NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 3 (Parte IV)
Capítulo 3 – Insatisfacción crónica
Acostumbrarnos a nuestra
nueva situación fue difícil, pero en realidad resultó mucho más fácil de lo que
nos esperábamos al principio. Claro que todo tenía sus inconvenientes, pero la
vertiginosa idea de la situación que nos habíamos formado en mente no tenía
nada que ver con la realidad que se nos presentaba. Todo era más sencillo de lo
que nos habíamos vaticinado, incluso con sus problemas añadidos o con las malas
costumbres y hábitos que estábamos generando.
Estar juntos nunca era
extraño a ojos ajenos, al igual que salir a comer fuera, aunque para nosotros
tuviese un significado completamente diferente al que aparentábamos. Ir a ver
una película, salir a dar vueltas con la bicicleta, que él me acompañase a
clase, que yo le esperase a la salida de su trabajo. Eran rutinas que ya
teníamos y que nadie veía extrañas, eso me encantaba pues los interrogatorios
habrían sido eternos si repentinamente hubiésemos adoptado una cercanía tan
llamativa.
Teníamos la ventaja también
de vivir cerca, el uno del otro. Solo un piso nos esperaba para escapadas
fortuitas o visitas momentáneas. Pasarme por su casa antes de ir a la
biblioteca para llevarme conmigo un poco de su olor y algunos besos que me
acompañasen en el camino. Que él subiese a verme con la excusa de devolverme
algo que me hubiese dejado accidentalmente en su casa. Esos juegos me mataban
pero eran a la vez tan sumamente intrépidos e ingeniosos que más me gustaba el
propio plan que el resultado de nuestra aventura.
Sin embrago aparecieron
complicaciones con el tiempo, inconvenientes de los que no habíamos sido
conscientes hasta estar frente a ellos. La cercanía que nos habían
proporcionado las relaciones sexuales nos hacía ser mucho más cercanos
físicamente sin ni si quiera darnos cuenta de ello, y en ocasiones nos hallaron
en situaciones comprometidas, como por ejemplo una noche que se quedó en casa a
ver una película, él sentado en el sofá y yo tan solo en pantalones cortos con
las piernas sobre su regazo. Su mano posaba sobre mis muslos. Era la sensación
más inocente que me había proporcionado, y sin embargo mi madre rápido me
sugirió que me pusiese algo más de ropa, para no incomodar a mi primo. Jacinto
se rió pero yo me vi obligado a obedecerla, porque era lo lógico. También
adoptamos la mala costumbre de acariciarnos, independientemente del lugar o el
momento. Intentábamos de veras ser recatados y cautos pero a veces su piel me
tentaba a acariciarla, y daba gracias de no haberle besado o mordido. A veces
él me retiraba un mechón del pelo, cariñosamente, y en su mirada irradiaba todo
lo que intentaba callar. Coartarnos delante de otras personas era a veces duro,
pero no tanto como nos habíamos imaginado. Nos habíamos pasado mucho tiempo
ocultándonos a nosotros mismos nuestros propios sentimientos. Estábamos
acostumbrados a ocultárselos también a los demás.
Los mejores momentos eran
las noches juntos. No importaba cuanto esperásemos o cuantos momentos incómodos
pasásemos para poder estar al fin a solas, pero cuando sus padres se escapaban
un fin de semana, cuando los míos tenían alguna conferencia en otra ciudad o
incluso alguna vez con sus padres en el dormitorio de al lado, era como cumplir
nuevamente un sueño. Tocarle, besarle, llegar al éxtasis por su tacto, por su
cuerpo sobre el mío, esa irrefrenable sensación de impotencia mientras todo
nuestro cuerpo explota por culpa de la fricción y el calor. La intimidad se
convirtió en una forma de redescubrirnos mutuamente, lentamente. Añoraba su
olor cuando no estaba con él, y siempre había pensado que le extrañaba, pero
desde que había probado el tacto de su piel, cada día que no repetía mi dosis me
encontraba famélico y en estado de delirium tremens, anhelando volver a verle,
volver a tocarle. Cuando nos reencontrábamos al fin el estado de agitación se
desvanecía y solo era cuestión de esperar a estar solos para poder besarle,
poder tocar con mi mano sus mejillas, su cuello, liberando su aroma sobre mi
piel. Después regresaba a casa y pensaba durante eternos minutos en él con el
dorso de mi mano sobre mis labios.
A mediados de noviembre mis
padres se marcharon un fin de semana a Brujas para una conferencia de la
asociación de mi madre, dejándome a mí en casa. Fue la primera vez que lo
hacíamos en mi cuarto, y después de aquella experiencia nunca pude ver mi cama
de la misma manera, las paredes, la mesa, la silla, todo había sido testigo de
lo que allí aconteció, testigos mudos de una pasión que cada día llevábamos más
al límite. Recuerdo decirle “Tenemos todo el tiempo del mundo, no te apresures”
justo antes de meternos a la cama, pero estaba más dirigido a mí que a él,
porque llevábamos una semana de completa abstinencia y sentía que mi cuerpo
podía echar a arder en cualquier momento, con el más mínimo roce. La primera
fue rápida, lo suficiente como para aliviar mi impaciencia. Las siguientes dos
ocasiones fueron más lentas y disfrutamos mucho más intensamente.
Cuando terminamos caímos
rendidos sobre la cama pero aun sin sueño. Aún eran solo las dos de la mañana
cuando él se encendió un cigarrillo y lo dejó en un cenicero improvisado que
habíamos hecho con una lata de refresco sobre la mesilla de noche. Me encantaba
quedarme dormido nada más terminar, pero cuando no lo hacíamos, era mucho más
revelador para ambos, extasiados, agotados y satisfechos, nuestros humores eran
sosegados y amables. Éramos la mejor versión de nosotros mismos. Éramos felices.
–¿Crees que lo que estamos
haciendo está mal? –Me preguntó aquella noche de repente. Yo estaba tumbado
sobre su pecho, con el cigarrillo entre los dedos soltando una cala del intenso
humo que rápido llenó la habitación de neblina. Solo estábamos iluminados por
la amarillenta luz de la lamparita de noche, la casa estaba en completo
silencio, las sábanas húmedas de sudor, y nosotros agitados. Me levanté de su
pecho y le miré directo a los ojos, sentándome con la espalda en la pared y
colocando las piernas sobre su cuerpo extendido. Le devolví el cigarrillo.
–¿A qué de todo lo que
estamos haciendo te refieres? –Le pregunté con una sonrisa pícara, que él me
devolvió. Eso me indicaba que la pregunta no era más que un pensamiento al aire
y en realidad no estaba tan preocupado como me había hecho entender.
–A todo, supongo.
–Si quieres que realmente te
conteste a eso deberás ser más preciso. Porque si es solo una idea al aire, no
me veo en la necesidad de proporcionarte una respuesta.
–¿Realmente la tendrías? –Me
preguntó, esta vez sí, con más seriedad.
–Pruébame. ¿Qué es
exactamente lo que te preocupa? ¿Qué nos hayan oído tus padres desde tu casa?
¿Manchar las sábanas y que mi madre pueda notarlo? ¿No haber usado condón?
¿Fumar en mi cuarto?
–Sabes de lo que estoy
hablando, no te hagas el bobo. –Me dijo golpeando el cigarrillo sobre el borde
de la lata. Cayó ceniza dentro.
–¿Tú eres feliz? –Le
pregunté y él volvió el rostro a mí, con una mueca de incertidumbre–. Contesta
con sinceridad.
–Soy feliz cuando estoy
contigo.
–Entonces no creo que
estemos haciendo nada malo. Porque yo solo soy feliz cuando estoy contigo
también. Incluso si no nos acostamos, si no hablamos o no nos tocamos. Estar
contigo a secas, es suficiente para hacerme sentir bien.
–¿Tú crees?
–Lo creo. –Medité mis
palabras–. ¿Es malo conformarme con la felicidad que me proporciona otra
persona? Me refiero, a que, ¿qué pasa si no estás? Si un día, desapareces y no
vuelvo a verte. Nunca más volveré a sentirme feliz, nunca volveré a sentirme
bien. Porque solo conozco la felicidad gracias a ti. –Él posó una mano sobre la
mía, haciéndome dar un respingo. Me sonrió con ternura.
–¿Sabes? Creo que no conozco
a nadie plenamente feliz. Todos tienen siempre algo de lo que quejarse para
sentirse desgraciados. Yo al menos lo admito. No tengo miedo. No soy feliz. Y
me he resignado a no serlo porque nunca he conocido la felicidad y no la echo
en falta. No necesito una motivación, no necesito sueños. Me confirmó con el
día a día hasta que no haya un día más. Tú eres lo único que me mueve. Lo único
por lo que sigo adelante, y esa sensación de subordinación es la que me da
miedo. Tal como tú has dicho, ¿qué pasa si un día desapareces? Me había
acostumbrado a la infelicidad, y ahora ya no sé si puedo hacerme a la idea de
estar sin ti. –Él mismo se sorprendió de lo que acababa de decir y volteó el
rostro hacia la mesilla de noche y volvió a verter ceniza dentro de la lata. Se
había ruborizado. Cuando me volvió la mirada lo hizo asustado–. No quería sonar
cruel o insensible. Solo…
–No, –le detuve–, está bien.
Sé de lo que hablas.
–Me alegro de que lo
entiendas, pero ojalá no lo hicieses. –Me miró apenado–. Supongo que debe ser
algo así como resignación crónica a la infelicidad.
–Lo mío es más una
insatisfacción crónica. –Le sonreí y él me sonrió de vuelta–. Por eso hacemos
buena pareja. –Me recosté aún más contra la pared y bebí un poco de agua.
–No digo que quiera hacerlo,
ni tampoco que haya pensado en ello, pero… ¿Qué pasaría si se lo contásemos?
–Mi expresión asustada le hizo retractarse–. Hipotéticamente.
–Sé lo que pasaría. Lo he
pensado cientos de veces y sé con exactitud cómo se lo tomarían. A mi madre
puede que le diese igual, o puede que incluso nos apoyase, tal vez hiciera
falta coaccionarla con amenazas, pero colaboraría. Mi padre depende del día
puede que se lo tomase bien o puede que quisiera arrancarte los ojos y cortarte
las manos, y a mí, me encerrarían para siempre en casa. Con suerte en un buen
día solo frunciese el ceño y mostrase un mohín. Tus padre sin embargo son algo
más problemáticos. Tu madre con seguridad se volcaría en su creencia para
rezarle a su dios por una alternativa, una curación o sabe Dios qué remedio
pediría para que su hijo no fuese un sátiro asalta cunas, –Jacinto me miró
ofendido–. Tú padre probablemente fuese el peor de todos. Nos mataría, no tengo
la menor duda. Primero a ti y luego a mí.
–Eres un exagerado.
–¿Qué? Incluso creo haber
sido bastante cauto. Yo no sé qué esperar de tus padres, y tú al parecer
tampoco. Si no, no te estarías preguntando estas bobadas.
–¿Bobadas?
–¿Acaso no lo son?
Contárselo… ¡Debes estar delirando para pensar una cosa así!
–Deben entenderlo, no pueden
controlar todos los aspectos de nuestras vidas.
–¿De veras eres mayor que
yo? ¿Acaso no sabes ya que las personas pasan por alto, y con bastante
frecuencia, el respeto hacia los demás, la libertad sexual y la capacidad de
amar a otros? A la gente le importa una mierda si eres feliz, si has luchado
por algo o simplemente si tienes lo que quieres. Si eres feliz querrán
machacarte, humillarte y robarte todo lo que te provoque esa felicidad, porque
como bien has dicho, nadie es feliz en este mundo de mierda, y si pueden
arrebatarte la felicidad a ti también, lucharán para ello porque no soportan
ver a otros con algo que para ellos es inalcanzable.
–No son gente. –Me corrigió–.
Son nuestra familia.
–Con mucho más motivo lo
digo. No me importa lo que un extraño pueda pensar de nosotros, de lo que
tenemos. Pero mi familia puede hacerme daño, con una palabra, con una frase,
pueden destrozarme, porque me importan mis padres y porque me importa lo que
piensen de mi. –Me recargué en la pared, exhausto–. Por eso prefiero no
contarles nada, por ahora, al menos.
–¿En un futuro muy lejano si
te ves capas de decírselo?
–Tal vez.
–¿Acaso es que no confías en
que esto vaya a ser duradero? –Me preguntó con picardía. Si lo hubiese hecho
con la faz sería tal vez hubiese temblado.
–¿Qué?
–¿Confías en que esto sea
algo serio o tienes miedo de que me aburra de ti, o encuentre a otra persona, y
no quieras darles un disgusto a tus padres a lo bobo?
–¿Qué mierdas estás
diciendo? –Me erguí contra la pared, atónito.
–Es solo una pregunta.
–No dice mucho de ti que
hayas cogido la costumbre de amenazarme con irte con otra persona o dejarme.
–Hice el amago de levantarme de la cama–. Eres un imbécil insensible.
Él me retuvo agarrándome de
la cintura, riéndose solo porque necesitaba destensar el ambiente que había
formado, pero yo me deshice de su agarre.
–¡No te vayas! –Suplicó.
–Voy al baño, idiota, tengo
que mear. –Le dije a lo que él me soltó sorprendido y avergonzado–. Y más te
vale que cuando vuelva no sigas con esas mierdas o te vas a dormir a tu casa,
que no te cae lejos.
Cuando salí del cuarto
caminé entre la oscuridad del pasillo hasta llegar al cuarto de baño. Aún en él
no encendí la luz, se veía perfectamente con la luz de la habitación saliendo a
través de ella. Oriné soltando un gran suspiro y siendo en ese momento
consciente de que seguía desnudo. Me pasé una mano por la frente, retirándome
el pelo de ella y pensando, de manera inevitable en la cantidad de cosas que se
le pasaban por la cabeza y que sin poder hacer nada al respecto, me había
metido a mí también. No es que yo no pensase en esas cosas, pero intentaba no
decírselas, para no introducir esas dudas en él. Pero por lo visto, también las
tenía. Y era lógico. Más que lógico, era lo que iba a suceder. Pero no podía
ponerme a la defensiva, pensaba, o él le dará más importancia a sus estupideces
hasta el punto de volverlas una realidad.
Cuando terminé de orinar me
lavé las manos y me sequé con la toalla del lavabo. Cuando me dirigí a la
habitación me sorprendí al no encontrarle allí en la cama donde la había
dejado. Las sábanas estaban revueltas y tiradas hacia atrás como si se hubiese levantado
de golpe. El vacío que había dejado sobre el colchón era sobrecogedor. Lo que
me sorprendió fue no haberle odio.
–¿Jacinto? –Dije en el tono
suficiente como para que me oyese si estaba en la otra punta de la casa, por lo
que, al no recibir respuesta, supe que solo estaba jugando conmigo. Regresé al
baño para encontrarlo vacío, tal como lo había dejado yo. Encendí la luz pero
no me sirvió de nada porque apenas alumbraba a las demás estancias del hogar–.
Déjalo ya, no tiene gracia.
Apagué la luz del baño y
esperé pacientemente en el pasillo hasta que apareciese o al menos hasta que
algún ruido le delatase. Nada. Esperé durante unos minutos e incluso llegué a
cavilar la posibilidad de que el aburrimiento le hiciese salir, pero no
ocurrió.
–Está bien, me iré a dormir.
Tú puedes quedarte en tu escondite toda la noche. –Amenacé, apoyado en el
umbral de la puerta del dormitorio, pero aun así no se oyó nada en absoluto.
Comenzaba a enfadarme, incluso a preocuparme de que le hubiese sucedido algo.
Era consciente de que bajas eran las probabilidades de que realmente algo le
hubiese pasado, pero aun así, no podía descartarlo–. ¿Jacinto? –Pregunté, con
un tono más amable y preocupado. Mucho más inocente e indefenso. Creo incluso
que fingí lagrimear–. ¿Dónde estás? En Serio, me estás preocupando…
Me acerqué al salón, y al
mirar dentro era como asomarse al gaznate de un lobo, oscuro, tenebroso y
completamente inquebrantable. Si diese la luz seguro que podía verle allí
escondido detrás del sofá o agazapado en alguna esquina.
–¿De verdad te estás
escondiendo de mí? No tengo diez años. –Murmuré para mí, con la esperanza de
que él me oyese y se ofendiese, pero si lo oyó, no se inmutó. Me atreví a dar
un par de pasos más, en medio de la oscuridad. Debí encender la luz porque eso
me habría ahorrado el susto. Cuando estaba al lado del sofá, esperando
encontrarle agazapado al otro lado, un peso cayó sobre mí tumbándome
directamente sobre el sofá, de cara a este, con el sonido de su estridente
carcajada y mi quejido por el susto.
–¿Estabas de verdad
preocupado? –Preguntó mientras se desternillaba de risa y yo me intentaba zafar
de él aun aplastado contra el sofá. Se sentó sobre mí y yo me volví un poco
para poder mirar su silueta remarcada por la luz que entraba en el salón desde
mi habitación.
–¿Estás loco? ¡Podría
haberme dado un infarto!
–No es cierto. Eres fuerte y
valiente. –Me puso las manos sobre los hombros para volverme de nuevo con el
rostro hacia el sofá.
–¿Qué mierda estás haciendo?
–Pregunté confundido mientras se inclinaba hacia mí y mordía y lamía mi nuca.
–Solo estoy jugando. –Dijo
con la voz más inocente que pudo, hasta el punto de resultar terriblemente
falso.
–¿Lo próximo que será?
¿Esconderte debajo de la cama? ¿En el armario?
–Cállate. –Me exhortó mordiéndome
la oreja y yo me revolví hasta hacer que se incorporase de nuevo y me aparté de
él furioso, herido y ofendido. Nos quedamos unos segundos así, mirándonos el
uno al otro frente a frente, arrodillados en el sofá. Su expresión era de total
incertidumbre y sorpresa y la mía de furia y ofensa. Fui yo entonces quien le
empujé para que cayese de espaldas al sofá, le volví para que su pecho quedase
a la altura del reposabrazos y me coloqué a su espalda–. ¿Cómo de preocupado
estabas por mí? –Murmuró con su rostro vuelto ligeramente a mí.
–Nada. –Escupí–. Y ahora
demuéstrame cómo de fuerte y valiente eres tú.
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