VENDIMIA - Capítulo 16

Capítulo 16 — Es mentira

Al día siguiente me levanté a la hora que solía a pesar de que la señora necesitase de mi ayuda más tarde de las siete. No me importó adelantarme y refugiarme en cocina para comenzar a preparar el desayuno o regar el huerto. Ramona me reprendió advirtiéndome que aquellas no eran mis tareas ya pero deseaba fervientemente hacerlas, o de lo contrario me quedaría en la cama boca arriba sin saber qué hacer. Cuando fue la hora de despertar a la señora subí arriba y ella ya me esperaba con los pies apoyados en el suelo, sentada en la cama aun con el rostro algo confuso por la ensoñación. Ya se había enjuagado la cara con agua en el baño y me había alcanzado la ropa que quería ponerse, doblada a un lado de ella sobre la cama. Cuando la acompañé hasta el salón y le serví el desayuno me aseguré de que no hubiese nada que requiriese mi presencia. La fruta ya estaba partida y la tostada podría sujetarla con la mano. Ella me preguntó si me encontraba mejor que el día anterior y yo le pregunté exactamente lo mismo unos segundos después.

Así continuamos por unos días. A mitad de la semana ella ya podía moverse con mucha más soltura que antes y aunque no necesitaba mi ayuda para bajar escaleras o comer, sí que le seguía resultado difícil cambiarse de ropa o asearse. A pesar de ello seguía encomendándome las tareas más superfluas, como llevarle la comida, atender algunos de sus recados personales y llevarle los caprichos que dispusiese de mí. En un par de días ya me conocía los rincones más apartados de su dormitorio. Sabía que lo había en la mayoría de los cajones, gracias a peticiones que ella me hacía, qué clase de ungüentos o jabones tenía en el cuarto de baño, donde guardaba las joyas y también la clase de criterio que utilizaba para escoger la ropa. Averigüé por mi cuenta, que solía vestir de colores muy oscuros, en el caso de no pudiese permitirse vestir toda de negro. Hacía excepciones con camisas y ropa interior. Pero aun así la mayoría de sus calcetines, por ejemplo, eran de color oscuro. Me sorprendieron algunos elegantes vestidos y también ropa masculina que era exclusivamente suya, como camisas o corbatas. Y jamás perdió un solo ápice de su presencia al vestir una prenda u otra. Todas eran capaces de reflejar la magnanimidad que ella irradiaba por los poros de su piel.

Conocí de ella también pequeños hábitos como peinarse el cabello antes y después de acostarse pero nunca me pidió que le hiciese ninguna clase de peinado complejo, no más que un recogido en lo alto de su nuca. Por una parte me imaginé que sería porque consideraba que yo no estaba capacitada para ello, y no era mentira, pero la verdad es que el cabello suelto era mucho más elegante y vistoso que cualquier peinado o recogido que se hiciese. Tenía unas hondas naturales que parecían la marea del mar rompiéndose contra la costa. Cuando peinaba su cabello podía sentirme la persona más afortunada del mundo, y después, me olisqueaba las manos en busca del olor de su cabello por mis dedos.

También le gustaba hacer diferenciación entre sus perfumes. Así como los más afrutados y ácidos los usaba de día, los más dulzones le gustaba ponérselos por las tardes y noches. Aunque no fuese a ningún lado. No usaba mucho maquillaje y cuando un día me pidió que le ayudase a pintarse los ojos no le gustó la forma en que lo hice porque estaba acostumbrada a un estilo más sobrio. Sin embargo los labios se los pintaba con intensos tonos de rojo o granate. No solía usar joyas. Ni pendientes, ni collares, ni anillos, a excepción del de casada. Pero una de sus peores manías era la de despreciarme con un gesto de su mano cuando ya no necesitaba de mi ayuda o no quería que siguiese más tiempo delante de ella. Solía hacerlo cuando acababa de vestirla y quería bajar sola las escaleras o bien se escondía en su despacho para trabajar.

A mediados de semana ya me había acostumbrado a aquella rutina y la practicaba con total diligencia, a pesar de los momentos incómodos. A decir verdad, con el paso de los días la idea de desnudarla o volverla a vestir comenzó a parecerme de lo más natural. Dejé de verla con recato y me limité a imaginar que solo le quitaba una piel para ponerle otra. No me quedó más remedio que normalizar su cuerpo, el color de su piel, su olor o su mirada mientras la desnudaba para poder realizar mi trabajo con la mejor voluntad. A causa de ello, o gracias a ello, se estableció un ambiente mucho más agradable entre las dos. Supuse que al principio ella también se sentiría vulnerable, mucho más que yo, pero no podía pensar en ello porque resultaba irreal que ella pudiera tener esa clase de vergüenza frente a mí. Con los días nos acostumbrarnos a ello y como yo jamás dije nada para contrariarla o molestarla, y ella tampoco sobrepasó o me obligó a sobrepasar la línea que nos separaba de nuestra labor, todo quedo allí, floreciendo con naturalidad.

El miércoles a media tarde la Señora me pidió que la acompañase fuera, porque el tiempo se había vuelto un poco más suave y ya no parecía que el sol golpease con tanta fuerza a aquellas horas por lo que se sentó en las mesas del jardín y se puso a leer el periódico de aquella mañana. Me pidió que le trajese un café y cuando se lo llevé me dijo que podría tomarme un par de horas de descanso, como no podía ser de otra manera porque eran mis dos horas de tregua. No tenía ánimo de estar fuera porque podía escuchar como la cocina estaba abarrotada de personas y sabía que en el porche estarían lavado la ropa. Me encerré en mi dormitorio y me propuse leer pero no estaba segura de poder concentrarme en nada y decidí tumbarme boca arriba en la cama con un libro en la mano y al menos intentar avanzar un poco en la lectura cuando me percaté de que había metido una de las acuarelas en el libro que tenía sobre las manos. Aun boca arriba me aseguré de que no estaba entre las hojas de este revolviéndolas y pasándolas a prisa. Después sacudiendo el libro por encima de mi cabeza y la primera idea que se me vino a la cabeza fue que se habría caído desde el escritorio hasta la cama. Pero por el suelo no lo encontré y lo segundo que pensé fue que tal vez no lo había guardado allí, como yo recordaba, sino que los habría dejados todos juntos en el libro de Lovecraft.

Me levanté al tiempo que me invadía un súbito vértigo. El pánico se apoderó de mí y cuando me incorporé fuera de la cama me di cuenta de muchos otros detalles que me habían pasado desapercibidos al entrar. Mi escritorio tenía las cosas levemente desiguales a como yo las había dejado. De mi armario sobresalía la manga de una camisa que yo no había dejado así y de seguro que las sábanas estaban algo revueltas si me hubiera fijado en ello antes de tumbarme yo encima. Sentí un calor febril ascender hasta mis mejillas y con él el sudor y el escalofrío propios del pánico. Rebusqué dentro del libro de Lovecraft para cerciorarme de que efectivamente allí no estaba la acuarela que estaba buscando, pero tampoco estaban el resto. Ni los paisajes que había hecho, ni el retrato a Ramona, y por desgracia tampoco el que haba hecho de la Señora. Aquel era el único que realmente me importaba que hubiese salido de mi habitación. Agucé el oído pero no se oía nada en las habitaciones contiguas. Agucé el olfato pero no pareció que oliese a nadie que no fuese yo en aquella habitación. Me restregué las sábanas por el rostro pero no detecté en ellas la presencia de nadie que se hubiese colado en la habitación. Me volví loca. Recuerdo rebuscar en cada uno de los rincones de la habitación con la intención de encontrarlos, fuese donde fuese. Si era yo quien los había perdido no me importaría reprenderme más tarde. Pero si alguien me los había sustraído de la habitación podía encolerizarme. O morirme de vergüenza. Eso depende de quien los tuviese. Pero solo se me venía una persona a la mente, el problema era buscar el motivo de aquella sustracción.

Salté fuera del dormitorio con las manos temblándome y aún ilusionada con que las acuarelas siguiesen escondidas en mi habitación. No era capaz de imaginar, dentro de aquel estado de ansiedad, qué era lo que Cosette se tramaba quitándome las acuarelas, ni cuál sería el peor de los escenarios que pudiesen mostrarse a causa de aquellas pinturas. Lo único que quería era enfrentar a Cosette y exigirle, aún sin pruebas, que me devolviese los dibujos. No sabía si lo haría, y en verdad me daba igual que los destruyese, pero solo quería saber que era ella la que me los había quitado, colándose en mi habitación.

Salí en busca de Cosette hacia el porche pero allí solo encontré a María y Ana tendiendo las sábanas, por lo que me di media vuelta hacia el interior con rostro contraído por la rabia y llegué hasta la cocina, pero antes de lanzarme contra el pomo de la puerta solté un largo resoplido y recordé el consejo de Maurice. Si lo que ella buscaba era provocarme había conseguido hacerlo, pero no estaba segura de que me beneficiarse lanzarme a su cuello tan prontamente. Entré con decisión a la cocina pero no mostré el menor interés por los que estaban allí. Intenté fingir desdén o aburrimiento, como excusa para abordar la cocina, pero me sorprendí al no encontrarla allí. La puerta al exterior estaba abierta y cuando pregunté por Cosette y me dijeron que acababa de salir afuera se me encogió el corazón.

Rápido advertí cual sería el peor final para mis dibujos y me abalancé hacia fuera, corriendo en dirección al jardín donde descansaba la señora. Me detuve como frenada por un resorte al ver allí de pie a Cosette, con los dibujos sobre la mesa de la Señora y esta observándolos con detenimiento. La vi desde lejos como dejaba el periódico a un lado con desgana y parecía que en su rostro se formaba una expresión confusa, primeramente, y después cautelosa. Cosette levantó la mirada para mirarme desde la distancia y yo palidecí allí quieta, temblando de pies a cabeza. Me despedirían. Ya estaba hecho. Lo siguiente en lo que pude pensar fue en la reprimenda que recibiría de mi padre y después en la reprimenda de la señora, que estaba a punto de sufrir. Me encontró ella también allí a lo lejos y me hizo una señal para que acudiese de inmediato a su lado. Yo no sabía cómo comportarme y se me agolpaban las emociones. Ponerme a la defensiva tal vez no serviría más que para empeorar la situación y culpar a Cosette de haber entrado en mi cuarto solo me quitaba cierto peso de culpabilidad. Sin embargo los dibujos eran míos y a pesar de no estar firmados, cualquiera lo afirmaría.

Cuando me situé al frente de Cosette y la Señora, esta dejó los dibujos sobre la mesa. Extendidos, para que pudiese verlos todos. Puso una mano extendida encima de ellos. No sé si por miedo a que el viento los arrojase fuera de la mesa o fuese yo quien se los arrebatase.

—Cosette me ha traído esto. —Dijo la Señora con claridad, anunciando ya desde un principio que no le importaba de dónde los hubiese obtenido. Ya no podía excusarme en aquello—. ¿Qué son?

—Acuarelas. —Dije, frunciendo el ceño. No esperé aquel interrogatorio tan banal. En mi mente ya maquinaba qué decir a continuación, pero ella me sorprendió con un tono mucho más seco. Cosette mantuvo una expresión neutra todo el tiempo.

—Ya sé que son acuarelas. Lo que quiero decir es cómo te atreves a hacer algo como esto.

—Algo… ¿algo como esto? —Pregunté, tartamudeando y sin saber a qué atenerme.

—Sí. —Seleccionó de todos ellos el que la representaba a ella. Dejé de sentir las piernas y creí que me caería allí mismo. Solté un largo resoplido, haciendo evidente que me sentía acorralada—. Esto. —Señaló su retrato—. ¿Qué es esto?

Como no supe muy bien qué contestar a eso la miré directamente a los ojos y creí que podría gritarle desde mi mente para decirle que era ella, que era un retrato de ella aunque su rostro no se viese del todo definido. Pero me mordí el interior de las mejillas y solté media sonrisa.

—Es una acuarela inspirada en dos obras bien conocidas. He tomado a la modelo del Boceto para el retrato de Madame Gautreau por John Singer Sargent. Y a su vez la composición y perspectiva del cuadro Plein Air del pintor español Ramón Casas.

Cuando solté aquello me di cuenta de que ella se levantaría y me cruzaría la cara de una bofetada. Ni siquiera yo pude aguantar una media sonrisa al oírme decir aquello. Estaba claro que no me había creído y sin embargo se quedó largo rato mirando el dibujo en silencio, con la misma expresión arisca que al principio. Cosette se frustró por lo que dije.

—¡Es mentira! Es un retrato suyo, señora. Y de seguro que tomado sin permiso. A eso se dedica, señora, a pintarla cuando usted no se da cuenta. —Y efectivamente tenía toda la razón del mundo. Además, en la escena bien parecía que la mujer no se estaba dando cuenta de que la estaban retratando. Había distancia entre el pintor y la persona y el rostro estaba ligeramente vuelto. Yo temí decir algo más.

—¿Tienes las acuarelas aquí? —Me preguntó. Hacía referencia al material de pintura. Yo negué con el rostro.

—En el cuarto.

—Ve a buscarlas. De inmediato.

Cuando me lo dijo me quedé algo atónita. Presupuse que las iba a romper o se las iba a quedar. Me estaba castigando como a una niña pequeña que se excede jugando con sus juguetes y ahora su madre se los retira para que pueda centrarse en las tareas. Con pesadumbre regresé con la cajita metálica de acuarelas y unos cuantos pinceles dentro. También había en el interior un botecito con un poco de agua y un lápiz. Cuando se lo entregué sin embargo no lo cogió. Me extendió su retrato y me fulminó con la mirada.

—Fírmalo.

Cosette y yo nos quedamos mudas un instante. Yo miraba alternativamente al dibujo y a la Señora con el ceño frunciéndose por momentos. La cajita en mi mano temblaba y creo recordar que se la ofrecí a ella de nuevo, ¿o acaso no me la retiraría? Volvió a negar con el rostro y me señaló el dibujo.

—¿No vas a firmarlo? Entonces ni es tuyo ni vale nada. Te dije que algún día querría algo firmado por ti. Vamos. Fírmalo.

Como no sabía si estaba en posesión de quejarme o negarme me limité a humedecer el pincel dentro del botecito de agua y firmar con tinta roja en una esquina, justo debajo del “Madame X” que había escrito hacía días. Cuando ella pareció conforme lo recogió y se lo quedó mirando durante largo rato. Cosette no sabía qué estaba pasando pero yo tampoco puedo adjudicarme ese privilegio. Cerré mi cajita de acuarelas y la Señora se limitó a devolverme el resto de dibujos. Solté un suspiro atronador que a Cosette le pareció una derrota.

—¿Qué pasa? —Preguntó—. ¿No va a reprenderla?

—¿Debería reprenderte a ti? Seguro que te colaste en su habitación para rebuscar algo con lo que culparla de cualquier cosa. —El tono de la señora era calmo. Lo suficiente como para no ser amenazante pero aun así parecía bien peligrosa.

—No es cierto, —mintió Cosette—, los encontré por ahí.

—¿Entonces cómo sabes que son suyos?

—Es la única que pinta. —Dijo Cosette como si fuese lo más normal del mundo. Yo enrojecía más y más al ver como la Señora no soltaba mi dibujo. Sonreí, sin poder evitarlo, llena de ternura—. Es la única que tiene aquí acuarelas.

—Bien podrían ser mías. —Dijo la señora—. Yo podría haberlas comprado a algún artista en el pueblo o incluso podría haberle pedido a ella que las hiciera para mí. Dado que las has encontrado por ahí tiradas… ¿No te das cuenta de que la estas… —La Señora se detuvo y se quedó mirando con pasmo algo dentro de su propio retrato. Pensé que podría ser la firma, que al no estar seca, la tinta se hubiese desplazado pero cuando me asomé por encima del dibujo estaba intacta. Ella pareció por un momento dejar la mente en blanco y cuando regresó ya no sabía lo que estaba diciendo. Se limitó a mandar a Cosette a la cocina con la amenaza de que la siguiente vez que me importunase se iría de la casona y a mí me retuvo unos momentos. Tenía una expresión en el rostro que nunca había visto en ella. Parecía aturdida. Se deshizo de ella con una media sonrisa y me preguntó si podía quedarse el dibujo.

—Claro. —Le dije, más aturdida incluso que ella—. Puede hacer lo que quiera con él… —Antes de terminar de hablar ya se había levantado y con la muleta en una mano y en la otra el dibujo se condujo al interior de la casa. Le pregunté si deseaba que le ayudase a llegar arriba pero me despachó con un gesto de su mano. Desapareció más a prisa de lo que yo hubiera imaginado que pudiera moverse y me quedé allí, henchida de orgullo y sonriente, apretando las acuarelas y los dibujos en mis manos.

 

Como no me quedé a gusto con cómo habían quedado las cosas con Cosette me encaminé directa a la cocina para descubrir que la discusión había tenido espectadores. Maurice y Belmont estaban cerca de la entrada de la casona fingiendo que quitaban malas hierbas en los alrededores de las escaleras y Ramona y Bella estaban asomadas a la puerta de la cocina con una expresión de inocente curiosidad. Casi preocupación maternal. Cuando llegué a la cocina me encontré a Cosette allí poniendo unos huevos a cocer para la hora de la cena y mientras maniobraba de un lado a otro yo entré y la enfrenté, poniéndome a su lado con los brazos en jarra.

—¿Y bien? —Le pregunté—. Ahora que has visto que tengo el favor de la Señora ¿vas a seguir molestando o puedo ya olvidarme de ti?

—¿Cómo me hablas así? —Me preguntó, con toda la altivez que pudo.

—Deberías recordar que soy mayor que tú y de igual manera que te diriges con respeto a Ramona también deberías dirigirte a mí. No soy una niña y no voy a entrar en tus juegos. A demás, tu mala reputación te va a preceder hagas lo que hagas contra mí. Y si me despiden, créeme que me trae sin cuidado. Tengo una vida fuera de aquí. Dudo que tú puedas permitírtelo, sin embargo. —Parecía hacer oídos sordos, soltando de vez en cuando alguna sonrisa desafiante. Ramona y Bella escuchaban desde fuera pero estas no pudieron evitar entrar para seguir enterándose de qué estaba ocurriendo.

—¿Qué has hecho ahora, chiquilla? —Le preguntó Ramona a Cosette con más preocupación que curiosidad.

—Nada. —Dijo esta, bajando la mirada y concentrándose en poner agua a cocer.

—Yo no voy a decírselo. —Dije yo—. Tú sabrás si quieres que nos llevemos bien o que nos sigamos metiendo en problemas. Creo que llevas las de perder hagas lo que hagas. Pero puedes estar tranquila que yo no voy a rebajarme a tu lugar.

Con aquello creo que me sentí suficientemente satisfecha y salí de la cocina, aun con muchas más cosas que decirle pero con aún más ganas de sujetarla del pelo y golpearle la cara con el borde de la mesa. A pesar de eso llegué a la habitación y antes de darme cuenta estaba de nuevo sonriendo para mí misma mientras veía que entre mis dibujos ya no se encontraba de le la señora. Jamás hubiera contemplado aquella posibilidad, pero ahora parecía que nada podría haber salido mal de aquello.

 

 

 

 

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