NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 9 (Parte II)

Capítulo 9 – Me voy y no vuelves a verme.

Se puso en pie y me extendió la mano. Lo hizo tranquilo, con la certeza de que le seguiría. Y lo hice sin duda. Cargó con mi mochila, empapada y sucia hasta mi piso y allí tocó al timbre. Yo quise salir corriendo, y tiré de él para alejarlo de la puerta, pero él me sujetó con fuerza. Por un momento me sentí traicionado, hundido y miserable. Pero no había nadie en casa y eso me permitió tranquilizarme un poco.

–No quiero entrar en casa. –Le pedí, muerto de miedo–. No quiero que mis padres me vean así…

–No me importan tus padres. Vamos a limpiarte, y luego yo me encargaré de tus padres. –Ese encargarse no sabía muy bien a qué se estaba refiriendo. Sonó como en esas películas de mafiosos cuando alguien se refería a aniquilar, a matar a alguien. Sabía que ese no era el contexto en el que estaba hablando pero tampoco entendía cómo él iba a hacer algo por mí, algo que no fuera abrazarme y consolarme con miradas tiernas. Me soltó para buscar en mi mochila las llaves. Abrió la puerta y tras cerrar al entrar nosotros dejó la mochila a un lado y me cogió con fuerza de la mano. Era una fuerza protectora, directa y sencilla. No me dejaba alternativas pero yo tampoco era capaz de obrar por mí mismo.

Me condujo con él al baño y allí encendió las luces del espejo dejando la puerta entornada detrás de él. Me ayudó a desvestirme con el mayor cuidado con el que le habría podido creer. Siempre me imaginé esta escena donde él me desnudaba, pieza a pieza, mientras me miraba buscando constantemente mi confianza y consentimiento. Pero nunca pensé que sería conmigo ensangrentado y con él conteniéndose algo que no era capaz de ver a través de sus ojos. Primero me quitó de encima el abrigo y lo dejó tirado por algún lado del baño. “Esto lo lavaremos ahora, no te preocupes” me decía con cada nueva pieza que me quitaba. Debajo del jersey solo tenía una camiseta de tirantes blanca y cuando me la quitó lo hizo con extrema delicadeza. Yo levanté los brazos y él se deshizo de ella. Sentí que estaba quitando los pétalos de una flor hasta dejarla desnuda, como si desenvolviese un regalo. Y la sorpresa que se encontró dentro no pareció gustarle porque agrió el rostro como si le hubiesen pinchado. Me quise mirar en el espejo pero él retomó mi atención bajándome los pantalones. Me quitó los zapatos, los calcetines y me dejó en calzoncillos.

–Prepararé un baño de agua caliente. –Dijo mientras llenaba la bañera y ponía la mano debajo del grifo hasta que la temperatura que salió de él le pareció la adecuada. Después vertió un poco de jabón y comenzó a formarse una espuma rosácea por toda la superficie del agua–. ¿Dónde está el botiquín?

–Aquí. –Dije inclinándome frente al mueble bajo el lavabo. Saqué una cajita blanca con una cruz roja en la tapadera. Se la extendí y él se sentó en el retrete con el botiquín sobre las piernas, hurgando dentro para hacerse una idea de lo que había en el interior. Aproveché ese momento para mirarme al espejo. Estaba hecho un completo desastre de sangre y suciedad. En mi cara la sangre había empezado a teñirse de un color granate oscuro que se mezclaba  con la mierda salpicada y los moratones que comenzaban a visibilizarse. Me miré el torso, el costado. Tenía un par de moratones. Nada que no hubiese tenido antes en algunas caídas, pero me sorprendía la rapidez con la que habían salido. Eso es que tardarían en curarse.

Cuando la bañera estuvo llena cerró el grifo y se me quedó mirando expectante.

–¿A qué esperas?

–A que te vayas.

–¿Qué me vaya? –Soltó una risa sarcástica–. Ni lo sueñes. Vamos, métete.

–¿Ahora?

–¿Quieres esperar a que tus padres vengan y te vean en este estado? –Me preguntó y yo negué atemorizado–. Pues bien, ya eres mayorcito para meterte solo.

Yo resoplé frustrado y avergonzado y me dije a mi mismo que esto sin duda era lo peor de todo el día y que la situación no podría empeorar más. Pero seguramente me equivocaba. Me bajé los calzoncillos y le miré directamente. Él me miró a los ojos, cosa que me puso incómodo y me acerqué a la bañera. Me extendió una mano para que me sujetase a él y le agarré el antebrazo con fuerza. Metí una pierna, después la otra. La temperatura estaba perfecta y el olor del jabón me hizo sentir reconfortado. Me incliné sujetándome de ambos lados de la bañera y me senté, con el oleaje de la superficie golpeándome el pecho. Me dejé caer sobre el lateral, estaba exhausto y cuando introduje mis manos, con heridas en el agua, di un respingo y las saqué de inmediato, asustado. Él las cogió entre sus manos y las hundió lentamente. Me lavó las manos con las suyas, suavemente y con delicadeza. Pude ver como la sangre en mis manos se diluía en el agua y desaparecía, volviendo el agua de la bañera un poco más oscura.

Jacinto se sentó en el suelo a mi lado. Puso el botiquín a su vera y cogió una esponja azul cielo que había en uno de los laterales de la bañera. La hundió, la sacó y la escurrió un poco para quitarle humedad. Comenzó lavándome los brazos, con suavidad. No estaban sucios, pero no iría directo al rostro. Yo mismo enjuagué una de mis manos y la pasé por debajo de mi nariz. Rápidamente diluí la sangre seca allí y corrió por mis manos, como si me volviese a sangrar la nariz. Repetí el gesto varias veces hasta que apenas quedaba allí sangre. Me enjuagué la boca y escupí. Más sangre. Me pasé la lengua por todos los dientes. No me dolía ninguno. Eso era buena señal. Me cepillé con mi dedo y volví a escupir.

–¿Algún diente roto? –Preguntó el. Me daba la sensación de que no era la primera vez que hablaba con alguien a quien hubiesen pegado una paliza. Tal vez él también lo hubiese sufrido.

–Ninguno. Por suerte.

–Sí. –Hundió la esponja y la llevó a mi barbilla. Me lavó con cuidado los labios, apenas rozándolos, y me pidió que eso lo hiciese yo con la mano, mejor que con la esponja. Después me limpió los pómulos, la frente y me humedeció la cabeza y el cabello mientras yo me enjugaba nuevamente la boca. Me toqué con la yema de los dedos los labios. Tenía un feo corte en el inferior, justo en el medio del labio, y uno en el lado izquierdo del superior. Suspiré con tristeza pensando que debían estar feos, hinchados y de seguro si alguna vez él albergó la idea de besarme, acababa de hacerla desaparecer. Me asusté cuando tocó mi pómulo derecho con la esponja, de seguro tenía allí una herida abierta–. Lo siento…

–No es nada. –Suspiré y le pasé el champú. Vertió en su mano una gran cantidad y me lavó el pelo despacio, mirándome de vez en cuando al rostro para asegurarse de que yo estaba bien. Yo no podía dejar de mirarle como si adorase a mi salvador, al único ser en este planeta que estaba dispuesto a mancharse las manos por ayudarme. Me aclaró la cabeza y después sacó del botiquín una bolita de algodón y alcohol. Vertió en ella un par de gotas y empezó a desinfectarme todas y cada una de las heridas. Yo apoyé mis manos en el borde de la bañera y mi rostro sobre ellas, para que me curase con calma y facilidad. Fruncía el ceño cuando me dolía y sonreía cuando él soplaba en mis heridas para que no me escociesen con el alcohol. Me encantaba sentir su aliento frío y saciante sobre mi rostro. No podía evitar sonreír, aunque eso me doliese. Sobre mi pómulo puso un par de puntos de cercanía y miró con atención mis labios pensándose muy seriamente si necesitaban algo más que alcohol. Un beso, me habría gustado pedirle, pero no me lo habría dado.

Apoyando mi mejilla sobre mis brazos en el borde de la bañera recogidos le vi organizar de nuevo el maletín del botiquín. A la luz fluorescente del baño y con el olor del gel flotando en el ambiente verle tan sumamente concentrado y serio le hizo verse como un profesional en un quirófano o un policía sanando a un herido tras una trifulca callejera. No había mimos, ni buenas palabras, ni siquiera un “te quiero”. Estaba tan gélido que asustaba, pero estaba ahí, conmigo. No podía ser más exigente.

–Muchas gracias. –Dije, sinceramente. Él negó con la cabeza quitándole importancia mientras se levantaba y dejaba el maletín en su sitio. Después se lavó las manos con olor a alcohol y se secó mirándome allí recostado. Por un momento me sentí un fantástico animal acuático tropical al otro lado de la pecera, siendo observador por un espectador que no siente el mínimo interés por el colorido de mis escamas–. Será mejor que vayas a casa. –Suspiré–. Tu madre debe estar esperándote y yo ya puedo salir de aquí solo…

–No. –Negó, en rotundo. Jamás le había visto con esa expresión seria. Me hizo preocuparme–. Tendré unas palabras con tus padres.

–No es necesario. Sé arreglármelas solo.

–¿Si? –Me preguntó con ironía, mirándome de arriba abajo y hacia la bañera enrojecida por la sangre–. No me digas…

–Es enserio. No pasará nada. Me has ayudado y eso es suficiente…

–He dicho que no. Punto. –Sentenció.

–Pero… –Me devolvió una mirada gélida. Sentí un escalofrío recorriéndome y me quedé sin palabras. A los segundos me puse en pie alcanzando una de las toallas que colgaban de la barra de la mampara y me cubrí la cintura con ella. Él esperó pacientemente a que yo me cubriese y se acercó a mí para extenderme de nuevo las manos para salir. Cuando estuve fuera quité el tapón de la bañera y me senté en el retrete, comenzando a enfriarme. Rápido me extendió otra toalla que me puso sobre los hombros y con una pequeña del lavabo me secó el pelo restregándola por toda mi cabeza. Por mucho que le mirase, por todas las veces que cruzásemos miradas, él no cambiaba su expresión. Comenzaba a sentirme mal por lo que se avecinaba. Estaba conteniéndose para no explotar conmigo. Lo haría con mis padres que no tenían culpa de nada…

A los minutos oímos el tintineo de unas llaves en la puerta de entrada. Unos pasos entrando y el sonido de la puerta cerrándose. La voz de mis padres hablando.

–¡¿Ícaro?! ¿Dónde estás? Ven ahora mismo que tenemos que hablar… –Oí decir a mi padre, con voz seria y dictatorial. Estaba tremendamente enfadado, y por lo que intuía debía de haberse enterado de que me había largado en la última clase.

Al ver la luz del baño encendida por la puerta entrecerrada, se dirigieron rápidamente hacia allí. Mi madre fue la primera en entrar y al verme, su rostro enfadado se volvió compungido y aterrorizado. Se quedó unos segundos paralizada ante la puerta y después de procesar de forma incorrecta una información dada, miró a Jacinto con odio.

–¿Qué le has hecho a mi niño? –Gritó ella corriendo a mi lado para cogerme el rostro entre sus manos y mirarme detenidamente. Yo le quité mi rostro de ella.

–Él no ha sido. –Dije, en un susurro inaudible y mi padre pareció igual de frustrado y confuso que mi madre.

–¿Qué ha pasado aquí? –Dijo él, mirándonos a Jacinto y a mí alternativamente.

–Hablemos fuera, en el salón. –Dijo Jacinto, serio y responsable mientras mi madre hacía lo posible por aplastarme las mejillas con sus manos para ver qué me había ocurrido. Cuando Jacinto salió, mi padre le siguió al salón y yo alenté a mi madre a que se fuese también. Ambos se fueron y Jacinto cerró la puerta del baño detrás de él, dejándome solo y atemorizado. Nada más que le oí alejarse me deshice de la toalla sobre los hombros y caminé hasta la puerta, escuchando detrás de ella con una congoja que amenazaba con hacerme llorar.

–¿Se puede saber qué le ha pasado a Ícaro? –Preguntó mi madre, perdiendo los nervios.

–Lo que él ya os advirtió hace unos meses. Le han pegado una paliza al regresar a casa.

–No seas mentiroso. –Le dijo mi padre, sin respeto–. Cuando he terminado esta mañana y he pasado por jefatura me han dicho que Ícaro se ha largado en medio de una clase.

–El estúpido profesor de historia lo mandó al director sin justificación ninguna y él se vino a casa, ofendido. ¡Y no me extraña! Yo también tuve a ese profesor hijo de puta, y suele ser bastante imbécil con los más capaces…

–¿Quién ha pegado a mi hijo? –Preguntó mi madre, compungida–. ¿Tú sabías que le estaban amenazando?

–Sí. –Dijo mi padre, herido–. Pero nunca le habían hecho nada.

–¿Insultarle no es nada? ¿Amenazarle? ¿Intimidarle? ¿Eso no es nada?

–Yo ya le di la opción de cambiarse de instituto, pero él la rechazó.

–¡Esa no es la solución! –Gritó Jacinto. Su grito me hizo sentir tan pequeño e intimidado que por nada del mundo me atrevería a salir del baño. Y si él entrase, me acojonaría tanto que saldría corriendo–. ¿Acaso tú no eres profesor de ese centro? ¡Expulsa a esos hijos de puta!

–¡Yo no tengo ni la autoridad ni la responsabilidad de hacer nada!

–¿Pero qué estás diciendo? –Se ofendió mi madre–. ¡Debes estar de broma!

–Ni son mis alumnos ni le han golpeado en el centro. Por lo tanto lo único que podemos hacer es ir a la policía a denunciar. Pero eso ni va a frenarles ni va a asegurar que no vuelva a suceder.

–¡Me importa una mierda la policía, el centro y tu jodido trabajo! –Gritó Jacinto–. Le han partido la puta cara. ¿No te das cuenta? ¡Y podría haber sido mucho peor! ¡Sabe Dios qué demonios le han hecho!

–¿Cuándo ha sido eso? –Preguntó mi madre.

–Hace apenas media hora.

–Dios mío mi niño…

–¿Y qué quieres que yo haga? –Preguntó mi padre, agobiado.

–Lo que no sé es qué esperas que haga Ícaro. ¿Volver mañana a clase como si nada? ¿Pasarse el día amenazado, aterrorizado por las esquinas del instituto…? Son sus compañeros de clase, no unos matones cualquiera con los que se ha topado…

–¿Cuántos han sido?

–Tres.

–¿Tres? –Preguntó mi madre, en shock–. Joder…

Mientras hablaron me puse los calzoncillos y la camiseta de tirantes. Tardé varios minutos. Me temblaban las manos.

–Me lo encontré en las escaleras, lleno de sangré, llorando y temblando. Rogándome porque no entrásemos en casa, porque no quería que os enteraseis. ¿Esa es la confianza que tiene en vosotros? Tiene un maldito problema y se esconde, aterrorizado en las escaleras de la boardilla, angustiado por el qué dirán sus padres más que por si tiene algún hueso roto.

–¿Acaso nos estás llamando malos padres? –Preguntó mi padre, ofendido, entendiendo lo que quiso de las palabras de Jacinto.

–Puedes pensar lo que quieras. Yo solo te digo lo que he visto.

–¿Y quién me dice que no has sido tú el que le ha pegado una paliza? –Insinuó mi padre y yo apreté el puño sobre la puerta.

–¿Yo? –Preguntó Jacinto, completamente atónito–. ¡Debes estar de puta broma!

–¡No me sorprendería nada! Con todas las peleas en las que has metido seguro que se te han cruzado los cables y has dicho “bah, vamos a divertirnos un rato, como en los viejos tiempos.”

–¡Repíteme eso de nuevo, hijo de…!

–¡Basta! –Grité, saliendo del baño y encontrándome a mi padre, agarrando a Jacinto de la pechera y a mi madre separando a mi padre tirando de su brazo. Yo me puse entre ambos. Atónito y sin palabras por el comportamiento de mi padre. Aterrado por el de Jacinto. Sorprendido por la pasividad de mi madre. Aparté a Jacinto de mi padre y me puse entre ambos, ocultando a Jacinto detrás de mí con los brazos abiertos–. Es suficiente. Hoy ya me han pegado una vez, pero si quieres golpear a Jacinto, tendrás que quitarme a mí de en medio.

Con mis palabras mi padre se sosegó, recobró la compostura y respiró un par de veces. Jacinto pasó su mano por mi hombro hasta mi pecho.

–¿Por qué te has ido de clase? –Me habló directamente a mí, afrontando los problemas uno a uno.

–Me enfadé. El profesor de historia fue injusto conmigo y quise irme a casa. Así de sencillo.

–Eso no puede hacerse. –Me recordó–. Los menores de edad no pueden salir del centro sin autorización.

–Lo sé. Hice mal. Estoy de acuerdo. Pero no soy el primero ni seré el único que se largue. Si estáis preocupados por eso, no le deis más vueltas. Que el profesor de historia me ponga la sanción conveniente y punto. En cuanto a esto, –me señalé la cara–, sé que no hay nada que podáis hacer. Lo que no pienso tolerar es que juzguéis a Jacinto a la ligera. ¡Acusándole de haberme golpeado! Me decepcionas. –Mire a mi padre–. Tienes más prejuicios de los que quieres aparentar.

–No me hables así. –Dijo él dolido. Mi madre nos miraba a los dos alternativamente.

–Si te oigo decir otra sola cosa mala de él, juro que me largo. –Señalé la puerta–. Me voy y no vuelves a verme.

–Suficiente. –Dijo Jacinto a mi espalda, apretándome contra él–. No digas cosas de las que luego te arrepientas.

–No me arrepentiré. –Suspiré–. Es el único amigo que tengo. La única familia con la que puedo hablar sin esas irritantes expresiones de suficiencia.

–Ya se acabó. –Dijo, mi madre, como si terminase de leer una larga novela de suspense–. No quiero más gritos en mi casa. –Acudió a abrazarme y besarme por todo el rostro–. Vamos, te haré algo rico de comer. Jacinto, te acompañaremos a la puerta. Y tú. –Miró a mi padre–. Ve a sosegarte. Ya hablaremos de esto en otro momento.

 


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