NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 8 (Parte II)

 

Capítulo 8 - Él no sabía qué decir y yo no quería tener que contar nada

Es curiosa la vida, el destino, dios o el universo cómo tiene la capacidad de hacer de algunos días una terrible pesadilla inacabable. Yo soy una persona atea que no tiene en gran estima los conceptos de devenir o providencia, pero hay días, ciertos días en los que parece que los planetas se han alineado para que todo lo malo me suceda a mí, en un mismo día y mientras se suceden las horas la cosa va empeorando por momentos hasta hacerme creer que hay una mano todopoderosa sobre mí manejando mis hilos y los de mis circunstancias para hacerme pasar por un calvario en menos de veinticuatro horas. A veces esas situaciones consiguen sacarme de mis casillas –aunque con el paso de los años he aprendido a domar mis emociones-porque me siento como un completo estúpido ante el desfile de sucesivos problemas que se me acoplan a la chepa para minarme en un solo día todas mis expectativas de vida. 

Cuando salí del centro caminé por la calle paralela a este, donde se sucedían una serie de chalets, la mitad por vender, que desembocaban en un supermercado. No podía llegar a casa tan pronto. No estaba del todo seguro si mi madre estaría o no en casa porque su horario era bastante irregular, y prefería demorarme un poco al menos para coincidir con mi padre y que no sospechase nadie que había estado más de media hora pululando por ahí. Por lo que decidí dar un rodeo antes de llegar a casa. Pensé en comprarme unas chocolatinas o algo en el supermercado pero era demasiado arriesgado entrar allí como si nada y correr el riesgo de encontrarme con algún otro profesor que ya no tuviese clases y aprovechase para hacer la compra o cualquier cosa. 

Me limité a acercarme a las máquinas expendedoras de la entrada y comprarme un refresco unas cuantas chocolatinas de chocolate blanco y fresa. El refresco de cola y las chocolatinas me costaron alrededor de dos euros, mucho dinero para mi edad pero bien invertido como entretenimiento. Seguro que de haber sido fumador me habría entretenido fumando un cigarrillo, y de ser bebedor me habría arriesgado a entrar a comprarme una cerveza. Pero aquel sustento fue suficiente para mí. me metí las chocolatinas en uno de los bolsos del abrigo y abrí el regreso para darle un sorbo antes de encaminarme a algún lado. Lo único que se me ocurrió fue pasear por el entramado de calles que dibujaban los chalets. Así que sin más me encaminé hacia allá. Eran chalets de color beige, muy bonitos por fuera pero que seguro que por dentro eran diminutos, con compartimentaciones mal estructuradas y habitaciones raquíticas. Todo lo que tenían eran fachada y una imagen de vida confortable que a mí no me engañaba. Algunos de ellos tenían macetas colgando de las ventanas superiores y otros parecían deshabitados y a pesar de que no tendrían más de diez años, algunos daban la impresión de no está nada cuidados. 

Caminando entre meditaciones y con una chocolatina de la mano abriéndola con la boca  giré por una de las esquinas en dirección ascendente en una calle cuando al fondo de esta, en una esquina que formaban la intersección de dos chalets perpendiculares, me topé con tres chicos. los tres chicos que durante principios de curso habían estado molestándonos a mis amigos y a mi. Allí estaban, a veinte metros de mí, uno pateando una lata con una expresión aburrida, otro hablando animadamente y partiéndose de risa mientras que el tercero, apoyado en la pared del uno de los chalets, se liaba un cigarrillo, concentrado en una tarea que la ye debía parecer rutinaria. Verlos me recordó su existencia y este hecho me hizo detenerme en seco. Me planteé seguir caminando pero esta no parecía la opción más adecuada dado que no tenía rumbo fijo y no estaba obligado a pasar por delante de ellos para nada. así que pensé en darme media vuelta y retroceder, como un animal de presa que agudiza sus orejas y detecta el inminente cazador que se aproxima. Me sentí idiota por haberme topado con ellos con tanta casualidad. 

Ellos me vieron. Dos de ellos lo hicieron a la par. Se volvieron a mí, interesados por yo ser un punto de luz en la esquina de su visión periférica y el tercero les siguió la mirada a los otros dos. Se callaron de golpe dejándonos en un silencio perturbador y terrorífico. En ese momento, al mirarles a los ojos, lo supe. Si hubiese pasado por su lado no habría sucedido nada en absoluto, puede que ni siquiera se hubiesen percatado de mi presencia. Pero no pude evitar llamar su atención con mi expresión paralizada y mi consiguiente reacción evasiva, dando un par de pasos atrás, fingir desinterés, muy mal improvisado, y volver calle abajo como si nada. odié que aquella calle estuviese vacía, me aterró que estuviese a más de cincuenta metros de una calle concurrida y me recriminié no haberme dado la vuelta antes. Para cuando quise retroceder calle abajo, ya oía mi nombre a voces. 

-¡Ícaro! Vuelve. No vamos a hacerte nada… -Dijo uno de ellos con un tono tan falso que era evidente que estaban jugando conmigo. Me sentí como un ratoncillo huyendo de panteras. Como un cervatillo escapando del agua infestada de cocodrilos. Me sentía caer al mar, sin remedio. No quise volverme, seguí comiendo la chocolatina en silencio, algo del refresco para bajar el nudo que se formaba en mi garganta. Estaba aterrado y lo estuve aún más cuando vi la lata con la que uno de ellos jugaba estamparse en un coche aparcado a mi lado. El impacto me hizo encogerme en mí mismo. Me la habían lanzado. Me volví, se estaban acercando. Estuve a punto de volverme y enfrentarles, pero estaba acobardado. No tenía el valor para enfrentarles, pero tampoco para correr e incitarles a que me persiguiesen. Me alcanzarían en dos zancadas. Lo sabía. Estaba perdido si no conseguía que perdiesen el interés en mí antes de salir del callejón. Cada vez estaba más arrepentido de haberme ido de clase. 

-¿A dónde vas? –Volvieron a insistir-. ¿No deberías estar en clase?

-Lo mismo os podría decir a vosotros. –Solté sin pensar, sin volverme-. Bocazas. –Murmuré para mi mismo mientras seguía caminando. Oí pasos acelerados. No, no me rebajaría a salir corriendo aunque me acorralasen, aunque me amenazasen. Me darían una paliza, estaba casi seguro de ello. 

Sentí un tirón en mi mochila que me hizo retroceder hasta caer de espaldas al suelo y quedarme allí unos segundos observando como uno de ellos, el más bajo de todos, con una asquerosa sudadera gris, apestosa, con cercos en las axilas, me miraba con el rostro quebrado por la risa al verme caer y derramarme parte del refresco encima. Yo me levanté como pude equilibrando con la mochila y me sobé el abrigo que estaba manchado de mugre del suelo y salpicaduras de refresco. Cuando quise continuar él me cerró el paso de la acera. Un coche me tapaba la salida a la calzada desierta entre bloques de chalets, y por mi izquierda se acercaban los otros dos con paso chulesco y desenfadado. 

-¿A quién tenemos aquí? ¿Te has pirado de clase, pequeño? ¿O te has perdido? –Cuando quise contestar, el de la sudadera me quitó el refresco y se bebió parte de él. no se lo bebió, se lo quedó en la boca y luego me lo escupió encima. Yo me cubrí con mi brazo, pero dio igual. Todos se rieron, incluso yo quise reírme porque era un acto tan infantil que me pareció ridículo tener que lidiar con ellos. Pero me limité a resoplar y mirar al chico del cigarrillo que se lo estaba encendiendo con un mechero anaranjado. 

-Al menos yo me voy a casa, no me piro para fumar… ¿Qué pasa? En tu casa no te dejan fumar y tienes que esconderte como una rata? –Él se sorprendió de que le contestase y me agarró de la pechera del abrigo, haciéndome retroceder hasta la pared el edificio. 

-Mira, mocoso, no me hables en ese tono, porque te estás jugando una buena tunda. 

-¿Insinúas que me habéis seguido y acorralado solo para meterme miedo? Que patético… - Me sacaba una cabeza al menos, pero eso no me intimidaba. Su rostro descompuesto me hizo sonreír pero mi sonrisa le volvió colérico y me golpeó con el puño cerrado sobre la boca, haciéndome que me golpease la cabeza contra la pared de piedra. Después me sujetó con más fuerza de la pechera y me impulsó hacia su puñ, esta vez de lado, haciéndome volver le rostro por el impactó, cayendo al suelo a los pies del chico de la sudadera gris. Me toqué los labios. Me sangraba la nariz. Escupí sangre al suelo y volví mi rostro hacia él que esperaba que yo hubiese aprendido la lección de no contrariarle, pero me reí hecho un manojo de nervios. 

-¿De qué te ríes? –Me preguntó el tercero, el hablador, quitándole el cigarrillo al otro y dándole una calada. Yo no tenía respuesta. No sabía por qué me estaba riendo. Si de lo absurdo de aquél día o de la sensación de cosquilleo de la adrenalina corriendo por todo mi cuerpo. uno de ellos me levantó de nuevo tirando de mi mochila pero yo me revolví para que me soltase, con lo que conseguí un rodillazo en el estómago, lo que me hizo doblarme y perder toda gana de reír. Me quedé sin aire por un momento y me costó recuperarlo. Volvieron a ponerme de espaldas a la pared y me golpearon dos, tres veces más en el rostro. Cada una era un estallido de luz que me cegaba momentáneamente hasta que retornaba la visión y veía venir otro puño contra mi cara. me agarraron del cuello, de las manos, yo escupía sangre, y ellos me devolvían los escupitajos. 

De un tirón me arrancaron uno de los botones del abrigo, y de otro me desgarraron una manga por l línea del hombro. Estuve a punto de llorar por ello, pero no me salieron lágrimas, ni súplicas. Me tiraron al bordillo de la carreta donde se acumulaba nieve derretida, apestosa y maloliente. Rodé por ella y ellos me volvieron a agarrar con fuerza para seguir golpeándome. Intentaron quitarme la mochila, me defendí para que no lo hicieran pero yo no conseguí nada. la abrieron, esparcieron mis libros y cuadernos por los charcos de nieve derretida del arcén. Todo se ensució. Todo se estropeó- estaba perdido. Cuando el del cigarrillo se acercó a mí nuevamente con el cigarrillo entre los labios y una expresión de satisfacción me agarró del pelo y me hizo mirarle, con un ojo hinchado y los labios rotos. 

-¿Sigues teniendo algo más que decir? –Preguntó. 

El humo que salía de su cigarrillo me apestaba. Dios sabe que me contuve. Dios sabe que no quise decir nada más y que me dejasen ir. No quería seguir alimentando a la bestia. Pero él estaba ahí plantado con su estúpida cara de idiota adolescente, con el pelo grasiento, con esos cuatro pelos de la babilla, y esa sonrisa de suficiencia. Le escupí en la cara. Una gran mancha de sangre impactó contra uno de sus ojos y se deslizó mejilla abajo. Incluso a mi me sorprendió la cantidad de sangre que había en ese escupitajo. Mientras dos me tenían sujetos él retrocedió, se limpió con el dorso de la mano casi sorprendido de mi reacción y aunando toda la paciencia que le quedaba respiró, le dio una larga calada al cigarrillo y se lo quedó mirando con malicia. Cuando me devolvió la mirada sentí un tremendo escalofrío recorrerme de arriba abajo. No le conocía en absoluto y sin embargo pude ver qué clase de ideas se le pasaron por la cabeza en ese instante. Yo me revolví en los brazos de los otros dos chicos pero igualmente no conseguí nada. se acercó a mí, con ese cigarrillo entre sus dedos, y por un momento lo temí más que su fuese una navaja o un revólver. 

-Tienes carácter. –Dijo-. Eso me gusta… -Soltó el humo que acumulaba en los pulmones y me sujetó del cuello. Acercó la punta encendida del cigarrillo a mi rostro y yo lo seguí con ojos aterrados-. Pero conmigo no se juega, angelito… -Susurro y entonces abrió el cuello de mi abrigo, me bajó el del jersey y estampó allí la punta del cigarrillo caliente. Ardiendo. Fue una punzada de dolor que me hizo quebrarme en un gemido cobarde. Cayó ceniza sobre mi ropa, me dejó un apestoso olor a tabaco quemado y cuando ya no hubo llama con la que quemarme tiró la colilla sobre mi rostro y me soltaron, tirándome al suelo. 

Me quedé allí boca arriba respirando con dificultad mientras veía como se alejaban por el rabillo del ojo. Estaba sudando y temblando por lo sucedido y miré directo al cielo. Llovería. Una parte de mí estaba aliviado de que me hubiesen dejado en paz dado que esto podría haberse extendido mucho más, pero al mismo tiempo, ojalá me hubiesen matado, me hubiesen seguido golpeando para así sentir algo que no fuera el penetrante dolor en mi pecho, para liberarme al fin de esta miserable existencia. El cielo estaba cubierto, estaba gris. Como todo en esta maldita vida. 

 

No supe en qué estado me encontraba realmente hasta que no pasé por frente de un escaparate cercano y pude verme, con la cara ensangrentada, el abrigo con chorretones de sangre que destacaban sobre la tela blanca, las manos magulladas y el pelo sucio y alborotado. Cuando me vi pude al fin entender las expresiones de la gente que se cruzaba conmigo. No cojeaba, no me quedaba, caminaba normal como si no hubiese pasado nada en absoluto, con mi mochila chorreante a la espalda y los libros destrozados dentro. Mi expresión era normal, neutra, porque me dolía hacer cualquier mueca que no fuese un profundo y serio hieratismo. 

Cada veinte metros, aproximadamente, alguien se paraba a mi lado, casi siempre mujeres o personas muy mayores, y me detenían por el brazo completamente escandalizados y preocupados. Se agachaban hasta mi altura y me miraban con ojos desorbitados. 

-¿Estás bien, niño? –Me preguntaban, alarmados pero yo luchaba por controlar el dolor mientras les sonreía con antipatía y asentía con seguridad. 

-Sí, sí, no pasa nada. –Contestaba con desinterés, fingiendo que no pasaba nada. Eso me dolía mucho más que cualquier herida en mi cuerpo. en alguna ocasión incluso contesté que solo era un disfraz y la sangre era falsa. me dolía fingir que todo estaba bien mientras mi orgullo y vergüenza se veían arrastrados por el suelo, sucios y magullados como yo. El abrigo ya no era blanco. Estaba hecho un asco. Mi madre me mataría, pensaba, y a mi padre le daría igual eso es lo único en lo que podía pensar mientras caminaba camino a casa. Aun era pronto, aún no habría nadie en ella pero a cada paso que daba me aterraba más la idea de presentarme allí. Tendría al menos una media hora hasta que mi padre regresara, si me daba prisa y no había nadie ya allí. Podría asearme, limpiarme la ropa y curarme solo, pero aun así sería inevitable que ellos se percatasen de que me acababan de dar una paliza. Parecería menos de lo que era en esta situación, pero no me servía de nada en absoluto. Si deseaba que no se enterasen la única solución era huir de casa por al menos un mes hasta no tener rastro de las magulladuras, lo cual era imposible. 

Me debatía en aquella incertidumbre cuando al fin llegué a casa y me paré frente a al puerta del edificio. Me temblaron las manos justo cuando sujeté el pomo para entrar en el portal y fui incapaz de hacerlo. Estaba completamente aturdido, nervioso y excitado. Me acaban de moler a palos y no era capaz de pensar en nada más que en que mis padres se enfadarían conmigo. Me aterrorizaban más ellos que los hijos de puta que acababa de pegarme. Acabé entrando en el portal completamente exhausto y cuando me quedé a solas en la semioscuridad del bloque me sentí algo más seguro y estable. Estaba decidido a no ir a casa y se me ocurrió subir hasta arriba del todo en las escaleras. Sobrepasando mi piso había un tramo más de escaleras que daban a una portezuela que era el desván del bloque, donde los vecinos metíamos trastos viejos o que apenas usábamos. Eran dos tramos, uno vertical y otro horizontal que me ocultaría en caso de que mi padre llegase a casa, pero donde yo podría verlo perfectamente a través de las rejillas de las escaleras. Si no hacía ruido y él no se volvía a mirarme, no tenía por qué verme. 

Cuando llegué allí me quité la mochila de encima y la dejé en uno de los escalones. Me senté, comenzando a perder la adrenalina y me embargaba ahora una profunda sensación de soledad y vergüenza. Me senté, exhausto y me noté hecho una porquería, con el sabor metálico aun en la boca y con la parte inferior de mi rostro salpicada de sangre. Mi nariz hacía apenas unos minutos que había dejado de sangrar pero me había contenido de limpiarme con el abrigo por no ensuciarlo más. Lo miré. La sangre comenzaba a secarse en él. Estaba hecho una mierda, y era relativamente nuevo. Me lo habían comprado a principio de curso por mi cumpleaños. Mi madre me molería a palos. 

Cuando estuve allí al menos cinco minutos en la soledad de mi respiración comencé a temblar de frío. Estaba empapado, con el pelo pegajoso por el refresco y las manos manchadas de sangre seca. Me sobrevino la calma después de la maldita tormenta y la bajada de adrenalina en mi sangre me hizo sentir hundido, deprimido y mareado. con ganas de vomitar y con una terrible oquedad en mi pecho por la idea de enfrentarme a mis padres. Al rato sonó la puerta de abajo. Alguien acababa de llegar de la calle. Oí unos pasos aproximarse a las escaleras y comenzaron a subir. Pasos fuertes, pesados, energéticos. Se detuvieron en el segundo piso y tras un tintineo de llaves abrieron la puerta y la cerraron a los segundos. Era mi primo, o alguien de su familia. Me sentí acobardado y me hundí más en mi hueco. Oía a lo lejos las lejanas voces de dos personas hablando, animadamente pero sin demasiada fuerza. Después de unas palabras más de nuevo la puerta, de nuevo esos pasos pero seguían siendo ascendentes. Llegaban a mi piso y eso me hizo sentir un terror que me paralizó. “si no me muevo no me verá” me dije pero estaba temblando y respiraba con dificultad. 

Cuando la persona llegó a mi rellano pude distinguir entre los barrotes que era Jacinto. Como le dolía que fuese él. no quería que me viese así, en este estado. Me cubrí la boca con las manos para que no me oyese respirar y me noté el nivel de mi temblor en ellas. Estaba a punto de llamar al timbre de mi casa, con una carpeta con el logo de la organización de mi madre en ella. Estaba seguro de que era él quien había llegado a su casa y alguno de sus padres le pidió que le subiese esos papeles a mi madre. ¿Significaba que ella estaba en casa? ¡Agradecí haberme escondido en aquél rincón! Pero al parecer aquél escondite no era infalible. Porque justo cuando su dedo estaba a punto de rozar el timbre, me observó desde el rabillo de su ojo y volvió el rostro a mí, confuso y distinguiéndome entre las sombras de la escalera hacia la boardilla. 

-¿Ícaro? –Preguntó y me sonrió con una hermosa sonrisa confusa y sorprendida-. ¿Qué haces ahí?

Yo seguía con las manos cubriéndome los labios. Ya no era por la respiración, no le gustaría verme sangrando. Al mirarnos, me sentí tan sumamente triste por haber sido descubierto que no puede decir una sola palabra. Estaba aterrorizado porque se acercase, aterrorizado porque llamase a la puerta y le dijese que estaba aquí escondido a mi madre. Mi padre llegaría en unos diez minutos. Quería vomitar. 

Hubo cinco segundos, valiosos cinco segundos en los que le miré sin parpadear y pude ver todos los cambios que experimentó su expresión en aquellas milésimas. Pasó de la sorpresa inicial del encuentro fortuito a una curiosidad y confusión propias de la falta de respuesta. Después se inquietó, por el contexto en el que yo me encontraba. Sabía la hora que era, y sabía que me estaba escondiendo. Después pasó a la preocupación por saber qué diablos estaba ocurriendo conmigo y después, la endiablada expresión de enfado que le hizo empezar a subir los escalones en mi búsqueda. La escalera no tenía salida y de nuevo estaba acorralado. Estaba avergonzado, muy avergonzado y todo me superaba por cada escalón que ascendía. Cuando dobló la esquina me cubrí el rostro con las manos y me incliné para que no me viese. Por un momento quería regresar a la seguridad que me proporcionaba estar escondido. Respiré profundamente y me di cuenta de que no pude hacerlo porque un nudo se interponía en mi tráquea. Respiré de forma entrecortada, al borde del llanto. 

Se acercó lo suficiente como para ver que mi mochila estaba rota y hecha un asco, chorreando, con un aspecto terrible, pero apenas se detuvo con ella. Puso la carpeta a un lado y se quedó unos escalones debajo de mí, de pie, inclinado sobre mí. 

-¿Qué pasa, Ícaro? Que es esto… -No sabía a que se estaba refiriendo porque no le estaba mirando-. ¿De que te has manchado, Ícaro? ¡Ícaro! –Gritó y estuve a punto de vomitar si no lloraba-. ¿Es sangre? ¿Es sangre esto de tu chaqueta? –Me sujetó el abrigo como ellos hicieron, de la pechera y con fuerza, me descubrí por completo y me sujeté a su muñeca, aterrado por sus voces, temeroso de que saliese mi madre, completamente atemorizado de que él también me golpease si no contestaba. 

Cuando me miró directo al rostro, todo lloroso y sangriento me soltó al instante pero yo no solté su brazo. Le agarré con fuerza de la muñeca. Tenía miedo de que se fuera, de que se lo contase a mis padres, de que me golpease. Tenía miedo de todo y no había nada que pudiera hacer que me hiciese sentir mejor. Solo ver su expresión desolada y aterrada me hizo sentir como una mierda. Él no sabía qué decir y yo no quería tener que contar nada. me temblaban las manos en su muñeca, me temblaban los labios y los ojos mi titilaban con lágrimas derramándose por todas partes. 

-Ícaro… -Murmuró mientras se acuclillaba delante de mí y me cogía el rostro con las manos. yo retrocedí dolorido y él se alejó temeroso, asustado de mi reacción-. ¿Qué te ha pasado…?

-Nada. –Dije, y ese nada jamás me había sonado tan inútil. 

-Escúchame con atención. –Dijo, lo más serio que le oí jamás-. Tienes que decirme que te ha pasado para poder ayudarte. ¿Entiendes?

-No quiero tu ayuda. –Le dije, sin soltarle la mano. Él puso sobre mis manos la suya-. Estoy bien…

-¿Necesitas ir al hospital? –Me preguntó serio. No se andaría con coqueteos ni preliminares-. Dímelo ahora, te llevaré si es necesario. 

-No. –Negué, con un suspiro de rendición-. No tengo que ir al hospital. 

-Vale, confío en ti. –Dijo y se acercó aún más. Me mostró sus manos humildes y volvió a acercarlas a mi rostro. no llegó a tocarme, le temblaron las manos y las bajó, soltando un insulto por lo bajo. Me apartó la mirada y le vi apretar la mandíbula unos segundos. Cuando la destensó volvió a mirarme apenado-. ¿Vas a contarme qué ha pasado?

-¿Es que no lo ves, maldita sea? –Pregunté, en un susurro pero con violencia, masticando cada palabra-. Me han dado una paliza… 

Él no pareció excitarse con mi tono. 

-¿Quién?

-Unos chicos de clase, según venía a casa… -Mentí y me di cuenta de i mentira-. En realidad no. Me había pirado a última hora y de camino a casa ellos me vieron, me persiguieron y me golpearon. –Volvió a tensar la mandíbula y me miró fijamente a los ojos para comprobar si le estaba mintiendo. No lo hice. 

-¿Y por qué te escondes aquí? –Comencé a llorar de la impotencia. 

-¿Y qué quieres que haga? ¿Qué vaya a casa como si nada? ¿Quieres que les diga a mi padres lo que ha pasado? No harán nada. ¿Qué gano yendo a la policía? No les detendrán… 

-Mírame. –Me cogió del rostro. Esta vez no me aparté-. NO llores, por favor… 

-¿Qué no lloré? –Quise golpearlo-. Vete a la mierda, joder… -me sujetó con fuerza las muñecas. Todo yo estaba temblando. Quise soltarme, quise marcharme, pero en vez de eso me dejé caer sobre su pecho y lloré a mares mientras él me soltaba las muñecas y me rodeaba la espalda con sus brazos. Me  dolía todo el cuerpo pero su abrazo fue tan sumamente apaciguador que no me importó en absoluto-. Ha sido horrible. –Dije entre el llanto-. Me han escupido, me han pateado, incluso me han quemado con un cigarrillo. –Me desmoroné confesándome entre lágrimas. Él no se movió ni dijo nada hasta que no le hube contado todo, con pelos y señales, acurrucado en su pecho. Cuando terminé me separé de él, algo más aliviado y me limpie el rostro con la manga del abrigo. Él me limpió como pudo con las yemas de sus pulgares y me miró impasible, serio y meditabundo. Le dejé que me tocase, que me acariciase. Cerré los ojos mientras me limpiaba con su propia camiseta las mejillas, la nariz, los labios. Descubriendo tras la sangre cada uno de los hematomas y heridas que tenía. me apartó el pelo de la frente, me acarició los pómulos amoratados y cuando estaba a punto de detenerse me miró el cuello. Me descubrió allí la quemadura y me apartó suavemente el cuello del abrigo para verla mejor. Aquello pareció superarle. No quise mirarle pero tuve que hacerlo. En su expresión pude vislumbrar lo encolerizado que estaba. Ni siquiera se atrevió a tocarme el cuello por si me dolía. Ojalá me hubiese besado allí, cuanto me habría sanado aquello. Pero no lo hizo. no hizo nada más. No dijo nada más.

 

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