NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 8 (Parte II)
Capítulo 8 -
Él no sabía qué decir y yo no quería tener que contar nada
Es curiosa la vida, el destino, dios o el
universo cómo tiene la capacidad de hacer de algunos días una terrible
pesadilla inacabable. Yo soy una persona atea que no tiene en gran estima los
conceptos de devenir o providencia, pero hay días, ciertos días en los que
parece que los planetas se han alineado para que todo lo malo me suceda a mí,
en un mismo día y mientras se suceden las horas la cosa va empeorando por
momentos hasta hacerme creer que hay una mano todopoderosa sobre mí manejando
mis hilos y los de mis circunstancias para hacerme pasar por un calvario en
menos de veinticuatro horas. A veces esas situaciones consiguen sacarme de mis
casillas –aunque con el paso de los años he aprendido a domar mis
emociones-porque me siento como un completo estúpido ante el desfile de
sucesivos problemas que se me acoplan a la chepa para minarme en un solo día
todas mis expectativas de vida.
Cuando salí del centro caminé por la calle
paralela a este, donde se sucedían una serie de chalets, la mitad por vender,
que desembocaban en un supermercado. No podía llegar a casa tan pronto. No
estaba del todo seguro si mi madre estaría o no en casa porque su horario era
bastante irregular, y prefería demorarme un poco al menos para coincidir con mi
padre y que no sospechase nadie que había estado más de media hora pululando
por ahí. Por lo que decidí dar un rodeo antes de llegar a casa. Pensé en comprarme
unas chocolatinas o algo en el supermercado pero era demasiado arriesgado
entrar allí como si nada y correr el riesgo de encontrarme con algún otro
profesor que ya no tuviese clases y aprovechase para hacer la compra o
cualquier cosa.
Me limité a acercarme a las máquinas
expendedoras de la entrada y comprarme un refresco unas cuantas chocolatinas de
chocolate blanco y fresa. El refresco de cola y las chocolatinas me costaron
alrededor de dos euros, mucho dinero para mi edad pero bien invertido como entretenimiento.
Seguro que de haber sido fumador me habría entretenido fumando un cigarrillo, y
de ser bebedor me habría arriesgado a entrar a comprarme una cerveza. Pero
aquel sustento fue suficiente para mí. me metí las chocolatinas en uno de los
bolsos del abrigo y abrí el regreso para darle un sorbo antes de encaminarme a
algún lado. Lo único que se me ocurrió fue pasear por el entramado de calles
que dibujaban los chalets. Así que sin más me encaminé hacia allá. Eran chalets
de color beige, muy bonitos por fuera pero que seguro que por dentro eran
diminutos, con compartimentaciones mal estructuradas y habitaciones raquíticas.
Todo lo que tenían eran fachada y una imagen de vida confortable que a mí no me
engañaba. Algunos de ellos tenían macetas colgando de las ventanas superiores y
otros parecían deshabitados y a pesar de que no tendrían más de diez años,
algunos daban la impresión de no está nada cuidados.
Caminando entre meditaciones y con una
chocolatina de la mano abriéndola con la boca giré por una de las
esquinas en dirección ascendente en una calle cuando al fondo de esta, en una
esquina que formaban la intersección de dos chalets perpendiculares, me topé
con tres chicos. los tres chicos que durante principios de curso habían estado molestándonos
a mis amigos y a mi. Allí estaban, a veinte metros de mí, uno pateando una lata
con una expresión aburrida, otro hablando animadamente y partiéndose de risa
mientras que el tercero, apoyado en la pared del uno de los chalets, se liaba
un cigarrillo, concentrado en una tarea que la ye debía parecer rutinaria.
Verlos me recordó su existencia y este hecho me hizo detenerme en seco. Me
planteé seguir caminando pero esta no parecía la opción más adecuada dado que
no tenía rumbo fijo y no estaba obligado a pasar por delante de ellos para
nada. así que pensé en darme media vuelta y retroceder, como un animal de presa
que agudiza sus orejas y detecta el inminente cazador que se aproxima. Me sentí
idiota por haberme topado con ellos con tanta casualidad.
Ellos me vieron. Dos de ellos lo hicieron
a la par. Se volvieron a mí, interesados por yo ser un punto de luz en la
esquina de su visión periférica y el tercero les siguió la mirada a los otros
dos. Se callaron de golpe dejándonos en un silencio perturbador y terrorífico.
En ese momento, al mirarles a los ojos, lo supe. Si hubiese pasado por su lado
no habría sucedido nada en absoluto, puede que ni siquiera se hubiesen
percatado de mi presencia. Pero no pude evitar llamar su atención con mi
expresión paralizada y mi consiguiente reacción evasiva, dando un par de pasos
atrás, fingir desinterés, muy mal improvisado, y volver calle abajo como si
nada. odié que aquella calle estuviese vacía, me aterró que estuviese a más de
cincuenta metros de una calle concurrida y me recriminié no haberme dado la
vuelta antes. Para cuando quise retroceder calle abajo, ya oía mi nombre a
voces.
-¡Ícaro! Vuelve. No vamos a hacerte nada…
-Dijo uno de ellos con un tono tan falso que era evidente que estaban jugando
conmigo. Me sentí como un ratoncillo huyendo de panteras. Como un cervatillo
escapando del agua infestada de cocodrilos. Me sentía caer al mar, sin remedio.
No quise volverme, seguí comiendo la chocolatina en silencio, algo del refresco
para bajar el nudo que se formaba en mi garganta. Estaba aterrado y lo estuve
aún más cuando vi la lata con la que uno de ellos jugaba estamparse en un coche
aparcado a mi lado. El impacto me hizo encogerme en mí mismo. Me la habían
lanzado. Me volví, se estaban acercando. Estuve a punto de volverme y
enfrentarles, pero estaba acobardado. No tenía el valor para enfrentarles, pero
tampoco para correr e incitarles a que me persiguiesen. Me alcanzarían en dos
zancadas. Lo sabía. Estaba perdido si no conseguía que perdiesen el interés en
mí antes de salir del callejón. Cada vez estaba más arrepentido de haberme ido
de clase.
-¿A dónde vas? –Volvieron a insistir-. ¿No
deberías estar en clase?
-Lo mismo os podría decir a vosotros.
–Solté sin pensar, sin volverme-. Bocazas. –Murmuré para mi mismo mientras
seguía caminando. Oí pasos acelerados. No, no me rebajaría a salir corriendo
aunque me acorralasen, aunque me amenazasen. Me darían una paliza, estaba casi
seguro de ello.
Sentí un tirón en mi mochila que me hizo
retroceder hasta caer de espaldas al suelo y quedarme allí unos segundos
observando como uno de ellos, el más bajo de todos, con una asquerosa sudadera
gris, apestosa, con cercos en las axilas, me miraba con el rostro quebrado por
la risa al verme caer y derramarme parte del refresco encima. Yo me levanté
como pude equilibrando con la mochila y me sobé el abrigo que estaba manchado
de mugre del suelo y salpicaduras de refresco. Cuando quise continuar él me
cerró el paso de la acera. Un coche me tapaba la salida a la calzada desierta
entre bloques de chalets, y por mi izquierda se acercaban los otros dos con
paso chulesco y desenfadado.
-¿A quién tenemos aquí? ¿Te has pirado de
clase, pequeño? ¿O te has perdido? –Cuando quise contestar, el de la sudadera
me quitó el refresco y se bebió parte de él. no se lo bebió, se lo quedó en la
boca y luego me lo escupió encima. Yo me cubrí con mi brazo, pero dio igual.
Todos se rieron, incluso yo quise reírme porque era un acto tan infantil que me
pareció ridículo tener que lidiar con ellos. Pero me limité a resoplar y mirar
al chico del cigarrillo que se lo estaba encendiendo con un mechero
anaranjado.
-Al menos yo me voy a casa, no me piro
para fumar… ¿Qué pasa? En tu casa no te dejan fumar y tienes que esconderte
como una rata? –Él se sorprendió de que le contestase y me agarró de la pechera
del abrigo, haciéndome retroceder hasta la pared el edificio.
-Mira, mocoso, no me hables en ese tono,
porque te estás jugando una buena tunda.
-¿Insinúas que me habéis seguido y
acorralado solo para meterme miedo? Que patético… - Me sacaba una cabeza al
menos, pero eso no me intimidaba. Su rostro descompuesto me hizo sonreír pero
mi sonrisa le volvió colérico y me golpeó con el puño cerrado sobre la boca,
haciéndome que me golpease la cabeza contra la pared de piedra. Después me
sujetó con más fuerza de la pechera y me impulsó hacia su puñ, esta vez de
lado, haciéndome volver le rostro por el impactó, cayendo al suelo a los pies
del chico de la sudadera gris. Me toqué los labios. Me sangraba la nariz.
Escupí sangre al suelo y volví mi rostro hacia él que esperaba que yo hubiese
aprendido la lección de no contrariarle, pero me reí hecho un manojo de
nervios.
-¿De qué te ríes? –Me preguntó el tercero,
el hablador, quitándole el cigarrillo al otro y dándole una calada. Yo no tenía
respuesta. No sabía por qué me estaba riendo. Si de lo absurdo de aquél día o
de la sensación de cosquilleo de la adrenalina corriendo por todo mi cuerpo.
uno de ellos me levantó de nuevo tirando de mi mochila pero yo me revolví para
que me soltase, con lo que conseguí un rodillazo en el estómago, lo que me hizo
doblarme y perder toda gana de reír. Me quedé sin aire por un momento y me costó
recuperarlo. Volvieron a ponerme de espaldas a la pared y me golpearon dos,
tres veces más en el rostro. Cada una era un estallido de luz que me cegaba
momentáneamente hasta que retornaba la visión y veía venir otro puño contra mi
cara. me agarraron del cuello, de las manos, yo escupía sangre, y ellos me
devolvían los escupitajos.
De un tirón me arrancaron uno de los
botones del abrigo, y de otro me desgarraron una manga por l línea del hombro.
Estuve a punto de llorar por ello, pero no me salieron lágrimas, ni súplicas.
Me tiraron al bordillo de la carreta donde se acumulaba nieve derretida,
apestosa y maloliente. Rodé por ella y ellos me volvieron a agarrar con fuerza
para seguir golpeándome. Intentaron quitarme la mochila, me defendí para que no
lo hicieran pero yo no conseguí nada. la abrieron, esparcieron mis libros y
cuadernos por los charcos de nieve derretida del arcén. Todo se ensució. Todo
se estropeó- estaba perdido. Cuando el del cigarrillo se acercó a mí nuevamente
con el cigarrillo entre los labios y una expresión de satisfacción me agarró
del pelo y me hizo mirarle, con un ojo hinchado y los labios rotos.
-¿Sigues teniendo algo más que decir?
–Preguntó.
El humo que salía de su cigarrillo me
apestaba. Dios sabe que me contuve. Dios sabe que no quise decir nada más y que
me dejasen ir. No quería seguir alimentando a la bestia. Pero él estaba ahí plantado
con su estúpida cara de idiota adolescente, con el pelo grasiento, con esos
cuatro pelos de la babilla, y esa sonrisa de suficiencia. Le escupí en la cara.
Una gran mancha de sangre impactó contra uno de sus ojos y se deslizó mejilla
abajo. Incluso a mi me sorprendió la cantidad de sangre que había en ese
escupitajo. Mientras dos me tenían sujetos él retrocedió, se limpió con el
dorso de la mano casi sorprendido de mi reacción y aunando toda la paciencia
que le quedaba respiró, le dio una larga calada al cigarrillo y se lo quedó
mirando con malicia. Cuando me devolvió la mirada sentí un tremendo escalofrío
recorrerme de arriba abajo. No le conocía en absoluto y sin embargo pude ver
qué clase de ideas se le pasaron por la cabeza en ese instante. Yo me revolví
en los brazos de los otros dos chicos pero igualmente no conseguí nada. se
acercó a mí, con ese cigarrillo entre sus dedos, y por un momento lo temí más
que su fuese una navaja o un revólver.
-Tienes carácter. –Dijo-. Eso me gusta…
-Soltó el humo que acumulaba en los pulmones y me sujetó del cuello. Acercó la
punta encendida del cigarrillo a mi rostro y yo lo seguí con ojos aterrados-.
Pero conmigo no se juega, angelito… -Susurro y entonces abrió el cuello de mi
abrigo, me bajó el del jersey y estampó allí la punta del cigarrillo caliente.
Ardiendo. Fue una punzada de dolor que me hizo quebrarme en un gemido cobarde.
Cayó ceniza sobre mi ropa, me dejó un apestoso olor a tabaco quemado y cuando
ya no hubo llama con la que quemarme tiró la colilla sobre mi rostro y me
soltaron, tirándome al suelo.
Me quedé allí boca arriba respirando con
dificultad mientras veía como se alejaban por el rabillo del ojo. Estaba
sudando y temblando por lo sucedido y miré directo al cielo. Llovería. Una
parte de mí estaba aliviado de que me hubiesen dejado en paz dado que esto
podría haberse extendido mucho más, pero al mismo tiempo, ojalá me hubiesen
matado, me hubiesen seguido golpeando para así sentir algo que no fuera el
penetrante dolor en mi pecho, para liberarme al fin de esta miserable
existencia. El cielo estaba cubierto, estaba gris. Como todo en esta maldita
vida.
…
No supe en qué estado me encontraba realmente
hasta que no pasé por frente de un escaparate cercano y pude verme, con la cara
ensangrentada, el abrigo con chorretones de sangre que destacaban sobre la tela
blanca, las manos magulladas y el pelo sucio y alborotado. Cuando me vi pude al
fin entender las expresiones de la gente que se cruzaba conmigo. No cojeaba, no
me quedaba, caminaba normal como si no hubiese pasado nada en absoluto, con mi
mochila chorreante a la espalda y los libros destrozados dentro. Mi expresión
era normal, neutra, porque me dolía hacer cualquier mueca que no fuese un
profundo y serio hieratismo.
Cada veinte metros, aproximadamente,
alguien se paraba a mi lado, casi siempre mujeres o personas muy mayores, y me
detenían por el brazo completamente escandalizados y preocupados. Se agachaban
hasta mi altura y me miraban con ojos desorbitados.
-¿Estás bien, niño? –Me preguntaban,
alarmados pero yo luchaba por controlar el dolor mientras les sonreía con
antipatía y asentía con seguridad.
-Sí, sí, no pasa nada. –Contestaba con desinterés,
fingiendo que no pasaba nada. Eso me dolía mucho más que cualquier herida en mi
cuerpo. en alguna ocasión incluso contesté que solo era un disfraz y la sangre
era falsa. me dolía fingir que todo estaba bien mientras mi orgullo y vergüenza
se veían arrastrados por el suelo, sucios y magullados como yo. El abrigo ya no
era blanco. Estaba hecho un asco. Mi madre me mataría, pensaba, y a mi padre le
daría igual eso es lo único en lo que podía pensar mientras caminaba camino a
casa. Aun era pronto, aún no habría nadie en ella pero a cada paso que daba me
aterraba más la idea de presentarme allí. Tendría al menos una media hora hasta
que mi padre regresara, si me daba prisa y no había nadie ya allí. Podría
asearme, limpiarme la ropa y curarme solo, pero aun así sería inevitable que
ellos se percatasen de que me acababan de dar una paliza. Parecería menos de lo
que era en esta situación, pero no me servía de nada en absoluto. Si deseaba
que no se enterasen la única solución era huir de casa por al menos un mes
hasta no tener rastro de las magulladuras, lo cual era imposible.
Me debatía en aquella incertidumbre cuando
al fin llegué a casa y me paré frente a al puerta del edificio. Me temblaron
las manos justo cuando sujeté el pomo para entrar en el portal y fui incapaz de
hacerlo. Estaba completamente aturdido, nervioso y excitado. Me acaban de moler
a palos y no era capaz de pensar en nada más que en que mis padres se
enfadarían conmigo. Me aterrorizaban más ellos que los hijos de puta que
acababa de pegarme. Acabé entrando en el portal completamente exhausto y cuando
me quedé a solas en la semioscuridad del bloque me sentí algo más seguro y
estable. Estaba decidido a no ir a casa y se me ocurrió subir hasta arriba del
todo en las escaleras. Sobrepasando mi piso había un tramo más de escaleras que
daban a una portezuela que era el desván del bloque, donde los vecinos metíamos
trastos viejos o que apenas usábamos. Eran dos tramos, uno vertical y otro
horizontal que me ocultaría en caso de que mi padre llegase a casa, pero donde
yo podría verlo perfectamente a través de las rejillas de las escaleras. Si no
hacía ruido y él no se volvía a mirarme, no tenía por qué verme.
Cuando llegué allí me quité la mochila de
encima y la dejé en uno de los escalones. Me senté, comenzando a perder la
adrenalina y me embargaba ahora una profunda sensación de soledad y vergüenza.
Me senté, exhausto y me noté hecho una porquería, con el sabor metálico aun en
la boca y con la parte inferior de mi rostro salpicada de sangre. Mi nariz
hacía apenas unos minutos que había dejado de sangrar pero me había contenido
de limpiarme con el abrigo por no ensuciarlo más. Lo miré. La sangre comenzaba
a secarse en él. Estaba hecho una mierda, y era relativamente nuevo. Me lo
habían comprado a principio de curso por mi cumpleaños. Mi madre me molería a
palos.
Cuando estuve allí al menos cinco minutos
en la soledad de mi respiración comencé a temblar de frío. Estaba empapado, con
el pelo pegajoso por el refresco y las manos manchadas de sangre seca. Me
sobrevino la calma después de la maldita tormenta y la bajada de adrenalina en
mi sangre me hizo sentir hundido, deprimido y mareado. con ganas de vomitar y
con una terrible oquedad en mi pecho por la idea de enfrentarme a mis padres.
Al rato sonó la puerta de abajo. Alguien acababa de llegar de la calle. Oí unos
pasos aproximarse a las escaleras y comenzaron a subir. Pasos fuertes, pesados,
energéticos. Se detuvieron en el segundo piso y tras un tintineo de llaves
abrieron la puerta y la cerraron a los segundos. Era mi primo, o alguien de su
familia. Me sentí acobardado y me hundí más en mi hueco. Oía a lo lejos las
lejanas voces de dos personas hablando, animadamente pero sin demasiada fuerza.
Después de unas palabras más de nuevo la puerta, de nuevo esos pasos pero
seguían siendo ascendentes. Llegaban a mi piso y eso me hizo sentir un terror
que me paralizó. “si no me muevo no me verá” me dije pero estaba temblando y
respiraba con dificultad.
Cuando la persona llegó a mi rellano pude
distinguir entre los barrotes que era Jacinto. Como le dolía que fuese él. no
quería que me viese así, en este estado. Me cubrí la boca con las manos para
que no me oyese respirar y me noté el nivel de mi temblor en ellas. Estaba a
punto de llamar al timbre de mi casa, con una carpeta con el logo de la
organización de mi madre en ella. Estaba seguro de que era él quien había
llegado a su casa y alguno de sus padres le pidió que le subiese esos papeles a
mi madre. ¿Significaba que ella estaba en casa? ¡Agradecí haberme escondido en
aquél rincón! Pero al parecer aquél escondite no era infalible. Porque justo
cuando su dedo estaba a punto de rozar el timbre, me observó desde el rabillo
de su ojo y volvió el rostro a mí, confuso y distinguiéndome entre las sombras
de la escalera hacia la boardilla.
-¿Ícaro? –Preguntó y me sonrió con una
hermosa sonrisa confusa y sorprendida-. ¿Qué haces ahí?
Yo seguía con las manos cubriéndome los
labios. Ya no era por la respiración, no le gustaría verme sangrando. Al
mirarnos, me sentí tan sumamente triste por haber sido descubierto que no puede
decir una sola palabra. Estaba aterrorizado porque se acercase, aterrorizado
porque llamase a la puerta y le dijese que estaba aquí escondido a mi madre. Mi
padre llegaría en unos diez minutos. Quería vomitar.
Hubo cinco segundos, valiosos cinco
segundos en los que le miré sin parpadear y pude ver todos los cambios que
experimentó su expresión en aquellas milésimas. Pasó de la sorpresa inicial del
encuentro fortuito a una curiosidad y confusión propias de la falta de
respuesta. Después se inquietó, por el contexto en el que yo me encontraba.
Sabía la hora que era, y sabía que me estaba escondiendo. Después pasó a la
preocupación por saber qué diablos estaba ocurriendo conmigo y después, la
endiablada expresión de enfado que le hizo empezar a subir los escalones en mi
búsqueda. La escalera no tenía salida y de nuevo estaba acorralado. Estaba
avergonzado, muy avergonzado y todo me superaba por cada escalón que ascendía.
Cuando dobló la esquina me cubrí el rostro con las manos y me incliné para que
no me viese. Por un momento quería regresar a la seguridad que me proporcionaba
estar escondido. Respiré profundamente y me di cuenta de que no pude hacerlo
porque un nudo se interponía en mi tráquea. Respiré de forma entrecortada, al
borde del llanto.
Se acercó lo suficiente como para ver que
mi mochila estaba rota y hecha un asco, chorreando, con un aspecto terrible,
pero apenas se detuvo con ella. Puso la carpeta a un lado y se quedó unos
escalones debajo de mí, de pie, inclinado sobre mí.
-¿Qué pasa, Ícaro? Que es esto… -No sabía
a que se estaba refiriendo porque no le estaba mirando-. ¿De que te has
manchado, Ícaro? ¡Ícaro! –Gritó y estuve a punto de vomitar si no lloraba-. ¿Es
sangre? ¿Es sangre esto de tu chaqueta? –Me sujetó el abrigo como ellos
hicieron, de la pechera y con fuerza, me descubrí por completo y me sujeté a su
muñeca, aterrado por sus voces, temeroso de que saliese mi madre, completamente
atemorizado de que él también me golpease si no contestaba.
Cuando me miró directo al rostro, todo
lloroso y sangriento me soltó al instante pero yo no solté su brazo. Le agarré
con fuerza de la muñeca. Tenía miedo de que se fuera, de que se lo contase a
mis padres, de que me golpease. Tenía miedo de todo y no había nada que pudiera
hacer que me hiciese sentir mejor. Solo ver su expresión desolada y aterrada me
hizo sentir como una mierda. Él no sabía qué decir y yo no quería tener que
contar nada. me temblaban las manos en su muñeca, me temblaban los labios y los
ojos mi titilaban con lágrimas derramándose por todas partes.
-Ícaro… -Murmuró mientras se acuclillaba
delante de mí y me cogía el rostro con las manos. yo retrocedí dolorido y él se
alejó temeroso, asustado de mi reacción-. ¿Qué te ha pasado…?
-Nada. –Dije, y ese nada jamás me había
sonado tan inútil.
-Escúchame con atención. –Dijo, lo más
serio que le oí jamás-. Tienes que decirme que te ha pasado para poder
ayudarte. ¿Entiendes?
-No quiero tu ayuda. –Le dije, sin
soltarle la mano. Él puso sobre mis manos la suya-. Estoy bien…
-¿Necesitas ir al hospital? –Me preguntó
serio. No se andaría con coqueteos ni preliminares-. Dímelo ahora, te llevaré
si es necesario.
-No. –Negué, con un suspiro de rendición-.
No tengo que ir al hospital.
-Vale, confío en ti. –Dijo y se acercó aún
más. Me mostró sus manos humildes y volvió a acercarlas a mi rostro. no llegó a
tocarme, le temblaron las manos y las bajó, soltando un insulto por lo bajo. Me
apartó la mirada y le vi apretar la mandíbula unos segundos. Cuando la destensó
volvió a mirarme apenado-. ¿Vas a contarme qué ha pasado?
-¿Es que no lo ves, maldita sea?
–Pregunté, en un susurro pero con violencia, masticando cada palabra-. Me han
dado una paliza…
Él no pareció excitarse con mi tono.
-¿Quién?
-Unos chicos de clase, según venía a casa…
-Mentí y me di cuenta de i mentira-. En realidad no. Me había pirado a última
hora y de camino a casa ellos me vieron, me persiguieron y me golpearon.
–Volvió a tensar la mandíbula y me miró fijamente a los ojos para comprobar si
le estaba mintiendo. No lo hice.
-¿Y por qué te escondes aquí? –Comencé a
llorar de la impotencia.
-¿Y qué quieres que haga? ¿Qué vaya a casa
como si nada? ¿Quieres que les diga a mi padres lo que ha pasado? No harán
nada. ¿Qué gano yendo a la policía? No les detendrán…
-Mírame. –Me cogió del rostro. Esta vez no
me aparté-. NO llores, por favor…
-¿Qué no lloré? –Quise golpearlo-. Vete a
la mierda, joder… -me sujetó con fuerza las muñecas. Todo yo estaba temblando.
Quise soltarme, quise marcharme, pero en vez de eso me dejé caer sobre su pecho
y lloré a mares mientras él me soltaba las muñecas y me rodeaba la espalda con
sus brazos. Me dolía todo el cuerpo pero su abrazo fue tan sumamente
apaciguador que no me importó en absoluto-. Ha sido horrible. –Dije entre el
llanto-. Me han escupido, me han pateado, incluso me han quemado con un cigarrillo.
–Me desmoroné confesándome entre lágrimas. Él no se movió ni dijo nada hasta
que no le hube contado todo, con pelos y señales, acurrucado en su pecho.
Cuando terminé me separé de él, algo más aliviado y me limpie el rostro con la
manga del abrigo. Él me limpió como pudo con las yemas de sus pulgares y me
miró impasible, serio y meditabundo. Le dejé que me tocase, que me acariciase.
Cerré los ojos mientras me limpiaba con su propia camiseta las mejillas, la
nariz, los labios. Descubriendo tras la sangre cada uno de los hematomas y
heridas que tenía. me apartó el pelo de la frente, me acarició los pómulos
amoratados y cuando estaba a punto de detenerse me miró el cuello. Me descubrió
allí la quemadura y me apartó suavemente el cuello del abrigo para verla mejor.
Aquello pareció superarle. No quise mirarle pero tuve que hacerlo. En su
expresión pude vislumbrar lo encolerizado que estaba. Ni siquiera se atrevió a
tocarme el cuello por si me dolía. Ojalá me hubiese besado allí, cuanto me habría
sanado aquello. Pero no lo hizo. no hizo nada más. No dijo nada más.
⇜ Capítulo 7 (Parte II) Capítulo 9 (Parte II) ⇝
Comentarios
Publicar un comentario