NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 1 (Parte IV)

Capítulo 1 – Factor de riesgo.

Los días poco a poco fueron sucediéndose. Caminaba sobre ellos como si anduviese por un fino cable metálico, suspendido a varios metros de altura y un paso en falso me precipitase al suelo. Al mar, tal vez. Este cable era una nueva forma de vida. Después de la semana en casa de Jacinto, todo mi sistema cognitivo necesitaba una actualización, era primordial adaptarme al nuevo concepto de vida en que me había sumergido. Yo, él. Nosotros. Eso era lo prioritario y lo que sin querer marcaba el rumbo que debía seguir a través del cable. Todo un nuevo mundo para nosotros dos.

Este nuevo mundo era real, y se había formado en un par de días igual que Dios creó nuestro universo. Poco a poco, primero la luz, después la tierra. Se construyó a nuestro alrededor, y él y yo fuimos el núcleo de formación. A partir del momento en que aquello sucedió tuve que adaptarme a otra forma de pensar, calcular cada movimiento, cada circunstancia. Esto no era un mal sueño ni una fantasía de mi mente. Había sucedido de verdad y él y yo ahora habíamos comenzado algo que estaba fuera de mi alcance. Tanto era así que comencé a tomar precauciones para que nadie pudiera saber nada, para ocultarlo el tiempo suficiente como para no sentirme culpable por perderlo antes de haber podido disfrutar de él plenamente.

Me acostumbré a borrar los mensajes que nos enviábamos. Era paranoico, pero era lo suficientemente inteligente como para saber que corría un riesgo si alguien conseguía leerlos. Eran conversaciones nimias algunas, otras algo más subidas de todo. Y ciertos mensajes eran claras declaraciones de amor que nos habría costado un viaje al cadalso. Le advertí a él de hacer lo mismo pero sabía que no lo estaba haciendo. Me dijo que le daba pereza, pero el dolor que vi en sus ojos cuando le dije que yo borraba sus mensajes me indicó que no los borraba por un sentimiento de apego a ellos mucho más fuerte que él.

–¿No has aprendido nada de las cientos de películas de infidelidades que hay por ahí? –Le pregunté sonriéndole, intentando relajar el ambiente, mientras él iba de un lado a otro en la cocina recogiendo los platos sucios que habíamos dejado tras una tarde en su casa, su madre estaba en el salón, viendo la televisión, y ambos intentábamos ser lo más precavidos posibles en nuestra conversación.

–Nadie va a mirarme el teléfono. –Dijo con rotundidad, dándome la espalda mientras colocaba unos platos sobre los estantes.

–Eso no lo sabes. Solo digo que es un factor de riesgo. –Me lanzó una mirada seria sobre su hombro.

–¿Factor de riesgo? Más arriesgado es hablar de esto, aquí, ahora. –Susurró–. Conozco otra manera mejor de evitar el factor de riesgo. Ya no te mandaré más mensajes.

–No estoy diciendo eso. –Dije asustado y él se encogió de hombros, fingiendo despreocupación.

–Así no habrá problemas. –Sacó el teléfono del bolsillo de su vaquero y tecleó un par de botones para después lanzármelo aún con la pantalla iluminada. En ella se podía leer “No tiene mensajes”. Los había borrado todos de una con la frialdad con la que rebanaría el cuello de un pollo para asar–. Ya está. ¿Contento? –Dijo volviendo a darme la espalda. En cierto modo me tranquilizaba que ya no tuviese esos mensajes, pero por otro sabía que estaba enfadado por haberle obligado a hacerlo.

–Por favor, no te enfades. –Dije en el tono más calmado que pude–. Es solo que no quiero jugármela.

–Mi ex no me habría pedido que los borrase. –Soltó, hiriente.

–Yo no soy tu ex. –Le espeté con determinación–. Soy tu primo. Ese es el quid de la cuestión. –Él se volvió a mí algo más sosegado, devolviéndome una mirada de comprensión y bajó sus hombros, que habían estado tensos hasta ese momento. Miró en dirección a la puerta. A lo lejos se escuchó el sodio de una taza sobre la mesa del salón. Cuando me devolvió la mirada lo hizo con algo más de fiereza.

–Entiendo tus motivos, pero no intentes controlarlo todo. Absolutamente todo, como estás acostumbrado a hacer. Yo no soy tan fácil.

–Es solo que no quiero perderte. –Dije, arrepintiéndome al instante de decirlo. Soné demasiado infantil, como un crío que llora porque le han quitado un juguete nuevo. Él sin embargo se volvió a mí enternecido y no pudo evitar mirarme con ternura–. No ahora que por fin… –Dejé la frase a medias porque sentí que me ardían las mejillas por su mirada.

–Continúa… –Musitó cruzándose de brazos con un  trapo de cocina colgándole desde uno de sus hombros–. Quiero oírlo. Ahora que por fin…–Yo le lancé el móvil de vuelta y me puse en pie dispuesto a marcharme.

–Ya sabes a lo que me refiero, idiota. –Me acerqué al salón para despedirme de su madre con un beso en su mejilla y cuando regresé al pasillo él ya me esperaba al lado de la puerta, aguardando mi marcha. Pasé por su lado haciendo un mohín exagerado como gesto de despedida y cuando abrí la puerta él se apoyó en ella, cerrándola al instante. Se apoyó en ella ocultándome el pomo y se cruzó de brazos.

–¿Para mí no hay un beso? –Me preguntó en un susurro inaudible que apenas si pude entender.

–¿No has entendido nada de lo del factor de riesgo? –Ambos miramos hacia la puerta del salón al otro lado del pasillo. Su madre no podía vernos desde allí pero si se le ocurría salir del salón nos pillaría in fraganti.

–Te creía más valiente. –Dijo soltando un bufido–. Siempre tan osado, tan atrevido, ¿y ahora que me tienes todo para ti tienes miedo de darme un beso? –Fruncí el ceño en su dirección–. Quien te ha visto y quién te ve ahora…

Solo estaba provocándome pero lo consiguió con creces. Sujeté su nuca con fuerza y lo atraje a mí con fuerza, chocando nuestros labios. Le besé hasta meter mi lengua en su boca, lo más profundo que pude, y me separé de él alejándole con la misma fuerza con la que lo había atraído. Quedó ahí con una expresión desorbitada y sonrojado.

Tras el final de aquél verano todos volvimos a una rutina mediocre, aburrida y tediosa que guiaba nuestros pasos hasta la más absoluta desesperación. Empecé mi nuevo curso, el último de la preparatoria antes de empezar la universidad. Regresar al centro escolar como nada, de nuevo, comenzando de nuevo con los viejos hábitos era como emerger de los efectos de un fuerte opiáceo y descubrirme en la realidad. Era como salir a la superficie de un manso mar y darme cuenta de que ni estaba muerto ni sabía hacia donde nadar. La única opción era quedarme flotando boca arriba deseando que el mar me tragase de nuevo o alguien me rescatase de esa quietud.

Los hábitos regresaron, obligándome a someterme a la rutina de la escuela. Cada mañana me levantaba con tedio, desayunaba en silencio, en medio del bullicio de mi casa a esas horas de la mañana, me lavaba los dientes con desinterés y me vestía asumiendo que debía enfrentar siete horas de intensas clases de preparatoria. Caminaba al lado de mi padre hasta la escuela y llegaba hasta mi clase, para sentarme en el pupitre y reposar la cabeza en mis brazos sobre la mesa, aguardando como un condenado a muerte a que llegase el profesor y comenzase la tortura.

Las clases no fueron más difíciles que el año anterior, sin embargo en el ambiente flotaba una sensación de incertidumbre y tensión que los profesores se esforzaban en distribuir entre los alumnos, anunciándonos desde el primer día que deberíamos prepararnos para los exámenes de ingreso a la universidad. Desde el primer día limitaron su trabajo, ya de por sí, escaso, en martirizarnos con el estrés de la presencia de esos exámenes, de las medias de nuestro curso, del peso de nuestras decisiones y con la humillante carga de suspender el curso y no poder entrar en la universidad.

Casi sin quererlo, también fomentaron una especie de competitividad entre los cursos de diferentes corrientes. Sumándole el peso de las opciones para conseguir trabajo y la facilidad y dificultad de los estudios de diferentes carreras las clases de ciencias estaban convencidos de que triunfarían en la vida si elegían carreras de electrónica y tecnología, mientras que a nosotros los de humanidades nos humillaban creyéndose que jamás obtendríamos un trabajo digno con el que malvivir. Muchos profesores fomentaban este ambiente, diciéndonos en la intimidad de sus clases que nosotros éramos mejores, que los otros no tenían esperanza de futuro, que nosotros seríamos más cultos o que ellos nunca llegarían a nada si escogían una carrera que les amargase la vida.

Todo ello hizo que el comienzo de curso fuese algo apabullante y caótico. El profesor de historia, un hombrecillo joven, al que visualizaba perfectamente escondido en la mesa más apartada de una biblioteca abarrotada de estanterías, era nuevo y se topó de golpe con la responsabilidad de darnos una asignatura extensa, en una clase alborotada y estresada, tomándose el temario de forma que estuviese enfocado a los exámenes de la universidad y no a la tentativa de aprender de ella. Le llevó un mes aprender cómo hacerse con la asignatura y mientras él se deshacía en sudor y tartamudeos en sus horas de clase, otro compañero y yo ayudábamos en las horas de receso al resto de nuestros compañeros a llevar con dignidad los temas, haciendo de profesores de prácticas para aquellos a los que más les costaba la asignatura. Era triste, pero a mí me ayudaba a reforzar la asignatura y a fortalecer las relaciones con mis compañeros.

Otra asignatura problemática fue psicología, con la que estaba tremendamente emocionado y que resultó ser un auténtico chasco. Mientras que el libro de texto era una disentería maravillosa de la historia de la psicología, sus fuentes más seguidas, los autores más reconocidos y con juegos y prácticas para entender algunas de las teorías más conocidas, la profesora, que al parecer era no solo mala en su profesión, sino que no tenía el mínimo interés por la asignatura, se tomó la asignatura con cautela, limitándose a valorar nuestros conocimientos teóricos de lo estrictamente importante de las definiciones del libro y pasó por alto la pasión que se debería tener para dar una asignatura tal. Llegaba, se sentaba en el escritorio, comenzaba a dictar las definiciones y esquemas que ya venían en el libro y tal como había llegado se marchaba, sin importarle un comino si habíamos aprendido algo o no.

Más de una vez me vi tentado a acostarla a preguntas lo suficiente como para que ella mostrarse interés por su propia asignatura pero tras ver que a la mínima que deseabas intervenir con algo de picardía, ella te fulminaba con la mirada queriendo decirte “no me importa lo que vayas a decirme, y más te vale no tocarme las narices o te mando al director”, perdí todo interés por su clase. Con el paso de los meses me acostumbré a tomarme sus clases como una hora libre en la que poder aprovechar a hacer tareas de otras asignaturas, dado que los exámenes no se salían de las directrices básicas que el libro ya te proporcionaba, y aprendí a no volver a ilusionarme con ninguna otra asignatura, dado que los propios profesores no parecían emocionados con ellas.

La que sí fue una verdadera sorpresa fue Historia del arte. Era la que más temía por el hecho de decepcionarme con el profesor o con la propia asignatura. Recuerdo estar sentado en mi pupitre, esperando que apareciese el profesor de turno, y ya me lo imaginaba cabizbajo, aburrido, con el rostro contrahecho y soltando un grueso volumen de texto que nos dictaría hasta la saciedad con la intención de que así aprendiésemos algo. Pero me llevé una grata sorpresa cuando vi aparecer a una mujer, mayor, cerca de los cincuenta, menuda y con una radiante sonrisa, entrar con soltura y agilidad por la puerta, sentándose precipitadamente sobre el escritorio pues llegaba cinco minutos tarde. Tenía el pelo blanco pero muy corto, y su ropa era extravagante, como si no hubiese pensando qué estaba poniéndose cuando se había vestido aquella mañana. Unos vaqueros desteñidos, un jersey fino rosa y una chaquetilla de lana naranja encima, adornada con un collar que por el aspecto parecía artesanal.

Su asignatura era siempre un descanso y un estímulo a la par. En vez de libro, usaba presentaciones a ordenador de las que nosotros absorbíamos como esponjas. Siempre con el material dispuesto, con las mejores imágenes y las mejores recomendaciones. Era inteligente, era alegre y espontánea. A veces parecía una jovencita cuando se emocionaba hablando de la pintura mural romana y otras se atemorizaba hablando del arte gótico. Transmitía todo lo que un profesor debía transmitir, pasión por la asignatura, amor por el arte y curiosidad por saber algo más. Uno de los primeros días de clase, antes de que abandonásemos el aula al salir, ella me detuvo con un gesto de su mano que me dejó en mi sitio. Esperó a que saliesen todos y ella me hablaba animadamente mientras recogía todo su material sobre el escritorio. Siempre frenética e imperativa.

–Así que tú eres el hijo de Louie. –Dijo, refiriéndose a mi padre.

–Sí, ese soy yo. –Sonreí. Era la primera vez que un profesor decía tal frase sin una sola mota de resquemor o repulsión.

–Encantada. –Dijo ella estrechándome la mano y con ese gesto acababa de ascenderme a su posición. Dejamos de ser alumno y profesora y me convirtió en un igual.

–Igualmente. –Dije–. ¿Este es tu primer año en la escuela? Seguro que compartes departamento con mi padre…

–Así es. También imparto historia,  ciudadanía y cultura clásica. –Dijo ella sonriéndome–. Si te he hecho quedarte es para decirte que otros profesores me han hablado de ti. Al ser mi primer año, como sabes, he pedido consejo sobre las clases a las que imparto y un par de profesores me han advertido sobre ti. –Dijo, pero no parecía asustada o preocupada, más bien divertida. Al ver mi expresión anonadada ella me sonrió con dulzura–. No pongas esa cara, muchacho.

–No quiero ni pensar en qué te han dicho…

–Me han dicho que eres un alumno bastante indomable, con ideas propias y con una contestación para todo. Me han advertido que sueles corregir a los profesores con frecuencia y que no se te da bien trabajar en equipo porque sueles ser bastante independiente. –Yo le aparté la mirada, avergonzado de que hubiesen hablado de mí–. También que sueles tener la mala costumbre de divagar en los exámenes. Y que tenga cuidado, porque tienes facilidad para manipular a los profesores. –La miré con temor y sorpresa.

–Son unos exagerados. –Dije con una sonrisa, intentando quitarle importancia pero ella, con un brazo lleno de sus apuntes y material de clase se acercó a mí y puso su mano libre en mi hombro.

–Seguro que sí, pero yo no espero menos de mis alumnos. –Su contestación me tomó por sorpresa–. En mis clases, intervén cuando te apetezca siempre que tenga relación con lo que estamos dando. Siéntete con la libertad de decir lo que quieras y de aportar toda la información que sepas. Una muy mala costumbre de los profesores es creerse que tienen la verdad absoluta, y lo cierto es que nosotros podemos aprender mucho más de los alumnos que ellos de nosotros. –Me retiró la mano del hombro y se ayudó a coger los apuntes que sostenía con el otro brazo–. Mejora tu capacidad de compañerismo y divaga todo lo que quieras en mis exámenes siempre que contestes bien a las preguntas.

–¿De veras?

–Claro. –Dijo y se tornó un poco seria–. Solo una advertencia. Tienes un muy buen expediente en historia, latín y griego. Espero que, siendo hijo de quien eres, estés a la altura en mi asignatura. No te exigiré más que al resto pero espero más de ti que de los demás. –Me guiñó un ojo y salió corriendo del aula, llegaba tarde a la siguiente clase. 


 

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