AMOR ARTIFICIAL [Parte II] (YoonKook) - Capítulo 7
CAPÍTULO 7
Yoongi POV:
Viernes
08/02/2018
Ala de máxima seguridad. Presos
peligrosos.
El pasillo vuelve a resultarme una experiencia del todo incómoda. Paredes grisáceas, que se vuelven casi blanquecinas por los fluorescentes del techo. Mis pasos condenatorios. Me siento como un preso que se dirige a la orca, o como un suicida que camina a través de la azotea de un edificio con una funesta intención. El hombre a mi lado, el joven policía que me escoltó la anterior y primera vez que estuve aquí camina a menos de un metro de distancia de mí. Su presencia, a pesar de ser seguramente más joven que yo, es intimidatoria y recelo de su mirada indiscreta. Sus pasos no resuenan tanto como los míos a través de los azulejos que conforman el suelo. Eso me hace sentir mucho peor.
—¿Comenzará a ser usual sus presencia por aquí? –Me pregunta, con un tono entre formal y algo infantil.
—Supongo. –Le digo no muy convencido de ello. Ni si quiera yo soy consciente de los motivos que me empujan a aprovechar cada minuto de su media hora semanal de visitas. Como la última vez, me he visto obligado a pasar por casi media hora de espera para que el sistema burocrático tuviese en bien subordinarme a firmar todo tipo de papeleo como la vez anterior y al fin pude acceder a las celdas. Esta vez el director no me acompaña. Ha recelado de mi presencia nuevamente establecida en su sala de espera, y dado que esta vez no porto carpeta alguna, más bien parece que mi visita es algo pasional o espiritual, no tan profesional como pudo parecer la vez anterior.
—¿Vendrán sus familiares? –Me pregunta el joven algo pensativo—. Ya sé que sus padres no, pero…
—No lo creo. –Suspiro—. No se ha logrado contactar con ninguno de ellos. Supongo que al enterase de la noticia quisieron desentenderse todo lo posible. En cierto modo lo entiendo. –Le digo a lo que él se encoge de hombros. Ya veo la sala a lo lejos, ahí, con esa ventana de la que salen haces de luz blanca. La imagen de esa ventana por segunda vez consigue encogerme el corazón y volcarme el estómago.
—En las dos semanas que llevan abiertas las horas de visita usted es el único que ha llamado para reservarlas.
—Lo supongo. –Digo, más preocupado de la cercanía a la que se aproxima la habitación. Siento que no soy yo el que se mueve, el que avanza, sino que el pasillo por momentos encoge y me acerca irremediablemente a la puerta. Antes tengo que pasar por la ventana en donde él podrá observarme y darme un repaso preliminar. Juraría que no necesita más.
—También entiendo que nadie venga a verle. De los cientos de reclusos que tenemos aquí, la mitad reciben vistas semanales, pero de los que están en esta planta de seguridad, ni siquiera el diez por ciento. –Piensa, algo dudoso—. Solo visitas formales de sus abogados y esas cosas. –Termina por encogerse de hombros y cuando llegamos a la habitación paso por delante de la ventana lo más erguido y serio que puedo. Paso por su lado sin inmutarme, sin prestarle atención. Es lo que busca, que encuentre su mirada para saber a qué me enfrento antes de entrar pero no voy a darle la satisfacción. Cuando el joven mete la llave en la cerradura de la puerta me mira de soslayo, algo precavido—. ¿Es necesario que le repita las normas? –Niego con el rostro.
—No será necesario. Lo recuerdo bien.
—Me alegro. –Dice, y me echa una rápida mirada para asegurase de que en el control no me ha permitido traer nada que pueda ser inadecuado. Como no parece del todo seguro me recuerda, con una sonrisa condescendiente—: Intente no poner nervioso al recluso y no le pase nada… ¿entendido?
—Claro. –Asiento.
—Sé que siendo su abogado tiene que hacerle saber de todo el papeleo que se debe estar efectuando, pero no… —Le interrumpo, con el ceño fruncido.
—No soy su abogado. –Le miro, fulminante—. Soy la víctima.
Un largo silencio se estanca entre ambos y su rostro muestra el desconcierto del que es presa en este instante. Titubea en si dejarme entrar o no, pero ya pudo ser espectador de que la semana pasada accedí a la habitación y no hubo problema alguno. Pero entiendo su conducta y entiendo si no me deja entrar porque lo vea inadecuado. Puedo entender que en el raciocinio de cualquier ser humano corriente, mi comportamiento no sea lógico o coherente, pero ya he perdido todo sentido de responsabilidad sobre mis actos y si lo único que quiero es entrar ahí, así será.
—¿Me permite pasar ya? La media hora de visita se consume. –Le apremio a que se decida y acaba accediendo, como sorprendido y despertado repentinamente de un letargo de cavilo.
—Adelante. –Me dice mientras abre la puerta y me deja espacio para que entre. Intento evitar mirar a JungKook a los ojos, al menos hasta haberme sentado. Por el rabillo del ojo diviso su figura, sentada, ahí aparcada, inmóvil, seguramente con sus ojos dirigidos con violencia y hostilidad hacia mí. Puedo sentirlo, el calor de su mirada atravesándome las mejillas. Me las enrojece lo suficiente como para obligarme a tocar el pequeño bote de ansiolíticos en mis pantalones. Alcanzo con cuidado a posar una mano sobre la mesa, donde descansa y puedo tener un punto fijo donde mirar hasta que el guardia se despide—. Estaré fuera por si ocurre algo. En media hora regreso. –Me recuerda y yo asiento en su dirección. Titubeo en si expresar mi conformismo con una respuesta verbal, pero él se marcha con esa mirada de compasión que las personas han comenzado a mostrarme cada vez más a menudo y yo frunzo el ceño, disgustado. Cuando cierra la puerta con un sonoro golpe al fin tengo la valentía de mirar a JungKook a los ojos, pero este no me estaba mirando. No lo ha hecho en todo el tiempo que llevo aquí. Esto me hace sentir mucho más herido. No ha visto como lo he ignorado.
Yace, con la cabeza apoyada en el respaldo y echada levemente hacia atrás. Puedo ver sus orificios nasales y como sus aletas se mueven, lentamente junto con su respiración. Sus ojos están tranquilos, su tez relajada. Sé que está despierto, pero podría jurar que se ha quedado dormido. Cuando pasan al menos diez segundos desde que el guardia ha salido, me atrevo a hablar.
—Buenas tardes. –Le digo, esperando despertarle de su somnolencia, pero él está tremendamente alerta.
—Shhh. –Me chista, con lo que yo aprieto la mandíbula. Tengo que esperar al menos un minuto entero hasta que se decide a bajar el rostro y mirarme con grandes ojos castaños y una sonrisa amable y convencional. Me saluda con una mueca de sus labios en una sonrisa algo escuadrada—. Buenas tardes. ¿Ha empeorado el tiempo?
—Considerablemente. –Asiento.
—¿Llueve?
—Sí. Un poco.
—Suficiente como para humedecerte las puntas del cabello. –Me dice, señalándome el cabello con las manos a lo que yo desvío mi mano a él para alistarlo un poco. Efectivamente, tengo el cabello algo húmedo.
—¿No has traído paraguas?
—Sí, pero aun así me he mojado.
—Eso es que realmente llueve. –Me mira más detenidamente—. Hoy no has traído corbata.
—No, no lo he hecho. –A mi respuesta tuerce el gesto y se encoge de hombros, gesto que se ve algo limitado por la camisa de fuerza.
—¿Recuperaste mis cosas? –Pregunta, directo.
—Sí. –Asiento, sorprendido por su pregunta.
—Pero no vienes a hablar de ello. ¿Qué es lo que trae por estos lares? Como verás no estoy en disposición de perder el tiempo hablando de convencionalidad como el maldito tiempo que hace fuera…
—Tú los has comentado…
—Lo que he comentado ha sido la poca educación de esta maldita institución al verte así y no ofrecerte al menos una toalla para el pelo. –Dice a lo que yo desvío la mirada al guardia que se ha sentado fuera y revisa su móvil con una expresión de aburrimiento.
—No es necesario. –Digo, como si él mismo me la hubiese ofrecido. Él no dice nada al respecto y se mantiene con la mirada clavada en mí, impasible.
—¿Para qué has venido? –Pregunta, impaciente.
—Esperaba que tú me lo dijeses. –Suelto, no muy seguro de que él vaya a entenderme y acaba sonriendo, ladino.
—¿Me asciendes a la categoría de Dios? Yo no tengo todas las respuestas, Yoongi…
—¿No? Te comportas como si las tuvieses. –Le digo, tragando duro.
—Claro que lo sé. Pero tú también. ¿No tienes nada más interesante que sacarme de mi celda, atarme a esta silla y dar rodeos para conseguir lo que realmente quieres: algo de conversación? ¿Cuánto hace que no hablas con alguien, Yoongi? ¿Cuánto tiempo hace que no te sientas a tomar un café y hablas con alguien, animadamente, de política o de fútbol? –Le retiro la mirada—. Seguro que mucho antes de conocerme a mí. Y gracias a mi presencia en tu vida tus relaciones sociales se han reducido a mí y al sonido de la televisión de fondo en tu casa.
—¿Estás… comiendo bien? –A mi pregunta él se queda serio, inmutable. Paladea con su lengua dentro de su boca y yo le retiro la mirada por la vergüenza que supone que no me conteste a algo tan vergonzoso como lo que acabo de preguntarle. Mi voz ha salido mucho más paternal de lo que desearía.
—Has cambiado de perfume. –Dice, mordiéndose el interior de las mejillas—. ¿Cuánto hace que lo has comprado?
—Hoy no me he puesto perfume. –Digo, negando con el rostro.
—Lo sé. Hoy no. –Le miro, y me devuelve la mirada con ojos brillantes. Amo cuando sus ojos brillan con el poder del control sobre mis emociones. Son ojos resplandecientes—. ¿Te lo has comprado esta semana? El viernes aun no lo traías puesto.
—Lo estrené el martes. –Digo, con un suspiro.
—Ah... –Dice, pensativo—. ¿Ya has revisado mis cosas? No, seguro que no lo has hecho. ¿Te pusieron muchos inconvenientes?
—No. –Niego.
—Me alegro. No tenían motivos para retener ahí mis cosas. –Mira por la ventana hacia el exterior.
—Háblame de tu estancia aquí. –Suspiro.
—¿Curiosidad profesional?
—Preocupación sentimental. –Sentencio y él asiente, pensativo. Hace un pequeño análisis en cuestión de segundos y después deja salir un torrente de palabras.
—Los primeros días, con todas las experiencias nuevas y la cantidad de calmantes que aún seguía tomando para el dolor muscular, en cierto sentido fueron agradables. No tener que escuchar el jaleo de mi universidad o las maniáticas muletillas de mis profesores se hizo muy ameno. Mi ingreso aquí coincidió con las primeras semanas de navidad. Siempre ha sido una fecha terriblemente sofocante. Odio la navidad como cualquier persona con un poco de cerebro, y pasarlas en una monotonía narcótica fue satisfactorio. Pero me he sorprendido con los días y las semanas.
—¿A qué te refieres?
—Todo el mundo se plantea algunas veces, ¿qué sería de él si lo encerrase, si lo secuestrasen de por vida en una celda? Siempre te planteas una serie de cosas que extrañarías en caso de estar cautivo. Toda la vida me he pasado pensando que extrañaría una serie de cosas que en realidad apenas he notado su falta. Pensé que notaría extrañeza en una cama desconocida. Pensé que la comida no sería de mi agrado, que extrañaría una ventana por la que ver el sol, el aire fresco y la compañía de otras personas. Pero me he sorprendido al desear pequeños detalles que tenía en mi vida rutinaria y que jamás he apreciado con la suficiente fuerza.
—¿El qué?
—Un lápiz. –Dice, con dientes apretados—. O un cigarrillo. Un trozo de papel. Un poco de alcohol. Solo una copa. El tacto del lomo arrugado de un libro con nervios bajo el cuero. El olor del papel viejo. El olor de mi desodorante. Las características notas de Mozart sobre el piano. Solo una canción. Cualquiera. –Se inclina un poco hacia mí—. Oír el sonido de la lluvia cayendo.
—Tal vez, con el tiempo, si te portas bien y tienes una conducta ejemplar puedan ir proporcionándote estas cosas…
—Han de hacerlo, o tal vez enloquezca. –Suspira y me mira directo a los ojos—. Pero lo más tedioso de todo es la incapacidad para estimular mi cerebro. Me siento como un borrego encerrado en dos metros cuadrados intentando buscar entre las muescas de la pared un motivo para distraerme. Hay días en los que imagino que puedo colarme entre esas rendijas y traspasar las paredes. Hay veces, que incluso aparecen descabelladas soluciones para escaparme entre las rendijas de la pared. Ideas no muy bien pensadas. Pero sobre todo, temerarias. El tedio, Yoongi, el tedio es lo peor de todo.
Sus palabras me hacen reflexionar lo suficiente. Pero no han sido sus palabras las que me han conducido a una verdad escondida. Ha sido su ímpetu en sus palabras, la fuerza de su voluntad para contener un grito desgarrador. La verdad es que yo soy una escapatoria a ese tedio, y le gusta que venga a verle. Me guardo esta verdad para mí, hasta que crea necesario. Mientras tanto él se acerca un poco más a mí en la mesa inclinando su cuerpo. Retrocedería un palmo si no supiera que no puede desprenderse de la silla a la que está atado. Olfatea y yo enrojezco violentamente. Después me sonríe ladino.
—Esa colonia que llevas, no la has comprado tú. –Me dice con una mueca algo confusa pero atrevida a la par—. Probablemente ni siquiera te agrade el olor. –Dice a lo que yo trago en seco.
—¿Qué?
—Esa colonia. Su olor. Es demasiado varonil para ti. –Yo frunzo el ceño.
—¿Supones que debería ponerme colonia de mujer?
—Sugiero que esa colonia la ha comprado una mujer, para ti. –Alza una ceja y se yergue. Yo le retiro la mirada y ese simple gesto le indica que ha acertado—. ¿Cómo? Imposible. No conoces a nadie. Solo cabe la posibilidad de que fuese un regalo muy antiguo que ahora, en tu precaria situación laboral, te hayas visto forzado a rescatar del fondo del armarito del baño para tu obligado uso social. ¿Fue de tu ex?
—Sí.
—Vaya… que mal gusto para elegir un perfume. Es demasiado fuerte.
—Es la que me compraba cuando salíamos.
—Lo sé. –Dice, y prefiero no seguir indagando—. Hugo Boss. Lo sé.
—¿Ves? Eres Dios. –Le digo y no puedo evitar sonreír, al menos mostrarle una media sonrisa que oculte mi temor. Sé que es capaz de esto y de mucho más, pero no logro acostumbrarme a tal invasión de mi mente.
—No creo que muchos me quisieran comparar con dios. Dirían más bien que soy Satanás. –Dice, con las mejillas rosadas del orgullo de mis palabras.
—Bueno… si tenemos en cuenta la representación moral de la cultura judeocristiana… —Él me detiene.
—No hagas eso. No seas pedante. No lo aguanto. –Frunce el ceño, asqueado. Como si acabase de oler algo podrido.
—Tú eres el primero que hace libre exposición de sus conocimientos e inteligencia.
—Yo puedo permitírmelo. –Dice, altivo—. Todo lo que tu digas o vayas a decir ya lo sé o ya lo supongo. No tienes nada nuevo en tu mente. No hay nada inteligente en esa cabecita. –Me señala con asco.
—No seas prepotente. –Digo, serio—. Yo siempre puedo levantarme y marcharme. Pero tú te quedarás aquí.
—¿Vas a marcharte? –Me pregunta, sonriendo—. ¿Es una amenaza? No me trates como a un niño. ¡Si no dejas de dar patadas a tu hermana paro el coche y nos vamos de vuelta a casa! –Grita, divertido. El guardia alza la mirada desde fuera y tras comprobar que no ocurre nada preocupante vuelve la vista al móvil—. No soy un niño para que me amenaces como tal. Si quieres marcharte, ahí tienes la maldita puerta. –La señala con la mirada—. Pero te puedo asegurar que tú deseas más que yo estas visitas. Las visitas se comenzaron a permitir desde la semana pasada, dos meses después de mi ingreso. No has tardado ni una sola semana en llamar y pedir cita. El primer día permitido aquí estabas plantado. ¿Quién desea más esta compañía que tú?
Me mira con esos ojos brillantes.
—¿Qué vienes buscando a esta fría y solitaria habitación? ¿Qué esperas sacar de mí? ¿Una confesión? Ya confesé todo que sabía en el hospital después de que tú me clavases ese cuchillo en las entrañas. ¿Quieres compañía? Comparte un maldito loro y enséñale a parafrasear a Nietzsche. Será una copia de mí con plumas de colores. Y si has venido aquí a que te insulten, te martiricen y te miren como a un trozo de carne mientras te olfatean como un perro, hay lugares en donde cobran por eso. –Me mira casi al borde de una maquiavélica sonrisa. Yo estoy agarrado al bote de ansiolíticos en mi pantalón.
—Eres un maldito desagradecido… —Murmuro.
—No me dirás que me haces un favor viniendo aquí... –Sugiere, a lo que yo no digo nada—. Solo vienes por tu propio interés. Un cínico interés que… —Se silencia, acaba de hallar algo que no se esperaba y acaba irguiéndose en su asiento, con esa expresión de superioridad que no soporto—. Ah… con que eso es…
—¿El qué?
—Aun no me recuerdas. –Dice, entonando sus palabras con una hermosa melodía. Una terrible verdad que me llena de pánico. No digo absolutamente nada y comienzo a sentir como la sangre hierve en mis venas. La siento como una bebida efervescente—. Aun no recuerdas aquél día en que nos conocimos… ¿no es cierto? ¿Te duele? ¿Te duele estar enamorado de alguien a quien no recuerdas haber conocido?
—Yo no estoy…
—¿Enamorado? Indudablemente que lo estás. ¿Quién en su sano juicio se presenta aquí, ya por dos veces seguidas, para nada? ¿Crees que mi cara va a hacerte recordar? ¿Cómo puedes ser tan cruel, Yoongi? –Me pregunta, fingiendo una hermosa expresión de dolor—. ¿Cómo no puedes acordarte de mí?
Me levanto de un salto, haciendo retroceder la silla. Él no se asusta de mi gesto y tampoco parece sorprendido. Es más, parece ser lo que estaba buscando. Enfurecerme. Lo logra con creces, pues me abalanzo sobre la puerta y sobre el pomo para abrirla. Se abre con mi peso sobre ella y salgo dando un portazo. Sé que mi comportamiento no es el adecuado y menos cuando el policía estaba cuidadoso. Se alerta enseguida y se levanta de un salto cuando me ve salir y recorrer el pasillo hasta la salida. Me gustaría darle explicaciones de lo sucedido, pero creo que si hablo, puedo cortar el flujo del poco aire que consigue entrar en mis pulmones y eso supondría un inminente ataque de ansiedad. Uno más no.
—Me voy. –Le digo, a lo lejos ya—. Devuélvalo a su cela. –Le suplico.
A lo lejos veo como el guardia se queda levemente turbado, mirándonos a mí y a JungKook alternativamente intentando descifrar lo que ha sucedido, pero como no hay indicios de agresión física y Kook parece estar estable dentro de la habitación, logra perder el interés suficiente y reacciona, entrando de nuevo en la salita. Yo me dirijo sin rumbo fijo hasta que encuentro unos baños al final del pasillo. Una pequeña señal de “Urinarios” aparece encima de la puerta y entro, abalanzándome hasta encontrarme en el servicio de caballeros. Entiendo que este es solo un lavabo para trabajadores. Ni siquiera estoy seguro. Pero no logro hallar un deseo que no sea el de lanzar agua helada sobre mi rostro. Con las manos temblando las refugio debajo del grifo de agua fría y cuando he acumulando una cantidad suficiente, hundo el rostro en el hueco de mis manos. Repito ese gesto las veces que hacen falta para que todo mi cuerpo, o al menos la mayor parte, logre encontrar una estabilidad emocional antes de enfrentare a mi reflejo en el espejo.
Cuando me miro, me voy tal como soy. Demacrado, con las mejillas coloreadas y las bolsas de los ojos hinchadas. A punto de llorar. Temblando, desorientado y enfadado. No entiendo qué sucede dentro de mí, pero siento que me estoy desmoronando yo solo. Siento que puedo detener la caída y no logro aferrarme a nada lo suficientemente estable como para no seguir con el descenso. Quiero gritar, quiero llorar y tirarme en el suelo, porque las piernas no me aguantan. Una alternativa a ello es llevarme el bote de ansiolíticos a la mano y tirar sobre ella otras dos pastillas. Las mastico antes de tragarlas solo como medida de aislar un poco la tensión en mi cuerpo y cuando las trago no me siento mejor. Me digo que debo dejar hacer efector a las pastillas, pero no logro encontrar la calma en la espera. El grifo sigue corriendo el agua. Lo apago pero el silencio no es reconciliador. El desagüe se traga el agua y un par de mis lágrimas.
En este instante soy plenamente consciente de que le acabo de poner rostro, nombre y apellidos a mi peor pesadilla.
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