NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 21 (Parte III)
Capítulo 21 – Eres muy maduro para tu edad.
En los años de mi adolescencia mi padre se había dejado barba. Mi madre solía decirle que parecía haber envejecido diez años pero a mí me gustaba verle así. Me recordaba a Marco Aurelio, o a Sócrates. Tal vez a Marx. Me gustaba verle adoptar nuevos hábitos en respecto a ello. Cuando se aburría se peinaba la barba con los dedos, cuando pensaba se atusaba el extremo y cuando estaba incómodo o aburrido se rascaba los pómulos donde le nacía. Era del mismo color de su cabello, un gris oscuro, castaño con algunas evidentes canas salteadas. Junto con su cabello rizado podría haber simulado ser el emperador Adriano.
Él solía decir que era más desgana y desinterés por afeitarse que la verdadera voluntad por dejarse la barba. Solía quejarse de ella, bromeando sobre que se le quedaban restos de comida en ella, que le incomodaba para ducharse o dormir y que en ocasiones le picaba. Pero siempre le veías atusándose como si realmente disfrutase de esa nueva personalidad que le otorgaba. Yo mismo disfrutaba de acariciarle, de peinarle y colocar su barba. Era corta, pero tupida. Él mismo bromeaba con criar allí algunos polluelos pero era desde luego una hipérbole. Apenas era de unos cuantos centímetros.
Un viernes por la noche, al salir de mi cuarto en dirección a la cocina, escuché el sonido de la tele que provenía del salón. Una película al parecer. Me acerqué tras haber pasado por la cocina para rescatar una botella de agua y cuando aparecí por la puerta del salón encontré a mi padre recostado en el sofá viendo una película. La única luz encendida era la de una pequeña lamparita en la esquina más alejada del salón, confiriendo con su luz anaranjada una sensación hogareña que me hizo sentir apaciguado y sobrio. Mi padre me miró desde el sofá y me sonrió. Me encantaba como su sonrisa cuadraba mucho mejor con ese nuevo rostro que se había formado. Sus mejillas se alzaban, rosadas y risueñas sobre la grisácea barba. Sus labios se modulaban entre el cabello y sus ojos irradiaban una maravillosa luz celestial. Tal vez fuese porque me recordaba a papá Noel, o algo parecido pero no podía evitar negarle una sonrisa.
–¿Te sientas aquí conmigo? –Dijo palmeando el sofá a su lado y yo miré con desdén la televisión. Estaba viendo alguna comedia romántica que yo tanto odiaba, de esas películas que sabe Dios quién tenía el valor de escribirlas y publicarlas con la esperanza de ser chistosas pero solo lograban estereotipar los rasgos más repugnantes de una relación romántica.
–Si me vas a hacer ver eso mejor traigo algo para comer. –Dije, volviéndome a la cocina–. Para que al menos haya algo interesante que hacer.
Él se rió desde el salón.
–Nadie te obliga a verla. Puedes volver a tu cuarto. –Dijo, pero estaba claro que deseaba que le acompañase y yo deseaba pasar tiempo con él. Rescaté de la nevera un refresco de cola y de algún cajón por ahí una bolsa de palomitas de chocolate. Cuando regresé al salón dejé la bolsa sobre la mesita delante de nosotros en el sofá y abrí el refresco con un chasquido. Me senté en el extremo opuesto del sofá y puse una de las piernas sobre las suyas. Él, casi instintivamente colocó su mano sobre mi tibia y la dejó ahí, igual que yo había dejado mi pierna sobre él. Bebí un poco del refresco de cola y lo dejé en la mesa.
–¿Esa es la protagonista? –Pregunté, para introducirme en la historia.
–Así es. –Dijo él, y señaló a un chico que apareció en escena repentinamente–. Y ese es el protagonista.
–¿Es de ese tipo de argumentos en que al principio se odian pero acaban acostándose, o simplemente es una lucha constante por la conquista? –Le pregunté, haciéndome con las palomitas. Él me robó un puñado.
–Es un poco más complicado que eso. Ella es abogada, y lleva el caso de un joven que… –Se quedó a medias cuando mi madre apareció por la puerta del salón, subida a unos discretos tacones negros y un fino abrigo marrón. Perfumó todo el salón con su colonia y el olor de su pelo recién secado.
–No sé cómo consigue tu padre que siempre veas esas películas inmundas. –Dijo ella desternillándose por mi comportamiento y yo levanté una ceja, incapaz de responder a su comentario. Llevaba un vestido debajo del abrigo, porque podía ver sus piernas desnudas escondiéndose tras la gabardina. Al caminar hasta el centro del salón y volverse de cara a la televisión pude ver que portaba un precioso vestido negro y beige. De su cuello una fina cadenita de oro y de sus lóbulos unas perlas enmarcadas en oro.
–Es por la compañía, no por la película. –Me defendió mi padre, acariciándome el cabello y yo le miré con una interrogación en el rostro.
–¿Vais a alguna parte? –Cuestioné sin mostrarme demasiado brusco o despistado. Mi padre no parecía estar listo para salir.
–Solo yo. –Dijo ella, a lo que mi padre se volvió a la televisión con una expresión calmada, apaciguada, como si no fuese nada nuevo.
–No sabía nada. –Dije y ella se encogió de hombros.
–No sabía que tenía que darte explicaciones. –Me espetó con una sonrisa y yo rodé los ojos.
–No tienes que hacerlo. Pero estaría bien saberlo por si me interesase apuntarme o algo parecido. –Amenacé y fue ella quien rodó los ojos ahora.
–Lo siento. –Suspiró–. Pero no creo que te interese. Pareces entretenido. –Señaló con la mirada a mi padre y este nos sonrió a ambos. Yo me abrace al brazo de mi padre y la miré con despecho.
–Es verdad. Peli, palomitas, y buena compañía. No lo cambiaría por nada. –Mi padre se desternilló y mi madre continuó una sonrisa malvada. Apoyé mi mejilla en el hombro de mi padre.
–Disfruta de tu cita romántica. –Me dijo y yo sonreí. Me hubiese gustado contestarle con un “Y tú también”. Pero no fui capaz.
–¡No es romántica! –Señalé. Me erguí y cogí el rostro de mi padre para peinar su bigote, rizando los extremos a cada lado de su nariz para doblarlos hacia arriba, dándole un aire galán–. Ahora sí que lo es. –Mi madre se rió y yo rescate el refresco de cola de la mesa.
–Veo que no me necesitáis. Estaré con Mike y la pequeña. Les daré recuerdos de vuestra parte. –Soltó con naturalidad y yo me tensé allí recostado. Dio media vuelta soltando con el movimiento de su cabello una ráfaga de perfume y mi padre regresó la mirada al televisor con naturalidad. Todo era tan absurdo que no sabía si era porque todo era una gran broma o era la perspectiva que yo tenía al poder ver la situación desde una panorámica diferente. Como si caminase a través de las cloacas de la ciudad y pudiese verla desde un nuevo ángulo, macabro y cómico a la par.
–¿Con Mike? –Pregunté, casi interrogué, pero me retracté rápido en mi tono, no queriendo sonar demasiado acusador–. ¿Irás hasta su casa?
–Sí. –Dijo ella, levantando una ceja–. ¿Por qué?
–Esta noche refresca. –Le dije, mordiéndome el carrillo–. Ponte ese pañuelo beige y blanco que te compraste en Londres. Te quedará bien y es muy bonito. –Ella alzó las cejas sorprendida y agradecida por mi comentario y me señaló con un dedo, sonriéndome con picardía, concediéndome mi petición con gusto.
Desapareció momentáneamente en su cuarto, salió de él con el pañuelo al cuello y se miró en el espejo antes de salir por casa despidiéndose de nosotros con un escueto “Os quiero” que me pareció más chistoso que enternecedor. Cuando sonó la puerta y sus tacones descendieron las escaleras poco a poco me sentí más relajado pero a cada segundo que pasaba me invadía una espesa y pastosa sensación de malestar que poco a poco me carcomía. Me sentía culpable por ser cómplice de su mentira, ridículo por no haberla detenido y haberle soltado ese comentario sobre el frío y el pañuelo. Me sentía herido por ella, triste por mi padre. Pero el sentimiento predominante era la incomodidad por estar recostado al lado de mi padre y ser incapaz de decir una sola palabra al respecto. Mi madre se merecía el respeto que se había ganado y yo no quería ni debía inmiscuirme en su relación, pero también me avasallaba la idea de que mi padre fuese tan sumamente inocente de no darse cuenta de que algo más allá de su entendimiento estaba sucediendo.
No me cabe la menor duda de que en ese momento yo estaba fuera de mí, estaba más cegado por el comportamiento de mi madre que por la realidad que me rodeaba y era incapaz de comprender que siempre habría una verdad, una realidad mucho más grande que yo que no lograba ver por mucho que me enfrascase en intentar desenmarañar los hilos que me rodeaban. Era como salir de una caja de cartón y darme cuenta de que seguía cerrado en una caja mucho más grande. Y a su vez, en otra el doble de grande. Aquél día mi padre me dio una lección. Una que jamás olvidaré.
Cuando pasó al menos media hora, en un tenso silencio del que pensaba que solo yo notaba la tensión, él la rompió con un golpecito de su mano en mi tibia y señalándome la televisión.
–Esa es su hermana. Al parecer sus padres murieron y ella pasó a una familia de acogida…
–Hum. –Dije, incapaz de seguir el argumento.
–Salió al principio de la película, pero ahora sale de mayor.
–Ya veo. –Suspiré y él me devolvió una mirada directa, mucho más de lo que sus ojos expresaban. Estaba sumamente concentrado en mí en ese instante. Estaba analizándome con una sonrisa casual en su rostro. Yo le miré con la misma intensidad pero fui incapaz de sostenerle la mirada por mucho tiempo. Fue incómodo y el sentimiento de culpabilidad regresó súbitamente como una oleada de pánico. Él estaba oliendo mi miedo, estaba divirtiéndose con mi terror–. ¿Cómo murieron sus padres, dices?
–No pareces muy interesado en la película. ¿Quieres que ponga otra cosa? –Hizo un amago de coger el mando a distancia pero yo le corté con rotundidad.
–No. No es necesario. Está bien. –Volvió a mirarme de esa manera que lograba hacerme sentir vulnerable. Era la misma mirada que Jacinto usaba cuando sabía que estaba guardándome algo que era incapaz de retener, y solo aguardaba con morbo a que lo soltase.
–Como quieras. –Dijo con una expresión tranquila y volvió a recostarse con naturalidad sobre el sofá. Una naturalidad fingida. Estaba actuando para mí, preparando el escenario para que yo saliese a escena. Me mordí de nuevo el interior de la mejilla–. Tu madre y tú tenéis razón, son películas malas. Baratas y estereotipadas.
–No son tan malas… –Dije pero él sonrió. No soné creíble.
–Siempre has sido muy maduro para tu edad. Te gustan las cosas más profundas e interesantes que una mediocre película romántica. Eres demasiado inteligente para disfrutar con las banalidades del coqueteo. –Dijo con una profunda tranquilidad de meditación. Puso sus manos sobre su regazo, entrelazadas, justo por encima de mi pierna. Quise retirar la pierna de él, pero no tenía el valor.
–Supongo que eso es un halago. –Dije, no muy seguro de qué contestarle, pero él siguió hablando como si no se estuviese dirigiendo a mí, mirando directo a la televisión. En ese momento me lo tomé como un insulto, pero ahora entiendo que no quería incomodarme aún más con su mirada.
–Eres muy maduro para tu edad, yo siempre lo he pensado. Lo digo enserio. No hablo solo de la forma de contestar a las personas, con educación y criterio. No hablo de la cantidad de cosas que sabes. Hablo de mucho más. Estoy muy orgulloso de ti. –Ahora sí que le miré con desconfianza y recelo. Sus palabras eran gruesas, firmes, y aunque intentaban ser acarameladas y cálidas, no podía evitar pensar que se avecinaba algo que no podría manejar–. No todo el mundo es capaz de hacer lo que tú has hecho. Se requiere comprensión, templanza y respeto. Cosas de las que no todo el mundo puede presumir. Tu madre y yo estamos muy orgullosos de ver que nos quieres y nos respetas tanto que solo quieres lo mejor para nosotros.
Las palabras poco a poco caían como losas sobre el salón. Me rodeó de ellas formando mi féretro. Era incapaz de encajarlas adecuadamente como para deducir hacia donde se conducía o cómo hacerme con la situación, pero escapaba a mi entendimiento lo suficiente como para limitarme a escuchar y dejarle hacer hasta que se le agotasen las palabras.
–Tu madre me contó lo que le dijiste hace unas semanas. –Concretó, al verme tan perdido. Yo apreté los dientes. Había lanzado el dardo y me había dado de lleno–. Temíamos por tu reacción pero ahora veo que no había por qué. A veces te prejuzgamos, sin tener en cuenta que eres mucho más que un chico cualquiera.
La luz anaranjada del salón le confería un aire melancólico y mundano que me quedó marcado para siempre. Sentado ahí, con su jersey color tierra y sus manos entrelazadas sobre su regazo, tan tranquilo, tan sumamente relajado, que parecía irreal, y sin embargo estaba tan encuadrado en su contexto que me hacía sentir a mí como el extraño dentro de aquel plano. Estaba confesándose, estaba descubriéndome una realidad nunca antes pensada y lo hacía tan sutilmente que era incapaz de comprender que realmente estaba sucediendo. Hablándome como un adulto, mostrándome que no había sido más que un crio al montarme una película mucho más enrevesada que las comedias románticas que él acostumbraba a ver. Yo también le había prejuzgado mal, al verle como un inocente ignorante.
–¿Tú lo sabes? –No pude por menos que preguntar.
–Ella me lo contó hace años. –Suspiró con naturalidad.
–¿Años? –Cuestioné, intentando no sonar demasiado sorprendido, ofendido o simplemente incrédulo. Él asintió sin un solo ápice de tristeza o remordimiento. Volvió su rostro a mí y yo sentí un escalofrío por todo mi cuerpo. Él sintió mi miedo, mi incertidumbre, mi confusión y mi desasosiego. Puso su mano sobre mi pierna, como el gesto más cariñoso que jamás me hubiese obsequiado. Una caricia, un toque para reconfortarme. Para sostenerme dentro de mi caos. Había sentido pena por un hombre mucho mayor que yo, mucho más sabio y curtido. Un hombre que acaba de reconfortarme con un solo gesto, cuando imaginé que en algún momento habría de ser yo quien le consolase.
Tenía demasiadas preguntas que hacerle, pero yo no era digno de ninguna respuesta. Él pareció ver la turbación en mi expresión y me sonrió con dulzura. ¿El también tendría preguntas? ¿Él también sentiría pena por mí?
–¿Cómo? –Fue lo único que acerté a preguntar y tampoco estaba seguro de qué estaba buscando como respuesta. Yo no era ni mucho menos merecedor de explicaciones o historietas de amor trágico, y menos el de mis padres. No estaba seguro de si deseaba oírlo o de si realmente necesitaba saberlo. Era extraño pensar que estos últimos años había estado viviendo en una mentira que ellos habían construido para mí, algo así como un teatro del que yo era participante y espectador a la par. ¿En qué momento había empezado la obra? Algo estaba claro. Estábamos en el último acto justo antes de que el público estallase en un aplauso tronador. Mi madre ya había bajado de la tarima. Mi padre estaba abandonándola, yo estaba aún de pie, interpretando mi último acto.
Mi padre no me daría largas explicaciones. No eran necesarias para él, y aunque era el momento de darlas, aunque yo moría por ellas y estaba seguro de que él podría habérmelas concedido, mi padre no me lo revelaría. Le he imaginado cientos de veces contándomelo como si me relatase el mito de Ícaro y Dédalo. Repetidas veces y siempre con la misma entonación. Después me mostraría fotos, me hablaría de mitos relacionados, de la vida de algún artista y acabaríamos hablando de las locuras de algún gobernador de la Francia revolucionaria. Le he imaginado cientos de veces como protagonista de ese mito, el mito de su relación con mi madre. Y del catastrófico final.
Él se limitó a darme una frase, una concisa explicación que ni me revelaba nada ni era digno de ella.
–Aprendí por las malas que el amor es un ser místico, indomable y fiero que no obedece a misericordia o ruegos.
Me imaginé, por un segundo, a mi madre como una esfinge y a mi padre como el minotauro encerrado en el laberinto.
–¿Por qué seguís juntos, si ella ya no te ama? –Pregunté, necesitado de esa respuesta para saber qué papel interpretaría yo a partir de ese momento.
–Porque nos queremos, independientemente del amor que sintamos el uno por el otro. Y nos necesitamos. Y tú nos necesitas juntos.
Eso fue lo único que dijo, y yo no necesité nada más. No deseaba saber cómo mi madre y Mike se habían conocido, enamorado y volcado su amor en una primera noche de pasión. No necesitaba saber cómo mi padre se había enterado de lo sucedido, si lo había visto venir o si por el contrario le había pillado por sorpresa. No quería saber cómo habían seguido soportando este hogar conmigo como peso adicional, con todo lo sucedido, ni si esto duraría para siempre. Solo deseaba saber que él era feliz, y que mi madre lo era también. Me miró con una sonrisa y una paz tan profundas que me corroboraron lo que necesitaba de él. Asentí, como si eso le dijese algo y me acarició la pierna con un suave tacto reconfortante.
En ese momento era incapaz de comprender la grandeza de sus actos, de los dos. Era incapaz de ver el sacrificio que habían hecho por mí durante años y el dolor que debían haber sufrido ambos. Pero el dolor por el amor sí era capaz de entenderlo y de asimilarlo extrapolándolo con el mío propio. Ya no sentía pena por mi padre, sino admiración. Me acerqué a él, besé con ternura su mejilla, en el punto en que nacía su barba, y rodeé su brazo con los míos, acurrucándome a su lado, lidiando con las ganas de llorar.
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