NO TAN ALTO, ÍCARO. ⇝ Capítulo 2 (Parte IV)

 

Capítulo 2 – No te he exigido exclusividad.

 

Después de clase la rutina continuaba, pero a partir de ese momento se tornaba mucho menos mediocre y simplista. Cuando salía de clase y caminaba a través de las calles bulliciosas, con el brillo de sol en los canales, con el sonido del agua moviéndose y las personas caminando a mi lado, era como reiniciar mi sistema operativo. Como resetearme para poco a poco amoldarme a un nuevo modelo de vida, más tranquilo y con menos obligaciones. Legaba a casa a veces a la par que mi padre, otras más pronto, y comía en la compañía de mis padres.

Comer con ellos nunca volvió a ser lo mismo. Cuando antes era como celebrar una gran reunión con los monarcas de mi propio imperio, ahora se tornaba a veces un incómodo compromiso y otras era como sentarme a la mesa con amigos o conocidos con los que deseaba conversar en igualdad de condiciones. Ya no eran seres magnánimos, inalcanzables, siempre por encima de mí tanto en sus actos como en sus emociones. Eran seres tan débiles, sensibles y mundanos como lo era yo. Con sus defectos y placeres. Nunca hablamos de lo que sucedía entre ellos, nunca osé preguntar nada porque era consciente de que aquello era una realidad por debajo de nosotros que debía mantenerse en las cloacas de nuestra relación social. Era estrictamente necesario que no expusiésemos nuestros pecados, primero, por respeto a ellos que eran los que deberían sacarlo a la luz si querían hacerlo, y porque si ellos se exponían a la luz, yo me arriesgaba a deber igualarles y eso podría costarme más que a ellos. Y no estaba dispuesto.

Cuando terminaba de hacer la tarea y me aseguraba de tenerlo todo al día, me permitía el lujo de ir a buscar a Jacinto a su trabajo como solía hacer ya por costumbre. Aparecía allí, ahora con mucho más motivo que antes, con un café o un té de menta y algo de comer que le quitase el apetito hasta llegar a casa para cenar. A veces era un donut, otras un pequeño crep. Otras una empanada que compartíamos. No podía permitirme irle a ver todos los días y a él tampoco le habría gustado aquello, pero tres días por semana al menos nos encontrábamos allí a la salida de su trabajo. Solíamos mandarnos mensajes. ¡Qué paz me transmitía estar con él! Más que presencialmente, emocionalmente. Saber que era mío incondicionalmente. Saber que me esperaba tanto como yo ansiaba verle.

Su sonrisa a través del cristal del escaparate de la tienda de tatuajes me transmitía toda la confianza en nosotros que mi recelo me arrebataba. Cuando me esperaba allí en la puerta aunque la tienda ya hubiese cerrado, cuando se escapaba antes de tiempo para compartirlo conmigo, cuando me dejaba estar dentro y acompañarle aunque estuviese ocupado. Amaba que me incluyese en su vida, en su rutina y me cediese parte de su tiempo para nosotros. Era todo lo que siempre habría querido, y lo disfruté como si nada más pudiese ocurrirnos, porque él lo era todo, mi mundo, mi universo, y si él estaba bien, el resto de cosas podían esperar.

Una de las tardes en las que fui a buscarle aún estaba tatuando a una chica. A penas era principios de octubre pero ya anochecía temprano y el frío comenzaba a notarse. Entré en la tienda como estaba acostumbrado y allí dentro ya solo quedaban el jefe de Jacinto y este, el único ocupado. El otro chico que trabajaba allí ya se habría ido, porque todo su escritorio estaba ordenado, limpio y la papelera llena de papeles. Durante un buen rato el dueño de la tienda y yo mantuvimos una animada conversación hasta que este se excusó y comenzó a ordenar él también su zona de trabajo. Yo me acerqué con cautela a Jacinto que sonreía al sentir como me acerba poco a poco hacia él. La chica, sentada de espaldas a Jacinto y con la espalda descubierta se estaba tatuando un dragón en medio. Me miró curiosa y al sonreírla ella me devolvió una sonrisa encantadora. Era deslumbrante, con el cabello largo recogido en un moño sobre la coronilla y el sujetador negro colgándole de cada costado, abierto para que Jacinto pudiese aturara.

–Es precioso. –Le dije mientras me asomaba a ver cómo Jacinto le tatuaba la espalda, morena, con un color de piel precioso.

–¿A que sí? –Dijo sonriendo– ¡Y mi hermana diciéndome que era horrible! ¡Ya le diré yo! –Decía alegre y algo excitada por el dolor del tatuaje. Estaba con los ojos lloroso pero ya estaban a punto de terminar.

–Tienes un buen tatuador. –Dije mientras miraba a Jacinto que se sonreía mientras delineaba parte de la cola del dragón.

–Eso pienso yo. –Dijo–. Vi como tatuaba a un amigo mío y no pude resistirme a pedirle una cita. –Yo la mire con una sonrisa y ella volvió el rostro para mirarnos a los dos.

–Es mi primo. –Dijo él mientras me presentaba–. Ícaro.

–Encantada. –Dijo ella guiñándome un ojo, porque no podía volverse del todo para darme la mano, y yo me limité a sonreír en su dirección–. Yo soy Lussi.

–Un placer. –Suspiré–. De veras me gusta el diseño.

–Lo he hecho yo. –Dijo ella, alagada.

–Es precioso.

Jacinto le terminó el tatuaje y pasó sobre su piel tatuada un trozo de papel para limpiar bien la zona. Cuando al fin la dejó libre ella se miró repetidas veces y en diferentes posturas de espaldas a un espejo con uno de mano frente a ella. Se subió la camiseta, se la bajó, incluso se deshizo del sujetador para verse mejor. En mi humilde opinión quedaba bien ese diseño clásico sobre su piel, con su estilo, pero ella no parecía tan emocionada con el tatuaje como con que Jacinto le sostuviese el espejo delante de ella.

–¿Ya vas a casa? –Preguntó ella con aire desanimado–. Es una pena, yo me reúno ahora con unas amigas. ¿No querrías venirte? –Le preguntó a Jacinto mientas yo estaba de espaldas a ellos, jugueteando con unos botecitos de tinta abiertos, destinados a la basura.

–No puede ser, lo siento. Tal vez en otra ocasión. –Decía él mientras recogíamos papeles de la camilla en la que ella había estado recostada.

–¿De veras? Es una pena. ¿Por qué no me das tu número de teléfono para que pueda llamarte en otra ocasión?

–Oh. –Dijo Jacinto. Estaba más impresionado que yo por lo que ella acababa de pedirle–. Lo siento, pero no me parece una buena idea… me refiero… quiero decir…

–¿Tienes novia? Yo no estoy buscando nada serio, si es lo que piensas. –Yo me volví directo a Jacinto con una expresión desorientada y confusa. No me esperaba esa rudeza de ella pero tampoco me esperé que Jacinto se volviese a mí con mi misma expresión y ambos cruzásemos el mismo pensamiento en el aire “¿Qué debo decirle?”

–No tengo novia. –Dijo al fin con media sonrisa.

–¿Novio? ¿Estás con alguien?

–Alguien, pero no es nada serio. –Yo volví la mirada a la mesa. Jugueteé un rato con uno de los botecitos abiertos antes de tirarlo a la papelera. Su café se enfriaría. Su jefe miraba divertido desde el fondo de la sala, fingiendo como yo que nada extraño estaba sucediendo y perdiendo el tiempo hasta que se solucionasen.

–¿Entonces? ¿Por qué no vienes?

–He quedado con mi primo. –Dijo y yo me volví a él casi como movido por un resorte. Si me usaba de excusa me importaba una mierda en qué contexto fuera. Me gustaba ser la excusa de cualquier manera.

–Que se venga… –Dijo aunque no muy convencida.

–Lo siento. –Dijo, al fin con tono más serio, mientras me pasaba el brazo por los hombros y me apegaba a él–. Otra vez será. Además, estoy con alguien y no me interesas…

Ella pareció desistir y con el orgullo herido recogió sus cosas, junto con el sujetador que colgaba de la camilla, y se marchó despidiéndose con una falsa sonrisa de amabilidad. Su jefe reía al fondo de la sala mientras negaba con el rostro.

–Que torpe eres para rechazar a una mujer. –Decía mientras se desternillaba.

–No volverá aquí a tatuarse. Tal vez sí deberías haberle dado el teléfono. –Dije meditando sobre lo que acababa de ocurrir y Jacinto me miró con una mueca de sorpresa mezclada con humildad y compasión.

–No pasa nada muchacho. –Dijo su jefe a lo lejos, mientras se dedicaba a apagar las luces de la sala–. La gente viene aquí por los tatuajes, no a ligar. No es un bar.

Cuando al fin cerramos la tienda el dueño de esta se fue por su lado y Jacinto y yo caminamos un rato dando vueltas hacia ninguna parte. Apenas había gente por las calles, pero el tiempo era agradable y el café que le había traído aún no estaba frío. Lo compartimos, igual que la pequeña empanada de chocolate. A veces soplaba un poco de brisa a través de las aceras, moviendo alguna hoja del suelo que nos adelantaba. El silencio era mortal, igual que la incomodidad y las palabras que querían salir y se estancaban en nuestra garganta porque no éramos capaces de abordar el tema. Estaba ahí, latente pero nunca nos lo habíamos planteado hasta entonces. No yo, al menos, dado que vivía en un mundo en donde Jacinto lo había sido todo siempre, desde que le conocí.

–¿Hubieras querido que le diese el número de teléfono? –Dijo, tirando el vaso de cartón del café a una papelera, junto con la bolsita de la empanada. Se limpió los labios con el dorso de la mano y yo metí las mías en mi chaqueta.

–No me hubiera importado. –Dije.

–Mientes. –Dijo sonriendo, como si de verdad le hiciese gracia, pero sabía que en realidad la risa procedía de la incomprensión y la previsión.

–Me hubiera importado, pero lo hubiese entendido si hubieses querido dárselo.

–¿Por el negocio?

–No. Por ti. –Yo mismo estaba sorprendido de decir aquellas palabras. Él se detuvo en seco y me miró frunciendo el ceño como si él tampoco fuese a creerse lo que estaba diciéndole–. Eres libre de hacer lo que te venga en gana. Darle el número de teléfono a una chica no significa nada.

Ninguno dijo nada, ambos estábamos allí parados en esa calle desierta, con el sonido del agua corriendo por el canal y las luces de las farolas reflejándose en el agua. Nos miramos el uno al otro largo rato en ese mutismo hasta que él me apartó la mirada, se pasó la mano por el pelo y después sonrió amargamente.

–¿Sabes? Tienes razón. En realidad tú y yo ni siquiera somos novios. –Calculó bien sus palabras, lo suficiente como para que yo pudiese masticarlas también sin atragantarme–. Solo nos hemos acostado unas cuantas veces. ¿Y qué? No hemos formalizado nada…

Yo no supe que decir. Ni si quiera estaba seguro de que lo estuviese diciendo enserio, pero sus palabras eran del todo coherentes y era suficiente inteligente como para haberme planteado ya que para él yo solo fuese algo de libertinaje, coqueteo y sexo casual hasta encontrar a alguien con quien establecer una relación formal. A pesar de habernos confesado, a pesar de decirnos tiernas palabras de amor, ¿Quién le frenaba a sentir lo mismo por otra persona? Ninguno había establecido exclusividad para con la otra persona. Asentí suspirando.

–Lo sé. Tienes razón. No te he exigido exclusividad. Ni siquiera te he propuesto salir formalmente. –Me mordí el labio inferior–. Tampoco tengo el valor para hacerlo. Temo que me rechaces, así que me conformo con lo poco que quieras darme. –Él me miraba mudo, casi atónito–. No puedo obligarte a sentir solo por mí, a quererme solo a mí. No soy tonto, sé que se puede amar a más de una persona a la vez y sé que hay personas mucho más inteligentes, guapas y atractivas que yo por ahí que pueden llamarte la atención. ¿Quién soy yo para cohibirte?

–No lo dices enserio. –Musitó con la temblorosa esperanza de que estuviese bromeando, pero aunque al principio estuviese tentándole, en realidad era completamente sincero.

–Hablo enserio. –Sonreí malvadamente–. Igual que tú puedes sentir algo por otra persona, yo también puedo enamorarme de otro… –Rodé los ojos con una mueca malvada pero él no me dejó seguir con mi juego, pues me cogió de la pechera de la chaqueta y me condujo de espaldas hasta el edificio más cercano y me apoyó la espalda sobre él. Me besó tan apasionadamente y tan de sorpresa que no pude evitar abrir los ojos y quedarme al principio paralizado, inerte y tenso, hasta que fui acostumbrándome a la fuerza de sus labios sobre los míos. Apoyó su cuerpo contra mí, con fuerza y posesión, con celos y resentimiento por mis palabras. Cuando se separó de mí yo apoyé la cabeza contra la pared y solté un suspiro, necesitado de aire. Él no se separó más que para respirar, pero sus manos seguían en mi pechera.

–¿Sigues pensando que puedes sentir lo mismo por otra persona? –Me preguntó con maldad y celos.

–Mierda, Jacinto. –Murmuré mientras él reía con cinismo–. Tú eres el único, siempre has sido el único. –Le pegué más a mí, con una mano en su cadera–. Pero no hemos formalizado nada…

–¿Quieres que te pida ser mi novio? ¿Quieres bombones o una rosa? ¿Quieres que suplique?

–Suplicar estaría bien. –Le dije mientras escondía mi rostro en su cuello, entre su piel y el borde de la chaqueta de cuero. Ese era el lugar al que quería pertenecer. El olor de su colonia y el de su sudor, junto con su champú y el olor de la chaqueta de cuero. En el bolsillo trasero de su pantalón hallé el paquete de cigarrillos y lo saqué, me separé de él y le extendí un cigarrillo. Se lo encendí mientras él apoyaba las manos a cada lado de mi rostro. La luz del mechero no alumbró los rostros débil y momentáneamente. Aspiró del cigarrillo y expulsó el humo por la nariz, cubriendo de niebla el espacio entre nosotros.

–Tendrás que hacerme suplicar.

–Puedo conseguirlo, pero borra esa sonrisa sucia, puedo hacerlo sin ningún carácter sexual.

–Sea lo que sea que se te pase por la mente es demasiado cruel. –Dijo frunciendo el ceño–. No sé si me merecerá la pena. –Fingió hacerse el desinteresado. Se separó de la pared y cogió el cigarrillo con dos dedos. Exhaló el humo y después me lo extendió. Yo repetí el proceso y se lo devolví para encontrarle mirándome con diversión. Acabó volviéndose a la calle y miró a la lejanía. Metió sus manos en los bolsillos de su chaqueta de cuero y comenzó a caminar–. Vamos, tenemos que irnos…

Yo no me moví un ápice. Aún procesaba las palabras que deseaba decirle, pero no encontraba cómo hacerle entender qué es lo que deseaba de él. Solté lo que pude.

–Sé que lo que tenemos es peculiar, y que no es algo que podamos mostrar o exponer. No quiero exigirte una exclusividad que es tan ajena a nuestra naturaleza y mucho menos quiero ser de esas parejas celosas, controladoras y maniáticas. Pero seré todo lo que quieras, y cuando estés preparado para mí, yo estoy dispuesto a serlo todo.

Se volvió a mí con una ceja en alto, sorprendido.

–¿Te estás declarando? –Preguntó más sorprendido que divertido o agradecido.

–Más o menos. –Me pasé la mano por la frente–. No se me dan bien estas cosas.

–Mejor que a mí sí. –Dijo, algo más calmado, caminando de vuelta a mí. Dejamos que pasase una persona que no nos dirigió una sola mirada y cuando al fin estuvo lejos, suspiré mirando al canal.

–Sé mío. Mi novio. Mi pareja. No lo dijo para que vayas por ahí presentándome como tal. Sé que eso no puede ser, y tampoco espero que me pongas un anillo en el dedo o algo parecido. –Chasqueé la lengua–. Solo quiero darle una forma definida a lo que tenemos. Ni siquiera sé porqué lo necesito. Supongo que es innato.

–Supongo. –Dijo, corroborando mis palabras. Cuando le miré le encontré mirando como yo, absorto, el canal.

–¿Y bien?

–¿Y bien qué? –Preguntó, como sacado precipitadamente de sus pensamientos.

–¿Qué contestas a ello? –Pregunté, sintiendo que me ardía la piel.

–Tendré que pensarlo. –Dijo, mordiéndose el labio mientras me miraba con picardía. Yo le golpeé el brazo sorprendiéndole y haciéndole desternillarse–. ¡Es broma! –Se apresuró a decir mientras se desternillaba y avanzaba hacia casa. Yo le seguí unos pasos por detrás hasta saltar sobre él y me recogió en su espalda, con sus manos bajo mis muslos. Caminamos de vuelta a casa con mi rostro escondido en su cuello y él susurrándome dulces disculpas.

 


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