NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 4 (Parte IV)

 

Capítulo 4 – Eso se llama manipulación

 

El curso iba corriendo, como un reloj en que cada segundo es un día, y cada minuto una semana. Llegaría un momento en que se me presentarían los exámenes de acceso a la universidad antes de poder haber asumido que tendría que prepararme para ellos y sin embargo cada día me convencía a mi mismo que solo estábamos a un día menos de ese fatídico suceso. Solo un día pasaba, en ese transcurso de tiempo entre que me levantaba y me acostaba de nuevo, nada de lo que hiciese ese día podría cambiar en absoluto el rumbo que tomase mi vida. Me acostumbré a justificar mi estrés, mi ansiedad, con el desánimo y la incompetencia de mis profesores. Solía comparar mi trabajo diario con el de mis compañeros para librarme de la culpabilidad de no estar haciendo lo suficiente, de no prepararme con expectativas a los exámenes del acceso, y simplemente enfocarme en la tarea diaria y el día a día que era ya suficiente como para devorar cinco horas diarias a parte de las que invertíamos en clase cada mañana.

Me gustaba pensar que el tiempo no corría, y que cada día era como un reloj de arena que al llegar la noche se acababa la arena y al amanecer se volcaba para que se reiniciase el proceso. Y así, un día y el siguiente, hasta que pudiese estirar del hilo. Pero todos éramos conscientes de que eso no era algo que pudiese durar eternamente y me malacostumbré a levantarme cada día con el convencimiento de que al acostarme nada habría cambiado, pero un día, a mediados de diciembre, justo antes de que nos dicen las vacaciones de navidad, una profesora de la universidad de Ámsterdam se presentó en nuestro instituto para darnos una charla acerca de nuestro futuro como estudiantes universitarios. Llegó con una expresión llena de suficiencia, como si estuviese cansada de dar esa clase de charlas y se viese obligada a ir allí, soltar su discurso, y marcharse sin importarle en absoluto qué dudas nos surgiesen o todas las cuestiones que se habían estado amontonando en nuestra cabeza los últimos años desde que empezamos a estudiar la preparatoria.

Tenía el pelo rizado, algo afro, largo hasta los hombros y rodaban entre sus bucles algunos mechones blancos. Tenía en sus orejas unos pendientes de perlas, discretos, probablemente falsos, muy infantiles para una mujer de avanzada edad. Vestía con vulgaridad, falda de tubo larga y una camisa beige con lazos. En otra mujer hubiese quedado bien, pero en ella se veía extraño el conjunto, como si estuviese obligada a vestir de aquella manera y ella misma se viese incómoda así. Antes siquiera de presentarse, de anunciarse o siquiera de esperar a que nos sentásemos, ya empezó a balbucear acerca de la universidad a la que representaba. En mi ciudad una universidad había colonizado casi todas las áreas de estudio, reuniéndolas en ramas facultativas de la misma universidad. Y eso era lo que ella venía a mostrarnos, como un profeta que nos anuncia la incuestionable palabra de Dios, escrita en un panfleto que nos pasaron una vez estuvimos sentados.

El panfleto era en tonos azules y verdes. Las imágenes eran claras, llamativas, los logotipos infantiles y simples. La letra, pequeña. Todo era psicología, habría dicho mi madre, los colores eran tranquilizadores y esperanzadores. Las imágenes tenían tanta importancia frente a al texto porque una imagen es mucho más alentadora que las palabras y los logotipos eran algo simple con lo que todo el mundo se pudiera sentir identificado. En el folleto había una lista con todas las ramificaciones que se nos estaban ofertando. Para empezar, dividía todas las carreras en varias ramas: Arte y humanidades, Ciencias, Ciencias de la salud, Ciencias sociales y jurídicas, Ingeniería y arquitectura. Dentro de estas, encontrábamos las carreras determinadas para cada rama, con el número de plazas que se ofertaban y la nota de media que se necesitaba para acceder a ellas.

Por ejemplo, en la rama de humanidades encontrábamos carreras como Bellas Artes, con 150 plazas ofertadas y una media de 7 sobre 10, filología clásica, con 50 plazas y un 5 sobre 10 de media. En ciencias sociales y jurídicas encontrábamos Pedagogía, con 50 plazas y un 5,8 de media o Trabajo Social con 100 plazas y 6,8 de media. Y así, sucesivamente hasta abarcar las más de 80 elecciones que se nos mostraban. Y sin embargo, tras leerlas una y otra vez era incapaz de ver en ninguna de ellas algo que realmente desease hacer algo que me llamase la atención o simplemente una motivación que me hiciese mirar con diferentes ojos las alternativas que me ofertaban.

La mujer que nos estaba dando la charla parecía de todo menos emocionada por lo que nos estaba contando, más que influirnos confianza y ánimo, nos estaba deprimiendo mucho más. Yo me había sentado en segunda fila, justo delante del proyector que nos mostraba gráficas de cómo las personas con un título universitario tenían una vida mucho más exitosa que los estudiantes sin ellos, cómo las carreras de ciencias y tecnologías tenían mucho más acceso al trabajo que las de arte o humanidades, y cómo algunas carreras eran territorio predominantes de hombres, como ingeniería química y otras de mujeres, como Maestros de educación infantil. No paraban de salir esquemas, gráficas, números y barras de colores. Pasada una hora yo seguía sin comprender cual era exactamente la función de aquella charla, si animarnos a seguir estudiando una carrera universitaria, informarnos acerca de ello, o limitarse a deprimirnos y saltarlos la hora de psicología y el recreo.

Se detuvo con la pantalla mostrando un esquema de cómo las carreras de ingeniería y similares tendrían muy buen porvenir en un futuro muy próximo cuando comenzó a enrollarse, contándonos todas las sandeces que se le pasaban por la cabeza acerca de los estudios realizados no se sabe dónde, ni cuando, pero que tenían una fiabilidad del 98% en sabe qué parámetro. Yo me giré a mis compañeros, la mitad dormidos y la otra mitad mirando el panfleto con la misma expresión de ansiedad que yo estaba expresando. Me volví al fondo de la clase donde estaban sentados nuestra tutora, la jefa de estudios y mi padre, tutor de la clase de economía. Me mordí la lengua unos cinco segundos pero cuando empecé a arrugar el panfleto no pude por menos que detenerla en su palabrería.

–¿De qué año son esos estudios que usted está comentando? –Pregunté mientras ella se volvía a mí completamente asustada y sorprendida. Ningún alumno había intervenido hasta entonces y cuando yo lo hice, todos se volvieron a mí con una media expresión de alivio. Podía sentir el pensamiento de mi padre sobrevolándome “no seas duro con ella”:

–¿Perdón?

–¿De qué año son los estudios de los que está hablando? Y otra pregunta, ¿No se supone que se debe alentar a los alumnos a elegir la carrera que deseen, que les haga felices, en vez de someterlos a una estadística de sabe Dios qué año con la esperanza de que engorde esos parámetros?

–No sé, la verdad, es que no estoy segura de los años de los estudios… han intervenido unos cuantos… Y sí. –Dijo, esta vez más segura–. Cada persona es libre de elegir la carrera que desee, por supuesto, solo queremos mostrar cómo algunas carreras en concreto tienen muchas más salidas que otras…

–Pero no todo depende del título. La persona en sí también es importante, los contactos que tenga en el mundo laboral, su propio talento y, por supuesto, la suerte.

–Claro. –Dijo, dándome la razón con la esperanza de que eso fuese suficiente para calmarme, pero no lo hice. Le mostré el folleto.

–¿Y cómo es que entre las más de ochenta carreras, solo hay una relacionada con el arte que es Bellas Artes, y sin embargo hay ocho diferentes para ingeniería?

–Yo no hago las carreras. –Dijo ella, cogiéndose de hombros con una sonrisa.

–Una última pregunta. –Dije, intentando no sonar demasiado brusco–. ¿Por qué solo se nos ofertan carreras universitarias? Supongo que usted no tiene la respuesta, pero en nuestro programa escolar no hay programada ninguna otra charla sobre ninguna otra alternativa de futuro. ¿Sabe usted que hay mucho más que carreras universitarias? ¿Módulos superiores? ¿Formaciones profesionales? Y yo sí le daré un parámetro verídico, las personas con módulos o formaciones profesionales tiene mucha mejor acogida en empresas o locales de trabajo que los universitarios, dado que están mucho más familiarizados con el trabajo de verdad, y cualquier empresario contrataría a alguien que ya se ha manchado las manos a parte de con tinta de un rotulador.

–¿Cómo te llamas? –Me preguntó, mientras me sonreía con algo de prepotencia.

–Ícaro. –Contesté, sabiendo que estaba rebajando su tono de voz a uno mucho más ameno porque iba a marearme con palabrería para no responderme.

–Ícaro. –Repitió ella–. Siento darte esta mala noticia, Ícaro. Pero en el mundo real, fuera de la escuela o la universidad, si no tienes un título universitario, aunque sea en escupir en un tarro o sacarte mocos, no eres nada en este mundo. Ni en este país ni en ningún otro. Todo se mueve por esto. –Dijo y unió sus dedos, moviéndolos, insinuando el poder del dinero–. Y una carrera no se la paga cualquiera. No todo el mundo tiene dinero para cursar cuatro años en la universidad, y esto, –volvió a hacer el gesto–, es lo que mueve el mundo.

–¿Qué tiene que ver eso con…?

–Déjame acabar. A no ser que quieras ser carpintero, albañil, o fontanero, lo cual dudo mucho, necesitas ir a la universidad. ¿Qué quieres estudiar tú, Ícaro?

–Aún no lo sé. –Dije, frunciendo el ceño–. Y además. ¿Qué tiene de malo ser carpintero, o fontanero? ¿Acaso infravalora esos trabajos? –Ella quiso decir algo, pero la interrumpí–. ¿Acaso un profesional con título universitario es mejor que alguien sin él? ¿Está por encima? –Fruncí los labios–. ¿Acaso el panadero al que le compra el pan tiene título universitario? ¿El mecánico al que lleva el coche? ¿El mensajero que le trae el correo? Me pregunto si la universidad no será una forma de anestesiarnos cuatro, cinco o seis años, para que no aumentemos aún más las estadísticas del paro. Porque mientras estemos haciendo algo, parecemos población útil para la sociedad.

–Ícaro. –Oí decir a mi padre al fondo de la clase, con un tono de reproche, pero más que amenaza, parecía simplemente querer tenerme a raya.

–Nadie te obliga a ir a la universidad. –Dijo ella, con un tono mucho más serio–. Y deja de molestar. –Sentenció y yo me dejé caer en mi asiento, con un resoplido de insatisfacción, pero alguien al fondo de la clase alzó la voz.

–¡Solo estaba preguntando! –Dijo alguien, escondido entre la neblina de la clase en tinieblas por el proyector.

–¡Eso! ¿Qué tiene de malo? Todos nos estamos preguntando lo mismo. –Dijo esta vez la voz de una chica en la parte delantera.

–¡Mi padre es albañil! Y toda la vida ha traído dinero a casa religiosamente. –Comentó un chico, menudo y con gafas extra gruesas de mi misma fila–. Y mi hermano terminó la carrera de medicina hace tres años y aun sigue sin trabajo. Ahora tiene que trabajar con mi padre.

–¡Sí! Mi hermana también está trabajando con mi padre porque no encontró trabajo de profesora…

–Han habido recortes recientemente en enseñanza… –Dijo la visitante con algo de miedo a que el escándalo se extendiese por la clase, pero antes de que pudiese terminar su argumento, ya se había formado un revuelo generalizado por toda el aula mientras que yo me giraba en dirección a mi padre con una expresión de culpabilidad y él rodaba los ojos como queriendo decir “Siempre haces lo mismo…”. Con los segundos se comenzaban a oír comentarios que volaban a través del aula como balas de un francotirador.

–¡Mi madre no es mejor que tú por no tener título universitario!

–¡Yo ni siquiera quiero ir a la universidad! ¿Por qué tengo que asistir a esta charla?

–Yo quiero estudiar Psicología, pero no me dará la media. ¿Qué debo hacer?

–Me han dicho que los de Bellas Artes solo fuman maría y no tienen exámenes. ¿Es eso verdad?

–¡Esta charla no me ha servido para nada!

–¿Esto es una broma? ¡Yo quiero estudiar Medicina pero piden un 12 de media! ¿Cómo se supone que voy a sacar esa nota si apruebo matemáticas de milagro? ¡Madre mía! ¿A quiénes se la tengo que chupar para que me pongan esa nota?

Una risa generaliza rebajó un poco el ambiente pero yo no podía evitar esconderme en mi asiento por la vergüenza que me daba haber generado tal revuelo, y además, en presencia de mi padre. La charla finalizó a los quince minutos, después de que a prisa, la mujer nos explicase cómo se realizaban las solicitudes de la matrícula, como se efectuaban los pagos y en qué consistían los cuatrimestres de las carreras. Cuando ella se hubo marchado todos salimos como medio mareados de la clase, tras hora y tres cuartos de completa pesadilla, angustiados por la charla, ansiosos por tantas posibilidades abiertas, nerviosos aun por los exámenes de navidad, aterrorizados por los exámenes finales, paranoicos con los exámenes de de acceso a la universidad. Y el alboroto generado allí dentro no había hecho sino cubrirnos con una fina capa de bilis que todos reconocíamos como propia.

Nos dirigimos, como zombies, hacia las taquillas para recoger el material para la clase de latín, a la que con suerte podíamos demorarnos cinco minutos antes de que empezase. Cuando llegué a mi taquilla y la abrí recogí la mochila que había dejado dentro y saqué de ella los libros de historia y griego para meter el de latín y el de historia del arte que sería la siguiente asignatura. Alguien el palmeó el hombro con entusiasmo, tanto que se me escapó el libro de historia de las manos, cayendo fuera, y pudiendo pararlo con la rodilla ates de que tocase el suelo. Uno de mis compañeros de clase, que tenía su taquilla cerca de la mía, me miraba con una sonrisa divertida y alegre.

–¡Eres todo un espectáculo! –Dijo, pero en el tono en que lo soltó no estaba seguro de que lo hubiese dicho como un halago o simplemente como un sarcasmo molesto.

–¿Gracias? –Pregunté, pero la chica que le acompañaba lo aclaró todo.

–Solo estabas preguntando, maldita sea. Por fin alguien le pone las pilas a esa imbécil. Es la misa que vino el año pasado. ¿Verdad? –Le preguntó ella a él. Ambos eran repetidores.

–Eso creo. –Dijo él, encogiéndose de hombros.

–Es idiota. Ni siquiera le interesa qué carrera escogemos. Lo que quiere, ella y el estado, es que vayamos a la universidad para seguir llenando las arcas con nuestro dinero, el dinero que ganan nuestros padres, currantes sin estudios. Y lo peor son ellos, ¿sabes? Les engañan a ellos también lavándoles el cerebro, haciéndoles pensar que realmente hay algún futuro en la universidad, como si realmente sirviese de algo.

–De algo servirán. –Dijo el chico de gafas de culo de vaso que apareció de repente en dirección a la clase de latín–. Pero está claro que al estado le interesa que nos metamos en la universidad. Ya sea por el dinero, o por tenernos parados, –me señalo–, como dijiste. ¿Pero qué hacemos sino? La escuela no nos ofrece alternativas. Podemos buscar por nuestra cuenta, pero tampoco vamos a encontrar mucho más porque las pocas alternativas que hay te las ofrecen como “estudios para gente que se ha echado a perder”. Un amigo de mi hermana estudia una especie de módulo de informática, o no sé qué, y dice que solo hay morralla que han dejado allí como última salvación.

–De cualquier manera, la has amedrentado. –Finalizó el primer chico, el que me había golpeado el hombro–. Al principio de curso pensé que eras un rarito marginado con ínfulas de superioridad. –Soltó, cerrando su taquilla y colgándose la mochila al hombro pero apoyándose en su propia taquilla, sin intención ninguna de marcharse. Yo aun seguía con el libro de historia de la mano, dentro de la taquilla–. Pero has resultado ser todo un entretenimiento. La voz del pueblo. Tendríamos que haberte elegido delegado de clase.

–No creo que sea tan altruista. –Dijo su compañera–. Es listo, pero no caritativo. –Me lanzó una mirada felina que me puso los pelos de punta.

–De cualquier manera, has hecho muy bien. Todo el curso, a pesar de lo que digan los profesores. –Asintió–. A veces está bien ajustares un poco las tuercas. –hizo un gesto con su mano, como atornillando algo suelto.

–Eso es verdad. –Dijo el chico de gafas–. Que no piensen que somos cachorros sumisos sometidos a su voluntad. Si no, se relajan y se olvidan de que tienen que impartir clase con un mínimo de calidad. –Me señaló con entusiasmo–. ¡Tendríais que haberle visto con la profesora de filosofía del año pasado, la tenía atemorizada!

–Era una idiota. –Dije por lo bajo y ellos se rieron.

–No sé si sería idiota o no, pero sí que era muy inocente. Nos trataba como si fuésemos críos. Eso me desesperaba. –Decía el de gafas–. Y cuando a este elemento se le ocurrió citar a Maquiavelo en plena discusión, ella palideció hasta temer que se desmayaría. –Todos rieron de nuevo–. ¡Y ella pensando que no sabíamos quién era Maquiavelo, y BUM!

–¿Era la hippie esa que siempre iba como flotando por los pasillos? –Preguntó el chico que se apoyaba en su taquilla. Miró a su compañera mientras el chico de gafas asentía–. Es la misma que nos dio a nosotros hace dos años.

–¡Era peor que una cría! Cuando decía eso de “Esto es super–happy–flower” Yo no podía con eso. Se me abrían las carnes.

–Y a mí. –Dije, sonriendo de placer al ver cómo alguien podía entenderme–. A veces solo quería tirarle el libro para que se callase. –Todos volvieron a reír. Sonó el timbre, que nos obligaba a ir a clase de latín, por lo que el chico a mi lado se separó de su taquilla y volvió a posar su mano sobre mi hombro, esta vez apretando sus yemas sobre mi piel, con entusiasmo y cordialidad. Con compañerismo.

–De cualquier manera, me alegro de que estés en clase este año. Lo haces todo más divertido, y a veces, más justo. Lo de hoy ha sido impresionante. ¡Quisiera haberte visto con nuestro profesor de Literatura del año pasado, un completo sabelotodo! Habrías hecho buenas migas.

–¡Yo no le daría tantos ánimos! –Dijo otra de nuestras compañeras en mi otro flanco. Cerrando su taquilla de golpe y con una expresión de pocas amigos que pocas veces mostraba. Era una chica de piel morena y facciones aniñadas. Poco pecho, mirada fulminante–. Lo de hoy no ha estado bien, en mi opinión. Ella solo venía a informarnos sobre las ventajas y desventajas de la universidad, y de cada carrera. Ella esta tan obligada a dar esa charla como nosotros a asistir a ella. No hay porqué ser así con ella. ¿Qué culpa tiene esa pobre señora de que el sistema educativo del país sea tan desastroso?

–¡Pero no me digas que no ha sido algo digno de valorar! –Comentó el chico a mi lado, soltándome y colgándose mejor la mochila.

La chica volvió a mirarme a mí y pasó por mi espalda hasta quedar a un metro de mí, en dirección a la clase. Después me fulminó con un fruncido de ceño y negó con el rostro.

–Eres capaz de lograr que el mismo demonio parezca el querubín más adorable. Y al contrario. Eso se llama manipulación.

–¡Eso se llama talento! –Dijo el chico de gafas y continuaron todos juntos la conversación de camino al aula.

El pasillo poco a poco se abarrotaba de personas yendo de un lado a otro, caminando descuidadas, a prisa, rezagadas en agrupaciones de entre dos a cinco personas. Yo terminé de meter el material en mi mochila y me quedé mirando el interior de mi taquilla. Un par de libros, un par de cuadernos, un estuche de pinturas, un par de posits como recordatorios de exámenes y un horario escrito en papel pegado en el reverso de la puerta. Debajo de él una nota escrita en un trozo de papel cuadriculado, desdoblado y pegado con cinta al metal.

“Aprovecha cada pequeño momento. Nunca sabemos qué hay de valioso en ellos hasta que no ha pasado el tiempo. Jacinto.”

Me lo escribió ya hace un año, colándolo de incógnito en mi mochila, y durante mucho tiempo lo repetí como un mantra que ahora se convertía en una ley fundamental de mi consciencia. 

Cerré la taquilla con un golpe y me dirigí a la clase de latín, poco a poco invadido por una idea que por el momento solo sería un germen que se mantendría latente hasta que germinase y se me mostrase clara y concisa.



 

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