido para darle forma. Será complicado hacerlo así…

—Espera. —Me pidió, cuando yo extendía el vestido sobre la cama y él me miró con pena—. ¿Por qué quieres pintarlo?

—Tengo la impresión de que Cosette admira mucho mis pinturas. —Dije, cínicamente—. Y como sé que este vestido le gusta tanto pues, ¿por qué no hacer un dibujo de él?

—¿Conmigo dentro?

—Sí. Claro. —Me encogí de hombros—. Eso es la mejor parte.

—Sabrá que lo hemos cogido si le enseñas los dibujos.

—No se me da bien pintar de memoria, pero ella no tiene por qué saberlo.

Después de aquello nos siguió un eterno silencio. Acabó convenciéndose de que sería divertido y le ayudé a desvestirse. Enrojeció como nunca antes le había visto y para cuando estuvo en ropa interior delante de mí ya parecía un tomate. Se tapó avergonzado el pecho con un brazo y la entrepierna con otro, como si tuviese algo que a mí me pudiese causar espanto. Le ayudé a ponerse el vestido y me encantó la sensación del raso junto con su piel. Subí la cremallera que tenía a la espalda y le abotoné los pequeños botones sobre el cuello. Pareció incluso divertirse con él puesto y se miró desde todos los ángulos para disfrutar de aquello. Le quedaba extrañamente bien y se sorprendió él mismo de aquello.

—Túmbate en la cama. —Le pedí mientras le daba indicaciones de qué era exactamente lo que quería.

Mi intención era retratarle de cintura para arriba con una pose relajada sobre la cama. Quería un rostro adormecido o ebrio, unas mejillas rojas y una mirada vidriosa. Le desabotoné el cuello para parecer más desenfadado y abulté las mangas a mi gusto. El color era tan complicado y su rostro tan dulce que me pareció una combinación maravillosa. Los pliegues de las sábanas alrededor de él hube de ahuecarlas igual y cuando pareció que la escena estaba perfecta, me senté delante de él y me puse a pintar en acuarela. Primero hice varios bocetos a lápiz. Algunos me gustaron tanto que no me atreví a pintarlos después y me limité a darles sombras con el propio lápiz. Sin embargo algunos otros sí que los realicé a partir de la acuarela.

—Me matará si le enseñas los dibujos. —Dijo, pensando en las consecuencias de lo que estábamos haciendo—. Y me dará vergüenza que todo el mundo me vea en esos dibujos. Dirán que soy gay.

—Si no quieres no se los enseñaré. —Dije, casi como una confesión—. Con tenerlos yo me basta. La venganza tiene que ser siempre algo personal e íntimo, suficiente para saciar tu propia sed. De lo contrario desembocas en una guerra. —A medida que iba terminando los dibujos o me conformaba con los pequeños bocetos, se los iba pasando para que él los viese y parecía mucho más satisfecho que yo. Incluso en algún momento le retraté con uno de mis dibujos de la mano. Le pedía de vez en cuando que volviese el rostro, que no me mirase, o que se hiciese el dormido. Para probar diferentes tonalidades en la sombras cubrí la lamparita del escritorio con un pañuelo y los contrastes se intensificaron. Parecía que nos había cubierto una sombra y sus ojos se mostraron mucho más brillantes y vidriosos que antes. Los pliegues del vestido se profundizaron pero su expresión seguía siendo cándida.

Al rato le pedí que se incorporase y me diese la espalda, aun sentado en la cama. Le bajé la cremallera y mostró parte de sus hombros. Le pedí que se sujetase la tela, como si estuviese a punto de quitarse el vestido, pero él parecía inquieto y avergonzado.

—¿Quieres que paremos?

—No. —Dijo, rotundo—. Pero que me mires tanto rato me incomoda.

—Lo siento. —Dije pero con una risita al final. Pasé mis manos por su espalda desnuda y él sufrió un intenso escalofrío. Yo me alejé y le pinté así. De repente, él volvió el rostro hacia mí por encima de su hombro, observándome furtivamente por encima de los pliegues de la manga. Capté aquella mirada lo más rápido que pude y él pareció entender que me gustaba aquella pose.

—¿En qué piensas cuando pintas?

—Vaya pregunta. —Suspiré—. En que cada pincelada que doy sea la correcta. En cómo sacar la sombra de la luz y la luz de la sombra. Como dar forma desde una superficie plana y en captar la esencia de una mirada. Eso… eso es lo único que importa al final. Captar los pequeños detalles que doten de… —Volvió a mirarme directamente por encima su hombro—. Con solo pintar la luz que refleja tu mirada el dibujo estaría acabado. Sin nada más. Pero si pinto todo lo demás y no hago esa vida que hay en tu mirada, el dibujo no habrá valido para nada.

—¿Hay algo que no te guste pintar?

—Manos y pies. Y sonrisas. Las sonrisas son muy complicadas, a mi parecer. Si no son perfectas, parecerán perturbadoras.

Me levanté dejando las pinturas en la silla y me senté a su lado en la cama. Yo pretendía volver a colocarle el vestido o al menos colocarle en otra postura cuando al colocar las manos sobre sus rodillas cubiertas con la tela del vestido él se dejó caer con la cabeza en al almohadón. Me miró desde aquella posición con una mirada lujuriosa y las mejillas sonrosadas. Los labios entreabiertos. Ningún pincel sería capaz de captar aquella expresión, y mucho menos la sensación vertiginosa que me trasmitió. Y yo mucho menos.

Ya había cumplido con creces mi venganza con el vestido, pero él no se sentía del todo satisfecho, y buscaba algo más. Tragué en seco mientras me colocaba cada una de sus piernas a cada lado de mi cadera y ante su mirada me deshice del pañuelo de mi cabeza y las trenzas. El largo de nuestros vestidos se entremezclaba sobre las sábanas y aunque nuestras piernas aparecían de vez en cuando entre los pliegues parecíamos arrullados por capas de tela suave y pesada. Siguiendo la línea de su espinilla recorrí toda su pierna hasta llegar a la cara interna de su muslo. Me lanzó una sonrisa ladina para confirmar que ambos estábamos en la misma situación, con las mismas intenciones y yo le devolví aquella sonrisa. Una de sus manos me sujetó la muñeca y me acercó a él, inclinándome sobre su cuerpo. Me besó precipitadamente y lleno de desesperación. Al apoyarme sobre él sentí que estaba duro, y debía haberlo estado durante un rato. Entonces me pareció mucho más dulce recordar como se había tumbado con aquella expresión lujuriosa. Sentí deseos de arrancarle el vestido, pero mucho más erótico se me hacía habituarme a él y hacerme paso a través de las telas hasta su piel, como un complemento para nuestra diversión. Él debía estar pensando lo mismo del mío porque mientras nos besábamos buscaba mis muslos a través de las telas del vestido pero no hizo nada por intentar quitármelo.

Antes de poder pensar en ello le quité la ropa interior y le bajé parte del vestido de forma que quedase libre al menos uno de sus pezones. Lo hice con insensatos tirones frustrados y fácilmente podríamos haber rasgado el vestido, pero eso no sucedió. A él pareció divertirle aquel desenfreno infantil y se dejó hacer, mirándome de vez en cuando con los labios humedecidos y los ojos entrecerrados. Debió descubrir que aquella expresión me enloquecía o tal vez solo era algo natural en él, pero cada vez que le miraba conseguía hacer que perdiese la paciencia. 

Comenzó a tomar algo de iniciativa a partir de que yo también me deshiciese de la ropa interior y me desabotonó la parte superior del vestido, dejándola caer sobre mi cintura. El roce de las telas sobre nosotros hizo que ambos nos pusiésemos ansiosos por apartarlas o por hacernos espacio a través de ellas. Le masturbé mientras él apoyaba una mano sobre uno de mis pechos y la otra hurgaba en mi entrepierna, oculta algo los pliegues de la ropa.

Cambiamos de posiciones y sobre mí le pedí que se pusiese un condón que rescaté de la mesilla de noche. Él se extraño al verme sacar aquello y aunque al principio estuvo a punto de preguntar algo, acabó por dejarse llevar, imbuido en la excitación, y se lo puso obediente.

—Despacio. —Le pedí con el ceño fruncido y él sonrió divertido, asintiendo. Se introdujo dentro de mí mientras ocultaba su rostro en mi clavícula, concentrado. Yo le guié con mi mano y se dejó hacer, estrechándome con fuerza. En ese momento me pregunté si tal vez no estábamos yendo muy rápido y podríamos haber invertido más tiempo en preliminares, pero él parecía preparado y yo deseaba acabar ya. A demás, la situación no nos permitía demorarnos más. El vestido estaba sufriendo ya demasiado y alguien podría entrar de repente y descubrirnos. La ansiedad del momento nos pedía que aligerásemos y yo no sabía si alargándolo acabaríamos por perder el interés en continuar. Aquello se desarrolló con naturalidad y así obedecimos. Él se corrió primero y yo llegué después ayudándome de su mano. Cuando me temblaron las piernas y apreté con mis muslos su mano allí él apreció mucho más divertido que con cualquier otra cosa que hubiéramos hecho antes. Caímos exhaustos en la cama pero rápido nos apresuramos a quitarle el vestido y comprobar que no lo habíamos manchado. Tenía varias manchas de saliva en la zona del escote donde yo le había estado mordiendo pero nada más. Sentí alivio al comprobarlo y lo dejé colgando del borde de la silla a la espera de que se secase y perdiese el olor del sudor de ambos.

Cuando nos vestimos de nuevo y devolvimos el vestido a su sitio le regalé parte de los dibujos que había hecho. Él al principio se negó a aceptarlos pero yo le dije que era lo justo. Había más de diez papeles pintarrajeados, él debía quedarse con parte de ellos por su colaboración. Acabó aceptándolos con una sonrisa y se los quedó mirando con algo de vergüenza.

—Cosette nos mataría si supiese lo que hemos hecho. —Dijo, divertido ante la idea, y se desternilló, cayendo sobre la cama—. Nos mataría seguro. Nos pondría matarratas en la comida.

—No me cabe la menor duda. Pero ella no sabrá nada. Esto queda entre tú y yo.

 

———.———


Donatien Alphonse François de Sade, más conocido nobiliariamente por su título de Marqués de Sade (París, 2 de junio de 1740-Charenton-Saint-Maurice, Val-de-Marne; 2 de diciembre de 1814), fue un escritor, ensayista y filósofo francés, autor de numerosas obras de diversos géneros que lo convirtieron en uno de los mayores y más crudos literatos de la literatura universal. Entre sus obras están Los crímenes del amor, Justine o los infortunios de la virtud, o Los 120 días de Sodoma o la escuela de libertinaje.

 


Capítulo 17            Capítulo 19

 Índice de capítulos

Comentarios

Entradas populares