VENDIMIA - Capítulo 17
Capítulo 17 — No me creerá
Cuando llegó la hora de la cena la Señora descendió por las escaleras ya con una expresión menos tensa. Parecía haber solucionado lo que hubiera acosado su mente y se preparaba para la cena. Cuando le llevé la bandeja y terminó de comer me dijo que volvía a su despacho y que en un rato, después de que yo hubiese cenado, le subiese una infusión de menta. No estaba segura de que se hubiese expresado debidamente porque durante el tiempo que le había servido no me había dejado entrar en su despacho, y mucho menos creí que se pudiesen llevar allá bebidas o comidas. Tras unos segundos dejó de extrañarme y me limité a hacer lo que me pidió. Cené con tranquilidad y aunque el ambiente en la mesa estaba algo tirante por lo sucedido en la tarde con Cosette nadie pareció querer indagar sobre el tema. Había quedado claro que la Señora se pondría de mi parte y no había más discusión. Maurice estaba tan amable como siempre aunque el capataz más serio que de costumbre.
Cuando preparé la infusión de té y llegué arriba hasta la puerta de su despachó la golpeé con los nudillos pensando que la Señora saldría a mi encuentro pero en vez de eso se limito a contestarme desde dentro un “Adelante”. Yo solté un resoplido y pasé adentro, con la mirada fija en la taza. La había llenado lo suficiente como para que el líquido peligrase dentro. Contuve el aliento hasta llegar a una amplia mesa de caoba a mi derecha donde estaba ella sentada. La sentí como una extensa protuberancia saliendo de ninguna parte y su frágil y rígido cuerpo sentado justo detrás. A su derecha la habitación tenía varias ventas, a estas horas cerradas. Unos ligeros cortinajes se dejaban caer sutilmente. No me fijé en nada más que unos cuantos cuadros y unas extensas estanterías. Me pareció ver una mesita de té y unas butacas, pero en ambas había libros o carpetas. Cuando dejé el té sobre el escritorio donde ella estaba revisando lo que parecían unas facturas me di cuenta de que a su lado, en una esquina de la mesa, reposaba mi dibujo. Con media sonrisa me despedí pero ella me retuvo y me pidió que me sentase.
—¿Dónde? —Le pregunté, aunque lo que en realidad quería saber era, ¿por qué?
—Donde quieras. —Me dijo, y con un ademán de la mano abarcó la amplitud de la estancia. Al volverme disimuladamente me di cuenta de que era en verdad enorme. Dos veces más grande que la cocina, o incluso tres porque las estanterías ocupaban un buen trozo de la estancia. Había también muebles bajos llenos de cajones—. Puedes sentarte por allí. —Alzó la mirada para indicarme la mesa de té, pero yo me volví hacia la Señora con una expresión algo apremiante.
—¿Quiere hablar conmigo por lo de esta tarde? Siento mucho que Cosette… —Ella me cortó.
—No. —Y con aquello me volvió a indicar la mesa del fondo.
—¿Puedo preguntar por qué quiere que me quede?
—No. —Sentenció, y tras aquello soltó un largo suspiro—. Solo quiero algo de compañía—. Respondió con algo más de indulgencia.
Asentí sin poder negarme por más tiempo y me conduje directamente hacia aquella mesa, colocada cerca de una de las ventanas. Cuando estuve allí aparté varios libros de los que ocupaban una butaca y dejé caer en ella sin hacer demasiado ruido. Miré directamente hacia la ventana. Eran los ventanales que había visto desde fuera y darme cuenta de ello me dotó de una perspectiva espacial que me descoloco por un instante. Estas serían las ventanas que yo me había quedado mirando, pues distinguí en sus cristales las mismas formas dibujadas en las vidrieras que un día me embelesaron. Las de su dormitorio no tenían los mimos motivos, aunque eran igual de hermosas. Me contuve para no acercarme pero tampoco podía verlas mucho mejor. Yo estaba bastante cerca pero con las cortinas echadas no se apreciaban demasiado bien. Había comenzado a refrescar por las noches y no era muy adecuado tenerlas abiertas a estas horas, y menos en una habitación con libros y documentos por doquier. Una pequeña brisa podría barrer el escritorio donde la Señora estaba sentada.
Levanté la mirada para dirigirla hacia ella. Ella también hizo lo mismo y al segundo volvió a bajarla hacia los papales que parecía estar consultando. Me agradó cuando cogió la taza con una mano y se la llevó a los labios. Paladeó sin mostrar ningún interés por la bebida y después volvió a dejarla en su platillo. Rescaté la pila de libros que había quitado de la butaca para sentarme, pero solo eran libros de contabilidad, administración de fincas o temas parecidos. Ni siquiera quise abrirlos y volví a dejarlos sobre la mesa. Como ninguna de las dos hablaba me pareció que aquello podría ser otra de sus formas de molestarme o hacerme perder el tiempo. Pero solo era incómodo el silencio, la habitación era confortable y dejar que me sentase era un detalle que no me habría esperado.
—¿Tan divertido es mirar hacia la ventana? —Me preguntó y yo levanté las cejas sin saber que contestar a aquello. Negó con el rostro y señaló con una pluma negra con la que estaba escribiendo una radio que había al otro lado de la sala. Encima de un mueble con otros pequeños objetos como un elefante de metal o una pequeña escultura de bronce de David*, con espada y una deforme cabeza debajo de su pie—. Enciende la radio. Si no vas a hablar al menos que algo rompa este silencio.
Me pareció que estaba levemente molesta y no supe muy bien cómo acabaría lidiando con aquello. La situación se volvía cada vez más surrealista y cuando me pidió encender la radio tomé por seguro que solo estaba divirtiéndose a mi costa. Tras encenderla comenzó a sonar, con un poco de interferencias, Waves of the danube de Ivanovici. No sabía muy bien en qué cadena estaría sintonizada pero como ella no me dijo nada, yo no lo cambié. La radio era una Philips de los años 50, bastante maltratada en las esquinas superiores y con una fina capa de polvo. La música de acordeón llenó toda la estancia en un momento y me contuve para no cerrar los ojos y moverme al mismo ritmo, pero algo sobre la radio me llamó la atención. Más arriba de esa, por encima casi de mi cabeza. La delicada talla de un marco dorado. Era bastante grande y hube de alejarme un par de pasos para verlo. Me costó entender cómo había pasado desapercibido de mi vista si su imagen me conmovió tan rápidamente. Pareció cruzar mi cuerpo un rayo y cuando me recompuse me di cuenta de que me había quedado estática, muda y ojiplática mirando directamente una copia del óleo Doña Juana la loca de Francisco Padilla.
Era tan hermoso y las emociones que me trasmitían eran tan conocidas que no puede evitar conmoverme. Contuve el aliento mientras dirigía mi mirada a cada uno de los puntos esenciales de la obra. Juana, el féretro, los acompañantes, las velas y el maravilloso paisaje del fondo. Pero en lo que planté mi mirada durante minutos que me resultaron días fue en el viento llevándose consigo el velo de la esposa y esa perturbadora mirada justo en el centro del cuadro. La sola escena evocaba en mi mente la primera vez que vi ese cuadro así como todas las horas que dediqué a copiar uno exactamente igual. Me dirigí a aquellos lugares en que yo había trabajado y me imaginé que podía ser aquel mismo mi óleo. Las pinceladas de las velas, los detalles del féretro. Aquellos hombres al fondo que no parecían mucho más consistentes que manchas en medio del aire. Algunos pliegues, el león y las águilas bicéfalas de los símbolos heráldicos bajo el féretro. Allí me detuve. No sé en qué momento pude verme a través de aquellas pinceladas que se vislumbraban debajo de la capa de barniz y rápidamente recorrí con la mirada cada uno de los puntos en los que yo habría trabajado. Me sentí identificada en ellos y no solo eso, sino que además se mezclaban en mi mente la confusión y la desorientación para hacerme creer que aquella sensación no era más que una ilusión nacida del deseo y la nostalgia. Deseaba ver en él mi pasado, lo ansiaba y una vez la idea se había implantado en mi mente sabía que no lograría sacarla. Para cerciorarme de mi error busqué con una mirada llena de pena la firma del cuadro para encontrar en ella lo que estaba buscando.
“Visser y su taller”
Puedo jurar que casi me caigo allí mismo, desmayada. Exhausta y mareada. Apreté fuertemente la mandíbula porque sentí que iba a romper a llorar y sin poder aguantarme por más tiempo bajé el rostro y negué para mí misma, cogiendo fuertemente una bocanada de aire que me enfriase la garganta, dolorida por el nudo que se estaba formando. Cuando tragué saliva sentí una punzada allí y acabé sollozando, ocultando mi rostro en la manga de mi vestido. Creo que lloré durante amargos minutos allí de pie, plantada frente a uno de los primeros cuadros que había colaborado a pitar. Aun entonces ni siquiera estaba segura de que fuera nuestro, solo mis sentidos podrían haberlo confirmado, pero en pleno llanto ni siquiera de ellos me fiaba. Cuando pude contener los espasmos y levanté nuevamente el rostro para admirar de nuevo aquellos detalles mis ojos estaban tan empañados que no me ayudaron en absoluto.
No oí a la Señora levantarse del escritorio y antes de poder darme cuenta estaba unos pasos por detrás de mí.
—Es un cuadro hermoso. —Dijo con media sonrisa—. Pero no es tan sobrecogedor para que muestres esa congoja, muchacha.
—Usted no lo entiende. —Dije, dándome la vuelta como poseída por una feliz nostalgia—. Yo lo pinté. Bueno, no solo yo. Pero colaboré para pintarlo. Mire, —Comencé a señalar puntos concretos de la obra—. Estas velas, y estos dibujos heráldicos. Los hice yo. Y también esta gente del fondo, que parece niebla. También los detalles del féretro. Estas zonas doradoras. ¡El vestido de esta dama! —Señalé a una mujer que aparecía sentada a la derecha del cuadro con un vestido amarillo con dibujos en negro.
Cuando me volví a ella esperando al menos una expresión de pasmo o incredulidad no encontré más que media sonrisa y una mirada cándida.
—Se lo juro. —Dije, preocupada porque no me creyese—. En el taller tuvimos muchas bromas con este cuadro. Para hablar entre nosotros, mire, a esta señora de aquí la llamábamos la dormilona porque parece que se ha quedado dormida. Y a esta señora mayor, “la vieja”. A este sacerdote le solíamos decir “El druida” y a esta de la esquina, la que está al lado del fuego, “la que tiene frío”. —Su expresión no había cambiado un ápice y dándome cuenta de que probablemente me hubiese excedido en mi entusiasmo o mis explicaciones bajé la mirada y le di la espalda al cuadro—. Lo siento. No tiene importancia.
—¿Cómo puedes decir esto después de haber estado llorando más de cinco minutos? —Me preguntó anonadada y se acercó a mí para limpiarme las mejillas con sus pulgares. Yo di un respingo y ella misma me sostuvo de los hombros para darme media vuelta y quedar ambas frente al oleo. Ella no me soltó y yo me sentí mucho más firme y segura de lo que había estado nunca. Sus manos sobre mí me contuvieron y sustentaron—. Este lienzo lo mandé realizar cuando mi marido murió. Ya conocía la obra pero no le tuve real aprecio a la imagen que representaba hasta que no sentí en mis carnes la pérdida de mi esposo. ¡Pero esto fue hace ya mucho tiempo!
—Yo lo realicé cuando apenas tenía dieciséis años. Se puede imaginar.
—Ah, bueno. —Meditó ella—. Entonces no son tantos años. ¿Siete? A mí me han parecido más de veinte.
—Que grata sorpresa verlo de nuevo. Uno nunca sabe dónde acaban sus obras cuando las vende. Y después de estar meses trabajando en ellas, llorando y sudando, pasando buenas y malas jornadas, cuando debemos venderlos nos duele como si nos arrancasen un brazo o una pierna. Y creo que es la primera vez, si no recuerdo mal, que me reencuentro con una de mis obras después de haberla terminado.
—Para serte sincera, no pensé que fuera a ser este en el que te fijases. —Dijo divertida y con sus manos aún sobre mis hombros me volvió de cara a la habitación. Yo me solté de ella y me fui directa a un pequeño óleo que tenía al otro extremo de la estancia. Una representación de las Tres Gracias de Rubens, pero con el tamaño reducido por lo menos a la mitad. También recordaba haber trabajado en él. Sobre todo en la zona superior, donde las flores se agolpaban para cerrar la escena como un marco. De nuevo la firma del lienzo me dio la respuesta que necesitaba y al pensar que ella poseía aquellos cuadros me sentí extrañamente conmovida. Los tenía sin saber quién era yo, y ahora me tenía a mí, sin saber que yo los había realizado. No pude contenerme y pasé las yemas de mis dedos por las flores que se agolpaban en aquella escena. Sentí un escalofrío. Yo había realizado aquellas pinceladas, la pastosidad de la pintura me cosquilleó la yema de los dedos. De nuevo en la esquina del cuadro aparecía un “Visser y su taller”
—Así que perteneciste al taller del pintor Visser
—Lo conoce. —Dije yo, más que segura de que así era.
—No en persona, la verdad. Mi marido sí que lo conoció. Fue él quien empezó a hacerle encargos. ¿Cuándo comenzarse a pintar para él? —Yo señalé el cuadro de Juana I.
—Creo que ese fue de los primeros. Apenas tenía dieciséis años.
—Mi marido ya había muerto para entonces. Entonces hay cuadros aquí que nunca debes haber visto. —Me señaló el tercer y último cuadro que había en la estancia. Un paisaje al más puro estilo holandés del pintor Hobbema, El camino en Middelharnis. Fue un regalo que me hizo a mí, por los 15 años de matrimonio. Sabía que era una de mis pinturas favoritas y contactó, creo que por primera vez, con el taller de tu maestro para encargarle esta obra. Teníamos muy buena recomendación de él.
Es cierto que conocía la obra pero jamás había visto una copia de ella y tampoco sabía que Visset hubiese realizado una hasta entonces. Había pintado tantas obras antes de conocerme que no me extrañaría que se fuese hacer todo un museo con copias suyas. Cuando me acerqué sin embargo pude distinguir su estilo y su técnica a pesar de que al fin y al cabo no era más que una copia. Estaba firmado únicamente por él. Visset.
—Le diré que he visto esta obra. —Dije en alto—. Le hará mucha ilusión.
—Me informaron de que cerraron el taller. —Dijo ella pero sus palabras a pesar de ser sinceras y solemnes me dolieron como si me hubiese pinchado con un alfiler
—Así es. —Me volví hacia ella—. Las pérdidas eran mayores que las ganancias. Yo siempre le decía que cobraba muy poco por las obras que hacíamos. Él decía que si subía las tarifas los clientes no querrían pagarlas. Pero nosotros hacíamos nuestras propias pinturas y las materias primas no son baratas. Además, a nosotros siempre se nos pagó muy bien. No puedo quejarme en ese aspecto. Se valoraba nuestro trabajo. Pero los últimos meses trabajé gratis para él, con la esperanza de que eso salvase el negocio. Pero él llevaba trabajando gratis muchos años antes de que terminásemos arruinados. —Hablando en alto me di cuenta de algo y me volví hacia ella con una mirada extrañada—. ¿Estaba esperando que me fijase en los cuadros?
—Así es.
—No se ha sorprendido cuando le he dicho que yo colaboré…
—No. Lo supuse. Pero no estaba segura. En verdad no pensé que estuvieses en su taller desde tan joven.
—No entiendo. ¿Qué le ha hecho pensar eso?
—Cuando te dije que deseaba tener un A. Mendoza no me acordaba de que ya tenía uno. Lo había olvidado por completo.
Yo fruncí el ceño y cuando pudo ver que las lágrimas se me agolpaban en los ojos me sujetó por uno de los hombros y me condujo fuera de la habitación. Recorrimos el pasillo hasta la habitación de invitados donde supuse que algunas noches se quedaría Agnes a dormir. Pero la cama estaba hecha, las ventanas abiertas y olía al frescor que entraba desde el jardín. Cuando encendimos la luz en la cabecera de la cama apareció un óleo alargado, bastante grande para la habitación pero a mí me pareció que encajaba de maravilla. Allí se representaba una Anunciación, de Leonardo da Vinci. Nada más verla retiré la mirada casi avergonzada y me escondí en el brazo de la señora. Comencé a llorar de nuevo.
Era un lienzo que había realizado dos años antes, cuando Visser y yo ya estábamos solos en el taller. Llevaba mi nombre aquel lienzo, aparte del de Visser, pero me conmovió saber que en ese cuadro yo había sido la que gobernó, la que realizó la composición y la que puso casi todas las pinceladas. Era más mío que de nadie y podía verme en cada una de las pequeñas esquinas de aquella obra. Ahora, al verla después de tanto tiempo y después de un último año tan nefasto como el que había tenido, me sentía como si me estuviese reencontrando con un hijo. O algo mucho peor, con una persona que ya no era yo misma y a la que anhelaba. Deseaba volver a ese momento, a ese instante. La escena de por si no me decía nada pero aquella obra concreta, sabiendo que la había creado poco a poco, en cada pequeño aspecto, me conmovió y lloré abrazada a la cintura de la Señora Schwarz. Ella me sostuvo por los hombros y me golpeó ligeramente la espalda.
Cuando pude despegarme de ella estuve incluso tentada de arrodillarme al pie de la cama y rezar, o llorar de nuevo, o gritar. Lo único que podía hacer era negar con el rostro mientras me pasaba la manga de la camisa por los ojos.
—Vine corriendo nada más que vi tu firma en el papel. La forma de la A. La forma de la M sabía que me recordaban a algo. Que boba. —Se dijo y yo negué con el rostro—. Como está en esta habitación apenas lo veo. A mi marido siempre el hizo mucha ilusión este pasaje de la biblia. Como verás no hay más cuadros con escenas religiosas en esta casa, pero creo que le gustaba especialmente porque el tema de la anunciación era un recordatorio de que jamás había tenido hijos. Lo encargué hace dos años y medio, cuando él ya había fallecido, solo por complacerle esté donde esté. A Agnes le conmovió tanto la pintura que me pidió que la dispusiese aquí. A veces duerme aquí cuando no regresa al pueblo.
—Fue de los últimos que realicé. —Solté, como si me estuviese quemando en la garganta—. Fueron siete meses de trabajo. Más tres a esperar que se secase el barniz. ¡Yo barnizaba todos los cuadros! ¿Sabe que de esos siete meses solo 3 cobré por el trabajo? Ya no hubo más dinero después de aquello. Y algunos otros cuadros que pinté después de aquel. Pequeños retratos, pequeños bodegones. Pero cuando terminé este supe con certeza que sería una gran obra, mi última obra en aquel taller. Cuando un pintor deja de cobrar por su trabajo, su obra va muriendo poco a poco.
Nos quedamos varios minutos mirando aquel cuadro en silencio. De vez en cuando me sorbía la nariz.
—Así que esta eres tú, la que ha pintado las obras que tengo en mi casa. —Dijo, como si me acabase de descubrir. Como si todo este tiempo no me hubiese ni siquiera echado una mirada.
—También soy la que le lleva el desayuno cada mañana y quien le ayuda a desvestirse cada noche. —Al decirlo me di cuenta de que podría sonar inapropiado pero mi tono ofendido predominó sobre mis palabras.
—Es cierto. Esa también eres tú.
Hubiera mentido si hubiese dicho que sentí que por primera vez me miraba como a una igual. Como alguien a su nivel o altura. O tal vez, que miraba a mi verdadero yo, a quien no había dejado salir desde hacía por lo menos un año y quien se había mantenido oculto bajo un vestido y un pañuelo en la cabeza. Detrás de una cara amable y una sumisa servidumbre. Pero en verdad me miró como me había mirado desde el primer día. Con algo de malicia y media sonrisa asomando en su comisura.
Al rato el silencio se había prolongado tanto que comencé a ser consciente de la realidad que me rodeaba y el ridículo que había hecho llorando como una niña. Me deshice de los últimos restos de lágrimas sobre el rostro y le pedí disculpas por mi comportamiento. Ella se rió pero no dijo nada.
—Debería volver a las tareas. O por lo menos volver a mi habitación. Cuando desee ir a la cama hágame llamar. —Dije eso mientras salía hacia el pasillo, excusándome. Ella entendió que debía sentirme terriblemente incómoda con lo sucedido y se limitó a dejarme ir.
—Cuando Agnes venga mañana le diré que el cuadro lo pintaste tú. No me creerá.
—¡No! —Negué con el rostro—. No le diga nada, por favor. No se lo diga a nadie. Bastante presión tengo ya con los demás como para que sepan esto.
—¿Qué hay de malo? —Me preguntó, sorprendida por mi reacción.
—No tengo ni idea. Pero creo que el hecho de implicarme aún más con usted puede levantar ampollas.
—Si tienes alguna queja sobre algún compañero, solo tienes que decirlo.
—No sería justo por mi parte, a la tercera semana de estar aquí, comenzar a quejarme de mis compañeros.
—Tienes todo el derecho. El aire nuevo tiene el deber de remover el polvo que se ha quedado posado.
Sus palabras me dejaron sin una respuesta y como única forma de despedirme bajé la cabeza y me despedí de ella. Le había dado a entender que todo aquel descubrimiento me había hecho sentir incómoda, pero lo cierto es que aunque había una parte de verdad en ello, también estaba muy ilusionada. Los sentimientos se me agolpaban en el cuerpo haciéndome temblar, pero la emoción predominante era una felicidad tremenda. Aquello me acercaba más a la Señora, y de una manera u otra sin yo saberlo había formado parte de la creación de algunas de sus emociones más fuertes a lo largo de su vida. Sabía que a la larga aquello podría traerme problemas, pero sobre todo, me traería alegrías.
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