AMOR ARTIFICIAL [Parte II] (YoonKook) - Capítulo 10

 CAPÍTULO 10


Yoongi POV:

13 – febrero – 2018

Miércoles

 

El sol aparece, un poco, a través de las nubes sobrevolando el cielo. Suficiente para iluminar por unos segundos mi rostro enjuto y escondido en una bufanda de color marrón. A cuadros, con líneas negras y rojas. Me hago un una bola en el interior de esta, disfrutando de la leve caricia del sol sobre mis pómulos. Cierro los ojos, solo unos segundos. Cuando el sol desaparece vuelvo a abrirlos. Mis manos en el interior de los bolsillos de mi abrigo y el paraguas colgando de mi antebrazo. Ha estado lloviendo de madrugada, y aunque ya no llueve, el pavimento está mojado y es probable que vuelva a llover en poco tiempo. Son las once de la mañana en un día lectivo. Lectivo, que palabra tan vacía para mí, y tan lejana. Me siento fuera del sistema, fuera de la civilización por no estar trabajando. Por no contribuir a lo que la sociedad espera de mí. Tal vez así se sienta Jeon. Tal vez así se sientan todos los parados o reclusos. Al margen de lo que socialmente es aceptable para una persona de mi edad.

De pie, atorado en un abrigo negro y zapatos más o menos elegantes, me mantengo al frente de la fachada del hotel “Atheneum”. En la acera de enfrente y con los ojos entornados miro hacia esta fachada. Es un hotel de dos estrellas, con cortinas de terciopelo de color salmón tanto en las ventanas de la planta baja que entiendo que son la recepción y el restaurante como en cada una de las habitaciones. Las más altas tienen un pequeño toldo de flores rosas y rojas. Es un hotel algo cutre a simple vista, pero de seguro que tienen de esas camas con cortinaje alrededor y almohadones de raso y puntilla. Liliana no puede permitirse un hotel de dos estrellas, aunque no sé lo que ella cobra, pero de seguro que su bufete se lo costea.

Este hotel tiene aparcamiento subterráneo, pero a juzgar por la época del año y por la poca personalidad que presentan la colocación de las cortinas en las habitaciones, no parece que tengan demasiados clientes. Tal vez por eso el bufete le costea este hotel, porque las habitaciones hayan bajado sus precios dada la poca clientela. Veo a uno de los trabajadores, vestido con un uniforme de botones, salir a la entrada para colocar un cartel al lado de la entrada. Por lo que puedo leer es una especie de “Menú del día”. Me gustaría acercarme y verme tentado por ello, pero no es por eso por lo que he venido.

La fachada parece neoclásica, con un toque snob de cortinaje rosa. No me gusta, pero tampoco puedo juzgarlo. Lo que daría por vivir perpetuamente en una de esas habitaciones. Me las imagino con un pequeño minibar de pago, con pequeñas botellitas de vodka, whiskey, ron miel y un par de cajas de bombones de licor. La idea de beber a estas horas de la mañana no me resulta apetecible pero no le haría ascos a un pequeño bombón de chocolate. Suspiro amargamente mientras veo un par de transeúntes que se detienen a contemplar el cartel que el botones acaba de sacar al exterior y los dos hombres acaban continuando su camino. Parecen turistas. Parecen jóvenes.

Regreso la mirada a las ventanas de las habitaciones, esperando de alguna manera que Liliana asome el rostro por una de ellas. Repentinamente recuerdo en ella sus manías matinales. Su salto de cama lila con puntillas negras, su extravagante forma de saltar de la cama para ir al baño y su paquete de cigarrillos abierto en la mesilla de noche. De buscarla, siempre estaba amarrada a la ventana apoyada en sus codos con el cigarrillo encendido entre sus dedos. Su cabello cayendo por su espalda, revuelto, sus manos temblando del frío y exhalando vaho. A estas horas debe estar trabajando, y de seguro que no se halla en el hotel. Soy consciente, pero no me he pasado para verla a ella, sino simplemente de camino a otro sitio mucho más importante.

Sigo mi camino.

La acera también está humedecida. Hay pequeños resquicios de nieve en ciertas zonas de la hierba entre la carretera. Puedo ver como entre los árboles de la acera, también hay un poco de nieve sucia y casi a punto de derretirse por estos leves rayos de sol. Pero cuando sea de noche lloverá de nuevo y este agua se congelará. Algunos coches a mi lado, en el camino, tienen los cristales aún helados. Otros se nota que han sido recientemente aparcados. Se puede distinguir los que han sido usados y los que no. En aquellos que aún tienen escarcha en los cristales se han escrito frases, palabras o dibujos a primera hora de la mañana. En un coche de color rojo hay un pene dibujado en la luna delantera. En otro un corazón, en el último de esta acera un garabato inteligible.

Quince minutos más tarde, a paso lento, llego a las puertas de un edificio de color beige apagado. Casi gris. De piedra pero con un aspecto algo moderno. Un gran letrero sobre el dintel de la entrada me advierte del lugar en el que voy a entrar “Facultad de medicina”.

No se oye demasiado alboroto. Deben de haber empezado las clases porque todo está pacífico y en calma. En los jardines de alrededor del edificio se pueden ver pequeños grupos de jóvenes sentados por ahí, algunos con un refresco en la mano, las mochilas en el suelo y el cigarrillo encendido. Uno de los grupos está vestido con batas blancas. Repentinamente me siento muy mayor, y apenas hace siete años que terminé la universidad. No tengo canas, apenas arrugas. Me siento sin embargo que no encajo en este ambiente, que una parte de mí tira de mi cuerpo para alejarme de este entorno, pero no puedo hacerlo.

Subo los primeros escalones de la entrada. La puerta, enrejada, muestra todo tipo de cartelería propagandística. Algunos sindicatos estudiantiles, el colegio de médicos de Corea, un par de anuncios vendiendo material quirúrgico, una oferta de alquiler de piso de estudiantes y algunas promociones para excursiones o cursillos. Cuando entro en el interior me sorprende un hall en forma rectangular. Al frente la pequeña salita del conserje, en donde encuentro un hombre y una mujer hablando cordialmente en el interior de la pecera, y a cada lado del hall unas escaleras que ascienden al segundo piso. A cada lado de las escaleras, unas puertas amplias que dan a pasillos.

Dentro de este hall también hay un tablón de anuncios de corcho marrón. Vuelvo a ver similares carteles que los de la puerta de entrada pero aquí hay un calendario y también algunas listas. Entiendo que son notas o listas de alumnos para alguna excursión. Lo desconozco y tampoco siento curiosidad por ello. Me desplazo directamente a la ventanilla de cristal en donde se encuentran los dos conserjes y me deshago de la bufanda para mostrar mi rostro. Al ver que me acerco, ambos se vuelven a mí cortando su conversación, pero al no reconocerme, muestran aún mucho más interés del que seguro mostrarían por un alumno cualquiera. Tal vez sea mi rostro de desorientación. Tal vez la mueca por el olor a químico que desprende este lugar.

—Hola. –Digo, llamando del todo su atención—. Mi nombre es Min Yoongi. Tengo una cita con el orientador del centro, el señor. Hyun Dong—Sun.

—Ah, sí. –Dice uno, mirando rápidamente una pequeña agenda que tiene sobre el escritorio en donde está apoyado. La ojea unos segundos y asiente, confirmando su primero impulso—. Se encuentra en su departamento. Ahora está reunido con unos padres, pero le atenderá de inmediato. –Yo asiento, mirando a todos lados, levemente desorientado.

—Vaya por la puerta de su derecha. –Me dice la chica. No tendrá más de treinta años—. Este es el ala de los departamentos. Camine todo recto y luego tuerza a la derecha. La primera puerta. Hay una placa que pone “Sala B—8. Orientador”. No tiene pérdida. –Me dice ella con una sonrisa y señalando con las manos, gesticulando casi de forma excesiva. Acabo asintiendo, asiendo el mango del paraguas con más fuerza.

—Muchas gracias. Muy amable. –Les digo y me encamino sin dudarlo por donde me ha dicho, repasando la información adquirida. Puerta de la derecha, tuerza al final del pasillo a la derecha. Primera puerta. Cuando me interno por la puerta que me ha indicado suena una estridente campana metálica que me sobresalta lo suficiente como para encogerme de hombros. Cierro los ojos. El sonido es muy similar al que sonaba en mi universidad, y a la par en mi escuela. Tiene leves matices diferentes. Es algo más hueco, reverbera con mucha facilidad por entre los pasillos. Es un sonido algo más cálido. O al menos es la impresión que a mí me transmite.

No es hasta pasados casi un minuto que no se empieza a oír revuelo desde el interior de las aulas, a través de las escaleras. La gente comienza a salir de sus despachos, la mayoría profesores, y se encaminan a sus clases correspondientes, o tal vez, ya se vayan algunos a casa. Ni siquiera sé qué hora es para ellos. ¿Tienen receso? Ni siquiera quiero pensarlo. Cuando llego al aula señalada me quedo levemente inmóvil, escuchando el interior de esta. Se me hace algo difícil y más por el alboroto que comienza a formarse alrededor, pero la puerta está levemente abierta y se escucha una conversación desde el interior, por lo que me decido a sentarme en un banco de madera a un metro de la puerta, justo en la misma pared y suspiro largamente mientras me muerdo el labio inferior. En este pasillo, al fondo, puedo ver unas escaleras ascendentes de la que baja una tropa de jóvenes con batas. Llevan la mochila colgada al hombro, algunos con un pequeño objeto envuelto en una bolsa o en papel de aluminio. Por la cantidad de jóvenes que comienzan a agolparse en la máquina expendedora de este pasillo comienzo a entender que es su hora del receso.

Varios chicos pasan por mi lado. De edades tan dispares que incluso no comprendo cómo he conseguido sentirme intimidado. Hay hombres que claramente son alumnos mucho más mayores que yo, y otros, que probablemente no tengan aún diecinueve años. Puedo ver la diferencia de experiencia en sus ojos, como algunos de ellos tiene ese semblante serio y altivo mientras que otros no sueltan la sonrisa y la ingenuidad. Una chica sale corriendo escaleras abajo con un montón de carpetas y folios sujetos entre sus brazos, pasa por delante de mí y cruza la esquina. Desaparece junto con el sonido de sus pisadas. Llegará tarde a algún lado. Algunos jóvenes sacan el paquete de tabaco y ya se colocan el pitillo en los labios antes de salir. Otros se lo toman con un poco de calma, deteniéndose a hablar con alguien con quien se han cruzado. Algunos alumnos aguardan, como yo, frente a la puerta del despacho de sus profesores. Suelto un largo suspiro mientras apoyo la coronilla en la pared detrás de mí y me paso la yema de los dedos por el botecito de ansiolíticos en el abrigo. La idea de que un JungKook enfundado en una bata con su mochila a la espalda pase por mi lado se me hace una idea aterradora. Si me esfuerzo, puedo incluso oler a quemado en este lugar.

Un grupo de cuatro chicos pasa por delante de mí, hablando despreocupadamente hasta que uno de los oyentes de la conversación vuelve el rostro en mi dirección y hace detener al grupo en seco. Yo evito no mirar en su dirección, pero ellos se quedan ahí parados, a cinco metros, levemente turbados. Cuchichean, y juraría que estoy a punto de oírlos reírse, lo cual me acobarda. Después recuerdo que soy un adulto de treinta años y la cobardía desaparece levemente.

—¿Min Yoongi? –Me pregunta uno de ellos mientras que yo trago en seco y les miro, con una súplica en mis ojos rogándoles que se marchen. El chico que me ha llamado por mi nombre es un chico de veinte años, como mucho. Con el pelo corto, de punta en una sutil cresta y con varios pendientes en sus orejas. Este, al ver mi rostro indeciso y algo turbado se acerca con curiosidad y me extiende la mano como forma de saludo, pero yo no consigo aceptarla. Él me mira con esa expresión de desconcierto que le causan mis actos y cuando me sonríe, acabo reconociéndole—. Soy ByungSoon ¿Te acuerdas de mí? –Me pregunta y yo asiento, levantándome.

—¡Claro! Eres el pequeño Mike. –Digo sonriendo—. Apenas te he reconocido, has cambiado mucho. –Le digo mientras que él se encoge de hombros.

—Cuatro años. –Dice, sin más—. ¿Qué haces aquí?

—Vengo para hablar con el orientador de… —Prefiero no decirlo—. Cosas de profesionales. –Él asiente no queriendo obligarme a hablar de ello y acaba por estrecharme en sus brazos. Se vuelve a sus amigos mientras que me muestra como un objeto de exposición.

—Es el hombre del que os hablé. El psicólogo al que iba cuando tenía dieciséis años y mi padre falleció. –Dice, casi orgulloso. Los otros tres jóvenes que van con él asienten. Dos de ellos son chicos. Uno de rostro pálido como la nieve y ojos almendrados, de color avellana. Occidental. Rubio ceniza. No muy alto. El otro chico, asiático de piel morena. Rasgos muy duros. Alto. No tiene un rostro muy amable. No lo es tampoco su mirada para conmigo. La chica que está con ellos tiene el pelo rapado. Múltiples pendientes en las orejas y se puede vislumbrar el nacimiento de un tatuaje por el cuello de su camisa abierta. Estatura media.

—¿Qué tal te han ido los estudios? ¿En qué curso estás?

—Segundo. –Dice, asintiendo energéticamente—. Al final no logré repetir aquél curso y he seguido con notas altas. No las mejores, pero no son mediocres. –Se encoge de hombros y yo asiento, mostrándole mi orgullo.

—Has cambiado, de veras. Cuando te conocí llevabas el pelo teñido de rubio y vestías mucho más andrajosos. –Me río a lo que él se alisa el jersey marrón que lleva.

—Las personas cambian, supongo.

—Supongo. –Digo, no muy convencido de su afirmación.

—No os he presentado. –Señala a sus amigos—. Estos son Hanna –señala a la chica, la cual me devuelve una sonrisa de dientes pequeños pero hermosos—. Chris, pero todos le llamamos bola de nieve—. Se ríe, señalando al chico albino—. Y Yung—. Señala al último.

—Encantado, dice el albino.

—Este es Min Yoongi. –Dice el joven a lo que Yung le responde con una mueca disgustada.

—Sí, el “psicólogo de la muerte”. –Dice, a lo que Hanna le da un codazo. Yo me sobresalto y la sonrisa se borra de mi rostro. ByungSoon a mi lado me mira como disculpándose de su compañero. Las palabras las ha pronunciado con desgana, pero no sin intensidad—. Todo el mundo el conoce así. –Se justifica con una mueca de impasibilidad. Yo trago en seco.

—No le hagas ni caso. –Me dice, a lo que yo le miro con pena.

—¿Lo sabe la gente?

—¿Aquí? –Pregunta el albino—. Lo sabe todo el mundo.

—Las noticias corren como la peste negra. –Dice la chica riéndose junto con el albino.

—¿Eso es un chiste de médicos? –Le pregunto algo más relajado y ellos asienten.

—No le des importancia. Ya ocurrió hace tiempo. –Como ve que se ha vuelto una conversación incómoda, comienza a alejarse, con sus amigos disimuladamente—. Bueno, me alegro mucho de haberte visto y comprobar que estás bien. Ya nos veremos… —Dice y yo asiento, viéndolos marchar. La chica es la única que se despide de mí con un gesto de su mano y una sonrisa. Sus colmillos son llamativamente protuberantes. Me gustan.

Cuando me desplomo de nuevo sobre el banquito de madera, la puerta del aula del orientador se abre del todo y sombras comienza a salir primero. Después salen las personas: dos padres con una cara sosegada una sonrisa amable en el rostro se despiden del orientador y este se gira para mirar a todos lado buscándome con la mirada. Cuando se encuentra me levanto de un salto y le muestro la mano para que me la estreche pero decide que el apretón no es suficiente y me abraza, golpeándome un par de veces en la espalda con la palma de la mano abierta.

—¡Min Yoongi! –Exclama, a lo que yo me encojo. No desearía otra terrible muestra de humildad como la de hace unos segundos.

—Hola. Espero no venir en mal momento. –Le digo, levemente preocupado—. Y siento haber llamado ayer. Sé que ha pasado tiempo ya desde aquello, pero necesitaba tiempo para mí…

—No hay problema alguno. –Dice y señala el despacho, pero yo niego con el rostro, consciente de que no tenemos demasiado tiempo para esto.

—No he venido solo a hablar con usted. –Le digo, a lo que él alza una ceja, algo curioso.

—¿Y bien?

—Me gustaría poder hablar con los compañeros más cercanos de JungKook aquí en la universidad, y después, ver el estado del laboratorio. –Digo a lo que él asiente, consciente de mis intenciones.

—Entonces no tenemos tiempo que perder. Estando en el receso los alumnos ahora están desperdigados pero si están en clase, no nos dejarán interrumpirla para entrevistar a unos cuantos muchachos. –Dice y me sujeta del hombro para caminar conmigo en dirección en la que he venido. Cuando comenzamos a caminar por los pasillos, comienzo a ser consciente de las fugaces miradas que me lanza la gente a mi paso. Antes no lo había percibido, y tal vez ni si quiera sea cierto, pero tal vez me esté sugestionando, porque todas las personas se giran a mirarme. Me miran, con esa expresión de pena y miedo que estoy arto de ver. Arto.

—¿Cómo has estado? –Le pregunto, casi por convencionalidad— Hace por lo menos dos o tres años que no nos vemos. –Le digo, casi apesadumbrado.

—Desde hace mucho ya. Aun recuerdo cuando apenas entraste en el primero curso de la carrera y yo ya estaba en el último año. Si no llega a ser por amigos en común, tú y yo jamás nos habríamos conocido…

Sus palabras son amables, casi ensoñadoras. Su tono es jovial, demasiado dadas las circunstancias. Eso me hace pensar que probablemente haya ido comentando nuestra amistad. Tal vez yo he sido varias veces el tema de conversación en sus mesas y haya intervenido, alegando que me conoce, que estudiamos en la misma universidad y que teníamos amigos en común. Mi visita aquí no solo engordará su ego, sino que harán que hablen de ambos el resto del mes. Será para el resto del año el amigo del psicólogo de la muerte. No creo que jamás ese apodo deje de darme urticaria. Pensar que me perseguirá el resto de mi carrera profesional me hace sentir muy humillado y herido.

—Tienes razón… —Suspiro, algo apesadumbrado.

Caminando, acabamos saliendo fuera del edificio, pero lo bordeamos para dirigirnos a los jardines traseros, por lo que parece. En la parte delantera hay un pequeño parking reservado para profesores y varios bancos, en donde se han sentado cientos de alumnos. También hay un tropel en las escaleras y esparcidos por ahí entre la hierba. Algunos me miran. Algunos me reconocen. A lo lejos, sentados cerca de un árbol, el grupo de chicos que acaban de hacerme partícipe del mote que me han puesto.

—¿Cómo pueden salir, con el frío que hace? –Le pregunto, conteniéndome a anudarme de nuevo la bufanda al cuello.

—Se pasan siete horas diarias dentro de un aula. Lo mínimo es que la media hora de receso que tienen salgan y respiren un poco de aire fresco. Entre los vicios de algunos y las manías de otros, salir acaba por recompensarles, aunque esté lloviendo, nevando, o corran el riesgo de que se les lleve un huracán.

—¿Hacia donde estamos yendo? –Le pregunto a lo que él señala los jardines traseros, con mucha menos influencia de gente y con el aspecto mucho menos cuidado. El césped no está cortado, los bancos son de piedra, antiguos. Los arboles, no están podados.

—Jeon JungKook no tenía muchos amigos aquí, por decir prácticamente nadie, pero sí solía relacionarse con un par de su clase, y alguno de otro curso. Solían venir a fumar aquí atrás. Lejos del barullo del resto de gente. Cuando JungKook no estaba aquí, estaba en la biblioteca o en el laboratorio, “aprovechando el tiempo”. –Crea comillas con sus dedos.

—¿Qué quieres decir con eso?

—No sé qué haría en los laboratorios, pero estudiar creo que no. –Dice, con una mueca de asco.

—¿Qué sugieres? No seas sutil… —Le pido.

—Creo que le gustaba ver los cadáveres. Le iba ese rollo, ya sabes… —Alzo una ceja en su dirección—. Oh, vamos, no pongas esa cara. Ya me entiendes… Ya se lo advertí al jefe del departamento de anatomía. “No le dejes solo, no le permitas entrar en el depósito de cadáveres cuando no haya nadie…” Pero el viejo ese no me hacía caso. Cuando no era para orinar, era para ir a por un café o para hablar con las jovencitas de la clase de anatomía de tercero. En fin… —Resopla.

—Luego me gustaría hablar también con él… —Sugiero.

—Me parece bien. –Asiente y acaba acercándonos a un grupo de chicos sentados en un poyo de piedra parcialmente mojado, por lo que se puede ver. Hay otros grupos por ahí, alguien solo, algún profesor hablando con algún alumno...

—¡Chicos! –Dice Hyun Dong—Sun en dirección a ese grupo de chicos. Todos alzan una mirada entre cansada y asustada. Los analizo a medida que nos acercamos.

Hay dos chicas y tres chicos. Una de las chicas es occidental, con el cabello recogido en un moño y dos mechones ondulados cayéndole por las sienes. Maquillada. Demasiado para simplemente estar en la universidad. Ropa de marca. Adidas. La otra chica con una chaqueta vaquera de color claro, varias tallas más grande que ella. El pelo rapado en la mitad de la cabeza y la otra mitad algo más largo, no demasiado, no le llega a los hombros. No está maquillada, pero mastica algo que sostiene en la mano. Es una barrila de chocolate. Sus facciones son casi élficas. Nariz afilada, ojos rasgados y muy oscuros. Labios pequeños. Un tatuaje detrás de su oreja. Parece una flor. No. Es un trébol.

Los otros tres son chicos. El que está de pie parece occidental. Piel bronceada, cabello rizado. Ojos verdes y labios rosas. Vestido todo de negro, con un abrigo largo negro, camisa de cuello algo fina y un collar de plata cayendo por su cuello. No alcanzo a ver qué sostiene. Los otros dos son coreanos. El que está sentado a la izquierda está vestido con un cortavientos militar y unos vaqueros rotos. Tiene la cabeza rapada, sujeta un cigarrillo en una de sus orejas y en su boca tiene una piruleta de fresa. Las manos en los bolsillos. Rostro amable, demasiado para las vestimentas. El otro chico, sentado a su ladol, viste pitillos grises, zapatillas Nike, sudadera con un grupo de música que desconozco y el pelo peinado con un tupé mal hecho. Facciones algo duras.

Todos los chicos, vueltos a nosotros, esperan que terminemos por acercarnos y se nos quedan mirando con esa expresión de conejillos que se preparan para salir corriendo en cuanto se les culpe de algo de lo que no son inocentes. Uno de ellos, el occidental de cabello rizado es el primero en fijarse en mí. Puedo ver en sus ojos que me ha reconocido y es el primero que retrocede un paso, pero es un gesto sutil. Lo suficiente como para ya no destacar dentro del grupo.

—Hola, chicos. –Dice Hyun Dong—Sun—. Me gustaría poder hablar con vosotros tres, por favor. –Señala a dos de los chicos a una de las chicas. Parecen plenamente conscientes del porqué del interrogatorio y asienten, con la cabeza. Se quedan la chica de la media cabeza rapada, el chico occidental del pelo rizado y el joven de la chaqueta militar. La chica parece mayor que ellos, pero no podría asegurarlo.

—A mí ya me ha interrogado la policía. –Dice el chico de la chaqueta militar, a lo que yo le miro frunciendo el ceño. Ello le hace darme una explicación—. Encontraron un par de cuadernos míos en su casa. –Dice, encogiéndose de hombros—. Se los dejé para que copiase un par de cosas de un día que no vino a la universidad.

—Entiendo, pero yo no soy policía. –Les digo a lo que no parecen sorprendidos. La chica se sienta al lado del chico, en el trozo del banco libre y asiente, segura.

—Lo sabemos. Sabemos quién eres. –Yo trago en seco y ella se saca de la chaqueta un paquete de cigarrillos. Me ofrece uno y yo niego con el rostro. Se encoge de hombros y se mete uno entre los labios. Se lo enciende mientras todos la miramos y cuando exhala el humo, sigue hablando—. Eres el psicólogo de Jeon.

—El psicólogo de la muerte. –Le dice el chico de la chaqueta miliar al otro. Ambos se ríen y ella les fulmina con la mirada. Ambos agachan la cabeza como cachorros heridos.

—Nunca he entendido ese mote. –Me dice ella—. Parece que te culpabilizan de lo sucedido, cuando solo eres una víctima más.

—Gracias. –Le digo, aunque sus palabras no me hayan ayudado—. Me gustaría hablar con vosotros de él.

—¿Qué quieres saber? –Pregunta el de la chaqueta miliar—. No sé si sabremos decirte mucho. No nos relacionábamos con él fuera del aula. –Dice, pero luego mira a la chica con una sonrisa levemente malvada.

—¿Tú sí? –Le pregunto a ella.

—Vayamos por partes. –Nos detiene el orientador—. ¿Prefieres hablar con ellos de uno en uno?

—No, así está bien. –Miro a la chica, esperando una respuesta.

—Estuvimos liados, un mes. –Dice, quitándole importancia—. Nos encontramos una noche en un bar, bebimos un rato y nos liamos. Luego estuvo así un mes… y nada más… solo amigos. Bueno, ni eso…

—¿Cómo acabó la cosa?

—De forma natural y espontánea. Nos dejamos de ver fuera de clase y volvimos al “hola, ¿qué tal? Bien, adiós”

—¿Cuándo fue eso?

—Hace un año. –Piensa—. Tal vez algo menos.

—Vale. ¿Vais todos a la misma aula?

—Nosotros sí. –Dice el de la chaqueta militar. Señalándose a sí mismo y al chico de negro—. Por cierto, mi nombre es Jack. Este es Dilan –Señala al chico de negro—. Y ella es Dafne. –La chica levanta la mano pero el chico occidental no hace ni un solo gesto. Si fuera por su semblante serio diría que no entiende nada de lo que digo.

—¿Tú no vas a su clase?

—No. Estoy en último curso. –Dice y yo asiento.

—¿Cómo es vuestra relación con él en el aula?

—Normal. Casi mediocre. –Dice Jack—. Atiende casi siempre. Todos tenemos nuestros días, pero no suele hablar mucho en medio de clase.

—Si no habla mucho en clase, y no os veis fuera, ¿cómo es que luego os reuníais aquí?

—El roce hace el cariño. –Dice—. Supongo que somos amigos de cigarrillos. –Dice él mientras le quita el cigarrillo a ella y él da una calada. Ella hace un fingido puchero y se lo acaba devolviendo.

—Esto es una universidad. –Habla por primera vez el chico de negro, con las manos metidas en su abrigo y mirándome con seriedad—. No puedes permitirte el lujo de ir por ahí, como un marginado. No es socialmente aceptable la idea de vivir en esta pequeña comunidad que se llama facultad y no tener al menos un reducido grupo social en el que poder acomodarte. Es algo evolutivo, y está en nuestros instintos, aunque no nos demos cuenta. Lo necesitamos, estar dentro de un grupo. Un lugar que podamos llamar nuestro. Los días aquí serían mucho más largos sin la fría compañía de otros como nosotros. A parte de estar en un grupo social es una clara ventaja escolar. El intercambio de apuntes en caso necesitarlo o el apoyo que supone la idea de tener ayuda en caso de un accidente, siempre es un grato soporte.

—Deja tu filosofía para más tarde. –Le dice el de la chaqueta militar, y se vuelve a mí—. Lo que quiere decir es que JungKook estaba con nosotros tan solo por interés profesional. Pero nosotros también lo estábamos con él. Cuando se lo pedíamos, nos prestaba sus apuntes…

—Magníficos apuntes, se lo aseguro. –Me dice la chica—. Con dibujos y todo…

—Y si hacíamos trabajos en grupo, él siempre era el cabecilla. Se nos da bien obedecer, solo nos faltaba su mando... –Mira al chico de negro—. Y en las clases de disección era el único que no vomitaba sobre los cadáveres… —Ambos se ríen.

—Entre nosotros no nos vemos fuera. –Dice la chica—. Yo tengo mi grupo de amigas. Casi todas de la facultad de bellas artes o psicología. –Le da una calada al cigarrillo—. Pero no pierdo nada por relacióname con gente de aquí…

—¿Cómo es vuestra impresión de JungKook? –Les pregunto—. Antes de que supieseis lo que hizo, y eso…

—Es un chico reservado. –Dice el de chaqueta militar, a lo que todos asienten—. Pero no esa clase de reserva antisocial y marginal. No se paseaba por los pasillos como un alma en pena y se sentaba en un rincón a llorar. Hablaba con soltura, ¿verdad? –Les mira a los otros dos—. Era excéntrico, mordaz, gracioso y a veces un poco bocazas. Pero en general, se podría hablar con él de lo que quisieras. El término reservado se refiere al hecho de que no te hablaba intencionalmente de su vida privada. Te decía que había leído tal o cual libro, pero no te solía contar anécdotas de su infancia, ni sobre su instituto, ni sobre su familia… no al menos si no le preguntabas, y en algunas preguntas, se hacía el loco…

—Era un caballero. –Dice ella, haciendo que los otros dos chicos la miren con una media sonrisa—. Educado, atento y detallista. Ahora que lo miro desde otra perspectiva, esas cualidades me parecen las de un psicópata, pero jamás fue desagradable conmigo. No al menos que yo recuerde. Jamás me puso una mano encima, jamás me levantó la voz, jamás estuve incómoda con él.

—La ruptura no fue espontánea. –Le digo a ella, entrecerrando los ojos. Ella me desvía la mirada—. ¿Cortó él?

—Apelaré al carácter de JungKook y no contestaré. –Me dice, cortante—. No es un interrogatorio.

—Está bien. –Asiento, convencido—. No hay problema. –Después miro al chico vestido de negro y él me devuelve una mirada inquisidora—. ¿Y bien?

—Era… —Busca las palabras—. Radical. –Suspira—. Tenía ideas muy radicales. –Sus ojos brillan con entusiasmo—. Yo era el que más hablaba con él de nosotros tres. Sus ideas políticas eran muy extremas, sus ideas en respecto a la sexualidad, muy liberales, y en respecto a la educación, muy tajantes. De gustos excéntricos y clásicos. De ambiciones realistas. Sus planes para la religión católica, temerarios...

—Estoy de acuerdo. –Le digo—. He tenido tiempo para ver esa faceta de él.

—Con el resto se intentaba moderar un poco, pero si le das ánimos para explayarse, es capaz de ser todo un dictador. Todo un maníaco. Un ser peligroso, diría yo.

—¿Y tú no estabas de acuerdo con él?

—No he dicho eso. –Suelta, frunciendo el ceño—. Provengo de una familia tradicional, ¿sabe? Una familia en donde cada domingo hay que ir a misa para rezarle a Dios por una semana más de miserable vida. Una familia en donde el estereotipo de hombre pasa por ser alguien fuerte, dominante, dueño de una mujer sumisa y con los bolsillos llenos de dinero, surgidos por la mano de Dios. Yo fui a un colegio católico en donde me enseñaron que Dios nos hace iguales como sumisos corderos. Me enseñaron que vivimos en un mundo con injusticias que no podemos remediar y que aquellos que no sigan la fe de dios están condenados a arder en el infierno. Comer de más es pecado, insultar es pecado, pensar es pecado, hablar es pecado.

—¿Qué quieres decime con eso?

—Digo que cuando conocí a Jeon JungKook, supuso para mí la imagen del prototipo de pecador.

—Si no estoy equivocado, apostaría a que eso que cuelga de tu cuello es una cruz. –Le digo, señalando la cadena de plata que se entrevé por el cuello de su abrigo. Él se mira, sonriente. Tiene una sonrisa blanca. Me devuelve una mirada de soslayo.

—Es usted muy sagaz. –Me dice, divertido y se saca la cadena para mostrarme el abalorio que cuelga de ella. Es una cruz. Una cruz invertida.



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