VENDIMIA - Capítulo 15

 

Capítulo 15 — Tienes mala cara

Cuando llegó la hora de la cena la Señora me mandó llamar y cuando llegué al salón la encontré sentada en una mesa alta con varias sillas vacías alrededor. La muleta esperaba apoyada a un lado de ella y sus manos juntas sobre la tabla. Ella esperaba a que llegase a su lado. Cuando lo hice me contuve para no reprenderla por haberse levantado sin mi ayuda, pero no parecía tener tantas dificultades.

—¿Han terminado la cena? Tráemela, por favor. —Me pidió.

Yo me escabullí a la cocina y una vez allí dentro no pude evitar hacerme con la bandeja y comenzar a llenarla con los platos y cubiertos que necesitase. Cosette ni siquiera estaba allí así que me apuré para no tener que encontrarme con ella. Ramona se dio cuenta de las prisas que llevaba y cuando quiso ayudarme, yo me negué y le pedí que continuase colocando la vajilla en la mesa de ellos.

—¿Qué has preparado de cena?

—Una pechuga de pollo con hierbas y pimientos asados.

—Joder. —Me quejé mientras veía como las pechugas se alienaban en la bandeja del horno.

—¿Tienes algún problema? —Me preguntó, con un tono enfadado por mi palabrota.

—Ninguno. —Murmuré y puse una de las pechugas en el plato de la señora, acompañada de unos cuantos pimientos asados. Después vertí agua en la copa y puse a un lado un melocotón recién lavado. Doblé la servilleta, puse sobre ella los cubiertos y me marché justo cuando por la puerta entraba Cosette. Tuve que hacer un quiebro para esquivarla y que no se me cayese todo encima. Ella se desternilló y me palmeó el hombro.

—Bueno, bueno. ¡Mira quién tiene ahora que ir de un lado a otro con la bandeja! Mucha suerte, muchacha. No sabes la que te ha caído. Casi me das pena.

—Cosette, déjala marchar. —Le avisó Ramona mientras yo intentaba zafarme de ella, porque ella se interponía entre la puerta y yo.

—Cuando vuelvas te habrás quedado con el trozo de pechuga más pequeña que haya.

Yo resoplé y la aparté de un empujón. Cuando salí afuera la Señora no me miró hasta que no me tuvo justo a su lado. Yo dejé la bandeja enfrente de ella y se la quedó mirando con muda resignación. Apartó la copa a un lado y bebió un poco de agua. Sin embargo no tocó nada más.

—Tienes que partir la carne. —Me pidió y yo asentí mientras hice lo posible por desmenuzar la pechuga de manera que ella pudiera seleccionarla con el tenedor. También partí en trozos los pimientos. Cuando puse la bandeja delante de ella me miró con la misma expresión hierática que al comienzo—. Más te vale regresar a la cocina a por un cuchillo, y mientras yo como, tú pelas el melocotón. ¿Tendrás siempre este poco cuidado?

—No, señora. Vuelvo en un instante.

Cuando regresé con el cuchillo para pelar el melocotón ella no había probado aún la comida. Esperó hasta que yo estuve allí y me pidió que me sentase delante de ella para que pelase la fruta. Me senté en la silla y con un pequeño plato que había traído conmigo comencé a pelar la fruta. Entonces fue cuando la señora levantó los cubiertos del plato y se dignó a comenzar a comer. Yo la miraba con el rabillo de ojo mientras se movía, y con vergüenza observé como con premeditación levantaba los pliegues de la servilleta en busca de algo. Rápido aparté la mirada de ella porque lo hizo con malicia. Sabía que me sonrojaría aquello y desde luego que lo consiguió. Una pérfida sonrisa salió de sus labios y yo contuve un escalofrío.

Cuando había pelado la fruta pregunté si podía marcharme pero no me dejó ir. Me pidió que esperase a que ella terminase de comer, por si volvía a necesitar mi ayuda. Sabía que solo me retendría para divertirse pero verla comer me estaba dando hambre. Eché de menos la compañía de Maurice y la protección de Ramona. No paré de jugar con el borde de mi mandil sobre mi regazo hasta que ella consideró que había terminado de comer. No podía retirar la mirada de las mondas del melocotón, que tan apetecibles me estaban pareciendo.

—Puedes llevarte la bandeja, después me ayudarás a subir las escaleras y me acompañarás al despacho. Cuando den las once te estaré esperando en el dormitorio para que me ayudes con el cambio de ropa.

—Sí señora. —Asentí, pero las rodillas me temblaron y tropecé al levantarme de la mesa, haciendo que esta temblase un instante. Me disculpé y ella me ignoró. Cuando llegué a la cocina Ramona esperaba que me sentase a la mesa, donde ya habían desaparecido la mitad de los comensales. Solo Cosette, Maurice y Belmont aun estaban con el postre. Yo le pedí a Ramona que hiciese el favor de ir sirviéndome la cena mientras acompañaba a la mujer arriba.

La Señora aun me esperaba sentada en la mesa, y cuando yo llegué se incorporó a duras penas y le pedí que me indicase como ayudarla. Me dijo que solo necesitaba que me pusiese a su lado y le sostuviese el brazo sano, sin incomodarla a la hora de sujeta la muleta. Subimos la escalera con menos dificultad de la que me habría imaginado y cuando llegó a su despacho se despidió de mí con un gesto de su mano. Yo bajé corriendo las escaleras para cenar.

Cuando comencé a cenar Ramona echó a Cosette de la cocina y poco después Belmont se marchó también. Ramona se puso a limpiar los pocos tratos que quedasen sucios y Maurice me dio conversación el tiempo que estuve allí cenando. De vez en cuando me ayudaba sirviéndome más agua o cortando la fruta que me comería después, a cambio de un tanto por ciento de esta que me sisaba sin darme cuenta. O al menos eso le hice creer.

—Tengo que acostarla a las once. —Le dije a ambos que me estaba allí escuchando pero no parecieron tan sorprendidos como yo—. Es muy desagradable conmigo. —Suspiré—. Creo que solo me lo está haciendo pasar mal aposta.

—Seguro que sí. —Dijo Maurice, algo más divertido de lo que me hubiera gustado verlo—. Pero si aguantas seguro que deja de molestarle.

—¿Con Cosette hace igual? No me extraña que esté amargada.

—No. —Negó Ramona—. Con Cosette no. Con todo el mundo. Incluso con Agnes.

—Pues no me da la gana. —Sentencié y me llevé a la boca un trozo de melocotón. Rumié aquello unos instantes y Maurice acabó por posar su cabeza en mi hombro y quedarse medio adormilado. Aún quedaba una hora y media hasta las once. Me pensaría muy bien en digerir mi enfado hasta entonces o podría buscarme un problema.

Fue sin embargo a las diez y media cuando la Señora me hizo llamar a su habitación. Lo hizo con el sonido de una campanita que yo tardé largo rato en identificar como una señal para que acudiese allí. Me esperaba en el dormitorio, sentada en la cama mientras se deshacía de la incómoda muleta con un gesto brusco de su mano. Parecía cansada y algo fatigada así que la reprendí por haber llegado hasta allí sin ayuda. Ella de nuevo me ignoró.

—Prepararme un baño. —Dijo, cortante, y señalando con la mirada una de las puertas que adornaban pared de su habitación. No fue hasta ese momento en que no caí en la inmensidad de su dormitorio. La cama, cubierta con unas sábanas blancas y acolchadas como la nieve recién caída. Sobre ellas unos cojines de pelo beige de diferentes tonalidades. En el extremo opuesto había una chimenea de piedra bien adosada con el interior oscuro como la boca del lobo. A cada lado de la cama dos mesillas de noche y sobre ellas lámparas de color crema. Al fondo un vestidor de puertas plegables blancas y las paredes pintadas en un oscuro tono de marrón. El baño estaba justo a mi espalda, de cara a ella como estaba sentada en la cama tuve que volverme para divisarlo, y al hacerlo no pude evitar mirar de un lado a otro. Los colores y las formas me absorbieron unos instantes y antes de darme cuenta ella llamaba por mi atención.

—Anabella. —Me dijo—. Ve. Prepárame el baño.

—¿Cómo que le prepare el baño? —Pregunté.

—Llena la bañera, niña. —Me dijo, en un tono contenidamente despectivo—. Quiero quitarme cuanto antes este olor a hospital.

—¿Solo eso?

—Hay sales de baño en uno de los armaritos al lado del espejo. Son moradas. Echa algo así como medio puñado. —De sus labios salió un quejido al intentar quitarse el cabestrillo pero yo la detuve con un gesto.

—Espéreme aquí. Cuando tenga el baño listo le ayudo con eso.

Me metí en el baño y di la luz. Estaba del todo desorientada. La bañera era como esas maravillosas bañeras de las películas, de porcelana blanca y de patas que sobresalen de su base. No estaba anclada a la pared pero sí apoyada. Cuando abrí el grifo le pregunté:

—¿El agua tibia? ¿O fría?

—Tibia. —Me contestó ella desde el dormitorio. Después de regular el agua y taponar el desagüe rebusqué entre los cajones del lavabo las sales que me había dicho. Había varios tipos pero solo una de ellas eran moradas. Abrí el bote y saqué de ellas una cantidad aproximada para cubrir mi palma. Desprendían un delicioso y dulzón olor a moras. Me contuve para no llevarme un puñado a la boca. Después lo vertí sobre el agua y poco a poco formaban una densa espuma coloreando el agua de un tono violáceo. Tenía miedo de regresa al dormitorio, pero cuando lo hice ella estaba esperándome con el ceño fruncido.

Le quité el cabestrillo y soltó un suspiro de alivio. Debía ser bastante incomodo haberlo tenido allí todo el tiempo. Su brazo estaba vendado.

—¿Por qué tiene el brazo vendado?—Le pregunté y ella me fulminó con la mirada.

—Tengo varios cortes superficiales. Supongo que ya no hará falta. —Le ayudé a quitarse el vendaje y debajo de él descubrí varios rasguños como los que tenía en la mejilla. Pareció también muy aliviada al verse sin ellos pero no podía mover el brazo de la postura en la que lo tenía. Con su mano libre comenzó a desabrocharse los botones de la camisa y mi primera reacción fue apartar la mirada y carraspear pero ella no pareció contenta con aquello y gruño.

“No pienses en nada que no sea quitarle la ropa y meterla en la bañera” —Pensé para mí pero incluso así me parecía que enrojecía por momentos. Me debía temblar incluso la mirada porque no era capaz de enfocarla en ningún sitio. Tal vez eso era lo más adecuado. Para cuando ella terminó de desabotonarse la camisa, a duras penas, esperó a que yo la ayudase a desembarazarse de ella.

—Eso tendrías que haberlo hecho tú. —Me reprendió pero se vio imbuida por mi vergüenza. Solté un resignado suspiro y le pedí que se pusiese de pie, aunque le costase.

Con determinación saqué la camisa del interior de su pantalón y la deslicé fuera de sus hombros. Me sorprendió que no llevase ningún tipo de sujetador, pero su pecho no era muy grande, y dudé si realmente notase la diferencia. Después deshice el lazo que cubría la cintura de su pantalón y lo bajé mientras ella intentaba no apoyarse en el tobillo dolorido.

—La ropa interior también. —Me dijo y yo asentí. Ella me ayudó bajándose un costado de las bragas primero, pero yo se las quité por entero. Dejé la ropa a un lado y la conduje hasta el baño, devolviéndole la muleta. Algo que ella rechazó y prefirió apoyarse en mí. Una vez en el baño cerré el grifo del agua y la ayudé a sentarse poco a poco dentro de la bañera. Lo hizo para mi sorpresa casi con los ojos cerrados por la impresión del agua con su piel.

—¿Esta muy fría?

—No. Está bien. —Dijo. Cuando a duras penas consiguió sentare dentro, soltó tal suspiro de alivio que incluso yo me sentí aliviada. Me había mojado las mangas del vestido así que me las arremangué y le extendí la esponja y el jabón, a medida que ella me los iba señalando. También me pidió que le recogiese el pelo con una pinza. Me sentí casi honrada al poder acariciar su cabello y le pregunté si prefería que lo peinase antes.

—Después. —Me dijo—. Cuando salga del baño.

Ella se sentó de tal manera que su brazo inutilizable estaba al otro lado de mí y mientras veía como frotaba una pastilla de jabón en la esponja y se limpiaba el brazo inútil comencé a sentir que sobraba en aquel espacio.

—¿La espero fuera?

—No. —Musitó y señaló con la mirada el suelo entre ella y yo. Siéntate, tendrás que ayudarme.

—Bien. —Suspiré. Me arrodille a su lado y apoyé mis manos en el borde de la bañera. Ella me extendió al rato la esponja y me pidió que le frotase le brazo. Lo hice mientras ella reclinaba la cabeza sobre el borde de la bañera y me miraba. Después se miraba el brazo y de nuevo regresaba a mi rostro su mirada. Su tono de voz había sido más calmo que antes y me fastidiaba la forma en que conseguía modular su voz para manipular mis emociones. Si dulcificaba su tono me hacía sentir culpable y si lo endurecía me obligaba a ponerme a la defensiva. Ella lo sabía mejor que yo y cuando se irguió para que le frotase la espalda no pude evitar pensar en su cuerpo desnudo dentro de un contexto sexual. Había intentado evitarlo pero la brillante y luminosa realidad consiguió cegarme. Sin embargo rápido perdió aquel sentido cuando pasé mis manos por sus vértebras. Realmente sentí que podía haber bajado de peso durante aquella semana en el hospital. Se le notaban los huesos de la espalda, así como bien pronunciadas sus clavículas. El tacto de su piel contra mis dedos me causó mucha más ternura y compasión de la que me habría imaginado para ser la primera vez que gozaba de ese privilegio. Sus rodillas sobresalían del agua y no pude evitar posar una de mis manos sobre una de sus rodillas para templar su temperatura, más fría que la del resto del cuerpo. Con su mano libre se froto un poco la cara y cuando le devolví la esponja se lavó los genitales y el vientre.

Cuando se consideró limpia dejó la esponja a un lado y se recostó de nuevo sobre la bañera. No me dijo que me fuese y yo tampoco quería dar la impresión de que quería salir corriendo a la menor oportunidad. Así que me quedé allí arrodillada con las manos en el borde de la bañera, cruzando miradas con ella que me ponían mucho más nerviosa que su propio cuerpo desnudo allí delante.

—Tienes mala cara. —Me dijo para mi sorpresa. Yo me encontraba francamente fatigada. Su voz había sido un susurro, nada más.

—Tengo el periodo. —Le contesté, a lo que ella asintió y soltó un murmullo como señal de comprensión. Sacó su mano del agua y la pasó por mi frente, retirando parte de mi flequillo, después por mi mejilla. Apoyé mi rostro sobre mis manos en el borde de la bañera y me dejé acariciar por ella. Aquello estaba completamente fuera de lugar por parte de ambas, pero mientras ella no me reprendiese yo no me apartaría. Su tacto era enternecedor y cerré los ojos, imbuida por el olor de las sales de baño—. ¿Por qué no confía en Cosette para estas tareas? O para cualquier otra…

—A veces es más fácil confiar en los desconocidos, ¿no te parece? —Yo asentí a sus palabras—. Además, no he recibido quejas de ninguna de las dos, pero a pesar de eso. ¿Crees que no sé lo que sucede en mi casa? —No respondí a aquello, porque no sabía qué decir. Me limité a encogerme de hombros.

Cuando me pidió que la sacase del baño todo resultó mucho menos vergonzoso. Le ayudé a secarse y la cubrí con un albornoz. La llevé hasta la cama y le peiné el pelo como me había sugerido. Después le puse ropa interior limpia y un pijama de seda. Tenía un bonito estampado de flores y un encaje en los bordes. Antes de meterla en la cama le serví un vaso de agua con su antiinflamatorio y la acosté.

Me dijo que debía estar allí para ayudarla a vestirse a las siete de la mañana. Yo asentí y me marché, cerrando la puerta detrás de mí. Cuando llegué a mi dormitorio me desplomé en medio de mi cama y esperé a que se me pasase la sensación de incomodidad y tensión que se me había formado por todo el cuerpo. Pensé que a ella le habría sucedido lo mismo pero estoy segura de que lo hubiera superado mucho antes que yo.

 

 

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