AMOR ARTIFICIAL [Parte II] (YoonKook) - Capítulo 6

 CAPÍTULO 6


Yoongi POV:

 

05/02/2018

Martes

 

Aseado, pulcro y bien peinado. Hacía días que no me sentía medianamente decente al mirarme en un espejo, pero tampoco recuerdo cuando ha sido la última vez que me he mirado en uno. Probablemente el viernes antes de salir de casa camino a la prisión. Me rocío un par de gotas de colonia en el cuello y me termino por anudar la corbata. No logro sentirme cómodo con una corbata, y menos sabiendo que es una de las manías de JungKook, pero esta logra hacerme ver mucho más presentable y elegante, por no hablar de que en ella misma porta la seriedad y la confianza. Termino de ajustarla con un nudo delgado. Es de color gris casi plateada. Junto con la camisa negra y el abrigo negro sobre todo el conjunto logro verme mucho más que elegante, casi tétrico. Niego con el rostro mientras me paso la mano por el pelo, retirándolo de mi frente y me dirijo a la salida para rescatar una bufanda gris del perchero junto con un paraguas que cuelgo de mi antebrazo para salir.

Cuando logro alcanzar la calle no cae una sola gota de agua, sin embargo ya se ha hecho de noche y el pronóstico del tiempo avisaba que a partir de las diez comenzaría a llover. Me siento terriblemente turbado al salir de nuevo tras largos días de reclusión. El aire golpeando mis mejillas es gélido y no hay un solo rayo de sol que temple el ambiente. La gente camina de un lado a otro, agitados, nerviosos, siempre en movimiento como gigantescas colonias de hormigas, cada uno con una función determinada. Logro parar un taxi al acercarme a la carretera y este aparca con cuidado en el borde de la acera. Una vez me monto en la parte trasera el hombre me mira con un sonrisa y a través del retrovisor me indica que le diga la dirección.

—Lléveme a la Oficina de la Policía Nacional. –Le pido a lo que él al principio titubea un segundo porque no es una petición usual pero al segundo se pone en marcha. Logra esquivar parte del tráfico por calles secundarias y llegamos allí en menos de media hora. El camino ha sido mucho más corto de lo que yo me esperaba y logro creer que es por todo el conjunto de nuevas experiencias que me hace sentir el volver a pisar suelo libre. Comienzo a replantearme la idea de que es mi propio hogar el que me mantiene cautivo, es mi propio pensamiento el que crea esta tediosa ansiedad.

Ansiedad. –Me digo—. Me he dejado las pastillas en casa. Suelto un largo suspiro y cuando llegamos justo a la puerta de la oficina policial pago al taxista y este se despide de mí con un amable gesto de cabeza. El hombre sale sin más del recinto y yo me quedo mirando la entrada acristalada que supone todo el bloque de pisos. No son muchos ni muy altos. Probablemente no llegue a los veinte pisos, pero en comparación con los edificios colindantes se ve terriblemente alto. Es tan solo algo psicológico.

Sin darle muchas más vueltas me acerco a la entrada y entro sin complicación ninguna. Nada más cruzar las puertas de cristal dos policías ataviados con abrigos y bufandas salen del edificio pasando por mi lado mientras hablan animadamente. Se ríen. Están yéndose a casa ya. Cuando he llegado al centro del vestíbulo me quedo observando alrededor. Al frene tengo la pequeña salita de recepción. Una larga mesa curva cuyo único trabajador se encuentra del otro lado, con la cabeza gacha, distraído. Un chico joven como me supuse, con grandes gafas de pasta negra y el pelo rapado. A la derecha desemboca en otra sala, al parecer mucho más grande, y a la derecha hay varias puertas, un ascensor y unas escaleras. Me acerco a la recepción y a medida que logro entrar en el campo de visión del joven, este levanta la mirada y se pone en pie, dispuesto a servirme. Yo logro ver que entre sus manos cierra un pequeño volumen de La vida de los césares, de Suetonio*. Lo cierra con cuidado, interponiendo un pequeño papel arrancado de algún lado para usarlo de marca—páginas.

—Hola. –Me dice. Es sin duda la misma voz que me atendió ayer—. ¿En qué puedo atenderle? –Me pregunta con esa misma expresión y voz mecánicas. Aparta el libro del escritorio y yo miro alrededor. A mi lado hay un pequeño ficus de plástico para hacer este frío lugar algo mucho más ameno. Después hacia el otro lado, buscando a alguien con la mirada.

—Ayer llamé. –Digo, y mi voz parece ser suficiente para que el chico reaccione con una amable sonrisa—. Quedé en verme con la directora de la oficina. –Suspiro y él asiente, energéticamente mientras mira hacia el reloj detrás de él. Son las ocho y media pasadas.

—Llamaré a su despacho. Bajará enseguida a atenderle. ¿Quiere sentarse? –Me pregunta señalando uno de los asientos que conforman parte de este hall, pero yo niego con el rostro. De sentarme me comerían los nervios y no pienso permitir un ataque de ansiedad en este momento.

—No, gracias. Esperaré aquí mismo si no le importa. –Le digo y él parece conforme mientras se sienta de nuevo en su silla, alcanza el teléfono y deja pulsado el número “2” durante cinco segundos. Alguien contesta al otro lado.

—Señorita Lee. –Dice él—. Su cita de las ocho y media ya ha llegado. –El chico asiente una vez, dos, y cuelga con una sonrisa que me dirige. Ojalá pudiera verle los ojos a través de esas gafas tan gruesas—. Bajará de inmediato.

—Muchas gracias. –Le respondo y él chico vuelve a sus quehaceres, abriendo el libro por la página que lo ha dejado antes y yo me quedo con el antebrazo apoyado en el escritorio mientras que con la mano contraria sujeto el paraguas y lo golpeo repetidas veces contra el suelo. Juraría que puedo oír el sonido de la manecilla de los segundos del reloj detrás de nosotros pasando dígito por dígito hasta lograr desesperarme.

—¿Quiere un café? –Me sobresalta el joven. Yo me giro a él para verle con una expresión radiante.

—No, gracias. No me apetece.

—¿Agua, tal vez? ¿Un té?

—No, muchas gracias. –Le digo a lo que él deja de insistir y vuelve la mirada a su libro con resignación.

El sonido de las puertas del ascensor abriéndose nos ponen a ambos en tensión y yo logro ver salir a una mujer de mediana edad, vestida con un traje de dos piezas, pantalón y americana ambos de color beige, dirigirse hacia nosotros. El joven se pone de inmediato en pie por lo que su lenguaje corporal me hace entender que ella es la directora, sin embargo yo no me adelanto. Espero a que ella llegue a la mesa y el joven haga de intermediario.

—Señorita Lee, este es Min Yoongi. El visitante que desea hablar con usted.

—Encantado. –Digo yo inclinando la cabeza ligeramente y ella imita mi gesto. Sus arrugas faciales me indican que debe haber comenzado la cuarentena ya hace tiempo. No son demasiadas, aún se ve jovial, pero no joven.

—Igualmente. –Me responde ella con la voz grave y rasposa de una mujer fumadora. Un par de canas se disimulan en su pelo ondulado por el brillo de las luces fluorescentes del edificio. Toda ella es elegancia, es autoridad—. ¿Le importa que hablemos en mi despacho? –Me propone a lo que yo miro el reloj y ese gesto debe ser suficiente como para indicarle que desearía irme pronto.

—Si no le importa, me gustaría resolver este asunto cuanto antes…

—Está bien. –Me dice ella, casi tan entusiasmada por la idea tanto como yo—. Ya me ha dicho nuestro recepcionista sus intenciones.

—Tal vez no supe explicarme. Ayer no encontraba las palabras para hacerme entender sin dar demasiados datos sobre lo sucedido. Supongo que tras haber sido informada, se habrá leído el informe del caso, ¿no?

—Así es. –Dice, mirándome con una media sonrisa—. Salió en toda la prensa. Escrita, informática, televisiva…

—Lo sé. –Digo, mirando a otro lado, sintiendo repentinas miradas curiosas caer sobre mí—. Estuve al menos un mes sin salir de mi casa.

—Me imagino. Déjeme decirle primero que siento mucho todo lo sucedido, y que…

—¿Podríamos ahorrarnos las convencionalidades? –Le pido, con la voz más amable que soy capaz de transmitir—. Siento si soy brusco, pero ya he recibido demasiada pena por parte de conocidos y agentes de la ley.

—Entiendo, no se preocupe. –Dice ella, comprensiva—. Dado que me pide que me ahorre una primera introducción, dígame, ¿a qué viene tener las pertenencias requisadas por la policía del joven que ha intentado asesinarle? ¿Intenta buscar alguna prueba que los policías no hayan encontrado? Esto no es un juego de mesa…

—No, no es por eso. –Digo—. El caso está cerrado, yo mismo estuve presente en su detención. Soy plenamente consciente de todo lo acontecido. Simplemente creo que sus pertenencias personales tienen un valor económico que no me gustaría desperdiciar en un almacén policial, ahora que el caso está cerrado y no son objetos que puedan suponer pruebas que deban archivarse. Solo es ropa y libros viejos…

—¿Valor económico? –Me pregunta—. ¿Piensa venderlas? Mire que hay fanáticos por todas partes, y de enterarse de que eran propiedad de…

—¿Fanáticos?

—Si piensa anunciar sus calzoncillos por internet como “calzoncillos del caníbal de Seúl” ya le digo que se ganará una buena pasta, pero puede que no sea del todo legal. –Me sugiere con una ceja en alto pero yo niego en rotundo con el rostro.

—No es para venderlas. Simplemente, es para quedármelas.

—¿Quedárselas? Entonces, ¿qué tiene que ver el valor económico? –Tanto escepticismo logra ponerme nervioso. Pero entiendo su punto de vista. Debo verme como un completo desequilibrado.

—Jeon JungKook me las ha legado. Ha considerado que estando él encerrado yo podría aprovechar sus pertenencias. Libros y demás cosas. –La directora me mira con una ceja encarada, curiosa—. ¿Qué ocurre? Si no me cree, puede ir a comprobarlo a la prisión de…

—¿Ha mantenido contacto con Jeon JungKook después del juicio? –Pregunta ella más curiosa que preocupada.

—No nos vimos en el juicio, —la corrijo—, declaré en una sala aparte. El juez consideró que JungKook era lo suficientemente peligroso como para que mi sola presencia pudiera suponer un riesgo, así que los que declaramos lo hicimos aparte.

—No me ha negado mi pregunta.

—No lo hago. –Le digo a lo que ella acaba asumiendo que nos hemos visto después de lo sucedido y por tanto se encoge de hombros y señala hacia el ascensor.

—Sígame. Veremos que tenemos en el almacén. –Suspira a lo que yo asiento, mucho más calmado.

—Gracias.

 

...

 

El ascensor desciende con un sonido casi imperceptible. Siento que baja porque una extraña adrenalina me reconcome los riñones y el estómago. La mujer a mi lado parece no notarlo y se distrae mirándose el pequeño brazalete dorado en su muñeca. Juguetea con él unos segundos como una joven avergonzada y cuando el ascensor se detiene en la planta —1 las puertas se abren dando espacio a un pasillo que en pocos metros tuerce a la izquierda. Ella camina a mi lado, un paso por delante. Sus bajos tacones aquí hacen un sonido metálico al chocar contra el suelo, sonido del que antes no había sido consciente. Aquí estamos solos. Solos entre ladrillos vistos, que nos conducen pasillo adelante hasta una puerta metálica, cerrada, cuya única llave es una pequeña tarjeta que la mujer tiene y pasa por un escáner. Después de ella entro yo en la habitación, la cual es un gran almacén lleno de estanterías con carpetas, cajas, armarios cerrados con llave y al fondo, entre cajas de cartón con papales desbordándose dentro, un hombre cercano a mi edad lee silencioso unos documentos mientras escribe en una libreta a su lado algo que está leyendo.

La señorita Lee, sin dirigirme una sola palabra, habla directo con el hombre ahí sentado.

—Chris, tráigale al señor Min las pertenencias de Jeon JungKook. Caso 278—18.

El hombre, como herido por una chincheta, se levanta de un salto de su asiento con una sonrisa formal, alcanza un pequeño fajo de folios garabateados que se encuentra colgando de un tablón de corcho detrás de él y se lanza en la busca de lo que se le ha pedido.

—Va a tardar. –Me dice la señorita Lee con un suspiro. Yo miro alrededor. Este lugar no tiene luz natural. Todo está iluminado por luces de fluorescentes excesivamente azuladas. Tanto que me hacen sentir en un lugar frío y húmedo, a pesar de que no es así del todo. Es cierto que se nota algo de frío, pero podría justificarlo a cualquier otro factor. Las estanterías repletas de papeleo me hacen sentir claustrofóbico y el olor que emana el papel es ácido y acartonado—. Sé que no me ha pedido mi opinión, y que usted es adulto, pero si quiere mi más humilde opinión, le sugeriría que no siguiera en contacto con ese joven.

—Gracias por su opinión. –Le respondo con frialdad. Ella lo nota, pero no se da por vencida.

—Es psicólogo, doctor, por lo que tengo entendido. –Asiento—. Debería saber que no le hará bien seguir en contacto con esa persona. Está desequilibrada.

—Lo está. –Asiento, plenamente consciente de ello. Ella mira mi paraguas, distraída.

—Espero que sepa llevarlo bien. –Yo asiento a sus palabras y no digo nada más. El ambiente se ha vuelto suficientemente incómodo como para no forzar por más tiempo la conversación. Ella hace el favor de mantenerse en silencio y yo en distraer mi mirada por el lugar hasta que el hombre regresa con un pequeño carro de transporte en donde lleva dos cajas de cartón, una pequeña cesta de plástico, como las de los supermercados para transportar fruta, y una maleta de tela. En la cesta de plástico, verde oliva, hay calzado. Es lo único que logro ver. El resto de los contenidos se me mantienen ocultos.

—Aquí están, sus pertenencias. –Me dice el hombre, con gafas colgándole del cuello y ojos cansados.

—Bien. –Digo, no muy convencido de saber qué hacer con ello. El chico deja ahí el carro y vuelve a sentarse en su escritorio. La mujer a mi lado me señala las cajas.

—¿Quiere ver lo que hay dentro? –Me pregunta y yo niego, casi más en rotundo de lo que me esperaba que expresaría.

—No. Esperaré a llegar a casa para ello. ¿Seguro que aquí está todo?

—Sí. –Dice el hombre, levantando la cabeza del papeleo—. Todo lo que se requisó de casa de Jeon JungKook excepto… —Piensa, mientras mira el fajo de folios que se llevó consigo—. Él material de cocina en donde se han hallado restos orgánicos humanos, las sábanas y mantas de la cama del joven en donde se han encontrado restos orgánicos y el cuchillo, arma con la que intentó matar a ese psicólogo que se estaba tirando. –Dice con un fruncimiento de labios y yo me quedo estático, mirándole.

—Soy yo. –Digo y él levanta la mirada para escrutarme a través de sus gafas, con lo que da un leve respingo al reconocerme, seguramente de la ficha policial o de la televisión y esboza una avergonzada sonrisa bobalicona con la que me pide disculpas.

—Perdone. –Dice, a lo que yo niego con la cabeza, quitándole importancia—. Tampoco le he traído el informe de la policía ni las muestras que se recogieron en diversos lugares de la casa. Tampoco la respuesta judicial ni nada de papelero.

—Está bien. Esto es justo lo que quería. –Digo, intentando olvidar con la máxima rapidez posible su desagradable comentario y me conduzco hasta el carro para llevármelo conmigo, colgando el paraguas del manillar y conduciéndolo a través del pasillo de vuelta, acompañado de la mujer a mi lado. Ambos nos metemos en el ascensor y ella mira el paraguas que cuelga del manillar, con curiosidad.

—¿Ha estado lloviendo? –Pregunta.

—No, pero lloverá.

 

 

Cuando salgo con el carro hacia la calle, las puertas se abren automáticamente pero me muestran la imagen de la lluvia cayendo a plomo sobre la acera. Las gotas forman pequeñas ondas que se rompen cuando otra cae a su lado y esta a su vez vuelve a formar otra onda. Me quedo levemente paralizado ante esta imagen, y más aún ante la idea de que debo llegar hasta el borde de la acera para acercarme a la parada de taxis que hay a veinte metros. Me quedo levemente dubitativo pero el paraguas y la rapidez son mis únicas alternativas. Abro el paraguas protegiendo las cajas de cartón y salgo con el carro hasta la acerca. El joven de la recepción me lanza una mirada atónita, y puedo ver en sus ojos que desearía ayudarme, pero el teléfono en su oreja le impide abandonar la recepción.

Llego hasta el taxi que aguarda en la parada y el conductor sale a recibirme con una expresión tan atónita como el joven de la entrada. Rápido abre el maletero comprobando la carga que porto y mete la primera caja de cartón. Yo le miro con una expresión amable y él me devuelve una sonrisa similar. Lo primero que meto es la maleta, a duras penas mientras intento sujetar a la par el paraguas para no mojar nada, hasta que una mano de uñas rosadas me sujeta el paraguas, dejándome levemente sorprendido. La directora, con otro paraguas para sí misma y protegerse me cubre a mí y a la maleta con el paraguas mientras la lluvia cae a nuestro alrededor. Ella me sonríe con amabilidad y yo asiento, dándole las gracias con ese gesto.

—Tenía usted razón. –Me dice, mirando alrededor.

—Desde hace años que se me da bien detectar cuando va a llover. A veces me siento como un anciano. –Le digo mientras que me dirijo hacia una caja de cartón y la introduzco en el maletero. El conductor hace lo propio con la otra caja y cierra el maletero con un golpe seco. Yo me vuelvo hacia la directora que sujeta mi paraguas y me lo devuelve. El suyo es de color granate—. Muchas gracias, es usted muy amable. –Le digo, casi con convencionalidad, pero ella no parece dispuesta a dejarme ir tan fácilmente. Se introduce la mano en el bolsillo del pantalón y saca una tarjeta de visita con su nombre, su trabajo y su número de teléfono. Yo la cojo con una expresión algo desconcertada y me la quedo mirando, aturdido.

—Sé que no quiere palabras amables ni condescendientes, pero si algún día simplemente quiere hablar, o tomarse un café, ya sabe dónde encontrarme. –Yo alzo las cejas, más sorprendido que disgustado.

—Me gustaría darle una tarjeta de visita también, pero me han inhabilitado y toda la información que quiera de mí puede verla en mi ficha policial… —Suspiro y ella no parece muy agradada con mi respuesta. Acabo guardándome su tarjeta en el bolsillo de mi abrigo y me despido de ella con un gesto de cabeza, suficiente como para ser complaciente.

Cuando estoy en el interior del coche le doy al taxista mi dirección y este obedece sin miramientos. A través de la ventanilla me quedo viendo como su figura se vuelve un borrón de color beige y granate por la lluvia corriendo y empapando el cristal desde el exterior. Un borrón que se aleja progresivamente y desaparece por la derecha.

 

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Cayo o Gayo Suetonio Tranquilo (latín: Gaius Suetonius Tranquillus; c. 70 — post. 126), comúnmente conocido como Suetonio, fue un historiador y biógrafo romano durante los reinados de los emperadores Trajano y Adriano. Formó parte del círculo de amistades de Plinio el Joven y, al final, de la del mismo emperador Adriano; hasta que cayó en desgracia por enemistarse con este. Su obra más importante es las Vidas de los doce césares (De vita Caesarum, también conocida como Vitae Caesarum), en la que narra las vidas de los gobernantes de Roma desde Julio César hasta Domiciano.

 


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